Capítulo XI de
ECONOMÍA PARA SACERDOTES, de Gabriel Zanotti y Mario Silar
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Como vimos en el capítulo anterior,
habría tres cuestiones donde el mercado necesariamente no podría llegar: bienes
públicos, externalidades y redistribución de ingresos.
En este capítulo nos concentraremos en
los dos primeros elementos. El problema de la redistribución de ingresos,
especialmente delicado, será analizado separadamente en los últimos capítulos. Antes
de aclarar de qué tratan estas cuestiones, recordemos a un viejo amigo: el principio
de subsidiariedad.
Como se sabe, el principio de
subsidiariedad es general, esto es, no se aplica solo a la economía, sino a toda
estructura social.
Por ejemplo, el episcopado NO debe hacer lo que sí pueden hacer las parroquias
(aunque a veces no se cumple del mejor modo... J), y ello demanda saber la
naturaleza de cada estructura social en cuestión. En efecto, si yo no sé, por
ejemplo, qué es un rectorado, lejos estaré de saber qué es lo que no le
corresponde.
Por lo tanto, resulta obvio que el
estado no debe hacer lo que los particulares pueden. Pero aquí comienzan los
debates: ¿qué es lo que los particulares pueden hacer, qué es lo que el mercado
puede hacer?
Nos parece bien que esta sea una
cuestión abierta entre los católicos. Esto es, no podemos esperar, obviamente,
una proclamación pontificia, cuasi-dogmática, sobre hasta dónde debe llegar el
mercado. Para ello necesitamos la legítima autonomía de las ciencias sociales y
sus legítimos debates, y está bien que haya católicos que afirmen una cosa y
otros, otra, porque su teoría económica es diferente.
Pero esto lleva a una cuestión en la
cual sí todos los católicos –y esto es importante para sacerdotes y religiosos–
podrían estar de acuerdo: que las diversas teorías económicas no pueden probar
necesariamente que el mercado nunca puede llegar o siempre puede llegar a las
tres cuestiones arriba referidas.
Intentaré demostrar el punto, al mismo
tiempo que trataré de mostrar que el mercado puede estar abierto a todo ello,
aunque no necesariamente “siempre”.
Primero, qué es un bien público.
Cuando alguien compra una lata de
sardinas, esa lata no puede ser comprada por otro. Ello implica que esa lata es
rival en consumo. No puede ser
comprada por dos compradores al mismo tiempo.
A su vez si alguien compra una casa, solo
el dueño puede entrar en ella. El dueño puede invitar a otros a pasar, pero los otros no pueden reclamar el derecho a entrar. O sea que rige
sobre la casa lo que se llama principio
de exclusión.
Estas dos características, rival en
consumo y principio de exclusión, son típicas de los bienes privados que
habitualmente se intercambian en el mercado.
En los bienes públicos, en cambio, no existe
“rivalidad en el consumo” (por ejemplo, una puesta de sol, o el aire) ni tampoco
rige el principio de exclusión (por ejemplo, el alumbrado de una calle).
Entonces se concluye muchas veces que
el gobierno necesariamente los tiene
que proveer.
¿Debe ser realmente así?
No
necesariamente,
y allí está el punto.
Primero recordemos que hay bienes
libres –de los cuales quedan pocos ejemplos– como la luz del sol o el aire, que
casi no serían escasos en ciertas condiciones. En ese caso el tema del mercado
o no mercado ni se plantea. La luz del sol en una mañana soleada no es provista
ni por el estado ni por el mercado. Por ende si por bienes públicos se entiende
bienes libres, el debate no se plantea.
El caso es que la mayoría de los
bienes públicos son escasos (lo que analizábamos en el capítulo sobre “bienes
económicos”), y por ende necesitan recursos escasos para su producción, venta y
distribución.
Entonces, ¿cuál es el modo más
económico de proveerlos?
Pongamos, por ejemplo, el caso de un
puente. Puede ser que el estado lo provea, pero en ese caso deben tenerse en
cuenta los impuestos cobrados para ello. Que, en ese caso, son pagados por
todos, incluso por quienes no van a utilizar el puente (posteriormente
analizaremos los tipos de impuestos existentes).
Si, en cambio, pagamos un peaje por el
puente, a una empresa privada que lo administre, a primera vista nos va a
parecer más caro, pero no es así: de hecho, ese costo es menor que todo el
conjunto de impuestos, más las deudas y la inflación en las que a veces
recurren los estados para sostener ese tipo de bienes. Y menos injusto, además,
porque pagan el peaje solo los que utilizan el puente. O sea, un bien
público siempre se paga.
Que el bien público sea estatal y aparentemente “gratis” es una ilusión óptica.
