En El secreto de las estructuras competitivas, Octavio Gelinier desarrolla
como tesis fundamental la siguiente idea: la estructura monopólica de los
servicios prestados por los organismos oficiales –del tipo de la
administración pública en general, correos, registros civiles, etc.–
determina su desinterés por todo cuanto sea eficiencia, juicios de valor de
los usuarios y costos. La experiencia histórica de los últimos ciento
cincuenta años en los países europeos y americanos demuestra acabadamente la
razón de la tesis de Gelinier, con el agravante, para los segundos, de
factores de inmoralidad o incapacidad de los cuadros de la administración
aunque con diferencias grandes, por supuesto, entre unos y otros países y sin
querer significar que esos dos elementos –inmoralidad o incapacidad– estén
totalmente ausentes de los países europeos.
Las causas determinantes de este fenómeno son sencillas: la eficiencia es el
factor clave en la empresa privada –o sea las estructuras competitivas– para
obtener el favor del público consumidor o recipiendario del servicio de que
se trate y para alcanzar costos mediante los cuales la ganancia, o el lucro,
sea posible. Los servicios prestados por el Estado mediante disposiciones
legales de monopolio absoluto –correos, registro civil, alumbrado, seguridad
y muchos otros– en países donde ha crecido notablemente la tendencia a esa
modalidad, y entre los cuales suelen contarse la salud o los servicios
sanitarios, teléfonos, transportes, etc., no necesitan preocuparse ni por los
costos ni consecuentemente por las ganancias pues todo su personal tiene
aseguradas de cualquier modo sus fuentes de ingreso, ni por la eficiencia,
pues sea cual fuere el juicio del público que recibe el servicio no existe
posibilidad de que ese público pueda acudir a otro lado a obtenerlo, y en la
mayor parte de los casos los mecanismos presuntamente puestos a disposición
para manifestar sus quejas o desagrados son lentos o inocuos.
El sistema educativo
La tesis de Gelinier tiene gran importancia en el plano educativo. Las
instituciones educativas –el conjunto del sistema educativo formal– han
terminado por constituir, en países como el nuestro, herederos de la
tradición del estado cuya organización es fruto borbónico-napoleónico, una
estructura de monopolio absoluto y han terminado por asumir las
características antes señaladas: despreocupación por la eficiencia,
desinterés por el juicio del usuario –alumnos o padres– y desprecio del tema
costos.
La existencia de establecimientos privados de enseñanza no altera, en este
caso –aunque a primera vista parezca extraño– la afirmación anterior. En
efecto: si junto al servicio de correos oficial o del registro civil se
admitieran servicios idénticos pero prestados por organizaciones privadas,
éstas deberían preocuparse por obtener ganancias razonables que sostuvieran
los servicios (y empleados y funcionarios comprenderían que sus salarios no
están garantizados por el presupuesto oficial sino por la subsistencia de la
empresa) y que justificaran la inversión. Para ello deberían atender a la
eficiencia de los respectivos servicios: que las cartas y telegramas llegaran
a destino rápidamente y en buen estado; que los usuarios no debieran hacer
largas colas para despacharlas u obtener franqueo, etc., o que las
inscripciones respectivas se lograran en corto plazo y las copias solicitadas
también y la documentación estuviera suficientemente garantizada. Además,
debieran preocuparse de establecer tarifas razonables –o competitivas en el
mercado– y para ellos debería atender a un problema clave: bajar los costos
del servicio hasta niveles compatibles con la eficiencia. Un correo privado
no podría poner más empleados de los que soportara la estructura integral de
costos ni menos de los que garantizaran la atención al público con un mínimo
razonable de eficiencia.
Pero las instituciones privadas de enseñanza en nuestro país deben atender
a estos mismos requerimientos de manera muy atenuada. El tema costos se ve
notablemente disminuido como preocupación, en un alto número de casos, por
los aportes del Estado para pago de salarios. El tema eficiencia
prácticamente desaparece, salvo en algunos pocos aspectos –precisamente los
que están al margen de la estructura oficial, como idiomas o actividades
complementarias, por ejemplo– pues la admisión al sistema educativo se
concede sobre la base de una igualdad absoluta de planes, programas y
modalidades de régimen pedagógico. (Esta afirmación admite alguna diferencia
en el caso de las universidades privadas, pero en los hechos los resultados no
son muy diferentes). En síntesis, la situación es esta: en nuestro país se
puede elegir entre una escuela oficial y una privada y en general se puede
elegir (salvadas circunstancias de ubicación geográfica y de disponibilidad
económica) el establecimiento de enseñanza, pero el sistema educativo en su
conjunto es una estructura de servicios monopólica porque la población está
obligada a recurrir a esa estructura, uniforme y rígida –ya sea en
establecimientos oficiales o privados– para obtener los reconocimientos
oficiales indispensables para la ley o para la necesidad particular
requerida.
