Muchos de los
lectores que hayan visto E.R. no encontrarán a Robert Romano “enternecedor”. Es
que a mí, como a Woody Allen, me llegan al corazón los neuróticos entre graves
y limítrofes. Algunos son muy simpáticos y se hacen querer, como el Woody de
“Hannah y sus hermanas”, otros, en cambio, son gritones y malhumorados, como
este caso, pero también me llegan al corazón. Porque en el fondo lo que
preocupa es su enorme sufrimiento.
Robert Romano es
uno de los mejores cirujanos –junto con Peter Benton- de E.R. Es prácticamente
infalible. No duda, no se equivoca; cuando sus manos entran al quirófano, son
más o menos lo mismo que las de Marta Argerich cuando toca Chopin. Si un
paciente se le muere, es porque estaba muerto. Si no, él lo revive.
“Pero” –esta vez
los guionistas se permitieron cierto arquetipo no realista y muy simbólico, y
en lo simbólico está el realismo- Romano es aparentemente “malo”. Mandón,
autoritario, malhumorado, agresivo, es el terror de los residentes y los
médicos jóvenes de E.R. Está solo. No tiene familia. Está SIEMPRE en el
hospital. No necesita reemplazos, no tiene que ocuparse de nada extra. Es la presencia
constante, la infalibilidad en el quirófano, el maltrato a los demás, y sus
peleas con la jefa del servicio, Kerry Weaver, la única que le hace frente
desde una actitud tal vez parecida.
“De repente”
Romano se enamora de una excelente cirujana británica, Elizabeth Corday.
Elizabeth declina con la cordialidad que puede las invitaciones a salir de
Romano. Evidentemente su amor no es correspondido. Lizzy –como le dice Romano-
no se enamora de él pero se enternece y comienza a verlo de otro modo. Los dos
se entienden de otro modo. Con Lizzy, Romano no es autoritario. Es amigo,
compañero, hasta sabio si es necesario. ¿Por qué? ¿Casualidad? ¿Por qué la ama?
¿O porque, en cierto modo, es amado?
Los guionistas
no tienen problema en agregar este amor no correspondido a la gravedad de la
neurosis de Romano, que siguen pintando de vez en cuando casi siempre de manera
tragicómica.
Pero, en
determinado momento, aumentan el nivel de tragedia del personaje a niveles muy
simbólicos, muy arquetípicos, cosa que no se permiten con los demás personajes,
más polifacéticos.
Romano está
esperando un paciente en la terraza del hospital y una de las hélices del
helicóptero le corta un brazo.
De algún modo se
lo reinsertan, sí, pero obviamente no puede operar más. Tratan de ubicarlo como
médico de guardia de E.R., pero él no puede hacer eso y su nivel de
in-soportabilidad con los demás crece a niveles tragicómicos todo el tiempo. Se
ha quedado sin sus manos. Se ha quedado sin él.
Con la única que
puede hablar su total pérdida es con Lizzy, que es la única que a su vez trata
de ayudarlo.
Con Lizzy, como
dijimos, es sabio. En determinado momento Lizzy no puede aceptar el cáncer de
su esposo, el gran Dr. Green. Romano le pregunta:
- Is
he your husband?
- Yes.
- Do
you love him?
- Yes.
Y listo. La
mira, lo mira, y Lizzy vuelve con su esposo a ayudarlo a enfrentar su muerte.
¿Cómo termina
todo esto? ¿Se va un día Romano del hospital, con el despido afectuoso de sus
compañeros? No, ya no podía ser eso, dentro de la coherencia del relato. Los
guionistas, inmisericordemente, lo hacen morir de una manera encarnizadamente
tragicómica. Un día Romano está en el patio interno del hospital. Un
helicóptero tiene un accidente en la terraza. Y se le cae encima y lo aplasta.
Sí, así. Un helicóptero lo terminan de matar, como un insecto gigante que no
había terminado de picarlo bien. Interesante conjeturar qué desplazaron con su
inconsciente los guionistas en ese símbolo: un insecto volador gigante y grotesco, contra, a su vez, su aparentemente grotesco Robert Romano.
Pero lo que
ahora queremos destacar es: Romano, al quedarse sin sus brazos, sin sus manos,
se queda sin él.
Las manos son un
símbolo importante. No son una prótesis, no son una droga, nuestras manos somos
nosotros. Nuestras manos son el hacer de nuestro ser. Cuando más o menos hemos
meditado sobre nuestro ser, podemos llegar a discernir nuestras manos de
nuestro ser, no como algo separado, sino como la extensión activa del ser
interior, que, más que actuar, es.
Pero cuando
importantes conflictos no tratados anulan la reflexión de nuestro ser, nuestro
ser se ve, se traslada, sólo a las manos que actúan. Y allí, sólo en esas manos
“haciendo”, nos encontramos “siendo”.
Pero si entonces
nos quedamos sin nuestras manos, ya no somos. Morimos.
Ese es el drama
de la no-reflexión sobre el sentido de la vida, que traslada a la vocación
auténtica el único refugio. La vocación es la extensión del ser, pero no el
refugio del ser que no se ve.
La cirugía, para
Romano, no era un escapismo. No era una adicción como las drogas, el alcohol,
el juego o la sexualidad sin amor. Era su vocación auténtica. Pero sus
conflictos interiores le impidieron meditar sobre su propio ser, y al perder la
acción de su profesión, se perdió a sí mismo. Es más: se podría conjeturar que
lo que le hizo perder su acción –operar- lo afectó tanto que creció y creció
hasta convertirse en ese helicóptero que no sólo le corta un brazo sino que lo
aplasta, porque él ya estaba muerto cuando se quedó sin su quirófano. Sólo una
terapia MUY bien llevada le hubiera hecho re-descubrir que él seguía siendo él,
intentando re-conducir su vocación por otros caminos alternativos que siempre
están, porque cuando el ser interior se ve, se manifiesta como sea, pero se
manifiesta.
A su velorio no
va nadie. La única que está es Lizzy. Sólo pasan dos médicos que toman algo de
la comida y se van.
Sí: era
invisible, porque él había sido siempre invisible, excepto para los dos ojos
que, a su modo, lo amaron y lo descubrieron.