Publicado en el N° 62, de la Revista del Instituto de Investigaciones Educativas, junio de 1988.
Como el hijo ha estado medio pesimista últimamente, les transcribo este artículo del padre, Luis J. Zanotti, donde intrenta una instancia superadora de la grieta que ha afectado siempre a la Argentina como intento de nación. ¿Era ese intento justificado en 1988? ¿Lo es ahora, en el 2019? Los dejo con el optimismo del padre................................
Se cumple este año el centenario de la
muerte de Sarmiento. Su nombre está vinculado, definitivamente, a la educación
y, en especial, a la escuela primaria, a la por entonces llamada educación
común, a la obligatoriedad de la instrucción y a la creación y difusión de las
escuelas normales destinadas a preparar al magisterio encargado de llevar a
cabo la tarea de esa instrucción universal.
Es justo que sea así. Abundan las
razones y los testimonios que explican esa asociación entre Sarmiento, la
educación y la escuela y la figura del maestro. Pero es erróneo reducir la
imagen histórica de Sarmiento a la del educador, o transformarlo, forzadamente,
en una especie de enternecedor y enternecido maestro de escuela, con la tiza en
la mano, acariciando la cabecita de niños que se acercan a pedir el pan del
alfabeto.
Puerilidad y reduccionismo histórico
En la Argentina se presenta con mucha
frecuencia una actitud que tiende a puerilizar la historia o a reducirla, en
punto a los hombres y a los grandes acontecimientos, a mitos que se desgajan de
la realidad y casi siempre lijan sus aristas hasta alcanzar versiones tiernas,
aptas para niños de corta edad.
Algo de esto es consecuencia de una
extendida ignorancia histórica. En la mayoría de la población sólo perduran
unos pocos conocimientos de la historia patria adquiridos en los grados
iniciales de la escuela primaria. Entonces, San Martín se reduce al abuelo
inmortal de dos nietitas encantadoras a las que da consejos conmovedores, pero
el guerrero que enseñaba a los granaderos a descabezar godos usando el sable
corvo –para lo cual los entrenaba despanzurrando zapallos plantados en una
estaca al borde de las cuales debían pasar a todo galope–, el primer estratega
de la guerra de la independencia, apenas si es recordado como tal.
A Belgrano se lo conoce como el creador
de la bandera, y punto. Del precursor de la política educativa, del difusor de
la política económica librecambista e introductor de la fisiocracia en el Río
de la Plata, del genial redactor de las Memorias del Consulado, del numen de la
Revolución de Mayo, casi nadie sabe algo. Pero todos recuerdan las últimas
palabras que le inventaron los libros de historia para niños.
Sarmiento también sufre este mismo
proceso de puerilización y de reduccionismo.
Es una de las mejores plumas de la
lengua española del siglo XlX. Fue un periodista y un polemista como pocos.
Pero fue, sobre todo, un hombre político. Tuvo la visión abarcadora del
generalista y la profética del estadista. Y si se ocupó de la educación, del
magisterio y de fundar escuelas normales, no fue por vocación de enseñante
profesional ni por afanes de entrega mística a tareas de alfabetización o de
enseñanza de cualquier tipo a niños y jóvenes –su temperamento nada tenía que
ver con el que es propio de los docentes vocacionales y mucho menos con el que
distingue a los maestros y a las maestras de los primeros grados, sino porque,
como hombre político, entendió que la alfabetización y la educación común eran
la llave maestra del progreso de los pueblos y de la riqueza de las naciones.
Con otras palabras, menos fogosas,
quizás, que las de Sarmiento, pero no menos claras, ya habían proclamado esa
tesis Belgrano en 1796, Rivadavia en 1812, los hombres de la Organización
Nacional en conjunto, en particular Avellaneda, el gran ministro de Instrucción
Pública de la presidencia del sanjuanino, y Mitre al fundar el Colegio Nacional
de Buenos Aires, en 1863, o Estrada, como Rector de esa institución, en sus
memorias anuales.
Pero Sarmiento se ganó el puesto de
hombre-símbolo de la causa de la educación común porque puso a su servicio toda
la energía de un temperamento apasionado, desbordante y labró a fuego, para
siempre, páginas inmorales para defenderla y llevarla a la práctica.
"¡Alambren, no sean
bárbaros!"
La obra educadora de Sarmiento no puede
entenderse en su verdadero significado mientras se siga pensando en su figura
como identificada casi exclusivamente con el magisterio. Sarmiento fue un
político. Su obra no es de Didáctica ni de Pedagogía y ni siquiera de
Administración Escolar, sino de Política Educativa, aunque haya espigado en
aquellas otras áreas empujado por la necesidad de los hombres de su tiempo de
hacer un poco de todo.
