domingo, 22 de febrero de 2015

SOBRE EL MULTICULTURALISMO Y EL TEMA DEL ISLAM


La historia de la humanidad es, en gran parte, la historia de las guerras. Las más crueles y terribles guerras, intra-culturales, inter-culturales, cuando la conquista y la invasión eran la forma habitual de pensar. Pero, ¿por qué digo “eran”?

Es verdad, ese tiempo verbal no tiene casi razón de ser. Para colmo, grandes filósofos se encargaron de entronizar la guerra. Para Platón –a pesar de su sagacidad metafísica- los guerreros eran lo segundo más importante de la vida social; los comerciantes eran lo peor de lo peor y por eso podían tener propiedad. Para Aristóteles la autarquía era la vida plena de la polys, y aún hoy muchos filósofos de la economía creen que redescubrir a Aristóteles es una gran novedad, sobre todo para criticar al pérfido liberalismo económico. Los llamados sofistas vislumbraron una sociedad internacional, pacífica, pero quedaron sepultados por el cap. 1 de la Metafísica de Aristóteles. La patrística y la escolástica en general, a pesar de su gran genialidad, no salió en estos temas del comentario a los griegos y, cuando la segunda escolástica descubrió al mercado, quedó sepultada casi inmediátamente en el olvido. El único Papa que nombró una sola vez en un solo discurso a la 2da escolástica fue Pío XII. Y adiós.

Hobbes convenció luego a casi todos no sólo que el hombre es el lobo del hombre –lo cual casi podría tener fundamentos bíblicos- sino de que ESO es la política y NADA MÁS que eso y que el PROGRESO del hombre se basa en ESO. La izquierda hegeliana, con Marx a la cabeza, convenció a casi todos de que el comercio es una vil explotación, de que la lucha de clases es la dialéctica de la historia y los más pacíficos –la escuela de Frankfurt- se retiraron sencillamente a contemplar la dialéctica intrínseca de la razón occidental.

Mientras tanto el comercio siempre trataba de abrirse paso pero, ¿qué pudieron lograr frente a espadas, generales, muros e intra-muros? Muy poco, sobre todo cuando sus protagonistas eran mirados como cobardes, avaros, miserables y materialistas, como la escoria de la humanidad al lado de la altivez de la milicia, orgullosa de su valentía, honor y, por supuesto, asesinatos por doquier, en nombre del honor, claro.

En ese sentido, cada vez me convenzo más de que el surgimiento de un ideal liberal de paz y de comercio fue un milagro. Sus pensadores sufren aún la denostación permanente de los que se dicen pacíficos pero no logran entender nada de la función civilizadora del comercio. Así, la segunda escolástica, los iluministas escoceses, los fisiócratas y los liberales clásicos franceses y alemanes, y los anglosajones que finalmente sedimentaron en los constitucionalistas norteamericanos, intentaron convencer al mundo de un mundo de poderes limitados, de derechos individuales para todos, de comercio libre y en paz, pero no lo lograron. Ellos fueron al mundo y el mundo no los reconoció, y aún hoy son y somos crucificados bajo el escarnio de una opinión pública mundial que nos considera la causa de la pobreza y los defensores de la explotación, de la economía que mata, del capitalismo de la exclusión y de unas cuantas genialidades más.

Pero hubo más cosas imperdonables. Mises y Hayek –de quienes varios “amigos” me aconsejan no hablar más- fueron casi los únicos pensadores que vieron con claridad la función civilizadora del comercio. No es una cuestión de economía, sino de encuentro cultural y de base social. El comercio no nace de la cobardía, sino de un leve acto de comprensión intelectual por el cual se advierten las ventajas de bajar las armas y encontrarse para mutuo beneficio. El comercio no tiene muros, sino puentes por donde cruzan no sólo las mercancías, sino usos, costumbres, letras, música, amores, mundo de la vida (Husserl), en síntesis. Dedicaron toda su obra a demostrarlo. Pero no, al igual que Freud, a quien aún casi nadie perdona haber destapado la olla de nuestra oculta sexualidad, a ellos nadie les perdona haber destapado la estupidez total y completa del tótem erigido a las glorias militares y a la historia de tiranos, emperadores, dictadores y dictadorzuelos, uno más imbécil que el otro.

Pero el segundo pecado imperdonable es que los constitucionalistas norteamericanos –sí, los “yanquis”, qué horror- fueron capaces de generar el clima intelectual por el cual, increíblemente, se escribieron estas palabras: “…todos los hombres nacen creados  libres e iguales por Dios e intitulados de ciertos derechos, a saber…..”. Si, un milagro. En medio de los hombres que se creen dioses, unos sencillos abogados (no como varios de mis vanidosos y altivos colegas, los filósofos) se atrevieron a decir lo contrario. Que Dios ha creado al ser humano a su imagen y semejanza y que de ello derivan sus derechos, los límites al poder y la consiguiente vida en la paz del comercio, en la paciencia del granjero, en la eficiencia del comerciante, en la creatividad del emprendedor, de los cuales han salido todos los escritorios y las plumas con las cuales los supuestamente superiores –los filósofos- han escrito cuanto disparate se les ha ocurrido en contra de todo ello. Eso sí: en un lenguaje tan difícil y con una erudición tal que parecía ser verdad.

¿Pero de dónde salió ese milagro? De un milagro propiamente dicho: el judeo-cristianismo. Occidente no es una cultura cerrada en sí misma. Es el encuentro entre la razón griega, el derecho romano y el judeo-cristianismo, pero este último no es sólo la tercera pata de la mesa, sino lo que integró y dio nueva forma a lo anterior. Porque hay en él una idea que antes hubiera sido inconcebible: la persona, creada a imagen y semejanza de Dios. ESO fue lo que finalmente sedimentó en la Declaración de Independencia de los EEUU, para espanto y furia de todos los que la siguen denostando.

Porque ESA declaración incluye –no excluye- a todas las culturas. Porque todos son personas. Por todas las personas, de la cultura que fuere, tienen la misma dignidad y los mismos derechos. Y la misma “razón”, a pesar de que el discurso post-moderno ha convencido a todos de que todas las culturas son “pequeños relatos” sin comunicación el uno con el otro, excepto, claro, cuando se trata de imponer el post-modernismo como lo políticamente correcto. No, no son las culturas las que tienen derechos, no son los pueblos originarios ni los aplastados por los pueblos originarios los que tienen derechos: son las personas las que tienen derechos, y ello cobró vida en el marco institucional que ha sido fruto de la cultura occidental.

Por lo tanto, si hoy un chino, un hindú, un tolteca o un marciano tienen derechos, es porque la cultura occidental lo ha recordado; es porque han tenido suerte, porque si fuera por sus propias culturas no tendrían ninguna declaración de derechos humanos donde apoyarse. Toda vez que individuos de una culttura no occidental han reclamado el respeto a sus derechos individuales, lo han hecho por el valor político básico de la cultura occidental: la persona y su dignidad, valor que incluye uiversalmente a todas las culturas. 

Sí, es posible una nación pluricultural porque el liberalismo político, totalmente occidental, fue posible. Si, fue posible que los EEUU fueran una nación de inmigrantes precisamente porque eran los EEUU, y fue posible que la Argentina fuera una nación pluricultural de inmigrantes porque FUE un intento fallido de imitación de los EEUU. Pero que los habitantes de diversas culturas vivan en paz sólo es posible cuando se integran a algo que, quieran o no, es occidental y universal a la vez: el respeto a los derechos de todo individuo, incluso a los individuos de su propia cultura.


Pueden no integrarse a ese valor universal. Pero en ese caso, el resultado es uno solo: serán delincuentes en todo el universo.

viernes, 20 de febrero de 2015

SOBRE KANT (para mis amigos randianos y tomistas de todos los partidos :-)). Caps. 7 y 8 de Filosofía para filósofos, UFM/Unión Editorial, 2003.

