El fundamento último de
la esperanza humana.
Vamos a comenzar nuestro camino hacia la
esperanza con la ayuda de un autor muy especial.
Aunque no seas creyente, tal vez
recuerdes una muy conocida escena del Evangelio, una de las más bellas y
sublimes, donde mucha gente está dispuesta a lapidar a una mujer adúltera.
Sabes, más o menos, cómo es. Muchos quieren poner a Jesús en un lindo problema.
La lapidamos o no? Si su respuesta hubiera sido afirmativa, El, el maestro de
la misericordia, se hubiera visto apoyando ese terrible castigo. Si su
respuesta hubiera sido negativa, El, hijo de David, hubiera negado la ley
mosaica.
Es ahí cuando cuando surge la ya famosa
respuesta: “Quien no tiene pecados, que arroje la primera piedra”. Conoces el
final. Todos se van, nadie tira nada. Jesús no desconoce la realidad del
pecado. No le dice a Magdalena: “ve y sigue tu camino”, sino “ve y no peques
más”.
Aunque no seas creyente, hay en esto
algo en lo cual nos podemos reconocer todas las personas que, al menos,
intentan ser honestas consigo mismas. Tú, hubieras arrojado la primera piedra?
Ya sé la respuesta. Ni tú ni yo estamos
libres del mal; nadie puede decir “yo jamás hice algo malo”.
Es más, se supone que a nuestros
defectos ya los habíamos visto en nuestra primera bajada a lo más profundo de
nuestro castillo interior.
Ahora, entonces, ha llegado el momento
de reflexionar sobre un punto importante.
Si la razón nos ha demostrado que Dios
existe, y ahora nos enfrentamos con nuestro pecado, entonces estamos en un
brete. Estamos, sencillamente, en la terrible justicia. Me explico.
El pecado nos desvía del camino hacia
Dios. Hemos encontrado que nuestra vida tiene un sentido. La libertad hace que
ese sentido tenga sentido, en cierto modo. Porque así como un matrimonio sólo
tiene sentido si los esponsales se casan libremente, nuestra unión con Dios
requiere nuestra libertad.
El pecado implica un profundo misterio,
que sólo tiene una pequena luz a la luz de nuestra libertad. Recordemos el
ejemplo del avión. Ahora descubrimos que el sentido del viaje es Dios.
Libremente nos dirigimos hacia él. Pero el pecado significa que libremente
damos vuelta el avión y nos desviamos de Dios.
Ese desvío implica que no lleguemos a
destino, no porque Dios arbitrariamente lo dispone, sino por la naturaleza
misma de nuestra acción. Es totalmente coherente con la naturaleza del desvío
que lo desviado se pierda y no llegue. Por ejemplo, supongamos que estoy dando
clase pero, de repente, me tiro por la ventana. Hay tres pisos para abajo. No,
los alumnos nunca se portan tan mal, no te preocupes… Pero vamos a suponer que
libremente lo hago (ahí está el misterio; Pieper).
La naturaleza misma de la acción implica que me haga picadillo contra el piso.
Ese resultado no es una arbitrariedad. Es coherente; se sigue de la acción. El
castigo es que me hago picadillo contra el piso. Pero no porque Dios lo ha
dispuesto así arbitrariamente. La naturaleza misma de las cosas –creadas por
Dios- así lo implica.
(Después analizaremos un poco más este
detalle: cuando estoy dando clase, por qué no me tiro por la ventana? Por temor
al piso o por amor a mis alumnos? Hago las cosas por temor al castigo o por
amor?).
Por ende es totalmente “justo” que, si
me tiro por la ventana, no quede muy bien “parado”, porque es de la esencia de
la justicia basarse en la esencia misma de las cosas.
Pero entonces, me vas a decir: si Dios existe, y todos tenemos pecado, y
el pecado es desviarse libremente de Dios, y la consiguiente pérdida de Dios no
es injusta, sino todo lo contrario, entonces… Nadie llega a Dios y, para
colmo, eso es totalmente justo?
Si.
Sí. Así de simple y preocupante. La
esperanza última del ser humano no consiste en el conocimiento racional de un
Dios justo. Al contrario: esa justicia, esa absolutamente justa justicia,
implica que no tenemos esperanza.
Por favor, te pido que tengas paciencia
y sigas dialogando conmigo. Estamos en un punto crítico. Si te enojas ahora, te
perderás la más grande esperanza.
