(Cap. 5 de mi libro Judeocristianismo, Civilización Occidental y
Libertad, Instituto Acton, Buenos Aires, 2018).
1.
Un
problemático intento de recuperación
No hemos llegado
aún al problema esencialmente político del magisterio del s. XIX, especialmente
Gregorio XVI y Pío IX, cerrados, “casi” sin salida –gracias a Dios, siempre hay
un casi– a todo diálogo con el mundo moderno, que no pudieron distinguir del
Iluminismo. Pero ello coincidió no de
casualidad con el tomismo de fines del s. XIX y principios del s. XX
–podríamos decir, sus primeros 50 años–. No nos estamos refiriendo a la
encíclica Aeterni patris de León
XIII, pero sí a cierto “espíritu” que rodea a este noble y casi logrado intento
de recuperación de Santo Tomás de Aquino y con ello su visión de la ley
natural.
No nombraremos a
nadie para no ser injustos con santos varones que merecerán siempre más
gratitud que otra cosa. Sin embargo, ahora, a principios del s. XXI, estamos en
condiciones de tener una visión retrospectiva sobre lo ocurrido, con cierta
distancia crítica, para tratar de mejorar.
Cuando decimos
“cierto espíritu” no nos referimos a la letra, tan bien cuidada, de los
tecnicismos de Santo Tomás de Aquino y la impresionante ayuda que ello
significó para la correcta educación filosófica y teológica de todos los fieles
en el s. XX. Nos referimos en cambio a lo siguiente:
a) El
tomismo aparece como un caballero medieval con lanza y escudo “contra” la
modernidad en general. Sus manuales no son sólo para explicar a Santo Tomás,
sino como un recetario “de los errores de los malos” y la forma de
contestarles. Especialmente, hay un desprecio y una incomprensión manifiesta
para con Duns Escoto, Descartes y Kant. Cuando decimos incomprensión, decimos
que sus circunstancias históricas no están bien analizadas y son vistos sólo
desde sus defectos y no desde sus salidas: Husserl, en el caso de Descartes, y
Kant no es comprendido como un coherente resultado del diálogo Descartes-Hume y,
por ende, como enseñanza de lo que hay
que cambiar (la relación sujeto-objeto, la diferencia mal planteada entre
esencia y existencia, etc.). Husserl tampoco fue comprendido, excepto por Karol
Wojtyla y, especialmente, por Edith Stein, quien tiene una visión de San
Agustín, Descartes y Husserl en la misma línea (una herejía para muchos
tomistas) y una mejor comprensión de la individualidad citando al mismo Escoto
(otra herejía para muchos tomistas). A Descartes se le critica casi
desesperadamente su realismo “mediato”, en contraposición con el “inmediato”
sin comprender que hablar de la “evidencia del mundo externo” es colocarse en
el mismo planteo sujeto-objeto que vició el problema del conocimiento. Se lo
critica como si fuera un infradotado que no se dio cuenta de que lo real no
puede basarse en lo ideal, ignorando que el “yo pienso” cartesiano es de una
res (cogitans) que es real, no ideal,
o sea, la inteligencia misma. Finalmente, se lo coloca como el origen de Hegel,
cuando definitivamente no es así: Hegel es la coherente conclusión de
Parménides-Plotino-Spinoza, y no de una metafísica cristiana como la de
Descartes. Pero, volvemos a decir, sin Descartes no puede comprenderse a
Husserl, y sin Husserl no hay posible unión de Santo Tomás con el giro
fenomenológico y hermenéutico de la filosofía contemporánea.
b)
Simultáneamente
con esto, la presentación que hacen los manuales tomistas de los autores que NO
son tomistas es tan estereotipada, tan “hombre de paja”, que son presentados
sencillamente como los que “no entienden”. No son presentados
hermenéuticamente, en su circunstancia histórica, como hace Ortega en “En torno
a Galileo”: son presentados como autores verdaderamente imbéciles. Ello, sumado
a una Iglesia enfrentada al mundo moderno en lo político, y que además prohibía
leer a dichos autores en sus fuentes, formó generaciones de católicos que
pensaban que debían y podían “enfrentarse” a la filosofía moderna y
contemporánea sólo muñidos de lo que los manuales les habían enseñado sobre
esos “tontos”. Por supuesto, para cualquier estudioso inteligente ese tomismo
quedaba sólo como un recuerdo de formación juvenil, pero lo peor era
confundirlo con Santo Tomás.
c)
Pero
lo más grave fue sacar a Santo Tomás de Aquino de su contexto teológico. Esto
fue comprensible luego de la lucha de Pío X contra el “modernismo”. Claro, no
era cuestión de convertirlo en un autor fideísta.
Pero tampoco era
cuestión de convertirlo en manuales racionalistas que partían de la filosofía
de la naturaleza, seguían por antropología filosófica y terminaban en una
ontología y “teodicea” como preparatorias
para una teología. Ontología y teodicea que estaban basadas fundamentalmente en
los comentarios de Santo Tomás a Aristóteles. Con lo cual se daba la impresión
de que podía haber una sola filosofía que llegara perfectamente a Dios creador,
al alma inmortal, al libre albedrío, a la ley natural, sin ningún tipo de
contexto teológico.
Lo que se pretendía,
en realidad, era, dada la época, poder tener una especie de “filosofía de
combate contra el mundo no creyente” al cual se le pudiera decir “yo no parto
de ningún dato de Fe”, para poder “enfrentarlo” (no creo que “dialogar”) sin
que el otro pudiera alegar una fe que no compartía. Ok, comprensible, pero en
2017 podemos decir que dicha estrategia salió muy mal.
