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El sentido de este tema, hoy
Pero ¿qué le dice
todo esto al hombre actual, tanto creyente como no creyente? ¿Qué sentido tiene
decir hoy que la felicidad está en Dios, si Dios está en duda y, además,
incluso para el creyente, la felicidad tiene que ver con bienes legítimos
—familia, trabajo, amigos, hobbies,
recreación, salud física—, cuya carencia ocasiona enormes sufrimientos?
Tal vez tengamos que
recordar una vez más ese camino existencialista cristiano que mencionamos antes[1],
en uno de los anexos del capítulo 13 del libro I[2].
a)
Ante todo, al ser humano actual le es muy difícil
despertar de la matrix —haciendo una
analogía con la famosa película— de la alienación. Vivimos aferrados a la
existencia inauténtica (Heidegger): cumplimos, cual bote arrojado a corrientes
diversas, los mandatos sociales de nuestra época; como mucho, si no nos va mal,
elegimos una carrera (sin saber bien por qué), un cónyuge, trabajamos, sin
saber tampoco por qué o para qué, y luego parece que todo quedara librado a la suerte.
Si tenemos suerte, tenemos dinero y salud; si no, estamos en problemas. En
ambos casos hay un ruido sordo, una pregunta que tortura nuestra mente —igual
que en la película—: qué sentido tiene todo, qué sentido tiene la vida, pero
mejor no meterse mucho con eso; si mucho, escuchar desde una lejanía respetuosa
a filósofos y pensadores que se metan con ello. Y cuando el desamor, la muerte,
las enfermedades golpean la puerta de nuestra dormida existencia, nos
despertamos en una bruma de depresión y angustia.
b)
Todo esto hasta que las situaciones límite
(Jaspers) nos golpean y un Morpheus menos simpático que el de la película nos
invita a tomar la pastillita roja. La pastilla roja es hacerse la pregunta más
eludida por gran parte del pensamiento actual. Es la pregunta metá-fisicá: ¿por qué soy, si puedo no
ser?
c)
¿Puedo no ser? Esa es la pregunta. No es una
pregunta que surja de la arbitrariedad de la sola voluntad de quien quiera
formularla; es una pregunta que surge de la capacidad de darse cuenta de que hemos
sido “arrojados al mundo” y no sabemos por qué. La pregunta implica dar un “más
allá de” la física y la biología. ¿Por qué hemos nacido, si podríamos no
haberlo hecho? La pregunta no se responde desde el big bang o la evolución. ¿Por qué has nacido tú, por qué he nacido
yo, cuando todo podría haber sido sin nosotros? La pregunta es precisamente lo
que el creyente puede compartir con el no creyente sobre la finitud de la
propia existencia. La pregunta no nace de un intelecto sin un recorrido vital,
sino de la madurez existencial. La pregunta tiene sentido en sí misma pero
quien es aún muy niño —y no precisamente en el sentido evangélico— no la verá y
seguirá aferrado a sus juguetes.
d)
Una vez que se ve el sentido de la pregunta, viene
la que sigue: si puedo no ser, ¿cuál es el sentido de mi vida? No de “la” vida
en general, sino de “mi” vida, porque evidencia existencialmente al yo que, aunque intersubjetivo, muestra
sin embargo la falsedad existencial y teorética de toda filosofía que niegue el
yo. El yo es concomitante con el “mi”. ¿Cuál es el sentido de mi vida, si pude no haber sido? ¿Por qué
soy?
e)
Es precisamente ahí donde la respuesta del creyente
tiene sentido para todos: porque la finitud no podría “ser” si no fuera por lo
infinito; o sea: Dios. Es una respuesta que puede ser aceptada por un no
creyente en la medida que la finitud sea la vía por la cual pueda ver lo no
finito.
f)
Pero la respuesta lleva a otra pregunta. De
acuerdo, no hemos sido arrojados al mundo, como si este “arrojamiento”
implicara una imposibilidad de respuesta, sino que hemos sido creados por Dios.