Esperanza? De qué esperanza me hablas,
me dirás, si me acabas de arrojar a la desesperación?
Te
hablo de algo que puede superar a la justicia sin contradecirla.
Por eso dije que no teníamos esperanza, vía la justicia. No dije que no
teníamos ninguna esperanza.
Qué es lo que puede superar la justicia
sin contradecirla? Algo que nos cuesta mucho: el perdón.
Vamos a comenzar a rodear al misterio
del perdón por una de sus características fundamentales.
Vamos a suponer que traicionamos a un
amigo en la más íntima confianza que nos tiene. La naturaleza misma de esa
acción es la destrucción de la esencia de la amistad. Porque la confianza mutua
es de la esencia de la amistad.
Todos sabemos esto. En estos casos, sabemos
que nosotros mismos hemos convertido a nuestro amigo en un ex-amigo. Porque él,
muy razonablemente, no necesariamente nos va a “devolver” la mala jugada ni nos
va hacer ningún dano, pero puede con todo derecho perder su confianza en
nosotros. Y, obviamente, no está obligado, en estricta justicia, a ser nuestro
amigo de vuelta. Ponte en su lugar. Necesitabas su auto. No sólo no tuviste la
delicadeza de pedírselo, sino que entraste en él y arrancaste. Estabas en la
calle hablando con él, y su auto ahí estaba, con las llaves puestas. Y, con
absoluta displiscencia, no reparaste que su hijita, de tres anos, estaba en el
asiento de atrás. Cuando ella comenzó a llorar, vos te distrajiste, y chocaste.
Ella murió. Vos no.
Está tu amigo “obligado”, por justicia,
a ser tu amigo de vuelta? A confiar en tu serenidad, tu prudencia, tu calma?
No, no digo que tu amigo (tu ex-amigo)
se quedó con rencor y odio hacia tí (lo cual sería humanamente entendible).
Digo que no está obligado en justicia
a confiar en tí nuevamente.
Excepto que… Que haga algo que ni te
atreverías a pedirlo. Excepto que te perdone.
O sea, que se “done” nuevamente, per-donando. Claro, tal vez no te preste el
auto de vuelta… Pero sí te puede abrir de vuelta su corazón. Ese perdón supera
lo que la justicia exige, pero no es injusto. Porque está en la naturaleza de
tu amigo poder donarse nuevamente.
Para ir a un ejemplo menos dramático –lo
hice así para que veamos cómo nos cuesta el tema del perdón- supongamos que yo,
siendo profesor, doy tres libros como lectura obligatoria, totalmente
coherentes con la naturaleza de mi materia y, en ese sentido, no arbitrarios.
Está totalmente dentro de la justicia que yo exija el estudio de esos libros en
el examen final y no apruebe a ningún alumno que no haya leído uno de esos tres
libros. No soy injusto si hago eso. Soy sencillamente justo.
Pero a la vez está en mi poder, aunque
no en mi obligación, “dispensar” de la lectura de uno o los tres libros, y, en
ese sentido “perdonar” su lectura.
Podemos seguir dando ejemplos: el
cónyuge que per-dona al otro cónyuge por una infidelidad… Y así.
Pero los ejemplos humanos son muy
complicados. Se mezcan nuestras deseos de venganza con la tolerancia indebida,
que no nos dejan ver ni la justicia ni el perdón; y se confunde a este último
con debilidad. Por eso los ejemplos humanos son muy complicados.
Pero, precisamente, esto fue una simple
introducción a lo que nos interesa: Dios. Porque de Dios se trata. Dios es
justo. Y su justicia, además de ser él mismo, es infalible y absoluta.
El pecado implica desviarse de nuestro
amigo Dios, pero resulta que nuestro amigo es infinito. En ese caso, quedamos
como un deudor que debe una suma infinita. Quién de nosotros puede saldarla?
Pero es
entonces cuando sólo la fe en que Dios nos per-dona es el fundamento de nuestra
esperanza.
Esto es: la razón no puede decirnos
necesariamente, deducir necesariamente, que Dios pedona nuestras faltas. De
igual modo que no puede deducir que el amigo traicionado nos va a perdonar.
Pero la razón hace mucho: nos demuestra que Dios existe, que es nuestro fin
último, y hace “razonable” al perdón: explica cómo supera la justicia sin
contradecirla. Luego, el perdón de Dios es razonable. No es no “exigible”. Pero
no es contradictorio con la justicia que Dios perdone. Por eso, como ya dije
otra vez, la filosofía es la esperanza de la Esperanza. La Esperanza está
implicada en la Fe.
