¿Tengo esperanzas para la Iglesia, a pesar de todo lo que está pasando? Sí, las tengo. Humanamente es casi imposible, pero nada es imposible para Dios....
Este es el cap. 7 de mi book "Judeo-cristianismo, Civilización Occidental y Libertad".
CAPÍTULO SIETE:
MIS ESPERANZAS
Como vimos el último intento magisterial por poner a la Iglesia a la altura de la modernidad católica quedó en el olvido. ¿Se puede recuperar?
Tal vez sí. Para ello hay que trabajar en los siguientes puntos.
1. Las libertades individuales en el contexto actual
Los católicos hoy padecemos de dos tipos de persecuciones. Una, la habitual, fruto del atropello directo a la libertad religiosa, donde seguimos siendo torturados, asesinados, encarcelados y perseguidos por diversos regímenes: los estados islámicos intolerantes, y los estados comunistas como China, Corea del Norte, Cuba, etc.
La segunda se da con diversos grados en Europa, América Latina y en algunos estados de los EE.UU.
Esta última persecución consiste, como sabemos, en restricciones de la libertad de contratación, de expresión, de enseñanza, etc., como producto de legislaciones que imponen obligatoriamente la bondad moral de la homosexualidad, el aborto, etc., y sancionan como delito hacer o decir lo contrario. Como ya dijimos en otra oportunidad, ello se podría sintetizar en a) “Que el sexo es una identidad que el individuo se coloca a sí mismo con total autodeterminación; b) Que el aborto y los anticonceptivos son derechos que todo individuo tiene derecho y obligación de recibir; c) Que el matrimonio homosexual (y obviamente disoluble) es otro derecho de igual naturaleza que los anteriores. d) Que ya no hay derecho a la libertad de expresión, sino derecho a la información objetiva, que el estado debe proveer, contrario a las manipulaciones comunicativas de las corporaciones privadas. e) Que los planes y programas de estudios, especialmente los primarios y secundarios, ya privados o púbicos, deben enseñar obligatoriamente a, b y c; f) Que las instituciones de salud, ya privadas o públicas, deben proveer de manera coactiva y obligatoria el punto b, g) Que todo desacuerdo con todos los puntos anteriores es un acto de discriminación que debe ser penalmente prohibida”[1].
Los católicos ya estamos sufriendo todas estas cosas, con grados diversos, en los lugares referidos. Pero todo ello tiene por parte nuestra cierta co-responsabilidad al haber alentado al estatismo que permitió institucionalmente tales atropellos.
Y ello se debe, precisamente, a no haber incorporado en serio ni la letra ni el espíritu de las libertades individuales.
En efecto, como ya hemos dicho en esa misma oportunidad, los avances del estado, en esas libertares, tuvieron dos etapas previas, que no sólo no fueron vistas sino alentadas por muchos católicos: “…Fruto del positivismo, que en lo social Hayek llama constructivismo, los estados-nación racionalistas europeos de fines del s. XIX (Francia, Italia), con copias en Latinoamérica (México, Uruguay, Argentina), avanzaron sobre temas de educación, salud pública y matrimonio, con la intención de educar y proteger al ciudadano en tales áreas mediante lo que la ciencia podía proporcionar. La educación pública obligatoria tenía por misión educar en las ciencias y letras básicas el futuro ciudadano ilustrado y secularizado; la medicina se divide en legal e ilegal, y en la primera el estado avanza en la salud pública. En materia de matrimonio y familia los estados avanzan quitando el cuasi-monopolio que las comunidades religiosas mantenían en esas áreas. Comparado con lo que vino después, fue un positivismo ingenuo y un laicismo moderado (laicismo como esencialmente diferente a la sana laicidad). Los estados educaban en cosas que hoy consideraríamos “buenas” tales como ciencia básica, lecto-escritura, matemáticas, etc., y los hospitales públicos se regían por una medicina científica relativamente des-ideologizada. Las comunidades religiosas toleraron al principio y aceptaron luego esta situación sin sospechar lo que vendría después”. (itálicas agregadas).
En efecto, al principio, guiados por ese magisterio que se oponía a las legislaciones laicistas (León XIII fue muy claro en esto, especialmente al distinguir entre el régimen y la legislación) los católicos rechazaron en general esas legislaciones monopólicas y cientificistas. Pero luego, al ir logrando que los estados reconocieran las libertades de enseñanza y de asociación para sus propias instituciones educativas y de salud, de la tolerancia se pasó a la aceptación lisa y llana de la acción de los estados en salud y educación, sobre todo porque sus contenidos eran científicos sin atentar contra nada de la moral cristiana. Totalmente comprensible esa aceptación, sólo que no se vieron los peligrosos instrumentos jurídicos que dichas acciones estatales dejaban establecidos.