SOBRE KANT (para mis amigos randianos y tomistas de todos los partidos J). Caps. 7 y 8 de Filosofía para filósofos, UFM/Unión Editorial, 2003.


CAPITULO 7: KANT I.

No, no es un rey, aunque bien podría ser considerado el rey de la filosofía moderna, por la importancia de su pensamiento y por la humildad y sencillez de su vida.

Inmanuel Kant es educado universitariamente en lo que podríamos denominar la escolástica del racionalismo clásico, desarrollada por C. Wolff de manos de G.W. Leibniz. Aunque hoy nos resulte difícil de entender, los temas básicos de este racionalismo son Dios, el alma, la libertad. Tenemos que repasar el surgimiento de la modernidad para comprender por qué se quieren salvar esas verdades después del escepticismo que sigue a la caída del paradigma ptolemaico. Pero, como vimos en la clase anterior, ese racionalismo continental había nacido en las sombras de un poderoso adversario intelectual: el empirismo inglés, que, de manos de D. Hume, consolida una visión escéptica de la filosofía y de la racionalidad mas no de la vida cotidiana, que según dijimos queda desde entonces al margen de lo considerado racional.

Pero en el continente, las cosas seguían aún otro camino. No hemos tenido tiempo, pero nunca serán las veces que se insista en la importancia de Leibniz, quien, desarrollando el mandato cartesiano, elabora un sistema metafísico realmente notable, donde incluso las cuestiones más intrincadas de la teología natural son abordadas: la relación entre la libertad, la gracia, la omnisciencia divina, con un intento, incluso, de conciliación entre catolicismo y protestantismo. Leibniz muere en 1716 y evidentemente un debate con Hume –cuyas obras centrales son de unos 20 años después- no tuvo lugar.

Pero Hume sí llega a I. Kant. Contemporáneos. Kant lee a Hume antes de publicar su primera gran obra (Crítica de la razón pura, 1781). Hasta entonces, Kant era un racionalista más. Pero la lectura de Hume lo convence de que hay que combinar los “proyectos” del racionalismo y del empirismo.
Atreviéndonos a hacer una síntesis audaz, podríamos decir, en términos kantianos, que el “ideal” del racionalismo, en el conocimiento humano, son los juicios analíticos a priori, mientras que el “ideal” del empirismo, los sintéticos a posteriori.

En un juicio analítico el predicado se desprende necesariamente del sujeto, de tal modo que si decimos “todo casado no es soltero”, el predicado (no es soltero) se desprende necesariamente, deductivamente, del sujeto, a priori, claro, de la experiencia “empírica”. En cambio, en un juicio sintético, el predicado no se desprende necesariamente del sujeto (como, por ejemplo, si decimos “el pizarrón es verde”) por lo que resulta concomitante que el predicado depende de una observación a posteriori de la experiencia empírica.

Frente a lo anterior, el eje central de la síntesis kantiana consiste en decir que, para que un juicio sea científico, debe ser sintético a priori.  Pero, ¿cómo puede ser eso posible? Dadas las definiciones previas, ¿cómo puede ser que un juicio sea a priori si es sintético?

La contestación a esa pregunta constituye, creo, el eje central de lo que se ha llamado el giro copernicano en la teoría del conocimiento de Kant.

El conocimiento humano es fundamentalmente, para Kant, un encuentro entre dos elementos, uno a priori y otro a posteriori. El elemento a posteriori es la experiencia sensible. Pero esa experiencia, sin el encuentro del elemento a priori, es un caos de sensaciones. Para que deje de ser un caos, debe ser ordenada por formas ordenadoras de dicha experiencia, que son, coherentemente, no parte de esa experiencia sino a priori. Tales son las famosas categorías a priori: formas que organizan, que dan sentido, a esa experiencia sensible que de lo contrario sería un caos.

Vamos a dar un ejemplo que tendrá mucha importancia en la psicología contemporánea. En el teclado de una computadora podríamos tocar ciertas letras caóticamente (supongamos a, b, o, p, l). Eso sería un caos de letras. Pero el microprocesador, que está ahí, a priori del encuentro con las letras, ordena, según un cierto programa, ese “input” y el resultado es “pablo”. Observemos que la pantalla está en blanco hasta que no tecleamos nada, pero, a su vez, nada aparecería en la pantalla si el microprocesador no estuviera funcionando.

El conocimiento humano es “algo así”. Las sensaciones, los “datos” sensibles serían caóticos si no estuvieran ordenados por unas categorías a priori del intelecto. Esas categorías no son ideas innatas, nada dicen hasta que no ordenan el “material” a ser ordenado. Las categorías, sin la sensibilidad, son vacías de contenido; la sensibilidad, sin las categorías ordenadoras, nada ven, son ciegas.

Ahora bien, ¿cuáles son esas categorías? Si repasamos la clase 1, no nos llevaremos ninguna sorpresa. Son las de Aristóteles (sustancia, unidad, cualidad, cantidad, relación, etc) pero interpretadas no del modo realista en que habitualmente eran entendidas. Supongamos que una piedra se cae al suelo. En ese caso, cualquier aristotélico le diría que hay allí varias categorías: unidad (una); sustancia (piedra); acción (se cae); pasión (choca contra el suelo); causalidad (se cae porque....). Pero para el aristotélico, esas categorías son categorías de lo real. Es en la realidad donde “hay” sustancia, unidad, causalidad, acción, pasión..... Para Kant, en cambio (aquí está el giro copernicano) esas son categorías del intelecto. Es en el intelecto donde, a priori, están esas categorías, según las cuales ordenamos la experiencia sensible dando lugar, de ese modo, al resultado del conocimiento, esto es, el fenómeno conocido. “Lo” conocido es el fruto del encuentro de la sensibilidad con el entendimiento. Lo conocido no son las categorías “in abstracto”, sin algo que ordenar, ni las sensaciones desordenadas. Lo conocido es el fenómeno: “una piedra se cae”.

Es por eso que Kant no es racionalista ni empirista, es kantiano; ni tampoco idealista o realista en sentido tradicional: es kantiano. Si se quiere, debe hablarse de idealismo kantiano. Porque es realista en tanto el mundo externo existe, está ahí, pero no puede ser “entendido” de no mediar la acción de categorías a priori de ese mundo externo. Por eso no sabemos cómo es el mundo independientemente de las categorías, esto es, cómo es la “cosa en sí”, la esencia, independientemente de la ordenación de nuestro intelecto. Este es uno de los más importantes choques de Kant contra el realismo aristotélico, donde el conocimiento de la esencia de la sustancia es fundamental. Si ese choque era necesario, es una pregunta retrospectiva que ahora es relevante; en su momento, sin embargo, fue un choque importante, sobre todo por la forma en la que el racionalismo clásico había re-convertido al conocimiento de la esencia.

Pero debemos volver a un pequeño “detalle”. Cuando comenzamos a explicar todo esto, dijimos: “el eje central de la síntesis kantiana consiste en decir que, para que un juicio sea científico, debe ser sintético a priori”. Obsérvese: “...para que un juicio sea científico”. Para Kant, la teoría del conocimiento es al mismo tiempo teoría del conocimiento científico. Y ciencia como hoy se la entiende, en general: Kant escribe casi un siglo después de la consolidación del paradigma newtoniano.

Kant se pregunta cómo pueden ser ciencias la matemática y la física, y contesta que lo son dada la interacción de las categorías (unidad, relación, acción, pasión, causalidad, sustancia, etc) con el mundo externo. El ejemplo que dimos (“una piedra se cae”) sería perfectamente trasladable a las categorías físico-matemáticas newtonianas. Pero cuando llega a la metafísica, no se pregunta cómo es una ciencia, sino si es posible como ciencia, y da una respuesta que para muchos de ustedes va a ser compartida, pero no para la tradición racionalista donde Kant se forma. La respuesta es muy simple: no. La metafísica NO es ciencia.