Siempre se paga, de un modo (impuestos) u otro (peaje), el asunto es cuál es el
modo menos costoso para todos. No hemos mencionado además los problemas vinculados
al control de gestión, la presencia de incentivos perversos y la tendencia a
situaciones de abuso y arbitrariedad que se potencian cuando hay opacidad
respecto de la identificación de responsabilidades. Siguiendo a la literatura
económica científica y sin ánimos de caer en un discurso ideologizado, se debe
admitir que el sector público es más proclive a padecer estos problemas de
gestión.
Los bienes públicos “libres”, por lo
demás, si se da el caso de que se vuelven escasos entonces surgirá el tema de
su precio. Por ejemplo, el aire es un bien semi-libre en la Tierra (porque ya
se paga por el aire NO contaminado), pero en una colonia terrestre en Marte, el
aire respirable sería muy escaso y por ende muy caro. Ahora bien, en ese caso, ¿qué
sería preferible? ¿Que lo proveyera una sola empresa estatal, con tendencia a
la ineficiencia y a los problemas señalados en el párrafo anterior, o varias
empresas privadas compitiendo por la provisión de aire? Obviamente la segunda
solución es la mejor, aunque lamentablemente la influencia de los sesgos
cognitivos nos haga mirar con sospecha la libre competencia entre empresas
privadas. En efecto, tendemos a quedarnos solo con los problemas potenciales
que ello puede implicar, y tendemos a creer que estos problemas pueden ser más
graves –incluso a nivel moral– que los problemas inherentes a la gestión en el
sector público…
Otros bienes públicos son
super-abundantes circunstancialmente, por ejemplo, la tierra en extensiones no
habitadas por el hombre. De acuerdo, pero a medida que crece la población, si
no se encuentra un modo de establecer las propiedades (por ejemplo así fue el caso
del alambrado y vallado en la Argentina del siglo XIX) la situación terminará
siendo un caos. Cuanta mayor la escasez, mayor el precio, y más se necesita el
mercado para que los precios, como vimos, señalen la escasez relativa de ese
bien, y, si no existe monopolio “legal”, el resultado a lo largo del tiempo será
socialmente positivo. Por ejemplo, ¿qué sucederá cuando haya suficiente capital
y trabajo para explotar la totalidad del lecho marino? Mejor que esas tierras
marinas sean privadas o de lo contrario no se podrá establecer cuál es su real
escasez..., los problemas de descoordinación, mayor escasez por
sobreexplotación que ello generará amenazará con destruir el lecho marino. En
un caso así, todos terminaríamos estando en una situación peor.
Por lo tanto, no necesariamente los
bienes públicos tienen que ser estatales. Los bienes públicos pueden ser
perfectamente privatizables y ello para beneficio de toda la población. Recordemos
lo dicho respecto de que la propiedad privada no es simplemente individual,
pueden existir acuerdos institucionales “comunales”, que conservando los
elementos positivos de la propiedad privada –control de gestión y
responsabilidad– articulen voluntariamente la toma de decisiones de un grupo de
personas, que sean las que decidan las reglas de juego sobre el uso, gestión y
cuidado de ese bien comunal.
Lo mismo sucede con la mayor parte de
los problemas medioambientales relacionados con la ecología. La contaminación
tiene que ver precisamente con ciertas cosas que, al no ser de nadie excepto de
los políticos, nadie cuida como corresponde. En general, por ejemplo, es fácil
acusar al mercado de la contaminación de un lago, porque tanto personas como
industrias tiran allí sus desechos. Pero claro, ¿quién es el dueño del lago?
Nadie, excepto una oficina estatal que raramente se preocupa. El tema de los
incentivos aquí es crucial. El tema de la propiedad es básico. Si alguien tira
cosas sobre la pila bautismal, inmediatamente el sacerdote o los laicos de la
parroquia se encargarán de que ello no ocurra más, porque eso es su propiedad y
les preocupa (sin perjuicio de que el sacerdote o religioso interprete que la
pila está puesta bajo “su cuidado” y que en ese sentido es “su” propiedad, no
en el sentido de que pretendiera llevársela cuando le trasladaran de parroquia
o regalársela a familiares cuando dejara de prestar servicios en la parroquia).
Pero cuando las cosas no son de nadie, excepto de un estado lejano, la cuestión
es al revés. Por lo tanto, en un caso así, que haya propietarios del lago, como
por ejemplo algo como una “Sociedad de Amigos del Lago Atitlán”, sería una
óptima solución al problema de su contaminación, una solución en la línea de lo
que analizamos sobre la noción de propiedad privada comunal.