Análisis por niveles
La enseñanza primaria es obligatoria. Todo padre está obligado por ley a
proporcionar enseñanza a ese nivel a sus hijos. Tiene a disposición para satisfacer
esa exigencia el sistema educativo. Pero el régimen es el mismo en ambos, en
lo esencial. Las diferencias son insignificantes. Si su hijo cursa el sistema
y satisface todos sus requerimientos, obtendrá el certificado correspondiente
y la obligación legal habrá quedado satisfecha. Entretanto, si envía a su
hijo a un establecimiento ubicado legalmente dentro del sistema educativo,
obtendrá también los correspondientes salarios por escolaridad. Con el
certificado de estudios primarios completos así obtenido y avalado por el
Estado quedará exento de cualquier responsabilidad civil o penal; su hijo
tendrá acceso a empleos en la administración pública y –lo que es hoy sin
duda principal– podrá acceder al segundo nivel de enseñanza. Pero la única
manera de alcanzar estas satisfacciones y disponibilidades es enviarlo al
sistema educativo formal –repito, ya se trate de establecimientos oficiales o
privados– y cumplir religiosamente todos sus requisitos de organización y de
funcionamiento, así como sus modalidades curriculares. Es imposible evadirse
de estas exigencias. Por lo tanto, el sistema en su conjunto queda
desinteresado de la eficiencia de sus servicios. El sistema no tiene por qué
interesarse, en su conjunto, del aprovechamiento real que de sus servicios
alcancen los usuarios directos –los niños– o del juicio de valor sobre
aquella eficiencia se formen los usuarios indirectos, los padres, pues de
todos modos no hay alternativa. El padre podrá, en caso extremo, cambiar a su
hijo de escuela y quizá obtenga como resultado –si tiene suerte y ha hecho
una elección acertada– una escuela algo mejor, que funcione mejor, quizá con
mejor conducción y mejores maestros, pero en esencia será una escuela del
mismo sistema, que esencialmente tiene el mismo régimen organizativo,
pedagógico y curricular que todas las restantes del sistema. Porque en caso
contrario quedaría fuera del sistema, y cuanto pueda hacer un establecimiento
o un padre por su cuenta fuera del sistema no sirve para nada desde el punto
de vista legal. Ningún otro logro es certificado o avalado si no se recurre a
los servicios del sistema. He ahí la esencia del monopolio y he ahí la razón
por la cual los resultados auténticos del servicio interesan muy poco a los
responsables. Y esto determina además otra consecuencia mucho peor: llega un
momento en el cual los usuarios directos o indirectos del sistema –alumnos y
padres– conciente e inconcientemente dejan también de preocuparse de la
eficiencia del sistema y terminan preocupándose solamente del formalismo
encerrado en el acto de cumplir los requerimientos formales del sistema, es
decir, se preocupan solamente de cursar el sistema, de obtener la
certificación final y no de alcanzar resultados efectivos del servicio
prestado. Con el certificado de escolaridad primaria completa se obtiene la
posibilidad de ser nombrado agente de policía o de correos o de maestranza en
la administración pública o de ingresar a organismos de seguridad en
determinados niveles, por ejemplo, amén de que entretanto se cursa el sistema
se obtiene el salario correspondiente. Si, además, se ha aprendido a leer y
escribir correctamente, es otro asunto. Esto será en todo caso, por
añadidura. Pero en la mayor parte de los usuarios esto deja de interesarles
sustancialmente. Inclusive, con ese certificado se obtiene una plaza en
establecimientos de segunda enseñanza, aunque en una sola página de escritura
se comentan veinte errores de ortografía en palabras sencillas. Esto último
es un problema de eficiencia del servicio que a lo largo de los siete años de
escolaridad primaria no ha preocupado auténticamente ni a los responsables
del servicio ni a los usuarios directos o indirectos.
La enseñanza media no es obligatoria. Pero es el escalón obligatorio para
acceder a cualquier tipo de estudio de nivel terciario –universitario o no– y
en la actualidad resulta indispensable para acceder a una gran cantidad de
actividades laborales, esencialmente para cualquier actividad laboral que
represente un escalón de ascenso social o económico o brinde requerimientos
mínimos de “status”. Para alcanzar, pues, cualquiera de las necesidades que
se busca satisfacer con el certificado de enseñanza media completa es también
indispensable cursar el sistema como ocurría con el nivel elemental.
Ninguna perspectiva queda abierta para quien pretenda evadirse del sistema.