¿Qué es la metafísica para la tradición racionalista clásica? Es la ciencia de Dios, del alma inmortal, de la libertad como libre albedrío. Pero, ¿puede haber de todo ello juicios sintéticos a priori? No, porque en esos temas no hay experiencia sensible que organizar. Dadas las premisas de Kant, es obvio que no puede haber correlato sensible de Dios, ni del alma, ni de la libertad. Por ende, no hay de todo ello juicios sintéticos a priori y, por ende, no hay ciencia. Pero Kant, un creyente, pietista, no dice eso despectivamente. Sencillamente dice que en esos temas hay que dejar al “saber” para dar paso a la “creencia” (la fe). Esos temas (las “ideas de la razón pura”) son de Fe.

¡Claro que son de fe!, dirán muchos de ustedes. Pero, vuelvo a decir, para el racionalismo clásico esos eran los temas centrales de la filosofía, que era esencialmente metafísica. Para colmo, Kant refuta el argumento que para dicha tradición era el central para demostrar la existencia de Dios, que consistía en pasar de la idea de Dios a su existencia. Una idea de la razón pura no puede tener correlato sensible para su existencia, y las demás pruebas suponen esa idea.... (En nuestra opinión esta refutación kantiana no toca a Santo Tomás, pero, claro, después de Kant, el tomismo se ve en la necesidad de hacer esta aclaración; ver al respecto al libro de Fabro citado en la bibliografía).

Observemos de qué modo se van consolidando con todo esto ciertas ideas que hoy parecen obvias a muchos:
  1. La racionalidad, como sinónimo de ciencia, se reduce a matemáticas y física.
  2. Dios, el alma y la libertad son ideas de la razón pura que el hombre no puede intentar resolver sin caer en inexorables aporías (las “antinomias de la razón pura”). La metafísica no es ciencia. Es sólo objeto de fe.
Pero hay una tercer idea cuya importancia es central para entender todo el desarrollo posterior de la filosofía. Por primera vez en la historia de la filosofía occidental, el conocimiento humano es clara y distintamente una organización categorial de la experiencia.  El sujeto, ese sujeto que desde Descartes hasta Hume tiene que cruzar el “puente” entre él mismo y el mundo externo (con éxito en Descartes, con malas noticias en Hume), se convierte definitivamente en un sujeto que interviene activamente en la organización, en la “construcción” del objeto de conocimiento. El positivismo (que en cierto neokantismo es un resultado de Kant) tratará de recuperar la noción de un sujeto pasivo en el que caen los datos sensibles, pero Kant había dejado un tema pendiente: la interpretación del mundo, pero no como “algo sobre algo”: interpretación de un texto, de una norma jurídica, de las escrituras, sino como lo que primariamente es el mismo conocimiento humano. Pero en su momento no se vio así, y menos aún, Kant mismo. Porque para Kant, las categorías a priori son universales, esto es, están en todos los seres humanos, y son las mismas en todos los seres humanos. Las esencias en sí mismas quedarán desconocidas, pero el modo de organizar la experiencia es el mismo. Y es un modo que deriva en un único modo: la ciencia. Estamos pues en pleno siglo XVIII, donde las luces de la razón son las luces de una ciencia universal. La razón occidental es para este siglo la razón. El colonialismo, la educación de masas supuestamente ignorantes, a las que no se debe dejar sumergidas en la “incultura”, tiene aquí su justificación. Por supuesto este mundo feliz de un nuevo racionalismo, el de la ciencia, tendrá sus graves anomalías, pero ellas están aún por venir. Los siglos XVIII y XIX son optimistas en todo sentido. Una fe universal ha sido sustituída por una ciencia universal. Acompañada, también, por una ética universal.

¿Etica universal, necesaria, apodíctica, sin metafísica, sin fe?

Sí, ese es otro de los legados de Kant. Para lo cual debemos pasar al próximo capìtulo.



Lecturas recomendadas:

- Marías, J.: Historia de la filosofía (Rev. de Occidente, Madrid, 1943), parte referente a Kant, puntos 1 y 2
- Abbagnano, N.: Historia de la filosofía, Montaner y Simón, Barcelona, 1978, cap. XV.
- Fabro, C.: Drama del hombre y misterio de Dios; op.cit., caps. IV y V.
 
 


 
 
CAPITULO 8: Kant II.

No sé si es un buen nombre para el hijo de un rey, pero en este caso, seguramente, no lo es.

Habíamos terminado la clase anterior con un interrogante. Decíamos que, en cierto sentido, la filosofía de Kant es coherente con un siglo XVIII que tiene una especie de actitud misionera con respecto a la razón. Quienes compartan las críticas de Hayek al racionalismo constructivista, lo podrán entender, si bien yo no soy de aquellos que piensan que Kant tiene que ver necesariamente con dicho constructivismo.

Esa actitud misionera, esa redención de la humanidad que, si antes era por la fe, ahora es por la razón, es coherente con una ética “absoluta”. Aunque se lleven una sorpresa, sí, Kant es así. Era esperable que, después de la crítica a la metafísica como ciencia, el esquema moral de Kant fuera más elástico. En cierto sentido, Hume es así. Si bien Hume, como buen representante de la escuela escocesa, junto con Smith y Ferguson, está de acuerdo con tradiciones estables como eje central de la sociedad, no coloca a esas tradiciones como eje central de una vida personal. Para Kant, en cambio, la moral es esencialmente personal, y no precisamente conformada por principios circunstanciales.

¿Cómo puede ser esto posible? Ciertos esquemas éticos “fuertes” son comprensibles dada la metafísica “fuerte” (no débiles, como Vattimo diría) que los acompaña. Podemos no coincidir con la noción de naturaleza humana que hay en Aristóteles pero si esa naturaleza,  conforme a su metafísica, debe perfeccionarse, desarrollando los “accidentes propios” que le son tales en la línea de su esencia, entonces es obvia la coherencia del conjunto de virtudes plasmada por el estagirita en su Etica a Nicómaco. De igual modo, podemos disentir con Santo Tomás en que el fin último de la naturaleza humana sea Dios, pero si lo es, es coherente también el conjunto de virtudes naturales y sobrenaturales que nos deben conducir hacia ese fin. Pero, una vez acabada la metafísica como ciencia, una vez que Kant nos ha dicho que los “fines” son parte de las categorías a priori humanas con las cuales ordenamos sensaciones que de lo contrario serían caóticas....¿Qué posibilidad queda de un planteo absoluto de la moral?

Para explicarlo, vamos a ser sistemáticos, como lo es Kant. Recordemos que, según una lógica aristotélica que él conocía perfectamente, los juicios se dividen en hipotéticos y categóricos. Estos últimos corresponden a los cuatro tipos de juicios categóricos clásicos: todo s es p, algún s es p, ningún s es p y algún s no es p.  Los hipotéticos, en cambio, son juicios compuestos por otros juicios. Uno de ellos son los condicionales: si p, entonces q. Observemos que q es en ese caso una afirmación condicionada a p, esto es: afirmo q, si p. Por eso en lógica matemática, que Kant no conoció pero los megáricos y los estoicos casi sí, p entonces q es equivalente a que sea falso que si se da p, no se de q [p ent q =  - (p . – q)].