Primero, porque
es imposible, y este es el punto fundamental. Olvida el círculo hermenéutico “creo para entender y entiendo para
creer” de San Agustín. Presupone que la sola razón puede llegar a la noción de
Dios creador, lo cual implica ignorar que es el horizonte judeocristiano el que
elevó a la razón humana a su máxima potencialidad, dialogar con la filosofía
griega y así poder elaborar una síntesis donde razón y fe fueran las dos piernas
de una misma caminata. Gilson se acercó a ello cuando defendió la filosofía
cristiana, aunque en realidad más que una filosofía cristiana hay cristianos
filósofos, esto es, en diálogo con toda razón que tenga algo de verdad. Mucho
más se acercó Gilson en su ya citado libro “Los filósofos y la Teología”, pero
fue el único caso.
Segundo, porque
se rebajó a Santo Tomás a un mero comentarista de Aristóteles.
Nadie niega el impresionante valor del aristotelismo cristiano medieval, de San
Alberto Magno y de Santo Tomás de Aquino, pero nadie puede afirmar que las
obras principales de Santo Tomás sean sus comentarios a Aristóteles, por más
monumentales e importantes que sean. Fueron la obra de un teólogo que usaba a Aristóteles para sus fines, un
Aristóteles que ya había sido traducido del Griego (Santo Tomás no leía Griego)
al Latín medieval por la pluma cristiana de Guillermo de Moerbeke. Santo Tomás
usó la razón de Aristóteles para una teología cristiana que Aristóteles no concibió en absoluto:
creación, providencia, conservación, concurso; que fueron los temas principales
de Santo Tomás, a los que casi nunca se llegaban porque eran puestos en el
último lugar de los referidos manuales. ¿Por qué los comentarios a Aristóteles
y no las dos Sumas y las Cuestiones Disputadas eran las obras más importantes
de Santo Tomás? ¿Por qué no se podía estudiar a Santo Tomás directamente de la
Suma Teológica, donde en su primera cuestión la división entre filosofía y
Teología NO estaba? ¿Y por qué para colmo había que leer a los comentarios a
Aristóteles de manuales secundarios? ¿De dónde sacó el tomismo de fines del
siglo XIX y principios del XX la divina autoridad para ello? ¿Dónde está el
reportaje a Santo Tomás que lo acreditara?
¿Por qué se
llama a Santo Tomás “filósofo” cuando en realidad era un Teólogo? ¿Por qué se
negaron las fuentes esencialmente agustinistas del pensamiento de Santo Tomás,
incluso en su teoría del conocimiento? En sus dos sumas, la estructura (Dios,
lo que es creado por Dios, el regreso a Dios) es un esquema esencialmente
neo-platónico agustinista. Las nociones de participación y de emanación juegan
un papel central en su teología. Por supuesto, Santo Tomás agrega la analogía
de Aristóteles para sacar toda sombra de panteísmo, pero ello no diluye una
metafísica donde la participación juega un papel central. Cornelio Fabro
intentó corregir ello a partir de 1960
pero lejos estuvo ello de cambiar ya la interpretación canónica de Santo Tomás
como un aristotélico.
Tercero: nadie
se lo creyó. Ningún católico tomista realmente cree que su fe no tiene nada que
ver con su tomismo y menos aún ningún no creyente “cree” que el católico
tomista NO tenga que ver con su fe. No fue honesto y toda la metafísica y ética
de Santo Tomás siguió encapsulada como una cosa “de los católicos”. No sólo no
era hermenéuticamente posible sino que no dio ningún resultado cultural.
Por supuesto,
muchas más cosas se podrían seguir diciendo, pero a fines de este libro la
pregunta que ahora se abre es: ¿entonces? ¿Qué había que hacer? ¿Qué hay que
hacer?
2. La vuelta a la unidad entre razón y Fe
Dijo Ratzinger
en 1996: “Cuando una razón estrictamente
autónoma, que nada quiere saber de la fe, intenta salir del pantano de la
incerteza «tirándose de los cabellos» – por expresarlo de algún modo–,
difícilmente ese intento tendrá éxito. Porque la razón humana no es en absoluto
autónoma. Se encuentra siempre en un contexto histórico. El contexto histórico
desfigura su visión (como vemos); por eso necesita también una ayuda histórica
que le ayude a traspasar sus barreras históricas. Soy de la opinión de que ha naufragado ese racionalismo neo-escolástico
que, con una razón totalmente independiente de la fe, intentaba reconstruir con
una pura certeza racional los «praeambula fidei»; no pueden acabar de otro
modo las tentativas que pretenden lo mismo. Sí: tenía razón Karl Barth al
rechazar la filosofía como fundamentación de la fe independiente de la fe; de
ser así, nuestra fe se fundaría, al fin y al cabo, sobre las cambiantes teorías
filosóficas. Pero Barth se equivocaba cuando, por este motivo, proponía la fe
como una pura paradoja que sólo puede existir contra la razón y como totalmente
independiente de ella. No es la menor función de la fe ofrecer la curación a la
razón como razón; no la violenta, no le
es exterior, sino que la hace volver en sí. El instrumento histórico de la
fe puede liberar de nuevo a la razón como tal, para que ella –introducida por
éste en el camino– pueda de nuevo ver por sí misma. Debemos esforzarnos hacia
un nuevo diálogo de este tipo entre fe y filosofía, porque ambas se necesitan
recíprocamente. La razón no se salvará
sin la fe, pero la fe sin la razón no será humana.”