Obsérvese bien que la llamada libertad de enseñanza permite elegir una de
estas tres alternativas para lo que nosotros denominamos cursar el sistema:
concurrir a un establecimiento oficial, concurrir a un establecimiento
privado o estudiar como “libre”. Pero, en última instancia, cualquiera de
esas tres alternativas representa satisfacer la totalidad de las exigencias
del sistema, formalmente consideradas, salvo, en el caso de la tercera, la
asistencia a clases. Si se quiere ingresar a la Universidad, a un instituto
de profesorado, al Colegio Militar de la Nación, a un banco oficial, o
simplemente conseguir ciertos empleos, es necesario haber cursado o haber
aprobado la enseñanza media, es decir, haber satisfecho requisitos formales
de asistencia, de exámenes, de pruebas, de comportamiento, de notas
formalmente asentadas en libros debidamente rubricados, todo ello mediante un
régimen curricular de determinados años de estudios, de contenidos fijados en
planes y programas rígidos e inamovibles y obligatorios y de exámenes también
rígidamente organizados según esos mismos regímenes curriculares y esos
mismos programas analíticos obligatorios. Es inútil hablar inglés como Sir
Lawrence Olivier si no se han aprobado los exámenes de primero, segundo y
tercer año de inglés del ciclo básico de la escuela media o si no se ha
cursado esos tres años y se ha asistido a las clases en las cuales el
respectivo profesor ha tratado de enseñar a sus alumnos el ABC de la lengua
de Shakespeare y si no se ha obtenido con ese profesor el 7 sacramental o al
menos el 4 de marzo. Luego, puede ocurrir que los alumnos con sus
certificados de escuela media concluida en regla sean aceptados como
postulantes para ingresar a la Universidad o puedan obtener un empleo en el
Banco de la Nación Argentina, aunque al cabo de aquellos tres famosos años y
de sus gloriosas eximiciones sigan siendo incapaces de distinguir la tercera
persona de la primera en la conjugación de los verbos ingleses, mientras
aquel otro joven no podrá alcanzar ninguna de esas posibilidades, sean cuales
fueren sus logros en idiomas o en cualquier otro contenido académico o en
cualquier otra habilidad. O certificado, o nada. Y el certificado sólo se
obtiene si uno se somete a las leyes del sistema. Por lo tanto, los usuarios
–padres y adolescentes– han terminado por comprenderlo y aceptarlo: hay que
cursar la escuela media. En cualquier escuela y de cualquier manear. Pero hay
que cursarla. Luego se verá si de verdad se aprende algo o se hace algo. Y
las escuelas y sus responsables, en todos sus niveles jerárquicos, de algún
modo han terminado de internalizar la misma conducta. Un padre que se muestre
muy disgustado por cuanto ocurra en una escuela todo lo que puede hacer es mandar
a su hijo a otra... en la cual quedará al fin sometido al mismo régimen, en
lo esencial.
El tema que venimos analizando alcanza sus picos más agudos en los niveles
elemental y secundario. En el caso del nivel superior del sistema educativo
–ámbitos universitarios o no– la situación mejora sensiblemente por varios
motivos. Uno de esos motivos es que ahora los usuarios indirectos –los
padres– en la práctica desaparecen porque quienes toman las decisiones, sobre
todo la decisión de proseguir o no estudiando, son los interesados directos.
Y por lo tanto, estos, dada su edad y las particulares condiciones
psico-sociales de la juventud actual, se sienten muy poco inclinados a
“aguantar” largos años de encierro vital o de simples asistencias a clases o
de cumplimiento formal de exigencias académicas y de un modo y otro exigen
algo –aunque solamente algo– desde el punto de vista de la eficiencia y la
calidad de los servicios educacionales que se les brindan. Otro motivo es que
en los ámbitos universitarios, en general, se está más cerca de la realidad
vital con la cual los sistemas educativos están comprometidos y las
responsabilidades emergentes son más claras, directas y, diríamos, el
compromiso social efectivo es más real y menos formalista. En el caso de los
establecimientos privados de enseñanza de nivel superior hay algo más: las
universidades no tienen apoyo económico del Estado –por lo cual el tema
costos tiene mayor significación– y los usuarios suelen medir con un interés
muy particular la relación entre el servicio recibido y su calidad y el gasto
o la inversión que se les exige, fenómeno que, obviamente, no se da en el
caso de la enseñanza secundaria o primaria.
Hay una cuarta razón: los docentes universitarios, en un alto número de
casos, son profesionales comprometidos de lleno con la realidad vital en sus
campos respectivos, y no pueden sino aportar a sus cátedras esa suma de saber
o de capacidad que aquella realidad les impone necesariamente. Muchos de
ellos, además, no encuentran en la Universidad el sustento económico
fundamental y suelen estar más desprendidos de las reglamentaciones
formalistas o se dedican a la cátedra sólo por auténtico interés vocacional.