Para entender la obra de Sarmiento
–educador, de Sarmiento– fundador de escuelas normales, es necesario integrar
esas facetas con la del fundador del Colegio Militar y la Escuela Naval, la del
creador del primer Observatorio Astronómico del país, la del luchador por
extender las vías férreas, la del hombre que en la campaña del Ejército Grande
contra Rosas cabalgaba sobre montura y no sobre recado y la del gran polemista
que gritaba a los hombres de campo de su época: "¡Alambren, no sean
bárbaros!"
Alambrar los campos era luchar contra
la barbarie. También era luchar contra la barbarie extender los servicios de
ferrocarriles; reemplazar las milicias desordenadas por cuerpos de línea
comandados por hombres de armas profesionalizados e introducir nuevos cultivos
en el Delta. Luchar contra la barbarie era fomentar la inmigración europea;
introducir las cartillas que enseñarían a los agricultores y ganaderos a
mejorar sus procedimientos de trabajo... y abrir escuelas, bibliotecas
populares, formar maestros y traer docentes de Estados Unidos para colaborar en
esta obra.
Civilización o barbarie
En el Río de la Plata hubo un gran
proyecto nacional en 1810: crear una nación libre, en condiciones de conducirse
a sí misma y sacudirse las cadenas del monopolio y la burocracia
reglamentarista y corruptora del Estado español de los Borbones. Así de simple.
En 1837, con la generación de
Echeverría, a ese proyecto se añadió el de la ilustración, cuyo adelantado
había sido Rivadavia. Las "luces de la razón" debían cambiar la
fisonomía social de un país al que el desierto y la soledad habían condenado a
tener una campaña semibárbara, de estructura político-social claramente
emparentada con el feudalismo, pues el centralismo del estado-absoluto de los
Borbones apenas si se aposentaba en declaraciones de falso acatamiento.
En ese contorno, unos pocos centros
urbanos albergaban minorías –en cada caso pocas decenas de familias– que
recibían lejanos destellos de aquellas luces del siglo que a Buenos Aires
lograban llegar con más fuerza, aunque sin extenderse, tampoco, a sectores muy
numerosos. De aquellos proyectos, aventada la época de Rosas –período
probablemente necesario para alcanzar, en los hechos, una unidad sobre la base
del reino mayor, a la manera de Castilla y de León imponiendo su dominio sobre
los restantes reinos de la península– nació, a partir de 1853, el otro gran
proyecto, que fue una síntesis de los dos anteriores.
Sus metas capitales fueron, primero, la
unidad política, cuyos tres pasos definitivos se dieron con la Constitución del
60 y la presidencia de Mitre, la capitalización de Buenos Aires y el
"unicato" de Roca; segundo, la apertura al mundo en materia de
comercio y la puesta en práctica de los grandes principios de la economía
liberal de la época; tercero, el establecimiento de los principios de igualdad
republicana y de los derechos del hombre en todos los órdenes de su vida (lo
que culminó con la ley de voto secreto en 1912); cuarto, la población del
desierto ("gobernar es poblar" decía Alberdi) mediante la inmigración
"europea" y no cualquier otra (también consejo de Alberdi, escrupulosamente
acatado por el pensamiento de la época) y, quinto –por fin– la
"ilustración" de las masas (nativas e inmigrantes) mediante la obra
de la educación común, que debía ser, por eso, gratuita y obligatoria (aunque
esta obligatoriedad contradijera alguna ortodoxia político-liberal) y que
necesitaba del normalismo para hacerla posible.
Esta meta de la ilustración –en el
mundo de entonces sinónimo e "Europeización (para Alberdi) o, quizá, de
importación de modelos de Estados Unidos (para Sarmiento)– fue traducida por el
autor de "Facundo" en una consigna que sacudió al país de punta a
punta. El dilema, en efecto, se daba entre civilización o barbarie.*
Urquiza, uno de los grandes barones de
la época de Rosas, había sido ganado al fin por el afán civilizador: llamó a
Marcos Sastre, que organizó el sistema de enseñanza en Entre Ríos (de esa época
es el famoso "Reglamento General de Escuelas"); alzó, amuebló, decoró
y "afrancesó" el Palacio San José y, por supuesto, abatió a Rosas para
abrir los ríos del Litoral a la navegación de ultramar y juzgó llegada la hora
de contar con una Constitución, instrumento político de la era de la
Ilustración, que, como explican los tratadistas, debe ser escrita y debe contar
con un pueblo alfabetizado capaz de interpretarla y aplicarla.
