"...Fue este sentido de la solidez de la vida comunal y de la relativa impotencia de la razón y la voluntad individual es que hizo a Burke enemigo de las ideas abstractas en política. Tales ideas son siempre demasiado sencillas puede encajar en los hechos. Dan por supuesto un grado de inventiva que ni siquiera el estadista más sabio posee y un grado de adaptabilidad del que carecen las instituciones. Éstas no son inventadas o creadas; viven y se desarrollan. De ahí que haya que aproximarse a ellas con reverencia y tocarlas con precaución, ya que el político planeador e imaginativo que inventa planes especulativos y aventurados de nuevas instituciones, puede con facilidad destruir aquello que no tiene la inteligencia necesaria para reconstruir. Las viejas instituciones operan bien porque tienen tras sí mucho tiempo de habituación, familiaridad y respeto; ninguna nueva invención, por lógica que sea, operará hasta que ella haya reunido a su alrededor un cuerpo semejante de hábito y sentimiento. Por ello, las pretensiones de los funcionarios de hacer una nueva constitución y un nuevo gobierno eran, a los ojos de Burke, locas y trágicas a la vez. Puede cambiarse y mejorarse un gobierno, pero sólo poco a poco y siempre de acuerdo con los hábitos de su pueblo y dentro del espíritu de su propia historia. Esto era lo que quería decir Burke cuando hablaba de consultar el espíritu de la constitución. Tenía una reverencia casi mística por la sabiduría de un pueblo encarnada en sus instituciones. Suponía que una gran tradición política contiene siempre la clave de su propio desarrollo, no siguiendo de modo servir los precedentes, sino mediante la adaptación de una práctica consuetudinaria a una situación nueva. Esto era para él el arte del estadista, conservar por medio del cambio. Se trataba de una facultad de penetración tanto como de razón y en cuanto tal no era susceptible de ser definida"
Sabine, G.: Historia de la teoría política, FCE, 1989, p. 466-467.
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