http://www.amazon.com/Comentario-Suma-Contra-Gentiles-Biblioteca-ebook/dp/B019JYEXAK/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1450622389&sr=8-1&keywords=GABRIEL+ZANOTTI+MARIO
Hay un
uso autónomo de la razón que ha llegado a su fin. No porque cierta
interpretación de Heidegger sea correcta: el “no fundamento” que ha dado lugar
a los escepticismos posmodernos; no porque no haya problemas filosóficos; no
porque se hayan acabado los grandes relatos; no porque la metafísica sea
racionalmente imposible; no porque la razón haya entrado en crisis. Es verdad
que muchos, al haber confundido la modernidad con el iluminismo, han rechazado la
razón o la han reducido al cálculo algorítmico. Es también verdad que hoy la
razón humana se diluye en una babel, un sinfin de renuncias a sí misma y un
escepticismo generalizado, por el que la filosofía resulta, como mucho, su
historia sin pasión y sin sentido: una erudición insípida, un culto florero de
nombres y teorías, que se apoya sobre una mesa que no se apoya en ningún lado.
Pero nada de eso se debe a la razón en sí misma.
Santo Tomás
distinguió entre los argumentos que concluían a partir de premisas reveladas y
los que no: a los primeros los llamó Teología o Sacra Doctrina y a los segundos
argumentos de razón. Pero la filosofía no era como la consideramos hoy. Es
cierto que, comentando a Aristóteles, se refirió a la metafísica, la teología
natural, la “física” y las matemáticas, pero estas eran clasificaciones de
Aristóteles, pasadas por su interpretación cristiana. “La filosofía” era la
filosofía de Aristóteles; la razón era la razón, pero ya en armonía con la fe.
La llamada “filosofía medieval” no era filosofía como la entendemos hoy. Los
cristianos tuvieron que defenderse de dos acusaciones: la que los calificaba de
“subversivos” y la que los calificaba de “absurdos”. Para eso usaron la razón:
razón que siempre fue apologética y medio de comunicación con el que no tenía fe.
Defendiéndose de lo absurdo, desarrollaron una razón en armonía con la fe: las
razones para la fe; o sea, dieron razones de su esperanza, como virtud teologal.
La razón fue siempre en ellos “razones para la fe”: la armonía razón-fe; es
decir, una fe que busca la razón y una razón que busca la fe; un círculo
hermenéutico, perfectamente vivido, como si hubieran leído a Gadamer o, mejor
dicho, como si no lo necesitaran. La razón no era condición de posibilidad de
la fe; razón y fe se movían juntas, en una misma caminata, como las piernas de
una misma persona, el creyente, y por ende de una persona que razonaba su fe.
Al
comenzar a escindirse la razón de la fe, al iniciarse su divorcio, todo lo que
sucede después es un diálogo de la razón con ella misma, buscándose a sí misma
nuevamente. O sea: un monólogo. No, no es Hegel. Es que los pensadores dialogan
entre ellos más de lo que parece, y la historia de la filosofía es una película
llena de sentido, no una serie de documentales autónomos. La historia de la
filosofía siempre fue la búsqueda de Dios. Después de la crisis razón-fe, había
que recorrer un camino para volver, que aún no ha terminado. Descartes intenta
poner nuevamente las cosas en su lugar, pero algo falla y Hume lo advierte. También
Kant intenta poner orden nuevamente, pero se queda sin metafísica racional.
Hegel intenta reconstruirla “absolutamente”, pero se olvida de una cosita —nada
menos que del ser humano concreto, que sufre— y comienzan las reacciones
existencialistas. Pero estas le dejan la razón a una ciencia que, mientras
tanto, la había reducido a física y matemática; una ciencia que intenta
re-construirse a sí misma nuevamente, de Popper a Feyerabend, señalando sus
límites, pero, al sacar a la reina-ciencia de su trono, el hombre contemporáneo
se queda sin rey. Los más fuertes resisten la vida sin una metafísica que les
proporcione sentido, con una ética neokantiana y una ciencia en sus justos
límites; los más escépticos se van al escepticismo posmoderno; los demás vagan
y devanean en un sincretismo absurdo de new
age, fundamentalismos, abaratamientos del gran pensamiento oriental o
religiones sostenidas en nada: o sea, en el solo sentimiento o en la sola
costumbre. ¡Un caos! La filosofía queda reducida a historia de la filosofía,
tan interesante y desgajada de la vida humana como la historia de los pajaritos
verdes, que debe ser, efectivamente, muy compleja.
Pero la
razón humana siguió su curso: la modernidad ha sido un despliegue impresionante
de filosofía de la física, el lenguaje, las matemáticas, la lógica, la
historia, las ciencias sociales, la política, la economía, la psiquis, y muchas
otras maravillas más, pero sin un punto de unión, porque la razón sigue
buscando su unidad. La fenomenología de Husserl estuvo muy cerca de lograrlo,
si no se hubiera quedado (comprensiblemente) enredada en el problema del
idealismo trascendental.