O
sea, Ratzinger advierte que el cristianismo es fe en diálogo con la razón, pero
no una sola razón que prepara para la Fe. Así lo hemos visto a lo largo de todo
este libro, pero el punto es: ¿cómo llevar ello a las circunstancias actuales?
¿Cómo afirmar nuevamente a un cristianismo filosófico en medio de un mundo que
ya post-moderno, ya neopositivista, rechaza todo diálogo con la Fe? ¿Y qué
tiene que ver todo ello con la recuperación de la metafísica racional y una
idea dialogable de ley natural?
Para
ello, veamos los siguientes puntos.
2.1. La razón pública “cristiana” de Benedicto XVI
Gracias a Dios, Ratzinger no se olvidó de todo esto como
Pontífice. En su nunca pronunciado, pero sí escrito, discurso a la Universidad La Sapienza (cuyos incalificables
profesores le prohibieron pronunciarlo), del 2008,
Benedicto XVI desarrolló una noción totalmente compatible con la línea
desarrollada en este libro: la de razón pública cristiana, sobre el encuentro de horizontes entre el Cristiano
y el no creyente, y en el no abandono por parte del primero de su propio
horizonte. Citando a Rawls, le reconoce la importancia de su noción de razón pública, esto es, una racionalidad
que todos los ciudadanos puedan compartir en una sociedad liberal. No lo niega,
no lo critica, no lo rechaza. Pero agrega: el cristiano puede entrar con todo
derecho, como ciudadano, en esa razón pública, sin por qué abandonar su
cristianismo, como sí habría afirmado Rawls aunque con matices.
¿Por qué? Porque el cristianismo implica en sí mismo cierta sensibilidad por
ciertos temas que un no cristiano puede compartir.
Así lo dice Benedicto XVI: “…la historia de
los santos, la historia del humanismo desarrollado sobre la base de la fe
cristiana, demuestra la verdad de esta fe en su núcleo esencial, convirtiéndola
así también en una instancia para la razón pública. Ciertamente, mucho de lo
que dicen la teología y la fe sólo se puede hacer propio dentro de la fe y, por
tanto, no puede presentarse como exigencia para aquellos a quienes esta fe
sigue siendo inaccesible. Al mismo tiempo, sin embargo, es verdad que el
mensaje de la fe cristiana nunca es solamente una "comprehensive religious doctrine" en el sentido de Rawls, sino
una fuerza purificadora para la razón misma, que la ayuda a ser más ella misma.
El mensaje cristiano, en virtud de su origen, debería ser siempre un estímulo
hacia la verdad y, así, una fuerza contra la presión del poder y de los
intereses”.
Observemos
con qué claridad dice Benedicto XVI lo tantas veces afirmado en este libro: la
Fe es una fuerza purificadora de la razón
misma. Por ende desde la Fe podemos “tener razones” que pueden ser
compartidas –con buena voluntad, con diálogo- con no creyentes, porque el
pecado original ha herido pero no
destruido la naturaleza humana. Entre esas razones, la noción de persona,
de dignidad humana, de derechos personales, juegan un papel central. O sea: el
ciudadano cristiano, en el debate público con otros ciudadanos, no tiene por
qué ocultar su condición de cristiano para poder hablar. Sí, es una gran
tentación hacer eso en los tiempos actuales, pero ya hemos visto que esa
estrategia no es sincera, ni posible, ni da resultado. Por más rechazos que
haya, el ciudadano cristiano puede decir sencillamente “sí, soy cristiano, pero
no por ello NO puedo ofrecerte razones que tú NO puedas compartir”. Y, como
hemos visto, esas razones han sido precisamente las que han conformado la
cultura occidental. Si los tiempos actuales demandan otros debates, hay dos
opciones que no corresponden: una, intentar volver a una unidad civil-religiosa
que niegue el derecho a la libertad religiosa, dos, intentar abandonar el
horizonte cristiano y esconderse en una supuesta “luz natural de la razón”, SIN
dicho horizonte. Lo que corresponde es dialogar con el otro desde el propio
horizonte. Esa ha sido la misión del cristiano en toda la historia, aunque
recién ahora, después de tantos siglos, hemos abandonado totalmente toda
pretensión de clericalismo.
Volveremos
a todo esto más adelante. Por ahora sigamos con el tema de la ley natural.
2.2. Un Santo Tomás re-ubicado en su contexto, en
diálogo con el mundo actual
Por ende, podemos perfectamente hablar de Santo Tomás sin
falsearlo, colocándolo sin problemas como teólogo, en su contexto histórico. Lo
que tenemos que agregar, sencillamente, es el diálogo desde ese horizonte con
el horizonte actual. ¿Se puede hacer ello? Perfectamente. ¿Por qué? Porque el
núcleo central de la metafísica de Santo Tomás de Aquino contiene aportes
perennes que en cuanto tales pueden ponerse en diálogo con la cosmología,
ética, política, filosofía del lenguaje, hermenéutica, etc., actuales. Aunque en esos ámbitos Santo
Tomás no haya salido del horizonte de su época, sin embargo, sus núcleos
centrales más esenciales contienen aportes perennes, “dialogables” con el mundo
contemporáneo.
