La historia de Japón es
muy poco conocida excepto para sus estudiosos, pero el cine se ha encargado de
mostrarnos un momento crucial, difícil de interpretar, a través del film El último Samurai –que repite fielmente
el mismo esquema de Danza con Lobos; Avatar sigue el mismo argumento-. Todos
seguramente se han conmovido cuando las ametralladoras occidentales arrasan con
“los últimos samurai” que con honor y valentía atacan con su destreza, sus
espadas y sus caballos a un ejército menos honorable pero, como siempre sucede
en la historia humana, dotado con una capacidad técnica imposible de superar.
¿Pero qué había detrás
de ello, más allá del soldado occidental que se convierte en samurai? Lo que
vemos, lejanamente y entre sombras, es lo que fue la Restauración Meiji, un
decidido empeño por parte de cierta aristocracia japonesa para sacar a su
nación del auto-encerramiento cultural que duró de 1603 a 1868. O sea, un
intento de hacer un Japón “moderno”, con instituciones occidentales, y que
aparentemente tuvo éxito: Japón se convirtió en la potencia industrial, técnica
y política más poderosa de Oriente desde fines del s. XIX hasta fines de la
Primera Guerra, en la cual se sentó, en Versalles, como cuarta potencia después
de los delegados de Francia, Inglaterra y EEUU.
Por ende los supuestos
malos de la peli eran en realidad los buenos. Si, tal vez el imaginario Omura
era un corrupto malo malo malo pero
en realidad formaba parte de un gobierno que quería sacar a Japón de su
feudalismo y llevarlo hacia una modernización occidental donde los samurai ya
no tendrían cabida como servidores de los señores feudales del Japón.
¿Pero qué intenta
copiar, de Occidente, la Restauración Meiji?
Aquí entra la clave de
la cuestión: no el liberalismo clásico, sino el racionalismo constructivista
explicado una y otra vez por F. Hayek.
Esto es, no las libertades individuales con un
gobierno limitado a custodiarlas, sino la construcción de un estado
centralizado e imperial, dispuesto a barrer con el Antiguo Régimen anterior. O
sea, los estados napoleónicos posteriores a la Revolución Francesa.
Por lo tanto, bajo
aparentes instituciones liberales tales como las cámaras de representantes, las
supuestas divisiones de poderes, las vestimentas occidentales y, por supuesto,
la ciencia occidental, estaba la visión constructivista, bajo la cual el
imperialismo y el dominio de otras naciones era también su directiva. Pero eso,
vuelvo a decir, directamente importado de esa visión occidental de
planificación central que quebró la evolución del liberalismo clásico y llevó a
Occidente a los nacionalismos e imperialismos europeos que terminaron en la
Primera Guerra. La dinastía Meiji no hizo nada más ni nada menos que llevar eso
a Japón.
El Japón feudal tenía
por supuesto sus bellezas culturales. Entre ellas el Bushido, relativamente similar[1]
(pero creo que superior) a la tradición caballeresca medieval occidental.
Algunos de sus valores eran muy similares al Cristianismo, pero esa unión no se
pudo concretar no sólo porque la Dinastía Edo vio en el cristianismo una
pérdida de la identidad nacional japonesa, sino porque, si ya en el
Cristianismo occidental la noción de persona y sus implicaciones morales
tardaron mucho en florecer, mucho más en Japón.
La religión nacional
japonesa, el Shintoísmo, es una conmovedora mitología animista-politeísta, con
preciosas consecuencias artísticas y ceremoniales. Es en principio una
mitología nacionalista, porque Japón como nación se origina con la pareja de
dioses fundacionales, Izanami e Izanagi, cuyo amor y descendencia da origen a
las islas y a los habitantes de Japón, sin distinción entre lo viviente y lo no
viviente, o entre lo divino y lo no divino[2].
Una de las características más interesantes del Shinto es que lo individual no
aparece, sino en red, en conjunto, casi como neuronas que individualmente no tendrían
sentido sino sólo en sus millones de conexiones sinápticas. Por eso, para dar
sólo un ejemplo, no hay plato principal en la comida japonesa, sino varios
relativamente diminutos que en conjunto constituyen el alimento.
En esa tradición de
casi 2000 años era muy difícil introducir la noción de libertades individuales,
pero fue coherente que la modernización coincidiera entonces con el
constructivismo occidental, esencialmente colectivista.
Por eso la dinastía
Meiji es primero una restauración, porque tiene que basar la nueva nación
japonesa moderna en el seguimiento del linaje de un emperador-dios, que, aunque
no cumpliera funciones de gobierno, siempre había simbolizado en Japón la
continuidad de su origen divino. Pero además esa restauración convierte al
Shinto, más que en una religión, en un conjunto de ceremonias de estado[3].
No había libertad para no seguir ese ceremonial –análogo al culto a los
símbolos nacionales que los occidentales, acríticamente, siguen practicando-
pero sí había libertad para otras “religiones”. Pero no para el Shinto, que se
convirtió más bien en un conjunto de ceremoniales parecidos a la pietas romana del Imperio. Esa pietas formó parte del contenido
obligatoria de la educación pública japonesa hasta 1945.