Pero hasta que no comprendamos y
sintamos el absoluto asombro que el perdón de Dios implica, no terminaremos de
verlo con nuestro corazón.
Al perdonarnos, Dios se dona nuevamente
y por eso per-dona. Se dona “otra vez”, aunque no en el tiempo, porque ya, sin
ninguna obligación tampoco, nos sostiene en el ser, regalándonos nuestra
existencia, llamándonos, y no arrojándonos, a ella.
Que Dios perdone nuestro pecado es
regalarnos nuevamente nuestra amistad con El.
Lo cual supera totalmente nuestras
fuerzas, sólo El puede hacerlo.
Pero, hemos reparado en el infinito
regalo que Dios nos hace perdonándonos?
Hasta que no hagamos carne ese “regalo”
no terminaremos de comprender.
Vivimos como si fuéramos buenos. Los
“demás” son los malos. Es entonces cuando no vivimos el perdón de Dios, porque
no nos sentimos perdonados.
La imagen de Dios clavado en la Cruz,
Cristo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, explica esto.
Allí está, con dos ladrones.
Uno de ellos se da cuenta –es llamado-
de su pecado y de su “necesidad” (que no da derechos) de ser perdonado. Y es a
ese buen ladrón al que Jesús perdona y salva: “hoy” mismo estarás conmigo en el
paraíso.
Pues bien: todos nosotros somos
ladrones. El asunto es: de qué lado de la cruz estamos?
Todos somos ladrones porque somos
pecadores, y el pecado es robarle a Dios el amor que le debemos. Lo cual es infinitamente peor que el terrible
ejemplo de la hijita de nuestro amigo…
Y ser un “buen ladrón” es ser un
ex-presidiario, sacado por Dios de la cárcel de nuestro pecado, dada su
misericordia.
Qué diferente manera de ver el mundo!
Caminamos por el mundo como si fuéramos
buenos. Los ladrones son los demás.
Pero no. Si vives el perdón de Dios,
caminas por el mundo como un ex-presidiario. Estabas en la cárcel de tu pecado,
y Dios te ha sacado, sin ninguna obligación de su parte, de allí.
Cómo cambia todo entonces! Cómo miras
distinto al pecador! Como un igual a tí, que todavía no ha sido “prendido” por
Dios.
Recuerdas el cuento de la lámpara? Te
acuerdas de ese “otro” que la prende? Pues bien: el final de la historia es que
ese “otro” es Jesús. Es él quien enciende tu arrepentimiento y, entonces, la
dimensión más profunda de tu yo: el ser perdonado por Dios.
Porque ayudas al otro desde lo más
profundo de tu yo, y en lo más profundo de tu yo está el perdón que Dios te
ofrece, Dios que se muetra muchas veces como el otro que te pide ayuda.
Ese “cable misterioso” por medio del
cual Dios te enciende, es la Gracia.
Qué paradoja más impresionante,
descubrir nuestro yo más íntimo, y nuestra esperanza final, en nuestro pecado
original y en el perdón de Cristo! En la vivencia profunda de estos misterios
–ser concebido en pecado, ser perdonado por Dios- está nuestra dimensión
existencial más profunda. Pascal
lo vio claramente: “Cosa soprendente, sin embargo, que el misterio más alejado
de nuestro conocimiento, que es el de la transmisión del pasado, sea una cosa
sin la cual no podemos tener ningún conocimiento de nosotros mismos. Porque no
hay, sin duda, cosa que choque más a nuestra razón como decir que el pasado del
primer hombre ha hecho culpables a los que siendo tan alejados de ese origen
parecen incapaces de participar en él. Esta transfusión no sólo nos parece
imposible, sino aún injusta; porque: qué hay más contrario a las reglas de
nuestra miserable justicia como condenar eternamente a un nino incapaz de
voluntad por un pecado en que parece tener tan poca parte, cometido seis mil
anos antes de haber nacido? Ciertamente, nada nos choca más rudamente que esta
doctrina; y, no obstante, sin este misterio, el más incomprensible de todos,
somos incomprensibles a nosotros mismos. El nudo de nuestra condición toma sus
vueltas y revueltas en este abismo; de suerte que el hombre es más inconcebible
sin este misterio, que este misterio sea inconcebible al hombre”.
