Era una noche peculiar de Mayo de 1972. Era el 12 de Mayo. Mis padres nos habían llevado, a mi hermano y a mí, a escuchar un concierto de F. Gulda al Colón. No era infrecuente escuchar a Gulda, de quien había en casa una buena colección de discos en 33. Lo infrecuente era ir al centro los 4. Viajar de Ituzaingó al centro, en la década del 60, para una familia tranquila de usos conservadores, no era habitual. Pero Gulda valió la pena. Salió el auto de su pequeño garage, cubierto con un toldo, y allí quedo nuestro chalet de tejas con sus 4 habitaciones y un hermoso jardín donde estaban las bicicletas, los árboles y los sueños. Yo tenía 12 años y mi hermano 14.
Cuando volvimos había olor a humo, un coche de la policía y muchos vecinos. “Fue un petardito, fue un petardito”, le dijo uno de los vecinos a papá, intentando tranquilizarlo. No me olvido de esa expresión. El petardito había partido todo el frente delantero por la mitad, que, estoicamente, había caído sobre sí mismo sin derrumbarse. ¿Un símbolo, tal vez? El toldo de metal, retorcido, se mecía sobre los cables de luz. El living y el dormitorio de nuestros padres eran un conjunto indiscernible de vidrios, madera y polvo.
Papá y mamá se quedaron toda la noche sentados en silencio. Psicólogos, podéis haceros un festín. Sentados. Yo no pensaba en casi nada. Tampoco hablaba. Mi hermano, tampoco. Treinta y seis años más tarde sigo preguntándome qué pasaba por esas mentes; no, me corrijo, por esas vidas (la mía incluída, desde luego), en esa noche bisagra de nuestra existencia.
A la mañana siguiente aparecimos en los diarios. Mis amiguitos me felicitaban por haber salido “en el diario”: el ERP se había atribuído el atentado.
¿Qué era el ERP, Montoneros, etc.? Según el marxismo-leninismo argentinizado 101, eran los que legítimamente se defendían contra los explotadores. Ellos no habían comenzado la guerra, la guerra fue iniciada por el capitalismo y los explotadores. Desde el inicio de la humanidad, en sucesivas etapas dialécticas, el capitalismo se había preparado, y en la Argentina habría tenido puntos importantes en el 55, en el 66, etc. Ellos se estaban preparando desde entonces. Las teorías de la dependencia y las teologías de la liberación marxistas de los 70 eran el lenguaje de su ser. Ellos se defendían. Papá era uno de esos explotadores, porque no era marxista. Su lógica de clase estaba con los explotadores. Era el enemigo. Un año más tarde fue sometido a juicio público y oral en la UBA. ¿El jurado? Los estudiantes, parte de la revolución de los explotados. ¿El jurado? Ellos, obviamente, y algunos otros, funcionarios de este gobierno actual, que por caridad no voy a nombrar. El enjuiciado, mi padre, contempló el espectáculo, no pronunció palabra y se retiró por donde entró. Podría haber sido asesinado en ese mismo momento. A partir de allí comenzó un retiro existencial, cada vez más profundo, cada vez más profundo.
