La historia de la humanidad es,
en gran parte, la historia de las guerras. Las más crueles y terribles guerras,
intra-culturales, inter-culturales, cuando la conquista y la invasión eran la
forma habitual de pensar. Pero, ¿por qué digo “eran”?
Es verdad, ese tiempo verbal no
tiene casi razón de ser. Para colmo, grandes filósofos se encargaron de
entronizar la guerra. Para Platón –a pesar de su sagacidad metafísica- los
guerreros eran lo segundo más importante de la vida social; los comerciantes
eran lo peor de lo peor y por eso
podían tener propiedad. Para Aristóteles la autarquía era la vida plena de la polys, y aún hoy muchos filósofos de la
economía creen que redescubrir a Aristóteles es una gran novedad, sobre todo
para criticar al pérfido liberalismo económico. Los llamados sofistas
vislumbraron una sociedad internacional, pacífica, pero quedaron sepultados por
el cap. 1 de la Metafísica de Aristóteles. La patrística y la escolástica en
general, a pesar de su gran genialidad, no salió en estos temas del comentario
a los griegos y, cuando la segunda escolástica descubrió al mercado, quedó
sepultada casi inmediátamente en el olvido. El único Papa que
nombró una sola vez en un solo discurso a la 2da escolástica fue Pío XII. Y
adiós.
Hobbes convenció luego a casi
todos no sólo que el hombre es el lobo del hombre –lo cual casi podría tener
fundamentos bíblicos- sino de que ESO es la política y NADA MÁS que eso y que
el PROGRESO del hombre se basa en ESO. La izquierda hegeliana, con Marx a la
cabeza, convenció a casi todos de que el
comercio es una vil explotación, de que la lucha de clases es la dialéctica de
la historia y los más pacíficos –la escuela de Frankfurt- se retiraron
sencillamente a contemplar la dialéctica intrínseca de la razón occidental.
Mientras tanto el comercio
siempre trataba de abrirse paso pero, ¿qué pudieron lograr frente a espadas,
generales, muros e intra-muros? Muy poco, sobre todo cuando sus protagonistas
eran mirados como cobardes, avaros, miserables y materialistas, como la escoria
de la humanidad al lado de la altivez de la milicia, orgullosa de su valentía,
honor y, por supuesto, asesinatos por doquier, en nombre del honor, claro.
En ese sentido, cada vez me
convenzo más de que el surgimiento de un ideal liberal de paz y de comercio fue
un milagro. Sus pensadores sufren aún la denostación permanente de los que se
dicen pacíficos pero no logran entender nada de la función civilizadora del
comercio. Así, la segunda escolástica, los iluministas escoceses, los
fisiócratas y los liberales clásicos franceses y alemanes, y los anglosajones
que finalmente sedimentaron en los constitucionalistas norteamericanos,
intentaron convencer al mundo de un mundo de poderes limitados, de derechos
individuales para todos, de comercio libre y en paz, pero no lo lograron. Ellos fueron al mundo y el mundo no los reconoció, y aún hoy son y somos crucificados bajo el
escarnio de una opinión pública mundial que nos considera la causa de la
pobreza y los defensores de la explotación, de la economía que mata, del
capitalismo de la exclusión y de unas cuantas genialidades más.
Pero hubo más cosas
imperdonables. Mises y Hayek –de quienes varios “amigos” me aconsejan no hablar
más- fueron casi los únicos pensadores que vieron con claridad la función
civilizadora del comercio. No es una cuestión de economía, sino de encuentro
cultural y de base social. El comercio no nace de la cobardía, sino de un leve
acto de comprensión intelectual por el cual se advierten las ventajas de bajar
las armas y encontrarse para mutuo beneficio. El comercio no tiene muros, sino
puentes por donde cruzan no sólo las mercancías, sino usos, costumbres, letras,
música, amores, mundo de la vida (Husserl), en síntesis. Dedicaron toda su obra
a demostrarlo. Pero no, al igual que Freud, a quien aún casi nadie perdona haber destapado la olla de nuestra oculta
sexualidad, a ellos nadie les perdona haber destapado la estupidez total y
completa del tótem erigido a las glorias militares y a la historia de tiranos,
emperadores, dictadores y dictadorzuelos, uno más imbécil que el otro.