Para
colmo, gran parte del pensamiento moderno y contemporáneo da al término
“demostración” un sentido logicista y cientificista que ya fue abandonado por
la misma lógica (Godel) y por la misma ciencia (Popper, Kuhn, Lakatos,
Feyerabend). Sin embargo, se le sigue pidiendo a la metafísica, cada vez que
esta intenta dar el paso a lo trascendente. El intento de responder a esa
demanda en dichos términos fue inútil: nadie se convence de ciertas
demostraciones metá-fisicás, porque
son presentadas en términos de dar lo que no se puede, excepto que sean presentadas en términos de una metafísica
“minimalista”, con plena conciencia de los límites del lenguaje y de las
demostraciones; pero, claro, ello implicaba dar el paso que no se quiere dar:
asumir plenamente el círculo hermenéutico entre razón y fe.
El
experimento de una razón metafísica que prescinda del círculo hermenéutico
entre razón y fe (“creo para entender y entiendo para creer”) no ha dado
resultado ni ha sido eficaz como cura de la escisión razón-fe, porque fue parte
de esa escisión. O sea: fue parte de un proyecto imposible. Después de Cristo,
se piensa a Dios (sobre todo en la filosofía occidental) en términos judeocristianos.
Dios es Dios creador, lo cual presupone la revelación como horizonte de
pre-comprensión inexorable. El agnóstico dice que no sabe si ese Dios “existe o no”; el ateo dice que
está seguro de que ese Dios “no
existe”; pero ambos piensan en ese Dios judeocristiano; incluso los pensadores
orientales ilustrados, que conocen la filosofía occidental y no tienen más
remedio que afirmar o negar a ese
Dios judeocristiano. O sea: después de Cristo, todos son cristianos-culturales,
porque —ya sea que afirmen, nieguen o duden— están pensando en Dios como Dios personal
y creador del universo, que depende de Dios como causa y a la vez es
esencialmente distinto a Dios. Incluso el panteísta se enfrenta con la misma
disyuntiva.
La
razón no puede “partir” de algo como si no fuera necesario el horizonte de Dios
creador. Si parto de una hormiguita para llegar a Dios, ¿cómo sé que la
hormiguita no es Dios, excepto que habite un horizonte judeocristiano, en el
que se me diga desde antes que la hormiguita no es Dios? Antes de Cristo, había
efectivamente un horizonte cultural que desconocía a Dios, porque no había
habido revelación cristiana que sacara al judaísmo de su esoterismo.
Aristóteles desconocía, en efecto, a Dios creador. O sea, a Dios. Pero después
de la revelación, la razón humana recibe un impacto del cual nunca más se puede
separar. Dios habla a la razón del hombre y la razón debe responder. No
responder, o hacer como si Dios no hablara, o creer que no habló, es una
respuesta. La razón humana está envuelta en el diálogo con Dios y, cuando lo
corta, se desconoce y se busca a sí misma. La razón debe, pues, re-encontrarse.
Para ello debe hablar a una razón que crea que es posible una razón sin Dios,
con analogías, con preguntas, con un diálogo sereno, sin estrategias. Pero
nunca negando la relación razón-fe. El cristiano que dice “yo te hablaré solo
desde la razón, no desde la fe”, se engaña a sí mismo y engaña también al otro
que, además, se da cuenta de ello. Lo que sí puede hacer es ofrecerle al otro
puentes y analogías desde los cuales mostrar, con calma, cuál es la razón de su
esperanza y, por ende, qué es la razón. Ello no es fideísmo, porque el fideísmo
niega precisamente el diálogo de la fe con la razón, con lo cual es la fe la
que se pierde.
Un
libro como la Suma contra gentiles,
de Santo Tomás, nos ofrece una gran oportunidad para re-encontrar la razón y
ofrecérsela a todo el mundo. Está escrito desde su corazón judeocristiano
aunque aún se discuta por qué y para quiénes lo escribió. Por suerte, no es
nada clasificable en los parámetros de hoy y nos permitirá plantear un diálogo
de la razón consigo misma, para que ella se re-descubra nuevamente.
Por
consiguiente, los destinatarios de mis comentarios son todos. Cuando escribo,
pienso en los que no conocen a Santo Tomás, pero también en quienes lo conocen y
lo confunden con un simple comentarista de Aristóteles. Así pretendo guardar la
distancia y explicar todo desde la armonía razón-fe en la creación, que es lo
que hacía él. Espero que mis explicaciones sean escuchadas por los formados en
la filosofía analítica, pero que también despierten el interés de los que
piensan que Santo Tomás es responsable de una manera de exponerlo que es un
racionalismo más. Para eso he tenido que cruzar ciertas fronteras. Feyerabend
nunca dijo que no hubiera método, sino que todas las metodologías, incluso las
más obvias, tienen sus límites. Creo que estamos en ese límite. Mi comentario
no encajará en las clasificaciones actuales; mis métodos seguramente no
encajarán en los journals de hoy, pero
tampoco estoy reinventando la rueda: solo trato de echarla a rodar nuevamente. No
tengo ninguna estrategia especial. Siempre tuve este libro in mente, desde la primera vez que comencé a leer la Suma contra gentiles, hace más de treinta
y ocho años. Este libro es, en pocas palabras, yo mismo: ese yo que se conmovió
(¿habrá sido la premoción física de Báñez o la ciencia media de Molina? :-) ) hasta los huesos, cuando
vio el plan de estudios de la
Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino; ese yo que, en
sus textos introductorios, siempre puso a Dios por delante, nunca por detrás.
Es desde esa providencia escribo y a esa misma providencia me abandono.
Gabriel
J. Zanotti.
Julio
de 2014