Por ejemplo:
a)
Su filosofía de la
física tiene trabajadas las nociones de azar y contingencia de un modo tal que
la vuelve compatible con el indeterminismo actual.
b)
Su filosofía de la
Física tiene una noción NO temporal de la causalidad divina que la vuelta en sí
misma compatible con las teorías del big
bang y la evolución.
c)
Su metafísica contiene
una noción de analogía tal que la vuelve compatible con la noción hermenéutica
actual de comunicación de horizontes.
d)
Su noción de persona es
la clave para la dignidad humana, los derechos individuales y las bases de
mundo de la vida de Husserl.
e)
Su noción de acción
humana intencional es clave para una epistemología actual de la economía.
f)
Su noción de unidad
sustancial del ser humano es la clave para los debates actuales de mente
cerebro, inteligencia artificial, espiritualidad, etc.
g)
Su filosofía de las
ciencias contiene las bases del método hipotético deductivo actual y la noción
de “pregunta que se queda en la misma pregunta”, que es la base para la noción
de conjetura.
h)
Su noción de persona es
la clave para la filosofía del diálogo actual.
i)
Su noción del concepto
como diferente a la acción subjetiva de concebir es clave para la fenomenología
de Husserl.
j)
La fundamentación del
mundo de la vida de Husserl en la noción de persona de Santo Tomás es clave
para fundamentar los “aires de familia” de la filosofía del lenguaje de
Wittgnestein.
k)
Su noción de Lógica
como “secunda intentio” es clave para
la fundamentación ontológica de la Lógica-matemática actual.
Y fueron sólo ejemplos…. Por lo tanto, sin convertir a Santo Tomás en algo que
no fue (un solamente filósofo), se lo puede poner perfectamente en diálogo con
el mundo actual. La clave como siempre es una sencilla intersección de
horizontes:
2.3. La
recuperación de la metafísica y la idea de ley natural
2.3.1. La
famosa esencia y la esencia humana: la fenomenología y la estructura dialógica
del ser humano
Ante
todo, recordemos cómo habíamos planteado el problema: “…Descartes, luego de su duda metódica sobre la existencia del
“mundo externo”, quiere probar su existencia, para los escépticos. Para ello,
una vez que demuestra la existencia de Dios, afirma que ese Dios, infinitamente
bondadoso, no puede permitir que nos engañemos respecto a la existencia de las
ideas “claras y distintas”. Pero estas últimas son las geométricas. Luego en el
mundo externo, las esencias de las “cosas
en sí mismas” son matemáticas y por ello pueden ser enteramente conocidas
por la nueva Física-matemática.
Pero
luego Hume tira abajo la demostración cartesiana de la existencia de Dios y,
por ende, el mundo externo queda sin demostración.
Kant le
reconoce a Hume haberlo despertado del “sueño dogmático” en el cual estaría
encerrada la escolástica racionalista Descartes-Leibniz-Wolff, pero no se
conforma con el escepticismo teórico (no práctico) de Hume. Admite que existe
un mundo externo pero no podemos conocer sus
esencias como Descartes lo pretendía. La Física-matemática es el fruto de
categorías a priori del entendimiento aplicadas a la intuición de lo sensible.
Por ello la “cosa en sí” no se conoce, y desde entonces el mundo de las
“esencias” es incognoscible. Todos los anti-kantianos en este punto (Brentano,
Hussserl, neotomistas) tendrían que
reconocer que el planteo de Kant es una perfecta conclusión a partir del
problema cartesiano sujeto-objeto. Es ESE planteo el que hay que cambiar si
quisiéramos resolver el problema”.
Si somos
coherentes con eso, es la misma noción de esencia la que quedó desdibujada en
el debate Descartes-Hume-Kant. El problema de Descartes no fue su planteo
agustinista en el tema de las esencias, sino la posterior identificación del
“mundo externo en sí mismo” con la Física-matemática recién naciente. A su vez,
tenía que pasar mucho tiempo para que se re-elaborara la noción de “mundo”,
pero eso ya ha sucedido a partir de Husserl, precisamente un neo-cartesiano.
Por un
lado hay que re-planear el tema de las cosas físicas. Como ya hemos dicho en
otras oportunidades,
lo que se conoce es “algo” de la esencia, desde el mundo de vida (humano). Lo
que se supera con ello es la dialéctica entre la “cosa en mí” (como si no
pudiera conocer más que mis ideas-copia
de las cosas) y la “cosa en sí” (como si se pudiera conocer una cosa sin horizontes humanos).
Volviendo a
nuestro ejemplo del agua lo que se conoce es “algo” del agua, lo humanamente
cognoscible, pero que no niega
que lo humanamente cognoscible del agua provenga de aquello que es “en sí”. La
esencia humanamente cognoscible del agua es, por ende, aquello que sirve para
beber, lavarnos, aquello que sin lo cual hay sequía, con lo cual hay vida, o si
hay mucho hay inundaciones, etc., siempre dentro de sus peculiaridades
históricas. Pero ello no es una “cosa en mí” que niega la cosa en sí, sino que
afirma que el “algo” humanamente cognoscible del agua deriva de lo que el agua
en sí misma es, aunque lo que el agua sea sin horizontes humanos sea sólo
conocido por Dios (lo que la ciencia diga del agua es otro horizonte humano). Por
ello decía Santo Tomás que la esencia de las cosas naturales es la “quidditas rei materialis” (el qué de la
cosa material) en estado de unión con
el cuerpo, esto es, cuerpo humano, leib,
como diría Husserl, o sea, cuerpo viviente ya en la intersubjetividad (mundo).