Sé que no te gustó mucho lo que leíste.
Y a quién, naturalmente, sí? Mira, hay tres dimensiones existenciales ante el
misterio: la rebeldía al misterio, la resignación al misterio, y el descanso en
el misterio, el encuentro más profundo de sí mismo en el misterio de nuestro
“ser perdonados”. Se tarda. Todos tardamos.
Y las mismas fases tenemos ante la cruz:
rebeldía, resignación, descanso. Más difícil, aún, porque a veces la
inteligencia –movida por Dios- puede descansar en el misterio antes que la
voluntad.
Pero la cruz de Cristo es un misterio
arrollador. Edith Stein,
recogiendo una larga tradición, llama a la Fe “rayo de tinieblas”. Es ver
(“rayo”) lo escondido (el rostro de Dios).
Pero ese rayo te tiene que sacudir, como
una tormenta en la noche. Se tiene que escuchar el trueno.
Somos pecadores y Dios nos perdona!
Clavado en la cruz, nos perdona! Ese es el trueno. Qué miedo podemos sentir
ante Cristo crucificado que así nos perdona? No te enamoras más bien de él?
Como una novia que busca a su esposo… Porque aún no estamos definitivamente con
Dios. La Esperanza nos hace vivir que estamos en camino hacia un rostro amado y
aún invisible.
Y allí está la dimensión final de
nuestro yo! Qué rostro verá finalmente al rostro infinito? Son dos misterios.
Cuál es el rostro del infinito amado? Y: cuál será nuestro rostro cuando lo
miremos? Cuando el buen ladrón dirigió su mirada hacia Jesús, tenía la misma
mirada, y en ese sentido, el mismo rostro, que antes? Qué rostro tuvo en toda
su vida de pecado? Pero, no debe haber sido un renovado rostro el que dijo
“acuérdate de mi cuando llegues a tu reino”?
Cuál será, Dios mío, el rostro finito
que, por tu Gracia, te mire? Cuál será, Dios mío, ese rostro tuyo, que por tu
Gracia, me mira?
Si no hacemos carne todo esto… No
tenemos Fe. Y si no tenemos Fe, no terminamos de ver la dimensión última de
nuestro yo, de nuestros hermamos –los otros- y de nuestra esperanza.
Dimensión última de nuestro yo: soy un
ladrón perdonado. Soy un ladrón perdonado. No es que yo sea el bueno y los
demás los malos. Incluso la Virgen María, el sólo ser humano más perfecto, es
preservada del pecado original por la cruz de Cristo.
Dimensión última del otro: los seres
humanos no se dividen en buenos y malos, sino en quienes se arrepienten y
quienes –misteriosamente- no. Pecar es tirarse por la ventana; no arrepentirse
es el pecado más grave: pues es misteriosamente rechazar la mano de Dios que,
ya en la caída, nos levanta nuevamente. No arrepentirse es rechazar al
arrepentimiento movido por Dios. Cuando el buen ladrón le habla a Jesús, Jesús
ya le había “hablado”. El que busca a Dios ya lo encontró (Pascal).
Pero entonces, el mundo se divide entre
quienes, sin que nosotros sepamos por qué, y sin que nosotros podamos juzgar su
conciencia, no se arrepienten. Y, por el otro lado, los pecadores arrependidos.
Que tratan de llevar a los no arrepentidos la buena noticia de que pueden
hacerlo. Y no juzgan al pecador ni lo condenan. Eso no compete a un
ex-presidiario (y que en cualquier momento puede meterse en la cárcel de
vuelta). Sólo gritar, gemir o llorar, de
algún modo, a los presidiarios, que sólo tienen que “no decir que no” a la mirada de Jesús que los haga mirar a
Jesús. Para lo cual el arrepentido puede y dede juzgar e identificar al
pecado. No al pecador.
Y, a su vez: el arrepentimiento no es
una necesaria dimensión permanente. Puede ser un ir y volver. Por eso es necesario
el hábito del arrepentimiento
Dimensión última de nuestra esperanza:
la cruz. Dios clavado en la cruz para la redención de nuestros pecados. La
razón hace razonable al misterio. Pero no lo deduce. Por eso, desde el hombre,
la Fe en la Cruz es el fundamento último de nuestra esperanza. Desde Dios, El
mismo.