Ahora bien, Kant divide los juicios imperativos de igual modo. Los juicios imperativos, que son usados para mandatos, son la forma moral ideal porque de ese modo se expresan mandamientos: haz esto, no hagas aquello. De este modo, si dividimos a los juicios imperativos en hipotéticos y categóricos, el resultado es que los primeros son condicionados a algo, mientras que los segundos son absolutos, en tanto no condicionados a algo. En general nuestras expresiones de “deber ser” son hipotéticas, esto es, condicionadas a algo, aunque no nos demos cuenta. “Debo estudiar”, sí, claro, si quiero perfeccionarme, mejorar como profesional, o aprobar el examen. “Si quiero aprobar el examen” (si p), entonces “debo” estudiar (q). Ahora bien, esos deberes condicionales no tienen nada que ver, dice Kant, con la moral que un sujeto autónomo se dicta a sí mismo, donde no se trata de lo que me conviene según otro fin sino de lo que debo. El factum de la moral implica un deber no condicionado a otra cosa. Si no, no es ético. Si ayudo a un pobre porque eso me hace sentir bien, eso no es ético, según Kant. Debo ayudarlo porque debo ayudarlo. Esto es, el deber es por el deber mismo. Eso es precisamente un imperativo no hipotético, esto es, categórico. Una moral absoluta.
Ahora bien, nos adelantamos a la obvia pregunta: ¿qué imperativo puede ser así? ¿Qué imperativo puede ser de ese modo categórico, sin referencia a otro fin? ¿Nos podría dar Kant un ejemplo? No, el mismo Kant nos dice que no: “On the other hand, the question how the imperative of morality is possible, is undoubtedly one, the only one, demanding a solution, as this is not at all hypothetical, and the objective necessity which it presents cannot rest on any hypothesis, as is the case with the hypothetical imperatives. Only here we must never leave out of consideration that we cannot make out by any example, in other words empirically, whether there is such an imperative at all, but it is rather to be feared that all those which seem to be categorical may yet be at bottom hypothetical”[1]. La clave, aquí, es la palabra “empírico”. Un ejemplo es un contenido de la moralidad. Ahora bien, recordemos que, para Kant, las categorías del entendimiento son formas a priori, sin contenido, que será “llenado” por la experiencia. Es importante recordar esto ahora o de lo contrario nos perdemos. Para Kant lo más importante de su teoría del conocimiento, esto es las categorías a priori, sin formales, vacías si no se llenan con la experiencia empírica. De igual modo, en este caso, un imperativo categórico es un imperativo formal, una forma vacía de ejemplos concretos donde, por eso mismo, entren todos los ejemplos.  En otras éticas, hay como mandamientos “centrales” en los cuales caben los demás o se derivan (“no matarás en nombre de una idea”, en Popper, o amarás a tu prójimo, en el cristianismo, etc.). En este caso, no es así. El imperativo categórico es una forma de la moralidad, forma que de algún modo “mide” la moralidad de cualquier acción concreta. Por eso la expresión del imperativo categórico no es ninguna acción específica: “Act only on that maxim whereby thou canst at the same time will that it should become a universal law[2].” Esto, es, según Julián Marías, “obra de modo que puedas querer que lo que haces sea ley universal”[3]. Esto es porque una moral así, categórica, no admite excepciones. Si lo que hago tiene circunstancias que implican una excepción, ésta es por un fin y, nuevamente, eso no es moral. Volvemos a decir que toda la moralidad queda en Kant convertida en algo no sometida a condiciones.

¿Por qué una moral así? ¿No tenía el cristianismo para ello? En primer lugar, el cristianismo es fe, y Kant necesita una moral basada en la razón. Tampoco puede ser la razón de una metafísica, que como tal, él ya había denunciado llena de aporías. Además se podría decir que el mismo cristianismo le parecía muy utilitario, casi como una moral infantil, decididamente hipotética y, en ese sentido, no ética: hago esto si voy al cielo. No es así pero, claro, el cristianismo “debe” ser muy maduro para responder a esa crítica. Le quedaba el camino de Hume, pero no lo recorrió. Esto es particularmente importante. Kant considera que su filosofía es la base de dos grandes revoluciones. Por un lado, la copernicana. El siglo XVIII es el siglo donde el paradigma newtoniano se consolida. La filosofía de Kant no considera a dicho paradigma como una simple etapa histórica, sino como la consolidación de la razón. Y él da a esa física sus fundamentos: la física y la matemática han recorrido el seguro camino de la ciencia, y son un perfecto ejemplo de juicios sintéticos a priori.

La otra revolución es la francesa. Dejemos por un lado la distinción retrospectiva futura entre racionalismo constructivista y crítico, realizada por Hayek y Popper. Eso no nos va a servir para comprender, hermenéuticamente hablando, el presente de Kant. El presente de Kant es el optimismo de la Ilustración. La Ilustración es un movimiento cultural emancipatorio, revolucionario. La razón, despojada de supersticiones y de “metafísicas” va a liberar a la humanidad de la ignorancia, la pobreza, la tiranía, la enfermedad. Los derechos del hombre y del ciudadano emergen como una propuesta racional universal para el cumplimiento de ese ideal. No se lo podía presentar como una tradición más. Era algo “absoluto”. Tan fuerte como una religión, pero secular, laica, racional. Y Kant, con su imperativo categórico, aparece como el profeta y el exégeta de esa liberación racional universal.

Entender esto es clave para entender gran parte de lo que ocurre hoy en nuestra civilización occidental. Se llama “dialéctica de la Ilustración”: la Ilustración libera pero parece que finalmente oprime. Las críticas de Hayek, Popper y Feyerabend al racionalismo occidental son críticas de derecha coincidentes con pensadores más de izquierda (Horkheimer, Adorno, Marcuse, Habermas[4]). Pero el siglo XVIII aún no se puede criticar a sí mismo. Hay que “construir” la civilización, como modelo único, como fin de la historia. Hay que hacer las constituciones, las leyes, los caminos, los puentes, las universidades, las escuelas primarias y secundarias, la salud pública. Europa se expande y las colonias, comenzadas bajo impulsos de expansión religiosa, son seguidas ahora como procesos seculares de educación científica.  Algo falló en todo esto pero no es fácil identificar qué fue. El punto es que los derechos individuales basados en un imperativo categórico parecen tener, después de la caída de la metafísica, suelo firme.

En mi opinión, muchos grandes pensadores, cuando descartan la metafísica, tienen un imperativo categórico oculto. J. Gray diagnosticaba esto en Hayek[5].  Y el economista austriaco L. Von Mises se manifiesta abiertamente utilitarista, anti-kantiano en este punto. Cuando demuestra el “teorema de la subjetividad de los juicios de valor” afirma sagazmente que toda objeción moral a la conducta de otro implica cambiar el ángulo del debate de los medios a los fines[6], y sobre los fines últimos no hay debate racional posible (por eso en mi opinión sólo una metafísica como la de Santo Tomás puede responder a esto).  Pero, ¿le importan tan poco a Mises ciertos fines últimos? ¿Si un nazi dice que sus fines últimos son diferentes a los nuestros, le diremos sencillamente que ok? Si todos nos hiciéramos nazis, ¿estaría eso moralmente bien? Según el mismo Mises, parece que no: “...if they fail to take the best advantage of it and disregard its teachings and warnings, they will not annul economics; they will stamp out society and the human race”[7]. Ese es el final de su tratado de economía, Human Action. Interesante que sea el final, porque Mises parece haber llegado a un implícito y tácito fin último. Y, por ende, a un mandato categórico. ¿Está diciendo “si quieres destruir a la humanidad, entonces deja de lado las enseñanzas de la economía”? ¿Nos está enseñando cómo destruir a la humanidad, con una economía “libre de juicios de valor”? ¿O, en cambio, nos está diciendo “no destruyas a la humanidad”?

Kant genera este tipo de preguntas, pero también tiene un peculiar “encanto”. (O enKANTo J). Podremos sospechar de su optimismo en la razón, pero parte de ese mensaje tiene algo de perenne. Un postmoderno diría que no es casual que un cristiano vea en Kant algo de cristiano. La segunda formulación del imperativo categórico habla de la dignidad. Obviamente se puede poner toda la distancia que queramos entre la dignidad del cristianismo y la de Kant, hasta hacer a ambos conceptos nociones totalmente equívocas e irreconciliables. Pero que toda persona deba ser tratada como fin, y no como medio, es algo que Kant dijo y que comunica ambas cosmovisiones. “Debo” tratar al otro dignamente porque “no debo” considerarlo un mero engranaje de mis planes. Es persona, es algo más. Y el modo de ver eso es el amor al prójimo. Allí no sólo se supera, posiblemente, una dialéctica Kant-Cristianismo, sino que tal vez, también, las aporías de una Ilustración enfrentada con lo religioso y, por ende, con sus propios límites.