Pero para el
tema de la ley natural en sentido moral, lo más importante es el conocimiento
del otro en tanto otro, que también
surge del mundo de la vida. Habitar en un mundo de la vida es habitar en la
intersubjetividad: es también haber superado la dicotomía sujeto-objeto; el
otro no es un objeto del cual pueda dudar, sino el constituyente esencial de mi
mundo humano del cual no puedo dudar. Y ello porque lo conocemos “en tanto
otro”: “en tanto otro” agrega una dimensión moral, el otro como un tú, como lo que supera lo que es un mero instrumento a
nuestro servicio. El eje central de la ley natural surge en nuestra
conciencia intelectual y moral precisamente cuando vemos al otro en tanto otro
en cualquier acto de virtud. Luego la filosofía podrá sobre ello hacer la
teoría correspondiente, pero la vivencia
de la ley natural es indubitable en cualquier acto de virtud donde el otro sea
respetado en tanto otro. Que “la naturaleza humana no se pueda conocer” es
un remanente mal planteado del mal planteado problema entre sujeto y objeto.
Claro que se conoce la naturaleza humana, apenas
conocemos en el otro un rostro que merece respeto por el sólo hecho de ser otro
y por ende no reducible a un mero instrumento “para mí”.
Por lo demás, tenemos
aquí un buen ejemplo de lo que decíamos antes, sobre cómo un creyente habla con
un no creyente. La ley natural se entiende desde el contexto judeocristiano
donde “el otro” es el herido en la parábola del buen samaritano. Y todo no
creyente que haya sido o sea el buen samaritano, sabrá por ende qué es la ley
natural.
2.3.2. La
“existencia” de Dios
Vayamos
ahora al famoso tema de la “existencia” de Dios. Igual que en el caso anterior, recordemos el planteo del problema: “… Como hemos recordado, el argumento
ontológico, re-elaborado, es esencial en Descartes (y también en Leibniz) para
demostrar la “existencia” de Dios”.
No es
este el momento para analizar la validez del argumento ontológico en San
Anselmo. Creemos que se lo puede ubicar perfectamente en una línea agustinista,
en la vía de la participación. Por lo demás, como está escrito por San Anselmo
en el s. XI, está en la línea de una inobjetable teología apologética, dentro
del juego de lenguaje de su época.
Como Descartes lo interpreta, se trata
de la “idea de Dios en mí”, que como idea es finita, que conduce –vía
contingencia– a la idea de que sólo Dios infinito pudo haber puesto en mí la idea de un Dios infinito, o sea, un
Dios cuya esencia implique necesariamente la existencia. Luego Dios existe.
Como Kant lo lee, ello
implica que a la idea de Dios se le agrega la existencia, cosa que para Kant es
imposible porque la existencia de algo sólo puede ser añadida por la
experiencia sensible, cosa que en el caso de Dios es imposible.
Y, si se
pretende demostrar que Dios existe a partir de la contingencia del mundo, esa
demostración tiene implícito el argumento ontológico y por ende hay allí una
petición de principio. Así plantadas
las cosas, Kant tiene razón.
Lo
esencial aquí es cuando decimos “como Kant lo lee”. Kant lo lee con la noción
lógica de existencia como ausencia de clase vacía. Seguro lo hizo así por una
degeneración de siglos de la distinción esencia y existencia, donde la esencia
es como un ente imaginario o como una clase vacía que necesita al menos un caso
para pasar a la existencia. Como cuando decimos “existe al menos un x tal que x
es perro”. Y, efectivamente, para ello necesitamos una “experiencia de al menos
un perro”, incluso aunque sea la experiencia intelectual-sensible del tomismo.
O sea, no se puede partir a priori de ninguna existencia en ese sentido,
excepto la nuestra, que a su vez es un “a posteriori” de haber puesto en acto segundo
nuestra potencia intelectual.
Pero
Dios, en la tradición judeocristiana, no tiene que ver con ese tipo de
existencia.
En
primer lugar, ser, en Santo Tomás, es ser creado. La creación es lo que da
sentido al “estar siendo”. Que Juan sea implica que “está siendo sostenido en
el ser” o sea creado, por Dios. Cualquiera puede captar que Juan existe en un
sentido habitual del término, pero desde el horizonte judeocristiano ello
quiere decir que es creado (no que “fue” creado), y ello implica que su ser es
finito, que no es el ser de Dios, y ello implica que su esencia como tal no se
identifica con su ser. Por ende la diferencia esencia-acto de ser, en Santo
Tomás, es un punto de llegada, más que un punto de partida que se pueda
utilizar sin suponer el horizonte judeocristiano.
Pero con esto, tenemos otro ejemplo de
cómo replantear el tema desde un diálogo del creyente con el no creyente. El
creyente no puede pretender partir de una cosa cualquiera existente para
demostrar desde allí la existencia de Dios (y nadie crea que Santo Tomás hacía
eso en sus vías, porque sus vías eran un debate con San Anselmo).
Porque, como hemos visto, cuando el creyente ve a Juan, ya sabe que Juan no es
Dios, y lo saben por su horizonte judeocristiano, no por otra cosa.
Tampoco
el creyente puede pretender que el no creyente esté interesado en Dios. Primero
hay que dialogar sobre el sentido de la vida para, a partir de allí, ir al
“tema” Dios.