De donde se desprende –de una situación originalmente negativa– un beneficio
inesperado: se preocupan por sí mismos de la eficiencia de los servicios
educativos que prestan aunque el sistema no se lo exija.
Todas estas aclaraciones, empero, no deben llevar a creer que la situación en
el nivel universitario es absolutamente distintade la de los restantes
niveles del sistema educativo. Porque, para empezar, debemos recordar esto:
el régimen propio del sistema educativo formal argentino sólo reconoce los
logros alcanzados dentro de sus estructuras formales y desconoce absoluta y
totalmente cualquier logro alcanzado por otras vías fuera de él. En esencia,
pues, el nivel universitario es tan monopólico como lo son los anteriores,
aunque las razones antes apuntadas introducen variaciones significativas en
su realidad operativa. De esta forma, el sistema universitario, en su
conjunto y como tal, como sistema, tampoco tiene necesidad de preocuparse ni
por la eficiencia de los servicios que presta, ni por el costo, ni por el
juicio de los usuarios. Esto último debe ser remarcado, y no hay
contradicción con una afirmación anterior sobre el peso del juicio de estos
usuarios a que antes nos habíamos referido. Es verdad que en los niveles
superiores de la enseñanza los jóvenes tienen menos paciencia para proseguir
cursos que encuentren de baja calidad o de relativa significación para sus
expectativas, pero la disconformidad absoluta sólo encuentra una vía de
canalización definitiva: el abandono del sistema educativo, con cuanto esto
conlleva como sanción que la sociedad impone al disconforme, pues cuanto
pueda alcanzar luego fuera del sistema no le será convalidado ni reconocido
formalmente nunca.
La capacidad educadora ociosa de la sociedad
Además de los problemas que hemos señalado –consecuencia, a nuestro juicio,
de la estructura monopólica del sistema educativo–, surgen otros que en
alguna medida son resultado también de ese mismo carácter y en parte surgen
por otros motivos. El sistema educativo, a lo largo de ciento cincuenta años,
aproximadamente, ha evolucionado hasta una especie de “gigantismo”, en el sentido
de que actualmente ocupa un gran número de años en una gran parte de la
población y ocupa esos años de manera casi absoluta o principal.
Una suscinta visión histórica es indispensable, porque una tendencia
habitual lleva a olvidar un dato significativo. Hace apenas cien años la
iluminación eléctrica era casi desconocida, y la inmensa mayoría de la
humanidad seguía viviendo, en lo esencial, según los ritmos de luz y de
oscuridad determinados por el ritmo de la Naturaleza. Muy pocas personas
hacen hoy esa sencilla reflexión y por lo tanto no se advierte que en la
evolución de la especie humana y de las sociedades civilizadas el lapso
correspondiente a las formas de vida determinadas por la iluminación
artificial –con la consiguiente alteración de los ritmos de vida y la
independencia de los ritmos naturales consiguientes– es un fenómeno
recientísimo. Lo mismo sucede con la escolaridad, en términos generales.
Ciento cincuenta años atrás, la inmensa mayoría de la humanidad pasaba su
vida entera sin transitar por el sistema educativo o siquiera por alguna
forma de escolaridad. Al fin, no llegan a mucho más de cien años los grandes
esfuerzos universitarios por implantar la escolaridad elemental, obligatoria
y universal. En los hechos, en los países más adelantados de Europa y de los
Estados Unidos, ese ideal apenas comenzó a ser alcanzado en el primer tercio
de este siglo. Pero luego, y en particular después de la segunda guerra
mundial, los acontecimientos evolucionaron a una velocidad impresionante.
Actualmente, los países de mayor desarrollo cuentan con sus poblaciones
enteramente escolarizadas hasta los 16 ó 18 años de edad aproximadamente, y
hacia esa situación marchan los países que siguen sus huellas de avance
cultural y económico. En todos lados, por otra parte, la cantidad de personas
que concurre a establecimientos de enseñanza ha aumentado notablemente en las
últimas décadas y la enseñanza superior, en particular, ha sufrido –aunque en
gran medida el fenómeno es propio del nivel medio– lo que se suele denominar
“la explosión escolar”. Creo que es necesario extenderme en un aspecto que a
lo largo de los tres o cuatro últimos lustros ha sido tratado abundantemente
en toda la literatura pedagógica y económico-social en general.