Pero nuestro ser personal implica el yo, la pregunta por el sentido propio de
“mi” vida. Toda vida tiene sentido, porque ha sido creada por Dios, pero la
persona tiene un sentido personal. Cada uno hemos sido creados “yo”.
g)
Entonces, para encontrar el sentido de nuestra
vida, hay que ir a lo más esencial de ese “yo”. Hay que preguntarse quiénes
somos. Eso es la vocación. La vocación no es una carrera, una elección: es
descubir quiénes somos; no es cuestión de elegirlo, sino de descubrirlo. El
libre albedrío que sigue es ser fiel o no
a ese descubrimiento de esa esencia individual originaria.
h)
La vocación no es tampoco un “hacer”: es “ser”
quienes somos. El hacer tiene sentido cuando es el despliegue del ser personal.
Si no, es actuar a lo loco, sin sentido, volviendo a la alienación, a la
existencia inauténtica.
i)
Cuando se encuentra la más profunda verdad, la
verdad sobre uno mismo, la vida entera se convierte en el despliegue de esa
verdad y la voluntad quiere un bien: ser fiel a esa verdad. Como consecuencia,
el descubrimiento de esa vocación y serle fiel implica el despliegue de la
inteligencia y de la voluntad, no solo en la línea de la esencia humana, sino
también en la línea de nuestra esencia individual.
j)
Ese despliegue implica por tanto el proyecto
personal. Ahí los diversos “emprendimientos”, las diversas actividades de la
vida, no son ya escapismos al sinsentido de misma, sino, al contrario, un
resultado natural de su sentido.
k)
Esos proyectos son verdaderas participaciones en el
bien total. Son cosas buenas, pero no cualquier cosa: son despliegues que nos
plenifican, y verdaderas participaciones en el bien total (Dios).
l)
Por tanto, la relación de todo esto con Santo Tomás es que
verdaderamente la plenitud de nuestra existencia implica llegar a Dios, y el
despliegue de nuestros proyectos personales no es Dios, pero sí verdaderas
participaciones en Dios, en la medida que respondan a nuestra esencia
individual. Si del despliegue de esos proyectos resultaran honores, fama o
recursos dinerarios, la virtud de la templanza es necesaria para estar
desprendido de todo ello, sabiendo que todo ello es vacío si viene sin el
despliegue de la vocación personal. La felicidad consiste, por consiguiente, en
llegar a Dios a través del despliegue de nuestra vocación personal.
m)
Pero hay otro desprendimiento que es necesario,
donde se puede introducir en toda vocación (la laical incluida) la
espiritualidad carmelita de Santa Teresa, San Juan de la Cruz , Santa Teresita o Edith
Stein. Significa ponerlo todo en la providencia divina, para de desprendernos
incluso de nuestros emprendimientos. No quiere decir esto abandonarlos, sino
seguir ejecutándolos desprendidos de ellos mismos y más aún de un anhelado
“éxito”, porque su florecimiento queda en manos de Dios. Podemos “querer” así
que nuestros proyectos se realicen, agregando “mas no se haga mi voluntad, sino
la tuya”. Esto es indispensable para la felicidad personal. Al poner todo en
Dios, nuestra voluntad se identifica con la suya.
n)
Pero falta un aspecto esencial. No podemos
encontrar nuestro propio bien, si nos miramos a nosotros mismos. De igual modo
que un profesor, cuando da clase, se concentra en sus alumnos, y solo así la
clase sale bien, el ser humano debe poner la mirada en el otro, para solo así
desplegar su propio bien. Hay que mirar al otro en tanto otro: ello significa amar al otro buscando su bien más
allá de cualquier cálculo de beneficio que ello nos pueda reportar. Esto solo
se advierte en la experiencia vital de la misericordia, que siempre tiene la
gracia de Dios como ayuda, sea que la experiencia de ser el buen samaritano la
tenga un creyente o un no creyente que no sabe que Dios está en él. Por lo mismo
todo proyecto personal debe ser intersubjetivo: implica descubrir de qué modo
personal encuentro mi plenitud en el encuentro con el otro. Solo allí, en el
encuentro con esa mirada al otro —sea el otro el cónyuge, el amigo, el
paciente, el alumno o el cliente— puedo encontrar lo que significa amar a Dios
por Dios mismo, sin buscar directamente “la actualización de nuestras
potencias”. Y eso solo se logra cuando por gracia de Dios nos enamoramos de
Cristo en la Cruz, que por pura misericordia está muriendo por nosotros. Es
ahí, solo ahí, en esa participación en la cruz de Cristo, donde se encuentra el
sentido a todo sufrimiento que podamos tener.