Pero
entonces, el creyente puede decir que sí, que cree en Dios, y que se sabe
creado por Dios. Cuando el no creyente pregunte qué significa ello, el creyente
puede intersectar horizontes, fusionar horizontes, encontrar una analogía de un
propia experiencia de estar creado con la vivencia del no creyente de saberse
“no necesariamente existente”, esto es, que podría haber existido o no. Cuando
el no creyente toma conciencia de ello, el creyente puede decirle que esa
radical contingencia existencial lo puede ayudar a entender su experiencia (la
del creyente) de saberse sostenido en el ser (creado). A partir de allí, Santo
Tomás cobra sentido. Antes, no.
O sea,
Por lo demás,
Dios no es un elemento de una clase no vacía. Las nociones humanas de
existencia como elemento de una clase no vacía no tienen sentido en Dios. Si
decimos “existe el menos un x tal que x es elefante”, entonces suponemos “la
clase de los elefantes”. Pero si decimos “existe el menos un x tal que x es
Dios”, ello supone entonces “la clase de los dioses”, lo cual es totalmente
incompatible con el monoteísmo no panteísta del creacionismo judeocristiano.
Y cuando Santo
Tomás dice “Dios es” No dice “existe”, dice “utrum Deus sit”, lo cual, en el contexto de sus vías, no lleva a una definición de Dios en
tanto Dios sino a Dios como causa no-creada de lo creado. Por ende Santo Tomás
no parte de la esencia de Dios, sino que Dios queda demostrado como la causa
no-finita de lo finito. Pero “no-finito” no es una definición, no es el
conocimiento de una esencia, sino que es remitirse a toda la tradición de la
teología negativa (especialmente Dionisio) que con razón afirma que de Dios se
sabe lo que NO es (NO es creado, finito) pero NO lo que es, aunque luego Santo
Tomás, con un juego de lenguaje que
supera nuestro modo habitual de hablar, por sujeto, verbo y predicado, se
refiera a Dios como “el mismo ser subsistente” dado que precisamente por ser
no-creado es aquello “cuyo esencia es ser”, aunque
en realidad no podemos intelectualmente concebir qué decimos con ello cuando lo
decimos.
Por
ende Santo Tomás sí pre-supone al San Anselmo teólogo, apologético, donde Dios
no puede no ser, pero no presupone un supuesto argumento ontológico “caído” en
la tosca afirmación de que la esencia de Dios implica su existencia, manejando
“esencia” como “conocimiento positivo” y “existencia” como ausencia de clase
vacía.
2.3.3. La
forma substancial subsistente
Como en los
casos anteriores, recordemos el problema: “….Y finalmente lo mismo sucede con
respecto a la inmortalidad del alma. Descartes tiene razón en encontrar en la
interioridad humana algo no reducible a lo material, pero su modo de
plantearlo, dualista –cosa comprensible como reacción contra un aristotelismo
no cristiano- produce otro malentendido. La inmortalidad del alma, así
planteada, como una sustancia espiritual no dependiente del cuerpo, pre-supone
que la misma “categoría” de sustancia –que no correspondería en Kant a un modo
de ser real- está unida al atributo de unidad espiritual. O sea que –de vuelta–
a la idea de la razón pura llamada “alma espiritual” se le atribuye una
existencia que, sin embargo, sólo puede ser predicada luego de una experiencia
sensible que, en este caso, es imposible. Nuevamente, así planteadas las cosas,
Kant tiene razón.
En efecto, no se
puede predicar “a priori” la espiritualidad del “yo” humano pues no toda
sustancia es espiritual. Lo que ocurre es que en Descartes sobreviven
argumentos emanados de la escolástica según los cuales la inteligencia es
inmaterial. Entonces, sobre todo hoy, con el avance de las neurociencias, ello
se ve como un dualismo “sin ninguna razón” más que una fe religiosa indiferente
ante el avance de las ciencias.
De vuelta, el
creyente no negará que cree en una dimensión espiritual del yo más allá de lo
material. Pero también le dirá al no creyente que no es “dualista”: el yo no es algo separado del cuerpo, sino que la
persona humana es el mismo cuerpo humano, viviente (el leib de Husserl) esencialmente destinado el encuentro
intersubjetivo y dialógico con el otro, con el tú.
Pero en el
encuentro con el tú hay comunicación y mensajes. Y en el mensaje, en “lo que”
el otro dice, se puede encontrar una esencial distinción: el mensaje en sí mismo y el canal físico en el cual el mensaje se graba.
O sea, el mundo 3 de Popper en comparación con el mundo 1, que es material.
“La” teoría de la relatividad –como dice Popper– NO se identifica con ninguno
de los potencialmente infinitos papeles donde hay tinta grabada ni con el
silicio de una computadora. Papel y tinta
no son “la” teoría de la relatividad: ésta, como tal, es una, tiene un
significado en sí que no se reduce a lo material. Santo Tomás ya había hablado
de esto cuando dijo que la inteligencia es capaz de captar lo universal.
Ahora bien, para
Santo Tomás la inteligencia no es el yo, la sustancia, sino que es una
potencialidad de la sustancia humana, del cuerpo humano. Y el cuerpo humano
está a su vez ordenado por una forma que le da unidad estructural frente a los
millones de elementos atómicos que lo componen y que se renuevan día a día por
el proceso metabólico.
Quiere decir que
de esa forma emergen las potencialidades sensitivas y también la inteligencia
humana (en estado de unión con el cuerpo) capaz de captar esos “significados en
sí mismos”.