Con otras cosas el tema puede ser
menos visible, pero hay que estar abierto a nuevas soluciones. Las energías
sucias tendrían muchos sustitutos potenciales en un mercado abierto. Los
empresarios que puedan proveer energía solar y eólica como sustituto de las
empresas tradicionales de electricidad, ya estatales, ya privadas, tendrían un
proyecto muy rentable en caso de que pudieran competir libremente, como corresponde
a un mercado sin monopolios legales o prebendas estatales. Si no prosperan, es
porque el estado se protege a sí mismo o protege a los proveedores habituales
de electricidad. Igual sucede con todas las energías sustitutas del petróleo.
Al mismo tiempo, el problema puede ir en la otra dirección –como de hecho ha
ocurrido recientemente en algunos países, como es el caso de España, por
ejemplo–: que el sector público subsidie las energías verdes y, como
consecuencia no intentada, genere una burbuja que distorsione el mercado de la
energía solar o eólica. De nuevo, esto ha terminado por generar graves
problemas de sobreinversiones, falsas rentabilidades, burbuja y pinchazo del
sector –con las dramáticas consecuencias en términos de desempleo y recursos
malgastados. Esto es una muestra de lo complejo que resulta para el sector
público “acertar” a ver cuáles serán los proyectos empresarios rentables y
sostenibles. Se pueden tener muy buenas intenciones respecto de lo positivo que
serían, desde un punto de vista medioambiental, las energías renovables pero
simples subsidios y privilegios no constituyen una solución a largo plazo.
Supongamos, por lo demás, que un
recurso natural se está agotando. Si sigue habiendo demanda de él –por ejemplo,
el referido petróleo– el precio subirá, lo cual incentivará la búsqueda y descubrimiento,
como dijimos, de potenciales sustitutos cuya comercialización empezaría a ser elevadamente
rentable en este nuevo escenario. Aquí se observa de nuevo la importancia de
atender a las consecuencias no intentadas. En efecto, en muchas ocasiones los
subsidios a un determinado sector, aunque se implementen con buenas intenciones
y con el pretendido objetivo de atender al bien común, terminan impidiendo la
transmisión de información fidedigna –no olvidar que el sistema de precios actúa
como un sistema de comunicación y señalización–, haciendo que resulten
artificialmente rentables industrias que, sin la presencia de subsidios y
ayudas, no lo serían; con lo que se terminan desincentivando proyectos de
inversión en sectores alternativos.
¿Y el caso del aire? ¿Alguien puede
ser el dueño del aire? No, claro, en este planeta, pero si alguien genera humo que
invade tu propiedad, legalmente esa persona puede ser demandada. Si el sistema
jurídico fuera eficiente, los costos jurídicos de transacción serían muy bajos,
y por ende el emisor del humo, ante la amenaza de una sentencia en contra
altamente costosa, tendría un incentivo para compensar a la persona damnificada
por el humo que él ha emitido. El mismo razonamiento se puede aplicar a otros
ámbitos, como la contaminación visual o sonora.
Por supuesto, corresponde al estado
proveer un sistema judicial rápido y eficiente, pero también permitir la
existencia de mediadores privados que de manera mucho más rápida puedan ayudar
a ese tipo de negociaciones, y hallar soluciones a los conflictos.
En economía eso se llama “internalizar
una externalidad”. Una externalidad es una consecuencia de una transacción
comercial que tiene efectos sobre un tercero independientemente de la voluntad
de este último, por eso se llaman efectos “externos”. Por ejemplo, si la
parroquia compra una cocina y el humo llega a los departamentos lindantes, los
dueños de estos últimos tienen un efecto (en este caso negativo) externo,
porque no correspondió a una transacción comercial en la que ellos tuvieran
algo que ver.
Ahora bien, llamar a un gobierno para
que dicte una legislación sobre las cocinas, el humo, la polución etc., y crear
una oficina estatal llena de gente para que se ocupe de su cumplimiento, es muy
costoso, y ya hemos visto que el derroche de recursos atenta sobre todo contra
los que menos tienen. ¿Por qué no ver, conforme al principio de subsidiariedad,
lo que las partes involucradas pueden hacer por sí mismas? Por supuesto, si los
vecinos tuvieran todos buena voluntad y espíritu cristiano, evitarían
perjudicarse mutuamente. Pero vivimos en reinos que son de este mundo, aunque
sean una peregrinación temporal hacia los otros. Supongamos que un vecino se
compra una cocina y echa humo sobre los demás. La solución judicial, como
dijimos antes, puede ser más rápida y eficiente, y las sentencias acumuladas
crearían un incentivo para evitar atentar contra la propiedad de los otros con
ese tipo de acciones. Por supuesto, todo esto implica un cambio en la
mentalidad existente y en las funciones que presuponemos del gobierno, pero,
vuelvo a decir, lo que está en juego es precisamente no derrochar recursos
escasos. Además, si bien es cierto que los hombres no son ángeles, tampoco son
demonios. Es preciso encarnar el optimismo antropológico y ser capaces de
descubrir la potencialidad de creación de orden que anida en la cooperación
voluntaria en el seno de la sociedad civil. Además, si bien es cierto que los
ciudadanos no son ángeles ni demonios, lo mismo debe predicarse de los agentes
gubernamentales. Es obvio que ellos no son demonios, sin embargo a veces impera
todavía una visión demasiado angelizada de los agentes públicos. Los agentes
gubernamentales, aunque digan con sinceridad preocuparse y velar por el bien
común, no son inmunes ante los sesgos, prejuicios, puntos ciegos, problemas
cognoscitivos y morales que aquejan a todos los mortales... no hay “expertos”
que puedan permanecer a salvo de esto.