o)
Finalmente, toda la psicoterapia profunda, sobre
todo Freud y Frankl, debe ser un ejercicio permanente de autoreflexión sobre sí
mismo, porque, después del pecado original, vivimos cubiertos por toneladas de
conflictos, resultado de neurosis no asumidas, sino negadas permanentemente por
racionalizaciones y escapismos. Así no podemos llegar “normalmente” nunca al descubrimiento
del “sí mismo” y de la vocación personal, excepto que la gracia de Dios opere
secretamente un milagro que queda sabiamente oculto ante los ojos de los demás.
La psicoterapia profunda forma parte, por tanto, de la autoeducación permanente
en la indispensable tarea del descubrimiento de sí para salir de la matrix de la alienación. Que Freud no
haya visto las implicaciones espirituales de sus propuestas no las invalida en
sí mismas.
p)
La felicidad, está en Dios, en un enamoramiento de
Dios que permite emprender, estando desprendido; que permite ver al otro en
tanto otro, que permite amar el misterio de Dios en tanto Dios, asumir el
misterio de la providencia de Dios, con sus dones, pruebas, sufrimientos y
bromas. Así es que, en el siglo XXI y en cualquier siglo, Santo Tomás tiene
razón: la felicidad está en Dios, vive en Dios, es Dios.
[1] Ver al respecto Welte, B.:
Ateísmo y religión, en Teología, Tomo VI/1, nro. 12, 1968; Mandrioni,
H.: La vocación del hombre;
Guadalupe, Buenos Aires, 1976; Stein, E.: Ser
finito y eterno, op. cit., cap. 1.
[2] “… Por
eso la “existencia” de Dios aparece como un planteo prescindible de la vida.
Cuando se le plantean al hombre actual las pruebas de la “existencia” de Dios,
hay que tener en cuenta ciertas transformaciones importantes. Primero, el
término existencia es entendido como un sujeto cuya existencia transforma a una
clase vacía en una clase no vacía, y ya dijimos que ello no tiene nada que ver
con Dios. Segundo, el hombre actual ha absorbido a Kant sin darse cuenta: la
metafísica es reducida a una fe sin sustento racional. Tercero, el término
“prueba” remite a una prueba científica en los términos que el positivismo la
planteó, esto es, como el test de una hipótesis, que ya sabemos, desde Popper
et alia, que no “prueba” nada, pero ello el hombre actual también lo ignora.
Cuarto, y lo más importante: ¿qué importancia tiene para la vida de cada
persona la existencia de Dios?
Antes de “definir” existencia (donde comienzan todos los
problemas) hay que reflexionar sobre lo que llamamos compromiso existencial, que pasa por una experiencia vital que pasa a su vez por un acto radical de amor al otro en tanto otro. Para una
madre, ¿importa que su hijo exista? Antes de dar una respuesta in abstracto, la
madre contesta que sí, que le importa que su hijo exista. Ello, a su vez,
cuando ama a su hijo como las verdaderas madres aman a sus hijos. Esto es, con
un compromiso existencial por el cual la existencia del otro demanda de uno
mismo un compromiso ético, esto es, actos de sacrificio y misericordia por el
otro que estamos dispuestos a realizar. Ese conocimiento
por connaturaleza, del amor al otro en tanto otro, que se da en actitud natural, es una condición para
una reflexión teórica sobre el significado de la existencia a la cual estamos
unidos previamente por el afecto.