Cien años después
Sarmiento, entonces, vuelto de Chile,
busca a Urquiza; se incorpora al Ejército Grande; se hace
"boletinero" de la campaña bélica; instala una imprenta entre la
pólvora y los cañones; usa uniforme con quepis a la Francesa y montura inglesa
y comienza su lucha por la civilización contra la barbarie. No ceja hasta 1888,
cuando muere en Asunción del Paraguay. Parte de esa lucha es la educación común
y la creación de las escuelas normales. Así entendido, y sólo así, Sarmiento alcanza
su máxima dimensión.
Y el tiempo pasó. Desde los afanes
organizativos de 1860,las oleadas inmigratorias, la capitalización de Buenos
Aires, la tarea de la alfabetización –que en menos de 50 años nos colocó a la
par de las naciones más adelantadas– la pampa feraz y el desierto de
"Facundo" surcados por trenes, la instalación de molinos, los campos
alambrados, los palacios y teatros de estilo francés (italianizados) alzados en
las ciudades, el refinamiento de los ganados y el tango triunfante en París; desde
el nacimiento de Victoria Ocampo o de Lugones, la ilustración parecía avanzar
sin enemigos a la vista.
La europeización parecía un hecho.
Buenos Aires la proclamaba, con el Colón, los subterráneos y "Sur".
La mostraban las ciudades del interior donde por las calles coloniales
desplegaban sus luces de saber y de ciencia las escuelas normales y los
egresados universitarios de La Plata, de Córdoba o de Tucumán y la exhibían los
estancieros y sus hijos en los salones de París de antes y después de la primera
guerra mundial. La atestiguaban los hijos de los inmigrantes que, a veces en la
primera generación, o a lo sumo en la segunda, se transformaban en
profesionales de prestigio, en industriales de fortuna, en políticos de primera
línea, en educadores renombrados.
Pero América aguardaba. De pronto, un
nuevo estallido europeo trastocó reglas de juego que alguna vez se creyeron
eternas.
El imperio británico cedió el paso a
otros grandes de la tierra. Europa, aliada de la ciencia y de la técnica, se
puso también a producir carne y trigo. Dejamos de ser el granero del mundo.
Y un día, la ilustración, otra vez, fue
derrotada en las urnas. ¿Era la barbarie? Nunca el dilema fue absoluto. Nunca
hubo civilización absoluta, perfecta, virtuosamente pura, de un lado, y barbarie
absolutamente condenable del otro. Los hijos de la tierra y de América latina
vivían entre nosotros y el centralismo despótico de los Borbones había
penetrado el alma del país hasta los huesos. El feudalismo de los grandes
caudillos no se había extinguido: un día, con viento propicio, el rescoldo
comenzó a crepitar y volvieron.
Pudo ser una síntesis fecunda,
bienhechora. Pero así como en 1916 los dirigentes conservadores perdieron el
rumbo y no supieron nunca más, en adelante, entenderse con el pueblo llano, la
ilustración perdió el rumbo desde 1946 y sólo quedó el enfrentamiento. Lo que
pudo ser síntesis se transformó en trincheras y en buena medida la barbarie se
tomó la revancha.
La Argentina no es Europa, como creyó
que podía ser, ni Buenos Aires una ciudad europea, como llegó a serlo o como
creyó que había llegado a ser. La ilustración pierde terreno día tras día. Se
trata de la urbanidad –en un sentido lato, de modales y de civilización– en
retroceso. Las formas de vida primitivas que el obispo del Tucumán, Fray José
Antonio de San Alberto, –otro adelantado de la ilustración y de la educación en
el Río de la Plata– describía horrorizado según las había advertido en los
ranchos solitarios de las campañas de fines de siglo XVIII, son muy similares a
las que hoy, con televisión y radio a transistores, se practican en las villas
de emergencia que están instaladas dentro de la gran urbe, en la megalópolis de
diez millones de personas, a mil metros del Teatro Colón y de su cúpula de
Soldi.
Las rejas de las pulperías para
defenderse de gauchos malos o de indios ladrones se instalan hoy en los
comercios de los barrios y en las casas de vecindarios atemorizados, y las
luces del progreso no sirven en las noches para defender a las familias
honradas de saqueadores y violadores que actúan a la manera de los malones que
robaban ganados arreaban cautivas en las grupas de sus potros.
Vocabularios y vestimentas muestran que
teníamos soterradas conductas a las cuales la escuela común y el normalismo no
pudieron transformar, mientras los colectivos y los camiones circulan en las
ciudades con un estilo propio de los pueblos menos evolucionados culturalmente,
que cada vez nos acerca más al atraso mental y ético y nos aleja de la
civilización que se exhibe, presuntuosa pero impotente, en las fachadas de los
viejos edificios.
La televisión revela que la ilustración
no prendió en las masas. El corporativismo, como auténtica expresión de la vida
política argentina contemporánea, revela que la Constitución liberal de 1853/60
sigue teniendo vigencia como un programa a cumplir –según advirtió hace tres
décadas Carlos Sánchez Viamonte– pero no ha encarnado todavía en la mentalidad
popular.