Por ello, es preciso advertir y
recordar que el cuidado estatal de los problemas ecológicos es altamente
costoso, no da resultados y quita los incentivos al cuidado del medio ambiente
y a los pactos comerciales que podrían cuidar de nuestro planeta mucho mejor y
más rápido que las interminables e inútiles discusiones y disposiciones de la
ONU y los diversos organismos gubernamentales a nivel estatal y supraestatal al
respecto.
Por supuesto que todo esto podría no
suceder y, en una situación extrema, un gobierno podría intervenir si la vida y
la propiedad de todos estuvieran en peligro –un terremoto, un incendio forestal
de gran magnitud, un Tsunami, etc.,– pero no es esa la situación habitual. El
comercio crea incentivos positivos, y hemos visto que esos incentivos, que lo
que hacen es minimizar la escasez, tienen TODO que ver con el bien común y el principio
de subsidiariedad.
Por lo tanto, cuando se afirma que el
estado no debe hacer lo que los privados pueden hacer, hay que tener en cuenta
que muchas veces, guiados por un prejuicio negativo, suponemos que los privados
pueden hacer muy pocas cosas. La economía nos enseña que las potencialidades
del comercio son más positivas de lo que suponemos. Es preciso adoptar una
actitud humilde y conservar un genuino asombro ante la multiforme capacidad de
creación de órdenes cooperativos que anida en la sociedad civil. Ahora bien, la
economía no forma parte de la Revelación, pero por eso mismo, en relación a
esta última, es un tema opinable, y si como religiosa, religioso, seminarista, sacerdote
u obispo alguien piensa diferente, que tenga en cuenta que un laico puede
pensar otra cosa, con toda la legitimidad de su competencia en los ámbitos
temporales. El principio de
subsidiariedad tiene un sano ámbito de opinabilidad en ese sentido. Creemos
que la economía nos enseña que el mercado puede hacer más de lo que se piensa,
pero si alguien piensa diferente, que no convierta su pensamiento en un dogma,
en un ámbito donde, por definición, no puede haber solución o Palabra Revelada.
Sumario
El problema de los bienes públicos y las externalidades negativas que
afectan al medio ambiente, para ser rectamente abordadas, requieren una
adecuada comprensión del principio de subsidiariedad. El principio de
subsidiariedad, rectamente entendido, debe hacer énfasis en su parte positiva,
es decir, que las instancias superiores de poder no hagan aquello que pueden –y
deben– hacer las instancias inferiores. El principio de subsidiariedad permite
entender en qué medida pueden existir soluciones de mercado para enfrentar los
problemas que pueden surgir en el ámbito del cuidado de los bienes públicos y
el medio ambiente.
En efecto, no es correcto pensar que los bienes públicos y el medio
ambiente solo puedan ser protegidos a través de medidas coercitivas
implementadas por la acción gubernamental. La sociedad civil tiene
potencialmente una amplia batería de mecanismos creativos y cooperativos para
enfrentar problemas que afloran en el caso de bienes públicos y en temas
medioambientales. Estos temas ponen nuevamente de manifiesto una idea central:
la necesidad de atender a las consecuencias no intentadas a la hora de analizar
los escenarios de interacción humana. Al mismo tiempo, el análisis de las
externalidades revela que la interacción humana no está exenta de dificultades.
Sin embargo, apelar inmediatamente a la acción gubernamental no necesariamente
constituye una solución sostenible a los problemas que pueden surgir en la
interacción humana. No se debe olvidar, que la acción gubernamental tiende, por
la propia lógica de su modo de ser, a generar una progresiva burocratización y
formalización de los procesos involucrados en la cooperación social. Como
consecuencia de ello, la acción gubernamental también genera problemas y
distorsiones que es preciso tener en cuenta cuando se evalúe la necesidad de
intervención gubernamental.