Ahora bien, en
Santo Tomás, entre la potencia de conocimiento y su objeto de conocimiento hay
una analogía de proporción intrínseca. Ello quiere decir que el modo de ser de
la potencia está medido, determinado, por el modo de ser del objeto. Por ende,
si el objeto no es reducible a lo material (el mundo 3 no es reducible al mundo
1) entonces la potencialidad en sí misma (la inteligencia) tampoco. Pero la
potencia emerge de la forma sustancial que ordena al cuerpo. Y, de vuelta, hay
una analogía de proporción entre la potencia y la forma sustancial. Luego, la
forma sustancial humana no se reduce a lo material, pero ello no quiere decir
que no sea ordenadora de lo material. Por eso concluye Santo Tomás que la forma
sustancial humana es subsistente, esto, subsiste más allá de la desaparición
del cuerpo, pero no como un espíritu suelto,
sino como una sustancia “INcompleta”, porque le falta el cuerpo al cual está
ontológicamente destinada. Y por ello no puede ejercer sus funciones
intelectuales. Lo que ocurre es que en Santo Tomás todo esto está dicho en
el contexto de su teología donde la forma sustancial subsistente entra
inmediatamente al juicio particular y por ende a su destino eterno, donde en el
juicio final se reencontrará con el cuerpo que esencialmente le pertenece.
Pero todo
ofrece, al debate mente-cerebro actual, conclusiones importantes. Santo Tomás
nunca negaría las experiencias actuales de la neurociencia donde las
potencialidades intelectuales quedan afectadas por un daño neuronal. Porque la
inteligencia ejerce su función con con-curso con las potencialidades sensibles,
lo cual, en nuestros paradigmas actuales, implica decir: en con-curso con todo
el sistema nervioso central y por ende con todo el cuerpo (la “inteligencia
sentiente” de Zubiri).
Por ende una falla en el sistema nervioso implica que la inteligencia humana no
puede “ejercer”, “pasar de la potencia al acto”, pero queda como potencia en acto primero, o sea,
existente, como una capacidad que como tal está allí pero no puede ejercer su
función.
Por ende no es
cuestión de afirmar un “alma inmortal” que nada tendría que ver con el cuerpo,
sino una forma sustancial que organiza al cuerpo –en pleno diálogo con la
biología actual– pero que es subsistente a la desaparición del cuerpo. Este es el gran logro de un teólogo
cristiano como Santo Tomás que es plenamente compatible con los avances
actuales de las neurociencias, por un lado, y con la razonabilidad de las
aspiraciones espirituales más profundas del ser humano, por el otro, que se
traducen en su mirada, en sus manos, en su rostro, en su arte, en su capacidad
de interpretación, en su empatía, en su capacidad de vínculo con “el yo del
otro”, en mirar a los ojos y ver al otro y no sólo una pupila, iris y córnea.
Por eso las computadoras –por más temor que nos inspire el legendario ojo rojo
del “2001”, Hall– no pueden “mirar”. Sólo el ser humano mira. Con odio (Caín) o con amor (Abel), en la lucha permanente
entre el bien y el mal (no en la
“función y DIS-función”) que queda abierta precisamente por nuestra forma
subsistente, hasta el final de la Historia que sólo será con la segunda venida
de Cristo.
2.3.4. Libre
albedrío y conciencia crítica
Nuevamente,
el libre albedrío ha sido uno de los regalos más preciosos de la revelación
judeocristiana a la humanidad. Libre albedrío que convive con la gracia de Dios y la providencia, un misterio que, al tratar
de ser explicado por los grandes teólogos,
no ha hecho más que aclarar la noción misma de libre albedrío, para creyentes y
para con no-creyentes.
De
vuelta, después del iluminismo, las interpretaciones de diversas cuestiones
científicas han puesto la carga de la prueba del lado de los que defienden el
libre albedrío. Por un lado, un universo determinista no dejaba lugar para el
libre albedrío, excepto que se asumiera una posición dualista donde el yo
estaba exento de lo material. Ese fue el gran mérito de Descartes en su
momento, y de la ley moral en Kant, que jugaba igual rol. Pero ya hemos visto
que esa posición dualista retroalimentaba una posición cientificista donde los
avances de las neurociencias mostraban un innegable rol del sistema nervioso
central en la inteligencia de la persona. Eso lo hemos respondido en el punto
anterior.
O sea:
si la forma sustancial subsistente no se reduce a lo material, y por ende la
inteligencia tampoco, ésta no puede estar afectada por las causalidades físicas
como potencia en acto primero, aunque puede condicionarla a su paso al acto
segundo. En ese sentido el libre albedrío se mantendría.
Por lo
demás, se puede decir que hoy casi ningún físico sostiene el determinismo
newtoniano, dado el indeterminismo de la física cuántica. Sin embargo, la
indeterminación onda-partícula es un tema del mundo físico. Si, posiblemente
nuestro cerebro sea el lugar donde más fenómenos de la física cuántica tienen
lugar, pero no es el indeterminismo cuántico la causa del libre albedrío,
precisamente porque, como veremos, el libre albedrío es algo irreductible a lo
material.
Yendo al
tema, alguien podría objetar que la inteligencia no es libre ante la conclusión
que “ve”, si las premisas son verdaderas y la lógica entre ellas es correcta.
Volviendo al famoso ejemplo, la conclusión “Sócrates es mortal” no es libre
ante sus premisas “Todos los hombres son mortales” y “Sócrates es hombre”.
Pero, precisamente, Santo Tomás afirma que el libre albedrío es el libre juicio
de la razón, allí donde las premisas no son suficientes para dar una conclusión
necesaria.