Los explotados se defendieron, y mucho. Mataron a adultos, a jóvenes, a niños, con la implacable lógica del revolucionario. Asesinaron, asesinaron, asesinaron, en nombre de la revolución, en nombre de los derechos de la revolución. Finalmente vino la reacción. La guerra fue terrible. Los explotadores, según ellos, civiles y militares, comunes y corrientes, según mi pobre lógica no proletaria, reaccionaron y se vengaron de la peor manera posible. Los persiguieron como ratas y a las que lograban encontrar vivas, les hacían sentir que hubiera sido preferible no haber nacido. Y también se consideraban con pleno derecho a hacerlo. Pero como en toda lógica de la venganza, el rencor, el terrible rencor del vencido, se convirtió en su misma esencia. Y allí esperaron, esperaron y esperaron, hasta que las aleatorias ruletas de la historia los pusieron de vuelta en el poder. Hoy son miembros del gobierno, caminan con la frente alta, y dicen que volverían a hacer lo que hicieron. Usando cínicamente mecanismos legales que ellos mismos estaban dispuestos a eliminar, se vengan lentamente, por goteo, de aquellos que los vencieron. Tal es su odio que, se podría decir, todo podría ser peor. Pero, por supuesto, están generando otra reacción. Lentamente, lentamente, parece que no fueron sólo los militares quienes cometieron delitos de lesa humanidad. ¿Cómo será esta reacción? ¿Cómo continuará? Dios lo sabe. Ortega y Gasset decía que las generaciones son tres: las que se encuentran en la vida, las que reconstruyen la vida, las que gobiernan la vida que construyeron. Los argentinos que ahora tienen entre 40 y 50, ¿qué están reconstruyendo? ¿Qué gobernarán en 15 años? Porque ya hay argentinos de 20 y pico que tienen el mismo odio, o mayor, que los que ponían bombas en los 70. Uno de ellos puede ser presidente dentro de 40 años…
Volvamos al chalet de mi infancia, a esa bomba que produjo algunos vidrios rotos en nuestra existencia. No había mucho mimo psicológico en aquellos tiempos, así que los que quedamos, así andamos, con los vidrios rotos pegados con plasticola (¡qué lenguaje del los 60, no!?). ¿Dónde estará el que puso la bomba en casa? ¿Quién será?
Siempre quise encontrármelo. Mirarlo a los ojos, y decirle “te perdono”. La guerra terminó. Ya no estamos en guerra. ¿Utopía? No, lo utópico sería que él pudiera perdonar también, lo cual implicaría el abandono del marxismo argentinoide 101.
Si Ortega tiene razón, hay una generación que se tiene que inmolar perdonando. Y si es muy utópico, entonces el país está condenado a su autodestrucción. Ya lo dije una vez: Alemania se libró de Hitler. Verdaderamente, ya no viven en él. Ya no es su vida. Pero nosotros, creo que no. Pequeños hitleres y stalins viven en nuestro inconsciente reprimido más profundo, y el llamado al dictador gobierna nuestras vidas, nuestras reuniones de consorcio, nuestras discusiones familiares y nuestra política. Como los alumnos que piden al profesor que “ponga orden”, claro, porque ellos no lo tienen. La Argentina está marcada por el fascismo visceral más profundo. En ella el liberal es un marciano, y el que perdona (¿será lo mismo?) un habitante del cuadrante Delta.
Cuando volvimos había olor a humo, un coche de la policía y muchos vecinos. “Fue un petardito, fue un petardito”, le dijo uno de los vecinos a papá, intentando tranquilizarlo. No me olvido de esa expresión. El petardito había partido todo el frente delantero por la mitad, que, estoicamente, había caído sobre sí mismo sin derrumbarse. ¿Un símbolo, tal vez? El toldo de metal, retorcido, se mecía sobre los cables de luz. El living y el dormitorio de nuestros padres eran un conjunto indiscernible de vidrios, madera y polvo.
Papá y mamá se quedaron toda la noche sentados en silencio. Psicólogos, podéis haceros un festín. Sentados. Yo no pensaba en casi nada. Tampoco hablaba. Mi hermano, tampoco. Treinta y seis años más tarde sigo preguntándome qué pasaba por esas mentes; no, me corrijo, por esas vidas (la mía incluída, desde luego), en esa noche bisagra de nuestra existencia.
A la mañana siguiente aparecimos en los diarios. Mis amiguitos me felicitaban por haber salido “en el diario”: el ERP se había atribuído el atentado.