Por ende, para comprender
la acción internacional del Imperio Japonés después de la Primera Guerra, hay
que entender que ellos no podían ver las alianzas o no alianzas con las
potencias occidentales con el ojo crítico de un libertario, sino sencillamente
con la mirada de una nación colectiva donde lo individual no contaba sino el
éxito o no de un proyecto nacional en los cuales otros proyectos nacionales
–sea Inglaterra, Alemania, o quienes fueren- no eran más que aliados o enemigos
en el logro de la grandeza del Japón Divino e Imperial.
Por eso tiene razón W.
G. Beasley cuando explica el triunfo de políticas nacionalistas, después de
1918, frente a partidos más de izquierda –o sea no nacionalistas- en Japón:
“…el fracaso en lograr apoyo popular fue lo que condenó a ambas clases de
partido a la guerra. Las razones de ésta no han de buscarse en ningún factor
singular y ni siquiera enteramente en las deficiencias de los políticos.
Estribaban más bien en aquellas ideas e instituciones que habían desviado al pueblo japonés de la persecución de las
libertades individuales para dirigirlo hacia el alcance de metas colectivas:
las presiones formativas del sistema educativo; una religión estatal centrada
en el emperador; la conscripción con el adoctrinamiento que la acompañaba; y la
persistencia de actitudes autoritarias y tradicionales en sectores importantes
de la conducta burocrática y familiar”[4].
Desde aquí se entiende
también que el fundador del Aikido, Morihei Ueshiba, haya tenido una concepción
universalista y no-nacionalista del Shinto japonés: porque basó sus
convicciones en la secta Omoto[5],
que, con elementos budistas, mantenía las tradiciones shinto pero separadas del culto al Emperador,
por lo cual fue severamente perseguida. Ueshiba se salvó por su prestigio
personal pero todo esto explica también que se auto-exiliara en el “muy”
interior de Japón durante la Segunda Guerra y que su Aikido haya surgido luego
como una cuasi-religión sintoísta exo-térica, universalista, que predicaba a todas
las naciones la paz y el amor universal. No de casualidad fue el primer arte
marcial que los Aliados permitieron luego de la Segunda Guerra.
Dicho todo esto, la
pregunta es de qué modo o cómo subsiste hoy en Japón toda esta historicidad. La
historicidad no es la Historia estudiada, es más bien el horizonte cultural
pasado que vive en el presente.
¿Es plausible que una
bomba atómica, por técnicamente poderosa y horrorosa que fuera, y la posterior
anexión de Japón, prácticamente, como un protectorado de los EEUU, logren
borrar la tradición shinto nacionalista y la nostalgia de la Gran Nación Divina
Imperial?
En la historia humana,1945
a 2017 es un casi nada para responder.
Por eso creo que la
clave es la gran intuición que Morihei Ueshiba tuvo de un shinto universalista
y pacífico. Ello tiene un potencial diálogo con el Cristianismo y su noción de
persona, donde el samurai seguirá siendo servidor de su señor, pero el Señor
será Cristo[6]
y por ende el shinto ya no será un colectivo, “el borg”, sino un orden
comunitario donde cada persona tendrá ante todo el mandato de su conciencia.
El futuro de Japón no
está en una vuelta a su nacionalismo pero tampoco, desde luego, en su
desaparición bajo las peores y más decadentes formas de indiferentismo
religioso occidental. Está en una síntesis entre su historicidad sintoísta, el
shinto universalista de Ueshiba y la noción de persona del Cristianismo.
En todo esto hay que
seguir trabajando.
[1] Ver Nitobe, Inazo: Bushido: The Soul of Japan (1904);
Layout and Cover Disign, 2010.
[2] No hay Sagradas Escrituras
relativamente oficiales en el Shinto, pero uno de los textos fundacionales de
la mitología japonesa es el Kojiki,
crónica de antiguos hechos de Japón; (datada aproximadamente en el 712
D.C.); Trotta, Madrid, 2008; Introducción y traducción de Carlos Rubio y Rumi
Tani Moratalla.
[3] Ver al respecto State Shinto: A Religion Interrupted, by
Eryk, 2016, en https://www.tofugu.com/japan/state-shinto/
[4] Beasly, W.G.: Historia moderna del Japón, Sur, Buenos
Aires, 1968, p. 246.
[5] Entre los biógrafos de Morihei
Ueshiba, el que más se ocupó de esta crucial cuestión fue Stevens, J.: ver sus
libros Invincible Warrior, Shambala,
1999, y Paz abundante, Kayrós,
Barcelona, 1998.
[6] Es muy interesante al respecto
la historia de Ukon Takayama, llamado el Samurai de Cristo (ver http://www.proyectoemaus.com/takayama-ukon-el-samurai-de-cristo/ ). Fue beatificado el 7 de
Febrero de este año: http://es.catholic.net/op/articulos/61280/hoy-es-beatificado-justo-takayama-ukon-el-samurai-de-dios
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