Con Kant la filosofía tiene un alto grado de “tecnicismos”. Con él, la filosofía queda sistematizada como una disciplina universitaria, difícil, compleja, “especializada”. Se consolida allí esa imagen cultural de la filosofía como algo alejado de nuestra vida cotidiana, como comentábamos en las primeras clases. Que los filósofos quieran y puedan tener su vida universitaria, que, como tal, tendrá su margen de especialización, está bien, siempre que los filósofos no nos tomemos demasiado en serio esa actividad. Porque es allí cuando perdemos contacto con la vida y, aunque sea paradójico, cometemos errores filosóficos, entre ellos, inventar problemas que no existen. ¿Tal vez fue ese parte del mensaje del segundo Wittgenstein? No sé, pero lo que sí puedo afirmar es que no es casual que cierto racionalismo del s. XVIII haya separado la razón de la vida, tal vez porque científicos y filósofos se convirtieron en los nuevos sacerdotes del templo del mundo secular. Eso es un problema. La función sacerdotal es santísima cuando se recibe como un llamado de Dios para servir a los demás. Pero la soberbia puede producir que nos enamoremos de las actitudes externas y de los ritos del sacerdote, sin serlo realmente, esto es, sin servir a los demás. El filósofo que cree que la vida cotidiana no tiene nada que ver con lo suyo, es eso. Sólo el prójimo puede despertarlo.



Lecturas recomendadas:
- Marías, J.: Historia de la filosofía (op.cit), parte referente a Kant, punto 3.
- Leocata, F.: Del Iluminismo a nuestros días, Ed. Don Bosco, Buenos Aires, 1079, cap. 1.



 




[1]  Kant. I.: Fundamental Principles of The Metaphysic of Morals, en Polanco, M.: 100 Books of Philosophy, Second Edition, Guatemala, 2001. No he citado la versión castellana porque me pareció menos clara: “En cambio, el único problema que necesita solución es, sin duda alguna, el de cómo sea posible el imperativo de la moralidad, porque éste no es hipotético y, por tanto, la necesidad representada objetivamente no puede asentarse en ninguna suposición previa, como en los imperativos hipotéticos. Sólo que no debe perderse de vista que no existe ejemplo alguno y, por tanto, manera alguna de decidir empíricamente si hay semejante imperativo; precisa recelar siempre que todos los que parecen categóricos puedan ser ocultamente hipotéticos”. (Espasa-Calpe, 1983).

[2]  Op. cit.
[3]  Marías, Julián: Historia de la Filosofía, Ed. Revista de Occidente, Madrid, 1943, Kant.
[4] Ver al respecto Leocata, F.: “Modernidad e Ilustración en Jurgen Habermas”, en Sapientia (2002), 57.
[5]  Gray, J.:  “Hayek y el renacimiento de liberalismo clásico”, en Libertas (1984), 1.
[6]  Mises, L. von: Teoría e historia, Unión Editorial, Madrid, 1974, cap. 4.
[7]  Mises, L. von: Human Action, Henry Regnery Company, 1966, p. 885.

jueves, 19 de febrero de 2015

CONFERENCIA INAUGURAL DE JAIME NUBIOLA EN LA UNIVERSIDAD DEL ITSMO

Universidad del Istmo
Ciudad de Guatemala
17 febrero 2015



La universidad que la nueva sociedad necesita


Excelentísimo Señor Rector,
Excelentísimas autoridades,
Estimados profesores y estudiantes,
Señoras y señores,


          Con singular emoción tomo la palabra en este acto académico para impartir la lección magistral de inauguración del curso en el nuevo campus de la Universidad del Istmo. Es un honor grande para mí y es también una gran responsabilidad impartir esta lección solemne. Con esta clase extraordinaria —a la que seguirán millares de clases ordinarias con seguridad mucho más importantes—, desearía llegar a sus mentes y a sus corazones para identificar algunas de las principales cualidades de la universidad que —a mi entender— la nueva sociedad necesita.

          Soy filósofo —¡no se asusten!— y me gusta pensar e invitar a otros a pensar. Además, vengo del otro lado del Atlántico y no conozco a fondo la realidad guatemalteca. Realmente no importa mucho para el tema que voy a abordar. No solo es la globalidad una característica de la nueva sociedad, sino que la universidad desde sus comienzos en los siglos XI y XII es —debe ser siempre— una institución universal, como ya su propio nombre sugiere. Desde sus orígenes la universitas magistrorum et scholarium de Bolonia, Oxford, París o Salamanca fue siempre una comunidad formada por maestros y escolares de procedencias geográficas muy diversas cuyo horizonte cultural era toda la Cristiandad, no una ciudad o una región particular. A mi querido profesor Leonardo Polo le gustaba decir que había una sola Universidad y que esta se realizaba en el espacio en los diversos lugares, fueran Bolonia, París, Harvard, Navarra o ahora Ciudad de Guatemala.

          Por eso, —y esta es la tesis de mi lección— lo que la nueva sociedad necesita es que la Universidad del Istmo sea verdaderamente una universidad con todo lo que esto implica. En una genuina universidad hay siempre una sabia y fecunda articulación de tradición y novedad. La tradición venerable puede quedar representada aquí por el traje académico hispánico que llevo, con su toga negra, la muceta de color azul celeste —el color de la filosofía como disciplina— y el birrete con los flecos de doctor. La novedad salta a la vista en el nuevo campus —en el que hoy estamos inaugurando oficialmente el nuevo ciclo lectivo 2015—, con sus hermosas aulas e instalaciones, y se advierte además en sus rostros, en el afán de aprender de los profesores y estudiantes que llenan este salón. Además, cada año la universidad se renueva —en cierto sentido, vuelve a nacer— con las promociones de estudiantes que se incorporan a sus aulas ansiosos por aprender. Si miran a los ojos de los nuevos alumnos descubrirán en su brillo la fuente vital de la universidad.

          Para mi lección me he guiado por algunas enseñanzas de san Josemaría Escrivá expresadas en una entrevista de prensa en octubre de 1967 en Gaceta Universitaria. La entrevista fue incluida en el volumen Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer con el significativo título de "La universidad al servicio de la sociedad actual". ¡Qué bonito el lema que campea en el sello de la Universidad del Istmo Saber para servir! Sin duda es un eco de las enseñanzas de san Josemaría y me parece un buen compendio de todo lo que querría decir en esta primera clase.

          El texto en el que he centrado mi atención se encuentra en una respuesta de san Josemaría a una pregunta acerca de la implicación de los universitarios —profesores y estudiantes— en la política de su entorno social. Entre otras cosas, después de aclarar que —tal como hago yo en esta lección— está expresando su opinión personal, "la de una persona que desde los dieciséis años —ahora tengo sesenta y cinco [decía san Josemaría en 1967]— no ha perdido el contacto con la Universidad", concluía: "La Universidad es el lugar para prepararse a dar soluciones a esos problemas; es la casa común, lugar de estudio y de amistad; lugar donde deben convivir en paz personas de las diversas tendencias que, en cada momento, sean expresiones del legítimo pluralismo que en la sociedad existe" (n. 76).

          Evocar la amable figura de san Josemaría en estos días que se cumple el 40 aniversario de su estancia en Guatemala, me parece particularmente emocionante.