¿Qué era el ERP, Montoneros, etc.? Según el marxismo-leninismo argentinizado 101, eran los que legítimamente se defendían contra los explotadores. Ellos no habían comenzado la guerra, la guerra fue iniciada por el capitalismo y los explotadores. Desde el inicio de la humanidad, en sucesivas etapas dialécticas, el capitalismo se había preparado, y en la Argentina habría tenido puntos importantes en el 55, en el 66, etc. Ellos se estaban preparando desde entonces. Las teorías de la dependencia y las teologías de la liberación marxistas de los 70 eran el lenguaje de su ser. Ellos se defendían. Papá era uno de esos explotadores, porque no era marxista. Su lógica de clase estaba con los explotadores. Era el enemigo. Un año más tarde fue sometido a juicio público y oral en la UBA. ¿El jurado? Los estudiantes, parte de la revolución de los explotados. ¿El jurado? Ellos, obviamente, y algunos otros, funcionarios de este gobierno actual, que por caridad no voy a nombrar. El enjuiciado, mi padre, contempló el espectáculo, no pronunció palabra y se retiró por donde entró. Podría haber sido asesinado en ese mismo momento. A partir de allí comenzó un retiro existencial, cada vez más profundo, cada vez más profundo.
Los explotados se defendieron, y mucho. Mataron a adultos, a jóvenes, a niños, con la implacable lógica del revolucionario. Asesinaron, asesinaron, asesinaron, en nombre de la revolución, en nombre de los derechos de la revolución. Finalmente vino la reacción. La guerra fue terrible. Los explotadores, según ellos, civiles y militares, comunes y corrientes, según mi pobre lógica no proletaria, reaccionaron y se vengaron de la peor manera posible. Los persiguieron como ratas y a las que lograban encontrar vivas, les hacían sentir que hubiera sido preferible no haber nacido. Y también se consideraban con pleno derecho a hacerlo. Pero como en toda lógica de la venganza, el rencor, el terrible rencor del vencido, se convirtió en su misma esencia. Y allí esperaron, esperaron y esperaron, hasta que las aleatorias ruletas de la historia los pusieron de vuelta en el poder. Hoy son miembros del gobierno, caminan con la frente alta, y dicen que volverían a hacer lo que hicieron. Usando cínicamente mecanismos legales que ellos mismos estaban dispuestos a eliminar, se vengan lentamente, por goteo, de aquellos que los vencieron. Tal es su odio que, se podría decir, todo podría ser peor. Pero, por supuesto, están generando otra reacción. Lentamente, lentamente, parece que no fueron sólo los militares quienes cometieron delitos de lesa humanidad. ¿Cómo será esta reacción? ¿Cómo continuará? Dios lo sabe. Ortega y Gasset decía que las generaciones son tres: las que se encuentran en la vida, las que reconstruyen la vida, las que gobiernan la vida que construyeron. Los argentinos que ahora tienen entre 40 y 50, ¿qué están reconstruyendo? ¿Qué gobernarán en 15 años? Porque ya hay argentinos de 20 y pico que tienen el mismo odio, o mayor, que los que ponían bombas en los 70. Uno de ellos puede ser presidente dentro de 40 años…
Volvamos al chalet de mi infancia, a esa bomba que produjo algunos vidrios rotos en nuestra existencia. No había mucho mimo psicológico en aquellos tiempos, así que los que quedamos, así andamos, con los vidrios rotos pegados con plasticola (¡qué lenguaje del los 60, no!?). ¿Dónde estará el que puso la bomba en casa? ¿Quién será?
Siempre quise encontrármelo. Mirarlo a los ojos, y decirle “te perdono”. La guerra terminó. Ya no estamos en guerra. ¿Utopía? No, lo utópico sería que él pudiera perdonar también, lo cual implicaría el abandono del marxismo argentinoide 101.
Si Ortega tiene razón, hay una generación que se tiene que inmolar perdonando. Y si es muy utópico, entonces el país está condenado a su autodestrucción. Ya lo dije una vez: Alemania se libró de Hitler. Verdaderamente, ya no viven en él. Ya no es su vida. Pero nosotros, creo que no. Pequeños hitleres y stalins viven en nuestro inconsciente reprimido más profundo, y el llamado al dictador gobierna nuestras vidas, nuestras reuniones de consorcio, nuestras discusiones familiares y nuestra política. Como los alumnos que piden al profesor que “ponga orden”, claro, porque ellos no lo tienen. La Argentina está marcada por el fascismo visceral más profundo. En ella el liberal es un marciano, y el que perdona (¿será lo mismo?) un habitante del cuadrante Delta.