Hace un tiempo dije que ante el caos
humano de la Iglesia actual, debíamos adoptar la actitud de los pobres de
Yahavé, que esperaron contra toda esperanza.
Permítanme hoy seguir con la misma
idea.
Por supuesto que siempre hubo
tiempos difíciles en la Iglesia. Por ende, sin pretender conocer el más y el
menos, digamos sencillamente que la situación de hoy es muy difícil.
Había un grupo de católicos que
aceptábamos el Catecismo de la Iglesia de 1993, La Familiaris consortio,
la Veritatis splendor, la Evangelum vitae, y suponíamos la
interpretación del Vaticano II que luego corroboraba Benedicto XVI (22-12-2005).
Lo hacíamos, además, convencidos,
esto es, nuestra razón, formada en una filosofía cristiana tradicional, establecía
un círculo hermenéutico no problemático con ese Magisterio.
Hoy estamos tristes. No, no estamos
contra el Vaticano II como Mons. Viganó (muy valiente pero, creo, no entendió el mensaje de Benedicto XVI)
ni somos sedevacantistas, ni nada por el estilo.
Pero hace mucho que estamos en
Viernes Santo.
Desde nuestra pobre perspectiva
humana, hace rato que es la Fe la que está en la cruz. Las Sagradas Escrituras,
la Tradición y el Magisterio, como lo entendíamos, están siendo crucificadas.
Y es una dura prueba. Nunca tuvimos
problema con los vaivenes humanos de la Iglesia. Pero la Fe en la cruz, a punto
de gritar el abandono de Dios, nos pone en el límite de la defectibilidad de la
Iglesia.
Pero como la Iglesia es
indefectible, entonces sabemos que hay un por qué.
Y mientras tanto, esperar, como
María, al pie de la cruz. Seguir nuestra conciencia. No digo en silencio, pero
sin escándalos, y esperar.
Habrá una resurrección.
Que tal vez no veamos en vida, pero
la habrá.
Hasta entonces, que Dios nos
encuentre con las lámparas prendidas.
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