          Teniendo presente las luminosas enseñanzas contenidas en ese texto he distribuido mi exposición acerca de la universidad que la nueva sociedad necesita en tres partes: 1º) la universidad como casa común de estudio y amistad; 2º) la universidad como lugar para prepararse: ansias de aprender; y 3º) el amor a la libertad y al pluralismo, que requiere a su vez la afirmación de Dios en la Universidad como fuente última de una visión integrada y global.



1. La universidad como casa común de estudio y amistad

          Cuando pidieron al científico y filósofo norteamericano Charles Sanders Peirce —al que he dedicado mis últimos veinte años de estudio— que definiera para el Century Dictionary (New York, 1889) lo que era la universidad escribió: "Una asociación de hombres [hoy en día añadiría "y de mujeres"] con la finalidad del estudio, que confiere grados reconocidos como válidos en toda la Cristiandad, tiene un patrimonio, y es privilegiada por el Estado para que la gente pueda recibir una guía intelectual, y para que puedan resolverse los problemas teóricos que se plantean en el desarrollo de la civilización". A renglón seguido proporcionaba una breve historia de las universidades, destacando que solo porque la universidad "afrontaba problemas vitales" tenía derecho a sus altos privilegios.

          Estas palabras de Charles S. Peirce sirven bien para ilustrar lo que quiero decir: la finalidad primordial de una universidad no es —como quizá muchos piensan— el progreso individual de cada uno de sus alumnos, sino su repercusión en la sociedad, su impacto en la resolución de los problemas vitales del ámbito en el que desarrolla su actividad. Esto mismo decía el beato John Henry Newman en 1858 a los alumnos de la Universidad que estaba promoviendo como rector en Dublín: "Porque no sería yo del todo honrado, caballeros, si no les confesara que, con todos mis deseos de que esta universidad sea de utilidad a los jóvenes de Dublín, no les deseo este beneficio a ustedes, solo por ustedes. Por ustedes lo deseo, claro está, pero no solo pensando en ustedes. Los hombres no nacemos para nosotros mismos, como dice el moralista clásico [Aristóteles, Política, 1, 1253a]. Ustedes han nacido para Irlanda y cuando ustedes mejoran, Irlanda mejora". (La idea de la universidad, II, 9, 253-4).

          Esto es lo mismo que querría decirles yo hoy: Ustedes han nacido para Guatemala y cuando ustedes mejoran, Guatemala mejora. Con esta afirmación quiero destacar que el primer gran desafío para esta Universidad —que ahora llega a su madurez con el nuevo campus— es lograr que sea efectivamente esa "casa común", ese "lugar de estudio y amistad", que decía san Josemaría. Si esto se consigue, la Universidad del Istmo será un fermento decisivo para la transformación que la nueva sociedad de Guatemala necesita. Veámoslo con un poco más de detalle.

          Casa común. Una casa común no es solo un espacio físico, sino sobre todo un espacio afectivo y cordial en el que sus moradores —profesores, estudiantes, personal de administración y de servicios— se respetan y se quieren; un espacio en el que hay confianza, en el que las puertas están abiertas, en el que todos cuidan las instalaciones materiales porque las consideran propias, en el que la tarea corporativa se pone por delante del legítimo interés individual.

          Lugar de estudio. Resulta obvio decirlo, pero en la universidad todos han de estudiar, no solo los alumnos que han de rendir exámenes. Desde el rector hasta quienes lleven las tareas de mantenimiento, pasando por supuesto por los profesores y el personal administrativo. En las mejores universidades los profesores estudian —no se conforman con lo que ya saben—, y todos ponen empeño en superarse en su propia parcela de trabajo.

          Esta ha de ser una casa de estudio, esto es, de cultivo de la razón, en la que no solo se cuide el silencio de las bibliotecas, sino que hasta las decisiones de gobierno se tomen siempre por parte de quienes corresponda en cada caso después de haber estudiado toda la información que se precise. Una universidad es un espacio creativo y como empresa que ha de durar siglos no puede estar regida por la improvisación.

          Lugar de amistad. Los años universitarios son la época de las grandes amistades para los estudiantes. También lo deben ser para todos los que componen la comunidad académica.

          Cuando preparaba esta lección tuve ocasión de comentarla con el profesor Francisco Ponz, antiguo rector de mi Universidad y que colaboró también en los primeros pasos de la Universidad del Istmo. Me decía con convicción que era importantísimo que en esta Universidad no solo los estudiantes se sientan queridos por los profesores y adviertan que se busca su bien, sino que han de quererse los alumnos entre sí de forma que ninguno —en expresión de san Josemaría— "pueda sentir jamás la amargura de la indiferencia".

          La cordialidad es la señal distintiva de quienes buscan la verdad. La relación afectuosa con los colegas, las personas que trabajan en los servicios y con los estudiantes puede y debe cultivarse: es preciso aprender a pasar por alto, con magnanimidad, las diferencias que separan y centrar la atención en la tarea que une.

          Viene a mi memoria un letrero pintado con grandes letras rojas que vi en una de las puertas de salida de una gran universidad latinoamericana: "PRECAUCIÓN: REALIDAD DEL OTRO LADO". Quizá los autores querían reprochar a sus profesores o a los administradores universitarios que las enseñanzas que impartían en las aulas no les capacitaban para la realidad del mundo en que les tocaría ejercer su profesión. Pero a mí me pareció ver en ese letrero una sugestiva invitación a trabajar para que en el recinto universitario, en las relaciones entre los profesores, empleados y alumnos no se reprodujera miméticamente la violencia que aquejaba lamentablemente a una parte importante de aquella sociedad. Lo mismo podría decirse de Guatemala: si en algún lugar es posible escucharse y quererse unos a otros ese lugar es —ha de ser— esta Universidad.


2. La universidad como lugar para prepararse: ansias de aprender

          En la puerta de mi despacho en la Universidad de Navarra tengo puesto un letrero para animar a la gente a que entre. Son unas palabras de Charles S. Peirce que encontré en la puerta del despacho del profesor George Boolos en el MIT hace muchos años: The life of science is in the desire to learn, esto es, "La vida de la ciencia está en el deseo de aprender". Me refería antes a las ganas de aprender tan visibles en los ojos de los nuevos estudiantes y quiero mencionar ahora la necesidad de que los profesores estén permanentemente aprendiendo para poder enseñar mejor a los alumnos.

          Hace algunos años me impactó la lectura del libro de Ken Bain What the Best College Teachers Do (Harvard University Press, 2004). El núcleo de su investigación había consistido en el análisis de las prácticas docentes de un grupo de sesenta y tres profesores universitarios norteamericanos, elegidos no por el número o el impacto de sus publicaciones científicas, sino por el efectivo influjo que con su enseñanza habían tenido en la vida de sus estudiantes. Por supuesto, los mejores profesores saben mucho de su materia, pero su rasgo más distintivo es que están interesados por encima de todo en que sus alumnos realmente aprendan y para lograr esto están dispuestos a cambiar sus métodos, sus actitudes y todo lo que sea preciso. "Buscamos personas —explica Bain al principio de su libro— que sí pueden conseguir peras de lo que otros consideran que son olmos, personas que ayudan constantemente a sus estudiantes a llegar más lejos de lo que los demás esperan".

          Como describió hermosamente el poeta William B. Yeats, "educar no es llenar un vaso, sino más bien encender un fuego". Los mejores profesores son siempre encendedores del afán de aprender de sus estudiantes. Los buenos profesores no se plantean solo los resultados en su asignatura, sino que la cuestión decisiva para ellos es siempre la de "¿qué podemos hacer en el aula para ayudar a que los estudiantes aprendan para la vida?". Están vivamente interesados en el crecimiento personal de sus estudiantes y en qué pueden hacer ellos para lograr ayudarles en ese proceso.