Pero luego, como ya hemos visto de algún modo, muchos católicos caen en ideologías estatistas y autoritarias donde no tienen ningún problema en proclamar como cuasi-dogmas (ese fue el problema) a los derechos sociales a la salud, educación e información. Esos derechos sociales tienen al estado como sujeto pasivo de obligación, y por ende el estado está obligado a tener cláusulas programáticas para su cumplimiento[2]. Por ende el estado debe intervenir en los programas de estudios para todos, ya sean estatales o privados, y lo mismo sucede con la salud y con el “derecho a la información” contra la libertad de expresión que sería en realidad la libertad de empresa de las grandes corporaciones. Todo ello implica por ende que las libertades de enseñanza, expresión y de asociación se conviertan en un casi nada una vez que los gobiernos fijan sus propias agendas. Claro, si la agenda era leer, escribir y matemáticas, nadie notaba el problema; pero si la agenda es ahora la libertad reproductiva, entonces ahora muchos católicos se acuerdan tarde de las libertades individuales que nunca supieron defender. Por eso decíamos, refiriéndonos a la segunda fase de avance del estado: “… Como fruto de la crisis del 29 y la progresiva crítica y desconfianza a un liberalismo “individualista”, surge más o menos a mitad del s. XX el convencimiento generalizado de que los gobiernos centrales deben ofrecer bienes públicos en materia de salud, medicina, educación e información, respondiendo ello a lo que serían los derechos de segunda generación (a la salud, la vivienda, la educación, la seguridad social, etc.) muchos de los cuales fueron explícitamente escritos en diversas reformas constitucionales. Luego de la 2da. guerra, este avance del estado convive con formas republicanas en los EE.UU. (el New Deal) y en Europa (el Estado Providencia) o con sistemas más autoritarios, como el primer peronismo en Argentina, de orientación claramente fascista en el sentido técnico del término. Los estados, con toda lógica, proveen salud, educación, seguridad social e información, según los criterios del estado, por supuesto. Pocas voces, como Mises y Hayek, advierten los peligros para los derechos personales, pero no son escuchadas. Diversas religiones aceptan de buena gana el sistema, convencidas de la crítica al liberalismo y de la necesaria intervención del estado para proteger a los menos favorecidos por la lotería natural de recursos, como diría Rawls. Claro, esto siempre que los gobiernos no quisieran imponer coactivamente cuestiones que violaran la libertad religiosa, pero al principio, dadas las costumbres de la época, ello no parecía ser un problema. Los católicos argentinos tuvieron una primera advertencia cuando Perón se enfrentó con la Iglesia en su 2do. mandato, pero luego los militares católicos que lo derrotaron utilizaron los mismos instrumentos estatales para imponer la “sana doctrina” y lo que algunos autores llaman “el mito de la nación católica”. Mientras tanto, el PS (principio de subsidiariedad) y las libertades individuales brillaban por su ausencia, ya despreciadas estas últimas como la mera expresión ideológica de un capitalismo supuestamente incompatible con lo religioso” (itálicas agregadas ahora).
Esto es, lo que estamos diciendo es que muchos católicos, por su estatismo, alentaron la alfombra cultural y legislativa desde la cual ahora ellos mismos son perseguidos.
Decíamos, con respecto a los arriba citados puntos desde el a al g: “…su problema no radica principalmente en el contenido de lo que proponen. En una sociedad libre, con derecho a la libertad de expresión, enseñanza, asociación e intimidad, los que quieran pensar como el punto 1 y el 2 (el aborto ya es otro tema pues está en juego el derecho a la vida), etc., tienen todo el derecho legal a hacerlo: tienen derecho a la libertad de expresión y derecho a la intimidad personal. El problema radica en su imposición global a través de los instrumentos del estado, instrumentos legales que ya habían quedado perfectamente preparados en las fases a y b. Pero las comunidades religiosas, durante las fases a y b, no advirtieron el problema. Habiendo aceptado muchas de ellas el estado providencia y los derechos de 2da. generación, denigrando al mismo tiempo a las libertades individuales como pertenecientes a un liberalismo individualista y agnóstico, más que como emergentes necesarias del PS, quedaron indefensas ante la tercera fase .Ahora reclaman sus libertades, cuando ya es casi muy tarde. Ahora reclaman la libertad de conciencia pero no tendrían problema en volver a un estado providencia cuando este último vuelva a “portarse bien” en esas materias. Eso las desautoriza ante la opinión pública, por un lado, y las ha vuelvo con-causa de esta nueva oleada de laicismo autoritario que ahora critican con tanto vigor”.
Por lo tanto, si un gobierno impone la ideología del género en sus colegios primarios y etc., la cuestión no pasa sólo por pedir que el gobierno no lo haga, como si fuera ello lo único que se puede hacer. Pasa por reclamar la verdadera libertad de enseñanza, donde los privados no deben depender de los programas del estado. Lo mismo con los institutos de salud. Lo mismo con la libertad de expresión: esta incluye el derecho a decir lo que cada uno piense con respecto a esos temas, y por ende las denuncias legales por discriminación son en sí mismas atentatorias contra la libertad de expresión. Lo mismo por la libertad de contratación de cualquier asociación privada, que tiene derecho a no contratar a quien no quiera contratar, aunque moralmente se equivoque. Pero todo esto surge de una cabal comprensión de lo que son las libertades individuales, y es allí donde los católicos tenemos que terminar de incorporar la noción de lo que significa una sociedad libre, donde, excepto que se violen otros derechos individuales de terceros, los privados son libres de vivir y expresar sus diversas cosmovisiones del mundo.
La libertad religiosa es una clave católica y a la vez universal para el verdadero sentido de las libertades individuales. Si hay derecho a la libertad religiosa, entonces hay derecho a la libertad de expresión de la cosmovisión del mundo metafísica y filosófica que tal o cual religión tenga. Si hay derecho a la libertad religiosa, entonces hay derecho a la libertad de enseñanza de esas cosmovisiones. Si hay derecho a la libertad religiosa, que implica que los gobiernos no pueden protegernos del riesgo más terrible de nuestra vida –un error con Dios– entonces hay derecho a la libertad de conciencia en los demás riesgos de nuestra existencia mientras no violemos los derechos de terceros. Lo cual es el fundamento a su vez para que los gobiernos no deban “protegernos” por la fuerza y que el derecho a la intimidad personal (las acciones privadas de los hombres están sólo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados) sea la clave para la solución de muchos problemas sin atentar contra la ley natural[3].
Esa es la real laicidad y diversidad cultural con la cual se vive en un estado republicano, constitucional, si realmente se ha entendido lo que significa el derecho a la libertad religiosa. Allí los católicos tendrán la verdadera libertad para explicar su concepción del mundo, pero no por un privilegio, sino porque son ciudadanos del estado laical. Y si desde allí no logran fermentar nuevamente una cosmovisión cristiana del mundo, será su fracaso, que no será compensado porque ocupen cargos estatales autoritarios desde los cuales quieran imponer por la fuerza su visión del mundo. Porque ese ha sido su verdadero fracaso, a partir del cual nacen las reacciones autoritarias contra una fe católica que ha sido vivida como un mero grupo de presión.