Pero el segundo pecado
imperdonable es que los constitucionalistas norteamericanos –sí, los “yanquis”,
qué horror- fueron capaces de generar el clima intelectual por el cual,
increíblemente, se escribieron estas palabras: “…todos los hombres nacen creados libres e iguales por Dios e intitulados de
ciertos derechos, a saber…..”. Si, un milagro. En medio de los hombres que se
creen dioses, unos sencillos abogados (no como varios de mis vanidosos y altivos colegas, los
filósofos) se atrevieron a decir lo contrario. Que Dios ha creado al ser humano
a su imagen y semejanza y que de ello derivan sus derechos, los límites al
poder y la consiguiente vida en la paz del comercio, en la paciencia del
granjero, en la eficiencia del comerciante, en la creatividad del emprendedor,
de los cuales han salido todos los escritorios y las plumas con las cuales los
supuestamente superiores –los filósofos- han escrito cuanto disparate se les ha
ocurrido en contra de todo ello. Eso sí: en un lenguaje tan difícil y con una
erudición tal que parecía ser verdad.
¿Pero de dónde salió ese milagro?
De un milagro propiamente dicho: el judeo-cristianismo. Occidente no es una cultura
cerrada en sí misma. Es el encuentro entre la razón griega, el derecho romano y
el judeo-cristianismo, pero este último no es sólo la tercera pata de la mesa,
sino lo que integró y dio nueva forma a lo anterior. Porque hay en él una idea que
antes hubiera sido inconcebible: la persona, creada a imagen y semejanza de
Dios. ESO fue lo que finalmente sedimentó en la Declaración de Independencia de
los EEUU, para espanto y furia de todos los que la siguen denostando.
Porque ESA declaración incluye –no excluye- a todas las
culturas. Porque todos son personas. Por todas las personas, de la cultura que
fuere, tienen la misma dignidad y los mismos derechos. Y la misma “razón”, a
pesar de que el discurso post-moderno ha convencido a todos de que todas las
culturas son “pequeños relatos” sin comunicación el uno con el otro, excepto,
claro, cuando se trata de imponer el post-modernismo como lo políticamente
correcto. No, no son las culturas las que
tienen derechos, no son los pueblos originarios ni los aplastados por los
pueblos originarios los que tienen derechos: son las personas las que
tienen derechos, y ello cobró vida en el marco institucional que ha sido fruto
de la cultura occidental.
Por lo tanto, si hoy un chino, un hindú, un tolteca o un marciano tienen derechos, es porque la cultura occidental
lo ha recordado; es porque han tenido suerte, porque si fuera por sus propias
culturas no tendrían ninguna declaración de derechos humanos donde apoyarse. Toda vez que individuos de una culttura no occidental han reclamado el respeto a sus derechos individuales, lo han hecho por el valor político básico de la cultura occidental: la persona y su dignidad, valor que incluye uiversalmente a todas las culturas.
Sí, es posible una nación
pluricultural porque el liberalismo político, totalmente occidental, fue
posible. Si, fue posible que los EEUU fueran una nación de inmigrantes
precisamente porque eran los EEUU, y fue posible que la Argentina fuera una
nación pluricultural de inmigrantes porque FUE un intento fallido de imitación
de los EEUU. Pero que los habitantes de diversas culturas vivan en paz sólo es
posible cuando se integran a algo que, quieran o no, es occidental y universal a la vez: el respeto a los derechos de todo
individuo, incluso a los individuos de su propia cultura.
Pueden no integrarse a ese valor
universal. Pero en ese caso, el resultado es uno solo: serán delincuentes en
todo el universo.
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