En una palabra: actualmente, la “Escolarización” es una circunstancia
vivida por la inmensa mayoría de la población, en mayor o menor grado. Cada
día es más grande el porcentaje de la población que pasa los siete años de su
vida entre los 6 y 14 en la escuela, y aumenta también incesantemente la
cantidad de jóvenes que pasan hasta veinte años de su vida dedicados
exclusivamente a una actividad de tipo escolástica, lo cual quiere decir
sustraídos de realidades vitales y de experiencias sociales que antes
formaban parte de un proceso educativo y cultural, y socializante, de
importancia fundamental. Si se medita un poco en esta circunstancia no es
difícil llegar a la conclusión de que nuestro siglo está afrontando un
problema muy grave. En efecto, con el afán de “educar” a las juventudes y de
perfeccionar la formación de las generaciones no adultas, quizá nuestro siglo
haya caído en una trampa que podría resultar mortal. El sistema educativo así
considerado podría ser visto como un “boomerang” que se ha vuelto contra la
misma sociedad que lo ha lanzado o lo ha puesto en marcha. La sociedad tiene
una fuerte capacidad educadora, que además es gratis, es decir que se da por
añadidura junto con el funcionamiento mismo de la sociedad. Los niños pasan
ahora casi todo el día fuera de los ámbitos familiares, pierden contenidos
formativos valiosísimos que ninguna escuela puede brindarles, pero, además,
la sociedad malgasta absurdamente recursos en montar organizaciones
artificiales para proporcionar a esos niños la educación que la vida
familiar, gratuitamente, les proporcionará. Algo así como las madres que
disponiendo de abundante, sana y gratuita leche de su propio seno lo volcaran
diariamente sin utilizarla y luego gastaran altas sumas en comprar productos
alimenticios de reemplazo que al fin nunca podrán ser tan ventajosos como
aquel provisto generosamente por la Naturaleza.
El fenómeno se repite luego a lo largo de los restantes niveles de la
enseñanza. La sociedad cuenta en todas sus instituciones y en todas sus
estructuras funcionales con una riquísima capacidad educadora que se ha
dejado de utilizar o que se deja de utilizar cada vez más porque las
generaciones jóvenes permanecen progresivamente cada vez más sustraídas de la
realidad vital de esa sociedad para ser encerradas en establecimientos educativos
que pretenden brindarles toda aquella formación y aquella riqueza de
contenidos educativos. Es verdad que en un primer momento, los
establecimientos escolares surgieron por una necesidad básica, para cumplir
menesteres educativos que la sociedad no puede cumplir por sí misma. Pero la
sociedad cayó luego en la trapa de creer que esos establecimientos escolares
podían reemplazar toda su capacidad educadora o que cumplirían el cometido
formativo y socializante mejor que ella por sí misma en todos los aspectos.
Se ha llegado entonces a este absurdo conceptual y a este grave problema
económico: mientras la capacidad educadora de la sociedad está cada vez más
ociosa –en el sentido en el que se dice que una instalación empresaria
permanece ociosa cuando su capacidad de producción no se usa– se agiganta el
sistema educativo que pretende suplantar esa capacidad, con dos consecuencias
negativas. Una es que el costo es insoportable para la sociedad; otra es que
jamás se logra un reemplazo eficaz.
La escuela o el sistema educativo como mito
Queda algo más, que debe ser expresado con cuidado extremo para evitar malos
entendidos. La escuela, o mejor dicho, el sistema educativo de nuestro tiempo
–he analizado este tema con mayor extensión en Las etapas históricas de la
política educativa– surgió en el último tercio del siglo pasado dentro de una
corriente de pensamiento que hizo de las instituciones escolares una especie
de iglesia laica y racionalista con finalidades últimas de perfeccionamiento
moral, político y social. Esa concepción original acompaña, hasta hoy, a las
instituciones escolares. No la atacamos, entiéndase bien, pero nos permitimos
disentir de los excesos que suelen acompañarla, y ello también lo hemos
fundamentado in-extenso en la obra anteriormente citada. Sin embargo, el problema
de fondo no deriva de cuál es el grado adecuado o equilibrado de valoración
de las instituciones escolares, sino que consiste en otra cosa: aquella
concepción ha llegado a constituir a las instituciones escolares en
organizaciones que no pueden criticarse o juzgarse objetivamente. Como los
símbolos nacionales o como ciertos valores esenciales propios de cada
sociedad, cualquier juicio crítico negativo se toma como irreverencia
insolente o disolvente.
Nuestro país, en particular, tiene una tendencia a la creación de mitos
intocables muy peligrosa. Casi sin darnos cuenta, hemos llegado a excesos sin
sentido en esa materia.
Así, no parece que en estos momentos sea posible una crítica literaria o
social al Martín Fierro, por ejemplo, que contradiga juicios de valor
habitualmente aceptados, sin correr graves riesgos de condenas generalizadas
e inclusive de condenas de carácter oficial que pueden sacar al osado de
circulación de los círculos o ambientes oficiales. Personalmente participo de
un criterio de valoración altamente positivo con respecto al Martín Fierro,
pero simplemente me pregunto qué ocurriría si un texto de literatura en uso
en los establecimientos de enseñanza media señalara discrepancias serias con
esa valoración.