2. La recuperación del laicado
2.1. La des-clericalización del laicado
Desde allí sí que será posible recuperar un laicado con conciencia de sí mismo. O sea, no un laico que pida directamente al pontífice, al obispo o al sacerdote lo que tiene que hacer y decir en materia temporal, no un laico que quiera penetrar en las estructuras de un gobierno estatista para desde allí, por la fuerza, imponer su visión del mundo, sino un laico que verdaderamente viva en el mundo de la economía, del cine, de la literatura, de la televisión, de la educación, de los hospitales, como su mundo, y no como una cosa extraña a la que hay que ir desde un mundillo clerical. En ese sentido el adjetivo de “católico” a sus propias iniciativas no es del todo conveniente: prefiero católicos que tengan colegios y no colegios católicos, decía Escrivá de Balaguer[4], y hay que ir más allá: católicos que formen asociaciones libres con no creyentes, por el bien común, sabiendo ganar en ellas su prestigio y su derecho a la libertad interna de expresión; católicos que estén y habiten con pleno derecho en las infinitas organizaciones seculares y gubernamentales no confesionales que hubiere, ejerciendo en ellas, por supuesto, las aludidas libertades individuales. Católicos que en todos lados sean reconocidos por su excelencia profesional pero no creyentes con buena voluntad que se vean cansinamente obligados a dedicarse a algo, como un puesto militar.
2.2. La vida cultural en general
Especialmente, en las circunstancias actuales los católicos están generalmente ausentes del cine, de la televisión y de la literatura. Habitualmente los católicos con formación escriben libros, hacen seminarios, pero no llegan a esos mundos. Por más libros de bioética que escribamos, somos superados infinitamente por la sola difusión mundial de una excelente serie televisiva de temas médicos. Y si vamos a esos medios, no entendemos nada, creemos que basta hacer clases filmadas, y no verdaderamente series y películas, con excelentes guiones y efectos especiales, capaces de competir como lo mejor para un Oscar.
2.3. La falta de formación
Y ello sucede, a su vez, por nuestra falta de formación. Falta de formación que tiene que ver con una catequesis infantil que luego inexorablemente se pierde. Y se pierde porque:
a) Independientemente de los debates teológicos del sentido del sacramento de la confirmación, no se aprovecha esta instancia como un sacramento para el adulto, que exija una verdadera formación y y verdadero compromiso de Fe.
b) No se soluciona tampoco dictando teologías en medio de universidades “católicas” que han sido concebidas según la educación positivista, donde la teología no es sino una materia más que hay que memorizar, y peor que otras, porque se la ve como una imposición de la institución “católica” más allá de lo necesario para el título profesional. Y las necesarias reformas educativas no se pueden hacer porque los estados lo impiden, pero como hemos visto, son estados que han violado la libertad de enseñanza con el consentimiento de muchos católicos que consentían con ese estatismo.
c) No se ha incorporado la razón dialógica a la enseñanza de la Fe. Las normas del diálogo (para las cuales autores no católicos como Habermas, Gadamer, Popper, han sido maestros) son fundamentales en toda enseñanza pero MAS en la Fe. Casi nadie está preparado para enseñar la Fe, llámese catecismo, teología, etc., dispuesto al libre debate, a las preguntas más incisivas de los que escuchan. Cada número del Catecismo debería leerse y luego decir: “¿qué desacuerdos hay?”, y escucharlos todos, y responder a todos con ciencia y caridad. ¿Que nadie está preparado para hacer eso? Bueno, ese es precisamente nuestro problema. Porque esa es la forma de enseñar. Que la fe no se imponga por la fuerza quiere decir que tampoco se impone por la fuerza lingüística. Necesitamos nuevos Domingos de Guzmán, que recorran el mundo dialogando, que estén en el mundo dialogando. Y el diálogo no nace espontáneamente después del pecado original. Hay que educarlo, entrenarlo, prepararlo, no como un mero medio, sino como un requisito esencial de la propia dignidad personal y del respeto de la dignidad de cualquier persona.
2.4. El bonum prolis
Por lo demás, el laicado católico tiene que recuperar el bonum prolis, el bien de la prole, el valor de los hijos, el bien de tener muchos hijos. No me voy a referir, desde luego, a las dificultades concretas de cada matrimonio, sino que me estoy refiriendo al imperativo cultural no cristiano que supone que es necesario “pasarla bien” hasta tener hijos, razón por la cual los hijos vienen pocos, muy tarde y en general no deseados. Una cosa es una dificultad concreta y otra es estar formado en esa mentalidad. Son dos cosas muy diferentes. Y esa mentalidad anti-natalista es la que disuelve el valor de la familia, la que invierte la pirámide poblacional y la que está eliminando gradualmente el número de católicos en el mundo más que lo que haría cualquier persecución. El ideal de vida del laico católico debería ser matrimonio, mucho sexo y muchos hijos, en ese orden. Estas cosas hay que decirlas. Yo no soy nadie, pero hay que decirlas. Ojalá se dijesen más seguido.
2.5. La vida económica y empresarial
En un ensayo de próxima aparición, decíamos: “Se ha expandido tanto la imagen del “espíritu protestante del capitalismo”[5], y de las virtudes relacionadas con el comercio (productividad, austeridad, sacrificio, puntualidad, frugalidad, cumplimiento de los contratos) como necesariamente relacionadas con una visión calvinista de la propia salvación, que se ha olvidado que la laboriosidad, la santificación personal por y en el trabajo, es un mandato del Génesis que no tiene que ver con la división entre protestantes y católicos. Hasta se podría decir que ese laicado activo que produce el protestantismo en el s. XVI es un recordatorio al Catolicismo de su propia tradición”.
“Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza y los puso en el paraíso “para trabajar”[6]. El cansancio y la fatiga del trabajo son una consecuencia del pecado original, no de ese mandato originario. Hay muy poco trabajado sobre en qué pudiera haber consistido ese trabajo antes del pecado[7], o qué relación tendría ello con una eventual escasez, pero ello no debe hacer olvidar que el mandato originario del Cristianismo era el trabajo.
En ese sentido, “trabajo” podría significar algo universal: el llamado del Evangelio a todo ser humano a trabajar sus talentos, a ponerlos al servicio de Dios y del prójimo…O sea, el “trabajo de ser persona”[8], la “visión y misión” de descubrir el centro del yo y desplegar sus alas.