Ahora bien: vivir como un ladrón
perdonado significa vivir enamorado del Dios que te perdonó. Veamos las
implicaciones de esto.
Primero: vemos a lo infinito clavado en
la cruz? Lo podemos, aunque sea, vislumbrar? Sí, con una tradicional hipótesis
sobre su razonabilidad. Te acuerdas que teníamos que saldar una deuda infinita?
No es razonable que Dios, que es infinito, se ponga en el lugar del deudor
–cada uno de nosotros- y pague? Bien, ese es Cristo clavado en la Cruz. Por
amor, sólo por amor hacia tí. Para conquistar –dice Santo Tomás-
a nuestro duro corazón. Es el esposo que nos enamora.
Segundo: no tienen todos nuestros
deberes cotidianos otros color? El color de lo infinito? El color del amor? La
cruz no es símbolo viviente del miedo. Al contrario, del amor. El amor a Dios
se convierte en motivación de nuestros actos, y de nuestros deberes hacia
nosotros mismos y a los demás. Vivir enamorado de Dios implica que ya no
tenemos miedo al castigo. No queremos perder a Dios porque lo queremos. Eso es
todo. Nada más. Nada menos.
Pero hay algo… Hay algo que sí nos da
miedo en la cruz. Un miedo muchas veces inconfesado: la cruz misma, los
compromisos que ella exige.
Y el central, donde están de algún modo incluídos
los demás, es el des-aferramiento total a nuestros tesoros (cosas buenas), como
antes decíamos, pero ahora, desde la cruz sobrenatural. Dificilísimo. Largo
camino. Pero es el mensaje secreto y, sin embargo, sonoro, pero no ruidoso, de
la cruz. El cumplimiento total de la voluntad del Padre Dios. Que, en la medida
de nuestros aferramientos, no puede ser total.
Insisto: para la gran mayoría de
nosotros, largo camino.
Pero es este uno de los mayores dones
que Dios nos da. Porque la cruz implica dar sentido a nuestros sufrimientos.
Para pagar la deuda y redimirnos, Dios
asume el peso de cada uno de nuestros pecados y sufre y muere en la cruz. Y,
por su absoluta bondad, nos hace “tomar parte” en su redención.
Este misterio se hace más carne si nos
imaginamos que, mediante un túnel del tiempo, vamos a “ver” a Jesús en el
momento mismo de su camino en el Calvario, llevando la cruz.
Al principio estaríamos muy emocionados
y, a la vez, casi como contemplando una obra de teatro que no nos compete.
Pero… Dios nos hace cada broma…
Repentinamente, Jesús nos llama. Nos
llama para que lo ayudemos con la cruz. Imaginemos el diálogo.
- Yo? (Miro para todos los costados).
Para qué? Vos sos Dios! Vos podés solo!
- Si, soy Dios, soy el Hijo encarnado,
solamente yo salvo, pero por mi bondad, te hago tomar parte. No porque te
necesite.
- Y si no me necesitás, por qué yo? Mirá
a mi alrededor! Está lleno de tipos forzudos!
- Sí, pero a vos te quiero. Y a los
demás también…
Esto es: la cruz de Cristo nos da la
oportunidad de ofrecer nuestros sufrimientos cotidianos como participación en
su cruz (Juan Pablo II).
Cuanto más aferrados estemos, la cruz será humanamente más difícil. Cuanto
menos aferrados, menos difícil. Tendremos esto o aquello, como si no lo
tuviéramos (San Pablo, ). Viviremos
libres como las aves del cielo y los lirios del campo y al mismo tiempo
trabajaremos con tesón. Se nos caerá el techo encima y no perderemos la paz…
Si todo esto te parece no sólo
misterioso, sino imposible, tienes razón. Es imposible para nuestras propias
fuerzas. Todo esto viene de Dios.
Dios. El autor con el que comenzamos.
Con el que terminamos. Dios. El rostro escondido que mira tu rostro final
escondido. Dios. El que podría no crearte y te crea. El que podría no salvarte
y te salva (y te re-crea). El que te ama infinitamente. El que te perdona. El
que te está esperando. Y porque Dios te está esperando, tienes esperanza.
Y yo, quién soy para decirte todo esto?
Precisamente. Quién soy?
Quién eres?
“No preguntemos, pues, a nuestro
prójimo: quién eres? La respuesta no es de este mundo” (Luis J. Zanotti).