“En cambio, el hombre obra con juicio, puesto que, por
su facultad cognoscitiva, juzga sobre lo que debe evitar o buscar. Como quiera
que este juicio no proviene del instinto natural ante un caso concreto, sino de
un análisis racional, se concluye que obra por un juicio libre, pudiendo
decidirse por distintas cosas. Cuando se trata de algo contingente, la razón
puede tomar direcciones contrarias. Esto es comprobable en los silogismos
dialécticos y en las argumentaciones retóricas. Ahora bien, las acciones
particulares son contingentes, y, por lo tanto, el juicio de la razón sobre
ellas puede seguir diversas direcciones, sin estar determinado a una sola. Por
lo tanto, es necesario que el hombre tenga libre albedrío, por lo mismo que es
racional”.
La clave aquí es “cuando se trata de algo contingente, la
razón puede tomar direcciones contrarias”. Por ejemplo, comprar un lápiz o una
lapicera. Tengo razones tanto para una cosa como para la otra. Ninguna de esas
razones me lleva necesariamente a la
conclusión. Entonces la voluntad, que es el apetito el bien mediado por la
inteligencia, es libre. Por ello decidir no
es efectuar un razonamiento necesario, porque si hubiera necesidad, no habría
decisión. Por eso dice nuevamente Santo Tomás: “… si se le propone (a la voluntad) un
objeto que no sea bueno bajo todas las consideraciones, la voluntad no se verá
arrastrada por necesidad. Y, porque el defecto de cualquier bien tiene razón de
no bien, sólo el bien que es perfecto y no le falta nada, es el bien que la
voluntad no puede no querer, y éste es la bienaventuranza. Todos los demás
bienes particulares, por cuanto les falta algo de bien, pueden ser considerados
como no bienes y, desde esta perspectiva, pueden ser rechazados o aceptados por
la voluntad, que puede dirigirse a una misma cosa según diversas
consideraciones.”
Y, precisamente, en el mundo de la vida (humano) ninguna de
nuestras opciones es perfecta, esto es, ninguna de ellas colma absolutamente
las aspiraciones de nuestra naturaleza. Por ello los razonamientos que nos
llevan a tomar decisiones no son necesarios, y, por ende, la decisión es libre.
Popper tiene un argumento por el absurdo para demostrar el
libre albedrío que se relaciona mucho con lo anterior.
Si estuviéramos determinados a decir lo que decimos, no seríamos libres de no
decirlo. Pero en un debate, en un diálogo, donde alguien puede convencerme de
algo y yo cambiar de parecer, o donde yo puedo darme cuenta de algo que antes
no veía, no hay necesidad en las afirmaciones (a las que llego mediante el diálogo).
De lo contrario, si el otro estuviera determinado a decirme que yo estoy
equivocado, ¿para qué intentar convencerlo de lo contrario? Lo más absurdo
sería que mi contra-opinante sostuviera que yo estoy equivocado al decir que el
hombre no es libre. ¿No sería contradictorio con mi propio determinismo tratar
de convencerlo de lo contrario, para que llegue libremente a la conclusión de
que el hombre no es libre?
Lo que Popper sostiene no necesariamente remite a un mundo
determinístico que afectara a nuestras neuronas. Es compatible con su propia
interpretación de la física cuántica,
donde la indeterminación onda-partícula depende de propensiones, de tendencias
–donde hace entrar la noción de potencialidad de Aristóteles– intrínsecas a una
determinada situación física, donde la partícula se comporta a veces como
partícula y a veces como onda. Pero ello no depende del control del ser humano.
Por ello, aunque en nuestro cerebro hubiera indeterminación cuántica, la
demostración de Popper se aplica igual.
3. Conclusión: la
noción de persona en diálogo con el no creyente
Todo esto implica que se puede volver a poner en diálogo con
el no creyente a la noción de persona,
única, irrepetible, inteligente, libre, corpórea, con una ley natural
intrínseca y por ende con una serie de derechos inalienables que deben siempre
ser respetados. Las mejores instituciones que defiendan ello serán siempre
temas más opinables. Pero los judeocristianos que nieguen esa conclusión,
porque sería algo “liberal”, no advierten que están encerrados en una cuestión
terminológica que peligrosamente los aparta de una de las conclusiones más
importantes de su propio judeocristianismo. Excepto que estén encerrados, en
realidad, en ideologías nazi-fascistas o comunistas.
A los no creyentes que nieguen esa conclusión no hay más que
preguntarles: ¿por qué? ¿Por qué es una conclusión derivada del judeocristianismo?
Pues sí, pero ya hemos visto que ello no obsta a que desde ese mismo horizonte
se den razones que el no creyente no
pueda compartir. Y la cerrazón absoluta a considerarlas sólo puede venir,
nuevamente, de ideologías nazi-fascistas y/o comunistas que, renovadas de mil
maneras, siguen encerrando a muchos en paradigmas totalitarios, cuya fanática
adhesión constituye ya un caso severo de alienación patológica.
Por ende, creyentes sanos y no creyentes sanos, abiertos al
diálogo, a compartir horizontes, tienen que unirse hoy, más que nunca, en la
defensa de Occidente, esto es, en la defensa de las libertades individuales ante
los renovados totalitarismos que hoy ya las están destruyendo. Occidente padece
hoy su propio Alzheimer. Que Dios nos ayude a recuperar nuestra memoria e
identidad.
Zubiri, X., Inteligencia
sentiente, 5a ed., Madrid, Alianza, 2006.
Véase al respecto el elogio de Popper a San Agustín en Popper, K., El universo abierto,
Madrid, Tecnos, 1986, nota nº 30.