Por supuesto, in abstracto esto incluye todas las vocaciones. Pero las circunstancias históricas posteriores a la caída del Imperio Romano de Occidente impulsaron una fuerte tendencia a que seguir los consejos evangélicos se identificaba con la vida monacal. La distinción entre trabajo manual e intelectual, en las circunstancias del medioevo, favoreció esa tendencia, y aún en el s. XX un libro de un gran pensador como Pieper, “El ocio y la vida intelectual[9]” favorece aún más la visión de que el catolicismo es afín a la contemplación, al ocio creador, favorable a la oración, al pensamiento, a la “fiesta” como celebración, mientras queda al capitalismo protestante el “neg-ocio”, la negación del ocio, y por ende el activismo, o sea Marta que se ocupa de muchas cosas mientras sólo una es la importante.
Pero la Lumen gentium, al redefinir la teología del laicado, implica una visión más positiva del laico que está en el mundo. El laicado no es más el último furgón de cola del tren del Cristianismo; no es más “el que no tiene vocación”, no es más el que se encuentra “trabajando porque no le quedó otra opción”, o porque no fue tan perfecto como para ser sacerdote o monje. El laicado es el llamado a estar en el mundo, es el llamado a santificar al mundo y santificarse en el mundo, por medio, precisamente, de la familia y el trabajo: “31. Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la Iglesia. Es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde. El carácter secular es propio y peculiar de los laicos. Pues los miembros del orden sagrado, aun cuando alguna vez pueden ocuparse de los asuntos seculares incluso ejerciendo una profesión secular, están destinados principal y expresamente al sagrado ministerio por razón de su particular vocación. En tanto que los religiosos, en virtud de su estado, proporcionan un preclaro e inestimable testimonio de que el mundo no puede ser transformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas. A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto, de manera singular, a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor”[10]. El Concilio Vaticano II también debe recordar que lo natural, lo no sacro, tiene un valor en sí mismo para el Catolicismo, y no un mero esperar la vida eterna: “36. Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia. Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte.” [11]
El texto se refiere a la ciencia, pero se puede aplicar perfectamente a la sana autonomía de lo natural en el mundo del trabajo como santificación del mundo.
Por lo tanto, ese laicado activo, productivo, que se expande a partir de la Reforma, no es privativo de Lutero, sino que retrospectivamente se puede interpretar como un recordatorio que la Providencia quiso dar al catolicismo de sus propias características. Claro que no es verdad la doctrina calvinista de la predestinación negativa absoluta, que dio como origen la búsqueda del éxito comercial como signo de no haber caído en ella. Pero el laicado trabajando en el mundo, llevando adelante todas las actividades humanas seculares, como vocación y como llamado, es lo que debe ser propiamente en el Catolicismo. Las circunstancias históricas son un per-accidens; lo doctrina es, en cambio, esencial.
Por lo tanto, no es verdad que el “neg-ocio” tenga un carácter negativo intrínseco respecto a la vida de oración del cristiano. Entre las muchas cosas que el cristiano está llamado a santificar y a santificarse, está la actividad comercial y empresarial, que no sólo se puede, sino que se debe (en el Catolicismo) vivir santamente con las virtudes que le son propias, nombradas al principio. Que esto haya sido poco trabajado hasta el momento[12] muestra que aún el Vaticano II no ha hecho carne luego de siglos de desbalance espiritual.
A su vez, no hay contraposición entre Marta y María: porque si alguien se ocupa de lo principal, o sea de la esencia de su yo[13], y lo descubre, las alas de su propio ser se despliegan. El “hacer” es un despliegue del ser, cuando no, es un escapismo o una alienación. Hay Marta cuando hay María.
En este sentido, uno de los documentos del magisterio católico más importantes sobre esta cuestión es la Sollicitudo rei socialis de Juan Pablo II. En efecto, dice allí el Pontífice: “La historia del género humano, descrita en la Sagrada Escritura, incluso después de la caída en el pecado, es una historia de continuas realizaciones que, aunque puestas siempre en crisis y en peligro por el pecado, se repiten, enriquecen y se difunden como respuesta a la vocación divina señalada desde el principio al hombre y a la mujer (cf. Gén 1, 26-28) y grabada en la imagen recibida por ellos. Es lógico concluir, al menos para quienes creen en la Palabra de Dios, que el « desarrollo » actual debe ser considerado como un momento de la historia iniciada en la creación y constantemente puesta en peligro por la infidelidad a la voluntad del Creador, sobre todo por la tentación de la idolatría, pero que corresponde fundamentalmente a las premisas iniciales. Quien quisiera renunciar a la tarea, difícil pero exaltante, de elevar la suerte de todo el hombre y de todos los hombres bajo el pretexto del peso de la lucha y del esfuerzo incesante de superación, o incluso por la experiencia de la derrota y del retorno al punto de partida, faltaría a la voluntad de Dios Creador. Bajo este aspecto en la Encíclica Laborem exercens me he referido a la vocación del hombre al trabajo, para subrayar el concepto de que siempre es él el protagonista del desarrollo. Más aún, el mismo Señor Jesús, en la parábola de los talentos pone de relieve el trato severo reservado al que osó esconder el talento recibido: «Siervo malo y perezoso, sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí... Quitadle, por tanto, su talento y dádselo al que tiene los diez talentos» (Mt 25, 26-28). A nosotros, que recibimos los dones de Dios para hacerlos fructificar, nos toca «sembrar» y «recoger». Si no lo hacemos, se nos quitará incluso lo que tenemos. Meditar sobre estas severas palabras nos ayudará a comprometernos más resueltamente en el deber, hoy urgente para todos, de cooperar en el desarrollo pleno de los demás: «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres»”[14].
Estas palabras no son privativas de un protestantismo que ahora Juan Pablo II trata de alcanzar, sino de una consecuencia judeocristiana que estaba en potencia. El laicado protestante las pasa al acto y eso fue para el Catolicismo un recordatorio providencial de su propia espiritualidad.”.