Siguiendo esta misma línea de experiencia vital, la existencia que
importa surge por la experiencia de la muerte (situación límite). Importa la
existencia cuya muerte duele por el compromiso existencial que tenemos para con
esa existencia. La muerte del otro conduce siempre a una pregunta que
trasciende la biología y la física actual: ¿por qué? ¿Por qué tenía que morir?
Esto comienza a resolver uno de los problemas que está más
presente en nuestros planteos. Desde el principio hemos dicho que no se puede
negar el horizonte de creación desde
el cual el cristiano ve el mundo, y a la vida y a la muerte. Por eso habíamos
dicho “… Por supuesto, tenemos que ver aún de qué modo no es una petición de
principio partir de que ´… el ente participado tiene una diferencia entre quod est y est´ cuando ello presupone a Dios creador que se quiere demostrar;
ya dijimos que hay un círculo hermenéutico entre razón y fe pero aún debemos
profundizar en cómo mostrar mediante una analogía esa participación ontológica
a quien no afirme a Dios creador”. Llega el momento de establecer esa analogía.
La analogía que el cristiano filósofo (o sea, el cristiano que da
razón de su fe) puede hacer es la siguiente. Primero, tenemos que plantear el
tema solo como una respuesta a una pregunta que surja de los pasos anteriores
del compromiso existencial y el surgimiento de la muerte como problema. Eso es,
la persona que se plantea la pregunta por Dios, lo que sea ha planteado es el
tema del sentido de la existencia, una vez que por una situación límite la
muerte lo ha sacudido como algo que le muestra que la propia existencia está
atravesada por una pregunta que ni la biología ni la física pueden contestar:
¿por qué “soy”? Aquí está la principal analogía con el ser creado. El ser
creado podría no haber sido creado. Pero a aquel que no acepte ello como
premisa, puede haber experimentado que su propio ser está afectado radicalmente
por la muerte, una muerte que se plantea como “¿qué sentido tiene nuestra vida
ante la muerte”? Por supuesto, es una analogía que tiene su límite, sobre todo
en aquel que está convencido de que su existencia actual es fruto de la
transformación de una existencia anterior. Pero aquel que ve su radical “poder
no haber nacido” como un radical “poder no haber sido” está preparado para ver
una radical finitud de su existencia como una analogía con el ser creado de la
cual parte el cristiano. Esto es: cristiano y quien duda de Dios creador tienen
una analogía en común: los dos saben que podrían no haber sido. Lo que ocurre
es que el primero conoce la causa de su ser y el otro no. Por supuesto,
reiteramos que todo esto presupone haber pasado de una existencia inauténtica, donde se vive en la no conciencia de la
finitud de la propia existencia, a una existencia
auténtica donde surge la pregunta por el sentido de la propia vida una vez
que la persona ha madurado lo suficiente desde un punto de vista moral.
Los puntos anteriores implican la elaboración de un
existencialismo cristiano abierto a la razón, en diálogo razón-fe, reasumiendo
la tradición agustinista de la vida interior y asumiendo un punto de la
modernidad del cual no hay vuelta atrás: el paso por el sujeto y lo
inter-subjetivo.
Una vez lograda esta analogía, Dios vuelve a tener importancia
porque es la respuesta a una pregunta que tiene sentido: ¿qué sentido tiene la
propia existencia? Y en ese sentido, sin petición de principio, se puede
re-elaborar existencialmente el punto de partida de la prueba: “el ente
participado tiene una diferencia entre quod
est y est”. Esto es, el que duda
de la creación y de Dios creador (no
el que no está en un horizonte judeocristiano) puede estar convencido, sin
embargo, de que no necesariamente existe
y del sentido por la pregunta por el sentido (existencia auténtica) y esa
radical finitud existencial, más esa moralidad de esa existencia finita, lo
re-ubica en el punto de partida de la prueba de Santo Tomás.
Esta prueba, como vimos, ha sido re-ubicada en las instancias de
la vida interior. No es una táctica sino un auténtico progreso de la armonía
razón-fe, donde el otro en tanto otro tiene una mayor radicalidad ontológica
que cualquier cosa no personal.