La tendencia generalizada a la ceración un tanto sensiblera de mitos de este
tipo caracteriza a nuestro país en asuntos históricos, en ídolos populares y
en temas de la vida cotidiana. Con la escuela pasa algo parecido y cuando nos
hemos permitido proponer estructuras escolásticas no graduales, por ejemplo,
o una organización curricular por grupos de contenidos sin mantener cohortes
de alumnos constantes y ficticiamente homogeneizadas, hemos encontrado casi
siempre, expresa o tácitamente, una fuerte oposición fundada esencialmente en
el sentimiento largamente arraigado de la figura de la maestra o del maestro
de grado como factor irremplazable emocionalmente. Y ni qué decir del punto a
que llega esa posición cuando se toca el tema de la maestra del primer grado.
Una posición mental de este tipo acompaña, globalmente considerado, a todo
el sistema educativo. Es muy difícil, por lo tanto, discutir académicamente,
o mediante metodologías más o menos objetivas sus grados de eficiencia, o su
estructura interna en términos de costos o de racionalidad organizativa.
Inconscientemente, además, los funcionarios y los miembros pertenecientes al
sistema, advierten cómo esa especie de mitología les conviene y suelen
ampararse detrás de ella cuando surgen críticas difíciles de levantar o
cuando surgen pedidos de explicaciones racionalmente fundadas sobre su labor
o sobre su eficiencia.
Una peligrosa confusión
Sería un grave error concluir este punto sin advertir otra circunstancia. En
los últimos diez años, en el mundo, y en nuestro país con particular intensidad,
se han alzado voces “demitificadoras” de muchas instituciones, las escolares
entre otras. Esas voces han criticado acerbamente el conjunto de la sociedad
de nuestro tiempo, englobándola genéricamente bajo en nombre de
“establishment”, algo así como lo establecido u organizado o aceptado o
valorado. La familia, las nacionalidades, las estructuras económicas, las
fuerzas armadas y el sistema educativo han sido considerados los agentes
represivos destinados al sometimiento físico y mental de las masas para
ponerlas al servicio de los mezquinos intereses de minúsculas minorías
oligárquicas dispuestas a servirse de ellas en su exclusivo beneficio. De esa
manera hemos visto, por ejemplo, surgir análisis –a veces según el método
freudiano y en general dentro de una tónica propia del materialismo
dialéctico– de los libros de lectura tradicionales de la escuela primaria
argentina, desde los más antiguos de este siglo hasta hoy, en los cuales se
ha intentado demostrar aquellas tesis.
En otras oportunidades hemos analizado extensamente esa posición; la hemos
refutado de manera terminante y creemos que nuestra posición al respecto ha
sido reiteradamente manifiesta en esa y en otras múltiples ocasiones,
incluyendo otros muchos artículos y ensayos aparecidos en esta publicación.
La tesis que por nuestra parte sostenemos no se mezcla con aquella, aunque –y
debemos decir lamentablemente– se puede confundir, lo reconocemos. Esto
entraña un riesgo muy grave, en una doble dirección. En primer término, en
cuanto nuestra tesis puede ser usada por los sostenedores de la anterior para
llevar agua a su propio molino. Además, puede acarrear críticas o
consecuencias negativas para quien levante hoy las posiciones que estamos
sosteniendo, precisamente a causa de esa posible confusión, sobre todo para
quien quiera aprovecharse de tal circunstancia para encontrar una fácil y
cómoda refutación que quizá no sepa formular de otro modo.
Queda el segundo riesgo: para evitar esa confusión, o como consecuencia de
haberse planteado aquella tendencia disolvente en el país a lo largo de los
últimos diez años, simultáneamente con la conocida situación político-social
vivida en el mismo lapso, ninguna crítica se arriesga actualmente hacia el
sistema educativo, y este ha cobrado a lo largo de los últimos cinco años un
carácter de inmovilismo y de conservadorismo a ultranza.
Creemos cumplir con un deber de conciencia, pues, si entre ambos riesgos,
elegimos el primero. Inclusive, porque creemos que mantener el sistema
educativo argentino en una peligrosa senda de quietismo y de congelamiento de
sus estructuras puede llegar a constituir, más tarde o más temprano, el mejor
caldo de cultivo para el renacimiento de las posturas contestatarias
ideológicamente disolventes y sobre todo para empujar a los adolescentes y a
los jóvenes a seguirlas.