3. La recuperación de lo opinable
Ha sido evidente que a lo largo de todo este libro hemos tratado de aclarar qué cosas son opinables en relación a la Fe y por eso, cuando algunas intervenciones especiales del Magisterio se inclinaban por un tema opinable que nos favorecía, hemos aplicado la categoría de “acompañamiento” para respetar la libertad de opinión del católico. Ya nos hemos referido a ello y en ese sentido no habría más nada que agregar.
Sin embargo, si estamos hablando de la recuperación del laicado, este es uno de los temas más graves desde fines del s. XIX hasta este mismo año (2018) y lo seguirá siendo, temo, muchos años más, y constituye uno de los problemas más graves de la Iglesia.
3.1. El tema en sí mismo
La cuestión en sí misma no debería presentar ningún problema. Es obvio que “…Lo sobrenatural no debe ser concebido como una entidad o un espacio que comienza donde termina lo natural “, pero ello implica justamente que el ámbito de las realidades temporales debe ser fermentado directamente por los laicos e indirectamente por la jerarquía a través del magisterio que le es propio (me refiero a obispos y al Pontífice). Es obvio también que aunque lo natural sea elevado por la Gracia, ello no borra la distinción entre lo sacro, en tanto el ámbito propio de los sacramentos, y lo no sacro, donde puede haber sacramentales pero según las disposiciones internas de los que los reciban.
En ese sentido, puede haber, a lo largo de los siglos, una enseñanza social de la Iglesia en tanto a:
a) Los preceptos primarios de la ley natural que tengan que ver con temas sociales (como por ejemplo el aborto)
b) Los preceptos secundarios de la ley natural en sí mismos, donde se encuentran los grades principios de ética social (dignidad humana, respeto a sus derechos, bien común, función social de la propiedad, subsidiariedad, etc.) con máxima universalidad, sin tener en cuenta las circunstancias históricas concretas.
El magisterio actual ha aclarado bastante sus propios niveles de autoridad sobre todo en la Veritatis splendor[15] y Sobre la vocación eclesial del teólogo[16].
Tanto a como b pueden ser señalados por el magisterio ya sea positivamente (afirmando esos grandes principios) o negativamente, cuando advierte o condena sistemas sociales contradictorios con ellos (como fueron las advertencias contra los estados y legislaciones laicistas del s. XIX, o las condenas contra los totalitarismos en el s. XX).
Ahora bien, hay otras cuestiones sociales que no se desprenden directamente de a y b. ESE es el ámbito “opinable en relación a la Fe”: opinable no porque no pueda haber ciencias o filosofía social sobre ellos, sino porque esas ciencias y-o filosofías sociales corresponden a los laicos y no se desprenden directamente de las Sagradas Escrituras, la Tradición o el Magisterio de la Iglesia.
A partir de lo anterior se desprende deductivamente que esos ámbitos opinables son:
a) El estado de determinadas ciencias o conocimientos sociales en una determinada etapa de la evolución histórica;
b) la evaluación de una determinada circunstancia histórica a partir de a,
c) la aplicación prudencial de los principios universales a una situación histórica específica, a la luz de a y b.
Ejemplo: nuestros conocimientos actuales sobre democracia constitucional (a); el diagnóstico de la falta de instituciones republicanas en América Latina (b); las propuestas de reforma institucional para América Latina (c).
Todo lo cual muestra toda la hermenéutica implícita cada vez que hablamos de estos tres niveles en los temas sociales, y por ende la ingenuidad positivista de recurrir a “facts” para estas cuestiones.
3.2. ¿Señaló el Magisterio este ámbito de opinabilidad?
Por un lado, si. Los textos son relativamente claros:
a) León XIII, Cum multa, 1882: “... también hay que huir de la equivocada opinión de los que mezclan y como identifican la religión con un determinado partido político, hasta el punto de tener poco menos que por disidentes del catolicismo a los que pertenecen a otro partido. Porque esto equivale a introducir erróneamente las divisiones políticas en el sagrado campo de la religión, querer romper la concordia fraterna y abrir la puerta a una peligrosa multitud de inconvenientes”.
b) León XIII, Immortale Dei, 1885: “Pero si se trata de cuestiones meramente políticas, del mejor régimen político, de tal o cual forma de constitución política, está permitida en estos casos una honesta diversidad de opiniones”.
c) León XIII, Sapientiae christianae, 1890: “La Iglesia, defensora de sus derechos y respetuosa de los derechos ajenos, juzga que no es competencia suya la declaración de la mejor forma de gobierno ni el establecimiento de las instituciones rectoras de la vida política de los pueblos cristianos”…. “...querer complicar a la Iglesia en querellas de política partidista o pretender tenerla como auxiliar para vencer a los adversarios políticos, es una conducta que constituye un abuso muy grave de la religión”.
d) León XIII, Au milieu des sollicitudes, 1891: “En este orden especulativo de ideas, los católicos, como cualquier otro ciudadano, disfrutan de plena libertad para preferir una u otra forma de gobierno, precisamente porque ninguna de ellas se opone por sí misma a las exigencias de la sana razón o a los dogmas de la doctrina católica”.
e) Pío XII, Grazie, 1940: “Entre los opuestos sistemas, vinculados a los tiempos y dependientes de éstos, la Iglesia no puede ser llamada a declararse partidaria de una tendencia más que de otra. En el ámbito del valor universal de la ley divina, cuya autoridad tiene fuerza no sólo para los individuos, sino también para los pueblos, hay amplio campo y libertad de movimiento para las más variadas formas de concepción políticas; mientras que la práctica afirmación de un sistema político o de otro depende en amplia medida, y a veces decisiva, de circunstancias y de causas que, en sí mismas consideradas, son extrañas al fin y a la actividad de la Iglesia”.
f) Vaticano II, Gaudium et spes, 1965: “Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienen fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial pro el bien común”.
g) Juan Pablo II, Centesimus annus, 1991: “Es superfluo subrayar que la consideración atenta del curso de los acontecimientos, para discernir las nuevas exigencias de la evangelización, forma parte del deber de los pastores. Tal examen sin embargo no pretende dar juicios definitivos, ya que de por sí no atañe al ámbito específico del Magisterio”.
Podríamos citar algunos textos más, pero, como vemos, la noción en sí misma de lo opinable es clara.