          Con frecuencia los jóvenes se sienten más sensibles ante los problemas vitales que aquejan a la sociedad en la que viven y a menudo anhelan implicarse personalmente en su resolución. Misión de los profesores es fomentar esos deseos, encareciendo a la vez el estudio riguroso de los problemas, favoreciendo que se preparen adecuadamente para que cuando tengan responsabilidades en la vida social puedan llegar a resolverlos eficazmente. Déjenme que les recuerde lo que san Josemaría decía justo antes de las palabras suyas que cité más arriba:

          "Si por política se entiende interesarse y trabajar en favor de la paz, de la justicia social, de la libertad de todos, en ese caso, todos en la Universidad, y la Universidad como corporación, tienen obligación de sentir esos ideales y de fomentar la preocupación por resolver los grandes problemas de la vida humana. Si por política se entiende, en cambio, la solución concreta a un determinado problema, al lado de otras soluciones posibles y legítimas, en concurrencia con los que sostienen lo contrario, pienso que la Universidad no es la sede que haya de decidir sobre esto. La Universidad es el lugar para prepararse a dar soluciones a esos problemas".

          Para poder llegar a acometer con eficacia los problemas que afectan a la sociedad, un elemento importantísimo de la formación de los estudiantes es que en los años universitarios aprendan a convivir cordialmente con personas de distintos pareceres y de procedencias sociales muy diversas. El que la universidad sea efectivamente "casa común de estudio y amistad" es con seguridad el mejor modo de prepararse para servir a los demás en el futuro y aportar así lo mejor de uno mismo a la construcción de la sociedad.

          John H. Newman en The Idea of a University remarcaba que el crecimiento personal ha de estar enraizado en un espacio común como el de la universidad en el que el intercambio de bienes espirituales entre estudiantes y profesores no solo es posible, sino que es positivamente promovido. Frente al individualismo competitivo y a la mercantilización de la universidad —que ocurría entonces y sigue ocurriendo ahora lamentablemente— para Newman la universidad ha de ser verdaderamente una alma mater, una madre nutricia que conoce a sus hijos uno a uno y no una fábrica de titulados.

          Cuando profesores y alumnos se escuchan unos a otros, leen unos mismos textos y los interpretan conforme a una racionalidad compartida crean un espacio en el que el conocimiento y el amor crecen. "Un sistema académico sin influencia personal de los maestros sobre los alumnos sería un invierno ártico —escribe Newman en Historical Sketches (III, 74)—. Haría una universidad congelada, petrificada". Durante los años universitarios es esencial el asesoramiento personal, el trato afectuoso, confiado e inteligente de profesores y alumnos, la conversación cordial y la convivencia libre entre los estudiantes de forma que puedan aprender unos de otros y ensanchar así su mente y su corazón en favor de la humanidad.


3. Amor a la libertad: Dios en la universidad

          Recordemos las últimas palabras del texto de san Josemaría que elegí como marco de mi lección: san Josemaría se refería a la universidad como "lugar donde deben convivir en paz personas de las diversas tendencias que, en cada momento, sean expresiones del legítimo pluralismo que en la sociedad existe". He abordado ya varios aspectos relativos a la convivencia cordial de quienes componen la universidad, pero apenas he dicho nada sobre el pluralismo. Lo haré ahora con cierto detenimiento y profundidad.

          Todos advertimos con claridad que en este mundo global nos encontramos en una sociedad que vive en una amalgama imposible de un supuesto fundamentalismo cientista acerca de los hechos y de un escepticismo generalizado acerca de los valores. Se trata de una mezcolanza de una ingenua confianza en la Ciencia con mayúscula y de aquel relativismo perspectivista que expresó tan bien el poeta Campoamor con su "nada hay verdad ni mentira; todo es según el color del cristal con que se mira" (Obras poéticas completas, Madrid, Aguilar, 1972, 148).

          Hablar de la verdad, así sin adjetivos, o decir que quienes nos dedicamos a la universidad buscamos la verdad es considerado a menudo como una ingenuidad. Sin embargo, las diversas ciencias que se enseñan en la universidad recogen las distintas tradiciones de investigación de acuerdo en cada caso con el objeto de la disciplina y con su metodología específica. De ordinario, dentro de cada ciencia hay unas verdades consolidadas y otras que quizá son solo más bien probables o hipotéticas: son el mejor resultado alcanzado hasta ahora por la investigación. Incluso a veces hay opiniones o teorías diversas sobre algunas cuestiones y todas ellas han de ser estudiadas y sopesadas debidamente.

          Defender el pluralismo no significa afirmar que todas las opiniones son verdaderas —lo que además resultaría contradictorio—, sino más bien que ningún parecer agota la realidad, esto es, que una aproximación multilateral a un problema o a una cuestión es mucho más rica que una limitada perspectiva individual. Como pone el poeta Salinas en boca del labriego castellano: "Todo lo sabemos entre todos" (Ensayos II, 169). Las diversas descripciones que se ofrecen de las cosas, las diferentes soluciones que se proponen para un problema, reflejan de ordinario diferentes puntos de vista. No hay una única descripción verdadera, sino que las diferentes descripciones presentan aspectos parciales, que incluso a veces pueden ser complementarios, aunque a primera vista quizá pudieran parecer incompatibles.

La convicción de que muchos asuntos no tienen soluciones unívocas estaba firmemente anclada en la cabeza y el corazón de san Josemaría. "No me olvides —dejó escrito en Surco, 275— que, en los asuntos humanos, también los otros pueden tener razón: ven la misma cuestión que tú, pero desde distinto punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno". Con extraordinario sentido común, mostrando la mano ligeramente recogida preguntaba a su interlocutor si era cóncava o convexa: "Un objeto que para unos es cóncavo, para otros es convexo os he repetido con frecuencia. Son muchas las cosas que dependen del punto de vista, y es necesario que esos puntos de vista, que esas verdades parciales, se vayan sumando para llevarnos paso a paso a una amigable conversación constructiva, que se extiende a través de las generaciones y conduce a profundizar en la verdad" (ABC, Madrid, 17.V.1992).

          No todas las opiniones son igualmente verdaderas, pero si han sido formuladas seriamente en todas ellas –como sostenía santo Tomás de Aquino (cf. I Dist. 23 q. I a. 3)— hay algo de lo que podemos aprender. No solo la razón de cada uno es camino de la verdad, sino que también las razones de los demás sugieren y apuntan otros caminos que enriquecen y amplían la propia comprensión. Como ha escrito la filósofa chilena Alejandra Carrasco, "la verdad que se cree no es verdad porque se cree, sino que se cree porque es verdad".

Defender la libertad y el pluralismo como acabo de hacer no aboca a un relativismo escéptico. La defensa del pluralismo se nutre de la fecunda experiencia de que los seres humanos mediante el diálogo abierto, el estudio sosegado y el contraste con la experiencia, somos capaces de ordinario de llegar a reconocer la superioridad de un parecer sobre otros en aquellas cuestiones vitalmente importantes. En este sentido, puede decirse que la universidad es la institución en la que sistemáticamente se busca la verdad, pues aspira desde sus comienzos a adentrarse cada vez más en la verdad en todos aquellos campos en los que la inteligencia humana puede avanzar.

          "La pasión por la verdad —ha escrito mi maestro Alejandro Llano— es radicalmente solidaria. La idea de que se pudiera avanzar en solitario hacia la posesión del conocimiento es una ficción ilustrada y un mito romántico. El verdadero saber se recibe de otros y se entrega a otros, se comparte en una comunidad viva que de continuo ensaya y rectifica, aplica e inventa, arriesga lo ya logrado para abrir una brecha hacia territorios aún por roturar. La Universidad es una escuela de solidaridad". Eso es lo que deseo para esta Universidad que tiene como lema Saber para servir.