La desinstitucionalización del sistema educativo o la
desescolarización
Descripta la situación de los sistemas educativos contemporáneos tal como por
nuestra parte la vemos, y formuladas las advertencias conceptuales oportunas,
terminaremos el desarrollo de la tesis que queríamos exponer con la propuesta
que constituye su núcleo central: es conveniente poner en marcha un proceso
que lenta, pero inexorablemente, conduzca, de aquí a fines del siglo actual,
a una relativa pero significativa desinstitucionalización de los sistemas
educativos contemporáneos.
Esto mismo suele enunciarse a veces como la tendencia a la desescolarización,
y no tememos admitir la palabra. Por supuesto, no participamos de las
posiciones absolutas al respecto ni de las visiones prospectivas que algunos
pensadores difundieron alrededor de 1970 y que en nuestro país seguidores de
segunda mano, entre los que se reclutaron ingenuos, exitistas, demagogos,
pedagogos de escasa formación académica y principalmente ideólogos de
izquierda, lanzaron a la circulación haciendo creer que en pocos años la
escuela sería absolutamente innecesaria así como ninguna institución social
quedaría en pie. No vale la pena entrar de nuevo en las refutaciones
consiguientes. Pero entiendo que sin duda los años próximos requerirán una
carga de escolaridad sustancialmente menor que la que actualmente soporta la
población en su conjunto, es decir, menor en cantidad de años y sobre todo en
cantidad horaria cotidiana de dedicación a las instituciones escolásticas
puras, si se admite este término.
Entiendo que ninguna persona deberá dedicar, o mejor dicho, consagrar –en
el sentido de la dedicación absoluta e inclusive con un sentido casi
sacramental o religioso– tantos años de su vida como actualmente le demanda
el sistema educativo a quien quiera recorrerlo desde el principio hasta el
fin, y que ni siquiera deberá exigírsele a ningún niño y a ningún adolescente
o joven que destine prácticamente la totalidad de sus horas de vida cotidianas
a la actividad escolar en ninguno de los niveles del sistema. Entiendo que
durante la infancia propiamente dicha, o la niñez, es decir, entre los 4 ó 5
años y los 11 ó 12, la escolaridad elemental no tiene por qué exceder de tres
o cuatro horas diarias de asistencia y que restarle al niño horas de
permanencia en el hogar y de tiempo libre para el ocio o la participación
progresiva en la vida social de los adultos es innecesario, negativo y en
última instancia absurdo. Así como entiendo también que los actuales medios
masivos de comunicación –la televisión en primer término, y los futuros
adelantos en la materia referidos a videocasetes y recursos educativos e
instructivos de uso individual u hogareños– deberán pasar a formar parte de
la capacidad educadora de la sociedad junto con la de las instituciones
escolares tradicionales del nivel elemental o primario.
Por cuanto hace a la escuela media, juzgo urgente una intensa disminución
de esa carga escolar que actualmente abruma con resultados negativos a la
adolescencia. La sociedad está aceptando sin discusión, desde hace décadas,
la necesidad de una gigantesca cantidad de contenidos de conocimientos como
indispensables para una formación social e intelectual sin detenerse en
ningún momento a meditar en las razones concretas y objetivas que justifiquen
esa situación. Por otra parte, la experiencia demuestra sobradamente cómo
muchos de esos contenidos o de esas destrezas o habilidades se adquieren
mejor, en menor tiempo y con menor costo, mediante otros procedimientos
organizativos. Sin embargo, se prosigue con las exigencias formalistas
tradicionales sin que nadie parezca comprender que esto conduce a la sociedad
un gasto enorme y a la adolescencia a un desperdicio realmente pernicioso de
sus potencialidades en un momento decisivo e irrepetible de sus vidas.
Por otra parte, en ese momento vital es conveniente no aislar de manera
completa a los adolescentes y a los jóvenes de experiencias fundamentales de
la sociedad, como es el trabajo u otras responsabilidades de cualquier
naturaleza que las familias quieran imponerles.
Y en cuanto a los estudios superiores, a los universitarios en particular
y a todos cuantos se dirijan hacia una formación profesional definida,
entiendo que si de verdad admitimos las tesis contemporáneas sobre la
vigencia del concepto de educación continua –con su consecuente superación de
la idea del producto acabado como fruto de una institución escolástica
cristalizado en un diploma o título de validez permanente– nadie podrá dudar
de la necesidad de estructurar esas instituciones mediante regímenes de
períodos alternados de estudio y trabajo o de períodos que integran el
estudio y el trabajo y permitan una vida futura de entradas y salidas
constantes entre la actividad del mundo adulto o del trabajo efectivo y la
del estudiante, del estudioso o del investigador.