3.3. Pero por el otro lado...
Pero, sin embargo, habitualmente las cosas no han sido tan claras. Los textos pontificios sobre temas sociales están inexorablemente adheridos a las circunstancias históricas, a su interpretación según criterios de la época y a recomendaciones y aplicaciones en sí mismas prudenciales. Nadie pide que no sea así, el problema es que los pontífices no se han caracterizado por aclararlo bien. Y no porque “se descuenten los principios hermenéuticos de interpretación teológica”. Hemos visto que, comenzando por el tema político, Gregorio XVI y Pío IX unieron indiscerniblemente a la recta condena de los estados laicistas con el intrínsecamente contingente régimen de ciudadanía = bautismo, que tantos problemas trajo para la posterior declaración de libertad religiosa. Hemos visto cómo ello fue aprovechado por los católicos que apoyaron a Mussolini (comenzando por Pío XI) y Franco, que tuvieron el atrevimiento de presentar eso como “doctrina social de la Iglesia”. Hemos visto cómo ese error comenzó a remontarse desde Pío XII en adelante, cómo este último tuvo que “acompañar” al surgimiento de las democracias cristianas de la post-guerra europea precisamente porque desde ese error se pretendía condenar por hereje al que pensara lo contrario. Hemos visto que el mismo, clerical e integrista error siguió en Lefebvre y pasa luego, de peor modo, a la horrorosa mezcolanza que hacen los teólogos de la liberación entre el comunismo de los medios modernos de producción y el “pueblo de Dios”. Hemos visto cómo Benedicto XVI tiene que salir a aclarar qué es lo contingente y qué es lo esencial, y cómo tuvo que “acompañar” nuevamente a los elementos más contingentes de la modernidad católica, para ver si la institucionalidad republicana penetraba en la mente de los integristas católicos de derecha o izquierda, y hemos visto que casi nadie lo escuchó ni lo entendió. Y todo eso por no haber distinguido en su momento lo opinable de lo que no lo era.
En el plano económico, temas que son intrínsecamente opinables en relación a la Fe, han pasado a ser parte de una especie de pensamiento único que todo católico debería aceptar so pena de ser un mal católico entre aquellos que recitan de memoria las encíclicas. La leyenda negra de la Revolución Industrial, desde León XIII en adelante; el capitalismo liberal como el imperialismo internacional del dinero, desde Pío XI en adelante; un programa casi completo de política económica, en la última parte de la Mater et magistra de Juan XXIII; la redistribución de ingresos y la llamada justicia social, desde Pío XI en adelante; la teoría del deterioro de los términos de intercambio, desde Pablo VI en adelante, y así… hasta hoy. Para colmo gran parte de esas encíclicas son redactadas por asesores que así convierten sus personales opiniones (que deberían haber sido debatidas académicamente) en “Doctrina social de la Iglesia”. La situación no se solucionó porque San Juan Pablo II haya hablado de economía de mercado en la Centesimus annus: era obvio que fue un párrafo incrustado por un asesor desde fuera del pensamiento real de Karol Wojtyla, que, por ende, ni él se lo creyó. Y además tampoco la solución pasaba porque entonces la economía de mercado pasara a ser, sin distinciones, otro tema opinable convertido en no opinable…
El problema NO consiste en que un católico considere que todas esas cosas son verdaderas. El problema es que desde los pontífices para abajo, sin casi distinciones y aclaraciones, se consideran parte de la cosmovisión católica de la vida. O sea, el problema NO consiste en que un católico, sea el pontífice o Juan católico de los Palotes, opine así, el problema es que lo piense como cuasi-dogma social. Ese es el problema.
3.4. ¿Por qué? Diagnóstico
¿Pero por qué ha sucedido esto? Fundamentalmente por dos razones.
Primera: en el plano político y económico, los pontífices no han dejado de gobernar. Fueron casi 17 siglos de clericalismo. La desaparición forzada de los estados pontificios los dejó sin territorios pero sí con el arma moral de la conciencia de los católicos. Y abusando de su autoridad pontificia –un problema previsto por Lord Acton– no sólo condenaron rectamente lo que tenían que condenar, sino que además cada uno de ellos propuso su “plan de gobierno” en encíclicas que comenzaron a llamarse “Doctrina social de la Iglesia”. Cuidado, no digo que ello no haya sido históricamente comprensible o que en esos “gobiernos” no haya habido cosas buenas aunque opinables. Lo que digo es que, al excederse de los tres temas señalados como no opinables, “gobernaban” en lo contingente, según visiones también contingentes, y lo peor es que su territorio era el mundo entero.
En un mundo paralelo imaginario, los pontífices deben tener la “denuncia profética” de la injusticia a nivel social, rechazando lo que sea contradictorio con la Fe y la moral católicas, pero las cuestiones afirmativas –qué sistema social seguir, qué hacer in concreto- deben ser dejadas a los laicos, que, por ende, tendrían opiniones diferentes entre ellos, ninguna “oficialmente católica”. Pero no: los pontífices, hasta hoy, hablaron y hablan sencillamente de todo y prácticamente presentan todo ello como obligatorio para el laico. Y no como la filosofía, que habla “de todo” pero desde las causas últimas y los primeros principios. Hablan de todo en cuanto concreto: opciones concretas, interpretaciones concretas, de política y economía, desde los sistemas concretos de redistribución de ingresos, pasando por la política exterior, monetaria, fiscal, agrícola, industrial, cambio climático, medio ambiente, seguridad, etc. Hasta hoy. El famoso “Compendio de Doctrina Social de la Iglesia” (op.cit.) es un buen ejemplo: prácticamente no hay tema que no esté allí contemplado, y entregado al laico como “tome, esto es lo que tiene que pensar y decir”.
La segunda razón es el radical desconocimiento del ámbito propio de la ciencia económica, esto es, las consecuencias no intentadas de las acciones humanas. Casi todos los documentos pontificios están escritos desde el paradigma de que si hubiera gobiernos cristianos, y por ende “buenos”, ellos redistribuirían la riqueza, que se da por supuesta; ellos implantarían la justicia con diversas medidas intervencionistas cuyas consecuencias no intentadas no se advierten. El mal social proviene de personas malas, no católicas, que defienden la maldad de un sistema liberal que sólo puede ser defendido desde el horizonte de la defensa de los intereses del capital.