          En contraste con esto, cuántas veces las universidades están reducidas en muchos países actualmente a ser escuelas de egoísmo, de exclusivo medro personal o de ascenso en la escala social. Como ha descrito brillantemente MacIntyre, la causa última de esta pérdida del sentido solidario se encuentra muy probablemente en la desaparición del sentido trascendente de la ciencia como efecto del naturalismo dominante y en la paralela eliminación de Dios del escenario universitario. La sistemática eliminación de Dios —y de la consiguiente visión integradora global— de los planes de estudio en tantas universidades ha llevado en muchos casos al abandono de esa búsqueda solidaria de la verdad y a la abdicación del empeño por ayudar a resolver los graves problemas que afectan a la sociedad.

          Debo terminar ya. Quiero hacerlo agradeciendo su generosa atención conmigo y elevando mi oración a Dios para que todos ustedes hagan realidad día a día aquella hermosa aspiración de san Josemaría de que la universidad fuera la casa común, el lugar de estudio y de amistad, el lugar para prepararse a solucionar los problemas de la sociedad y el lugar donde han de convivir en paz  personas tan diversas. Así sea.

          Muchísimas gracias.


domingo, 15 de febrero de 2015

VALE LA PENA SEGUIR RECORDANDO LOS ESCRITOS DE BENEDICTO XVI

Cuadro de texto:
SOBRE EL DISCURSO DE BENEDICTO XVI EN RATISBONA

Por Gabriel Zanotti
Para www.institutoacton.com.ar 
Febrero de 2007.

Pasó la tormenta, o, al menos, lo peor. Miles de discusiones y debates. Que si el Papa debería haber puesto esa cita, o no, o si sus disculpas fueron suficientes, o no, (¿o estuvo bien que se disculpara, o no?), etc., etc…. Y, en medio de semejante polvareda, ha quedado oculto uno de los más brillantes discursos sobre la relación entre razón y fe que hemos leído últimamente.

Porque de ello se trató el discurso de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona. Inmediatamente después de la cita que tanto ruido despertó, el Papa sigue citando al ahora famoso Manuel II Paleólogo, diciendo explícitamente que fe y violencia se contradicen absolutamente[1]. Y si fe y violencia se contradicen absolutamente, es obvio que –y a ello apuntaba el Papa, pero, claro, ya nadie lo escuchó- el camino de la fe es, sencillamente, la razón.

Pero allí comienza Benedicto XVI a tratar un tema que, como teólogo, conoce muy bien. La razón, si, pero ¿qué razón?

La “acusación” que muchas veces cae sobre la racionalidad de la fe no es, solamente, que la fe es irracional (tema al cual el Papa también se refiere después) sino que, cuando se muestra como razonable, esto es, cuando se intentó, desde el cristianismo católico, un diálogo entre razón y fe (diálogo que constituye, según Sciacca, la esencia de la escolástica) esa razón es la razón “griega”. Son las “categorías griegas de pensamiento” las que subyacen bajo dogmas tan centrales e importantes como Trinidad y Encarnación, por no decir toda la teología católica que concluye en la perenne síntesis de Santo Tomás de Aquino. Categorías que, según un contemporáneo relativismo cultural, otras culturas no tendrían por qué seguir y-o no podrían entender y-o no deberían aceptar, so pena de un “imperialismo” de cierta razón “occidental”.

Para comentar esta cuestión, estaremos a años luz de negar la relación entre cultura y razón. Que no se trata, simplemente, de que las culturas diversas “influyan” en “la” razón, como una especie de pintoresco aditamento a una razón unívoca. La razón humana es cultural, porque el hombre es cultural. La cultura no son tales y cuales costumbres, tales y cuales bailecitos típicos. Desde Gadamer, ya sabemos lo que es la conciencia histórica: la conciencia intelectual del horizonte desde el cual y en el cual el hombre se para en su mundo de vida, ese pasado que lo constituye ontológicamente como este ser humano, que  es chino, o argentino, o Egipcio del 2000 a.C., pero nunca un ser humano abstracto en la nada. Los seres humanos, a diferencia de los animales, tienen historia, tienen cultura. Sea cual fuere, no pueden no tenerla. Pero, ¿por qué todos los seres humanos son desiguales? Precisamente por lo que tienen de iguales: estar creados todos a imagen y semejanza de Dios y, por ende, tener todos inteligencia y voluntad libre. Por ello hay dinamismo, cultura, pasado que constituye al presente y se proyecta al futuro.

La razón humana, por ende, no es reductivamente helénica, o china, japonesa o egipcia: es una razón que se manifiesta de modos diferentes, a partir de su “estar creada a imagen y semejanza de Dios”. Es una y diferente, o sea, analógica. Y por ello, aunque con esfuerzo, personas de muy diversas culturas, y muy diversas religiones, pueden entenderse: si apelan a aquello uno que los une, que es la capacidad de dialogar, de razonar, de tratar de entender sus diferencias y similitudes, aún en lo más complicados temas.

Fue Popper, no precisamente un teólogo cristiano, quien dijo que, cuanto más diferentes eran los paradigmas, más apasionante era el debate. Y Feyerabend, otro “teólogo cristiano”, dijo que cada cultura es, en potencia, todas las culturas. Tenían, sencillamente, confianza en la razón, en la razón de todos. Seguían, sin saberlo, el ejemplo de Santo Tomás, que, en el s. XIII, escribió un tratado de sabiduría cristiana dirigido especialmente a quienes no compartían las Sagradas Escrituras Cristianas. Claro que lo hizo con su estilo y con su razón escolástica. No es posible ni deseable estar fuera de la historia. Pero su razón escolástica, como la razón japonesa o hindú del s. XIII, era, ante todo, razón. Por ello la comunicación es posible. Porque, entre formas diferentes de razón, hay razones en común, en las cuales descubrimos la posibilidad del entendimiento y la comprensión.

La desconfianza en la razón es lo que preocupa tanto a Benedicto XVI; ese fue el motivo de su discurso. Esa desconfianza en la razón lleva a desconfiar del diálogo, y ello conduce a las guerras. ¿Es necesario dar ejemplos? ¿O qué nos creemos que es el diálogo? ¿Té y simpatía? Dialogar en serio es vivir la amistad con un agnóstico y hablar de Dios. Dialogar en serio es la amistad entre un judío y un cristiano hablando de si Cristo es Dios. Dialogar en serio es la amistad entre un cristiano y un islámico hablando de si Cristo es Dios o profeta. Eso es dialogar. Dialogar en serio es hablar del alma, de Dios, de la inmortalidad, del libre albedrío, de la ética, de la fugacidad y contingencia de la existencia humana. Cuando suponemos que la razón no llega a todo ello –tal el mensaje del positivismo occidental- entonces sencillamente no hablamos. Simplemente hacemos artefactos, derivados de una tecno-ciencia que creemos que es lo único que es “racional” (razón instrumental). Pero cuando otras culturas creen eso también, entonces lo único que “comparten” son las armas con las cuales se destruyen. “Comparten” informática, bio-tecnología, física atómica, para ver de qué modo pueden, inmisericordiosamente, destruirse. ¡Qué magnífica unidad de la razón! Un milésimo de toda esa racionalidad podrían utilizarla en sentarse y tratar de entenderse (razón dialógica). Pero no, el positivismo por un lado, y el relativismo cultural por el otro, les han dicho que es “imposible”. ¿Qué será lo “imposible” cuando el mundo, que ha comenzado a estallar en mil pedazos, termine en la nada de un hongo atómico universal?

Eso preocupa a Benedicto XVI: el relativismo cultural conduce, paradójicamente, al enfrentamiento cultural. La desconfianza en una metafísica racional, la reducción de la razón a la tecno-ciencia, y una razón, ya no conciente de sus límites, sino muerta en la debilidad de la razón post-moderna, han conformado una babel de imposibilidades mutuas de entendimiento.

Todo ello preocupaba al Papa el 12 de Septiembre de 2006. Si, discutiremos ad infinitum si debería o no debería haber puesto esa cita. Pero igual, ¿lo habrían entendido?




[1] Ver L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 22-10-2006, nro. 38, p. 11.