Pero la disminución de lo que he llamado la carga de escolaridad propia de
los sistemas educativos contemporáneos no es, sin embargo, la esencia de la
tesis que me interesa proponer. O, en todo caso, esa disminución no es sino
la resultante que deberá darse de la idea de fondo de la tesis: los sistemas
educativos contemporáneos deben despojarse de su estructura monopólica. Es
decir: la sociedad debe organizar de algún modo el reconocimiento, la
aceptación formal o la validez de los logros educativos de cualquier
naturaleza alcanzados fuera del sistema educativo formal. Más aún: lo que la
sociedad debe exigir son logros, no caminos recorridos. La Universidad, por
ejemplo, debe exigir determinados requisitos para acceder a sus aulas.
Supongamos uno: el dominio de una lengua extranjera. Supongamos otro: un
conocimiento cabal e inteligente de la historia argentina y universal.
Supongamos otro: el dominio de las formas de expresión escrita en idioma
castellano. Pues bien: para ello no tiene por qué interesarle a la
Universidad si el postulante que se presenta a sus aulas cursó regularmente o
no la enseñanza media. Debe ocuparse de comprobar fehacientemente que ha
alcanzado esos logros. ¿Por qué ocuparse de las vías que haya seguido para
alcanzarlos? Lo mismo debería ocurrir con las leyes de instrucción
obligatoria. Cuando los hombres del siglo XIX las sancionaron pretendían que
la universidad de la población alcanzase determinados logros educativos,
entre otros, uno fundamental: leer y escribir. Esto se ha transformado,
andando el tiempo, en otro tipo de exigencia: haber cursado la escuela
primaria de acuerdo con planes, programas y procedimientos determinados. El
fin esencial ha terminado por quedar oculto. En realidad, hoy no se está
exigiendo de verdad saber leer y escribir para poder ingresar como ordenanza
a la administración pública: se exige solamente un certificado que garantice
que el postulante ha satisfecho los requisitos formales del sistema educativo
en el nivel respectivo, es decir, que ha cursado la escuela primaria o que ha
aprobado los exámenes libres respectivos. Se dirá que si la ha cursado o si
ha aprobado esos exámenes debe suponerse que sabe leer y escribir. A eso voy:
se supone... no se lo prueba. Y en cambio, aunque el postulante pueda
probarlo fehacientemente, no se lo admite, no se le reconoce ni se le otorga
validez a ese logro si lo ha alcanzado del sistema.
Llevando mi pensamiento al extremo, tal como lo he insinuado en otro
artículo sobre las instituciones universitarias, diré que el proceso de
desinstitucionalización en los ámbitos universitarios significa que las altas
casas de estudio deberían, en el futuro, dejar de poseer la atribución de
conceder por sí y ante sí las prerrogativas propias del ejercicio de las
diferentes profesiones u oficios. Las casas de altos estudios deben ser
centros de estudios de carácter académico y profesional conjuntamente, pero
la habilitación concreta para el ejercicio de las diferentes profesiones debe
quedar reservada para organismos de otro carácter que tengan como única
misión comprobar fehacientemente las capacidades profesionales respectivas,
es decir, la idoneidad profesional, no tendrá por qué quedar reservada como
en la actualidad, monopólicamente, para el sistema educativo formal. Siendo
ello así, el sistema debería ocuparse de obtener una eficiencia capaz de
atraer a los usuarios, pues de lo contrario éstos podrán optar por otras vías
para alcanzar los logros que aquellos organismos responsables de la sociedad
les exijan para reconocer su idoneidad. Porque, obsérvese bien: aquellos
organismos deberán ser instituciones de altísima responsabilidad social, y
deberán montar mecanismos de comprobación de idoneidades muy severos. Por lo
cual en más de una ocasión podría suceder que los egresados de una
universidad integrante del sistema sean rechazados como no idóneos, y ello
podría demostrar que esta casa, o el sistema, ha trabajado sin ninguna
eficacia, cosa que hoy nadie está en condiciones de probar ni en sentido
positivo ni en sentido negativo.
Conclusión
El análisis desapasionado de la eficacia y de la verdadera necesidad social
de los sistemas educativos contemporáneos, tal como ellos han llegado a
constituirse en la actualidad, es una labor indispensable de la política
educativa en nuestros días. La tendencia a la desinstitucionalización de los
sistemas educativos, también la moda tendencia a la desescolarización, a
pesar de las confusiones que pueden darse con posiciones ideológicas que sólo
pretenden fundarse en esas tesis para resultados de otro carácter, es una
línea de pensamiento que no debe desecharse sin grave riesgo académico y
político.
Proponemos seguirla con todo el rigor que ella merece y como parte de un
esfuerzo de perfeccionamiento y de transformación del sistema educativo que,
de una u otra forma, estamos seguros que en el siglo XXI se hará presente.
Los educadores y los pedagogos serán responsables si esa transformación se da
desde fuera del sistema porque ellos no supieron encararla desde adentro.
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