Con ello, ¿qué lugar queda para la economía como ciencia? Ninguna, excepto la del contador que hace las cuentas para el obispo. Como mucho, un laico sabrá de diversos “tecnicismos”, pero las grandes líneas de gobierno ya están planteadas porque, frente al paradigma anterior, no hay economía como ciencia sino más bien gobiernos buenos, que harán caso a las encíclicas, o gobiernos malos, que no. Y punto.
Pero la realidad de la escasez no es así. Como hemos visto cuando analizamos a los escolásticos, las medidas supuestamente “buenas” de los gobiernos tienen consecuencias no intentadas por el “buen” gobernante. Los precios máximos producen escasez; los mínimos, sobrantes; los salarios mínimos producen desocupación; el control de la tasa de interés, crisis cíclica; el control de alquileres, faltante de vivienda; las tarifas arancelarias, monopolios legales e ineficiencia, la emisión de moneda, inflación, y la socialización de los medios de producción, imposibilidad de cálculo económico. Siempre es así pero siempre se vuelven a hacer las mismas cosas suponiendo que alguna vez un gobernante “más bueno”, “más lector del magisterio”, lo va a hacer “bien”. Y el que piense lo contrario desconoce o desobedece a “la doctrina social de la Iglesia”; por ende es un mal católico y un manto de silencio lo cubre en ambientes eclesiales, como un cadáver al cual se le cubre caritativamente el cuerpo.
Mientras no se tenga conciencia de esto, los pontífices seguirán hablando como si la economía dependiera de las solas y bienintencionadas órdenes de los gobernantes cristianos, escritas por ellas en sus encíclicas sociales.
3.5. ¿Cuáles son las consecuencias de todo esto?
Son desastrosas, por supuesto. Comencemos por la primera: la des-autorización del magisterio pontificio.
De igual modo que, a mayor emisión de oferta monetaria, menor valor de la moneda, a mayor cantidad de temas tratados, menor valor. O sea, se ha producido una inflación de magisterio pontificio en temas sociales[17], en cosas totalmente contingentes, que deberían ser tratadas por los laicos. Con lo cual se ha violado el principio de subsidiariedad en la Iglesia: el pontífice no debe hacer lo que los obispos pueden hacer, y los obispos no deben hacer lo que corresponde a los laicos. La invasión directa de la autoridad del pontífice en temas laicales implica que el pontífice se introduce cada vez más en lo más concreto, donde ha más posibilidad de error[18]. De igual modo que los preceptos secundarios de la ley natural demandan una premisa adicional que no está contenida en los preceptos primarios, mucho más cuando de los primarios y secundarios se pasa a cuestiones políticas y económicas irremisiblemente históricas y prudenciales.
Ante esta inflación de magisterio pontificio, se produce un efecto boomerang. Es imposible una estadística, pero algunos –ya jerarquía o laicos– no tienen idea de lo que ocurre ni les interesa. Otros, guiados por un sano respeto al magisterio, repiten todo, desde la Inmaculada Concepción hasta la última coma de la entrevista del Papa en el avión sobre las marcas dentífricas. Eso produce un caos total, porque los laicos, inconscientemente, van adaptando una multitud cuasi-infinita de párrafos pontificios a su ideología opinable concreta, y van armando una Doctrina Social de la Iglesia a la carta que luego además se echan los unos a los otros con acusaciones mutuas de infidelidad al magisterio. Ante este caos, muchos finalmente optan por decir lo que quieren ante un magisterio que en el fondo se ha metido en lo que no le corresponde. Otros, finalmente, en silencio, obedecen al magisterio en sus ámbitos específicos y mantienen en reserva mental (y en silencio) su posición en temas opinables.
Lo que ha sucedido también es el avance de teologías de avanzada en temas sociales y dogmáticos. Esto ya fue visto por Pío XII, en su famosa Humani generis, con el intento de frenarlo[19]. Pero no pudo. Esas teologías habitualmente desobedecen al Magisterio en todo lo que sea fe y costumbres pero lo siguen cada vez que el Magisterio avanza en temas sociales más para la izquierda. Así, en los 60’ y los 70’, los teólogos de la liberación proclamaban exultantes a la Populorum progressio mientras ocultaban y silenciaban a la Humanae vitae y al Credo del Pueblo de Dios. Y así sucesivamente. Y con ello se ha producido una especie de consenso, un casi pensamiento único en la Iglesia, ante el cual, si eres un teólogo o pensador católico “de avanzada”, dices absolutamente lo que quieres en temas de Fe y costumbres, pero en cambio sigues a pie de juntillas el plan más estatista establecido en la Populorum progressio, en las Conferencias episcopales latinoamericanas y en las primeras dos encíclicas sociales de Juan Pablo II[20]. Eso sí: sobre esto, entonces, ya no hay libertad de opinión. Si no sigues al los nuevos dogmas estatistas, entonces sí que estás excomulgado. O sea, en lo opinable, pensamiento único; en Fe y costumbres, lo que quieras.
Todo esto es un caos, del cual no se ha salido en absoluto. El laicado, ante esto, ha quedado, o totalmente indiferente, con lo cual lo que digan los pontífices en temas de Fe y costumbres ya no importa, o totalmente clerical, integrista y dividido. Cada grupo se ha armado su propia versión de la Doctrina Social de la Iglesia, sin conciencia de lo opinable, cortando y pegando los párrafos que les convienen –porque la cantidad de párrafos en los asuntos contingentes es tan amplia que da para ello– y acusando al otro grupo de infidelidad a la Iglesia.
La corrección de todo esto va a tardar mucho. Pero los laicos no deberían pedir a los pontífices expedirse en temas contingentes, ni estos últimos deberían hablar sobre esos temas. La cuestión ya no pasa por interpretar lo que dijo Pablo VI sobre comercio internacional: la cuestión pasa por reconocer que sencillamente no debería haber dicho nada. La cuestión ya no pasa por interpretar los párrafos de Juan XXIII sobre industria, comercio e impuestos: la cuestión es que no debería haber dicho sencillamente de eso, igual que San Josemaría Escrivá de Balaguer, que nunca invadía los ámbitos propios de los laicos.