Su permanencia como ideal, su valor
como testimonio, su invocación por todos, indica que ese programa –según enseña
el maestro Mario Justo López– está, todavía, y sin embargo, vivo. Lo cual es
mucho.
El centralismo borbónico del virreinato
ha renacido. Dio sus pasos iniciales de la mano de Roca; se afianzó con
Irigoyen; se hizo absoluto en los hechos con Perón; lo refirmaron todos los
interregnos militares. A despecho de palabras, que todos repiten, los
argentinos prefieren un gobierno nacional fuerte y modestas administraciones
locales. Las pequeñas diferencias –que las clases no empiecen el mismo día en
todas las provincias o los maestros no ganen lo mismo en todas ellas– les
parecen escandalosas. Las provincias han perdido –con el voto a favor de sus senadores
y sus diputados, según recuerda el eminente estudioso Pedro J. Frías– el
control de recursos propios y prefieren delegar en manos de un gigantesco
estado central la recaudación de casi todos los impuestos, para disputar luego
su porción en cabildeos inacabables dentro de una ley de coparticipación
federal que jamás dará satisfacción a todas.
Sarmiento, hoy
A cien años de la muerte de Sarmiento,
su bandera –civilización o barbarie– está otra vez presente. Otra vez, hay que
abrir el país al mundo. Desde 1930, la Argentina volvió a creer, absurdamente,
que podía encerrarse y vivir ensimismada. La realidad de estos años es un
precio tremendo que estamos pagando por semejante dislate.
Como lo hicieron los criollos
ilustrados en el 10, y Urquiza y Mitre en el 53 y en el 60, otra vez hay que
abrir ríos y puertos al comercio internacional.
Pero, además, hay que empezar, otra
vez, a ilustrar a las masas. Otra vez hay que empezar a educar al soberano.
Otra vez hay que vencer al feudalismo supérstite que en muchas provincias
identifica, todavía, la fortuna personal con el poder político y ha conducido
hasta la última condición que –según enseña el inolvidable José Luis Romero–
distingue al feudalismo: la posibilidad de cada señor de emitir su propia
moneda.
Pero no se trata de enfrentar a Europa
y América como deidades enemigas. El problema no es, simplemente, abandonar el
recado y usar silla inglesa. No es un problema de frac versus chiripá, ni de
chaqueta contra el poncho, ni de vidalitas o escondidos que se permitan
acorralar a Bach y a Mozart. No es un problema de "cabecitas" contra
letrados o de tez oscura contra la piel blanca, ni de pretendidos lenguajes
indígenas casi inexistentes contra la maravillosa riqueza de la lengua española
que es la nuestra y lo será por siempre.
El problema es de síntesis.
Civilización o barbarie fue la bandera de una época y Sarmiento su boletinero
genial. Se la entendió, luego, equivocadamente, como un combate a muerte,
cuando debió ser un abrazo del cual habría de nacer un gran pueblo y una gran
nación.
Ahora, a cien años, voceros de la
barbarie quieren acabar con la civilización. Tampoco entienden la síntesis.
Pero el único proyecto posible de país es esa síntesis. La otra alternativa es
un combate –como hoy están dando los medios de comunicación oficiales buena
parte del cine, el teatro y la literatura apoyados por el Gobierno– en contra
de la ilustración. Es un combate que pretende, absurdamente –basta escuchar los
medios de comunicación oficiales– contraponer una América indígena y pura
contra una civilización occidental –Europa y los Estados Unidos– a la que se
desconoce toda virtud.
Pero ese combate no tendrá
triunfadores, sino sólo derrotados por ambos lados. Y el gran pueblo y la gran
noción seguirán esperando su hora, si es que alguna vez llega.
La ilustración –ahora deberíamos decir
la ciencia, las humanidades, los centros de excelencia del sistema escolar, la
investigación pura y también los buenos modales, la altura de la expresión
oral, las conductas cotidianas, la "urbanidad", en fin, o, si se
quiere, la civilización tiene que dar la batalla. La barbarie siempre busca, en
realidad, entregarse a la ilustración. Los hombres, aunque se nieguen a
reconocerlo, buscan la luz, no las sombras. Prefieren la limpieza al hedor. Se
enamoran de la civilización, aunque se jacten de ser bárbaros. Así lo hicieron
los pueblos que amenazaron con destruir a Roma y terminaron siendo sus hijos
dilectos en la historia.
Como hace cien años, el mensaje
samientino tiene vigencia. Civilización o barbarie, obra de síntesis, no de
destrucción mutua, es, otra vez, la obra que debe cumplir la Argentina. El siglo
XXl nos aguarda.
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