La solución del famoso tema de la economía de mercado no pasa, por ende, por tener un Papa que bendiga y eche agua bendita a las teorías del mercado. La cuestión pasa por callar y dejar actuar y pensar a los laicos. Establecidos principios muy generales como propiedad y subsidiariedad, hasta dónde llega la acción del estado es materia de libre discusión entre los laicos. Si un laico basado en Keynes está de acuerdo con una política monetaria activa y yo, basado en Mises, estoy de acuerdo con el Patrón Oro, la solución del problema no pasa porque venga un Papa “aurífero”. Yo no necesito que el Papa se pronuncie en ese tema. En ese tema, y en la mayor parte de los termas, que se calle y que deje actuar a los laicos. Así de simple. Y cuando los laicos opinen, que no tengan párrafos diversos del magisterio para sacralizar, clericalizar su posición y echársela por la cabeza al laico que piensa diferente.
Así, cuando Roma hable, será importante. Así, cuando Roma hable, será porque verdaderamente hay que confirmar en la Fe. Así, cuando haya un concilio ecuménico o una encíclica, será sobre temas de Fe y no sobre cuántos impuestos haya que cobrar o cuántas empresas haya que estatizar o privatizar. Pueden los pontífices “acompañar” a una cuestión temporal legítima, si –como sucedió y sucede– un pontífice anterior y/o los laicos la hubieran convertido en una herejía, para dejar lugar a la libertad de los laicos en ese tema. Exactamente como tuvo que hacer Pío XII con la democracia constitucional. Pero ese “acompañamiento” debería ser la excepción y no la regla.
Para que todo esto pase de la potencia al acto, se necesitan nuevas generaciones, formadas en todo esto, capaces de hacer y vivir estas distinciones. No sabemos cuándo y cómo puedo ello ocurrir. Los tiempos de la Iglesia son de Dios. Humanamente, un cambio así de hábitos intelectuales puede tardar cientos de años.
4. La eliminación del Estado del Vaticano
Finalmente, hablando de cientos de años, hablemos de algo que también puede tardar mucho tiempo.
Hemos visto cuál fue el origen del Estado del Vaticano: un acuerdo con Mussolini que le costó la vida política a Sturzo e impidió que Italia se hubiera vuelto una Italia demócrata-cristiana que NO se hubiera aliado con Hitler, con todas las implicaciones que ello hubiera tenido.
Alguien me puede decir: comprendamos y perdonemos eso. Ok. Pero la cuestión es: ¿para qué la Iglesia quiere un Estado?
¿Para tener independencia? Ya la tiene, es la Iglesia de Cristo. ¿Para tener libertad religiosa? Es un derecho de toda persona, católica o no. ¿Y si no se respeta? La gran enseñanza de la Iglesia, el martirio. La Iglesia no es el Estado de Israel (con el cual, valga aclarar, siempre hemos estado de acuerdo). No necesita una Declaración de la ONU para existir. Existe de por sí y en sí, sostenida en su Cabeza, que es Cristo, que es in-finito.
¿Para su subsistencia económica? Para eso están los laicos y su ayuda a sus iglesias, conventos y etc. ¿Y si no? Pues se vivirá de la limosna y la oración. ¿Qué temen los católicos, desaparecer? ¡Hombres de poca fe! La Iglesia es indefectible: “… yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo, 28, 19). La Iglesia no desaparecerá nunca. La Iglesia no es sus edificios.
¿Para qué quiere la Iglesia un banco? ¿Para tener su propio dinero? ¿Y para qué quiere la Iglesia su propio dinero? ¿Qué tiene que ver ello con su misión apostólica? “Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y a nadie saludéis por el camino. En cualquier casa que entréis, decid primero: ‘Paz a esta casa’. Y si hay allí un hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; pero si no, se volverá a vosotros” (Lucas, 10, 3-6).
¿Para qué quiere un Pontífice un Estado? ¿Para tener una curia, una especie de organización humana, con organigrama, ministerios y subsecretarías? ¿Y eso de dónde salió? La misión del Pontífice es confirmar en la fe a los hermanos. Lo puede hacer desde un convento, una iglesia, el camino, una plaza. ¿Para qué tener a todos esos cardenales y monseñores en esos pocos kilómetros cuadrados? ¿Para qué se peleen como siempre en vergonzosas intrigas vaticanas? ¿Que no sucederá ello necesariamente? ¿Acaso se desconoce la naturaleza humana? Si hay intrigas en un convento de carmelitas, ¿qué esperan de un Estado del Vaticano?
¿Y para qué quiere un Pontífice ser un “jefe de Estado”? ¿Para recibir embajadores y hacer diplomacia? ¿Y de dónde hemos sacado que la diplomacia es la función de la Iglesia? ¿Dónde quedó la denuncia profética?
“Entonces dijo Natán a David: Tú eres aquel hombre. Así ha dicho Jehová, Dios de Israel: Yo te ungí por rey sobre Israel, y te libré de la mano de Saúl, y te di la casa de tu señor, y las mujeres de tu señor en tu seno; además te di la casa de Israel y de Judá; y si esto fuera poco, te habría añadido mucho más. ¿Por qué, pues, tuviste en poco la palabra de Jehová, haciendo lo malo delante de sus ojos? A Urías heteo heriste a espada, y tomaste por mujer a su mujer, y a él lo mataste con la espada de los hijos de Amón” (Samuel, II).
¿Dónde estuvo allí la diplomacia de Natán?
“¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que cerráis a la gente la entrada en el reino de los cielos! Ni entráis vosotros ni dejáis entrar a los que quieren entrar. ¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que devoráis las haciendas de las viudas y que, para disimular, pronunciáis largas oraciones! ¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que recorréis tierra y mar en busca de un prosélito y, cuando lo habéis conseguido, hacéis de él un modelo de maldad dos veces peor que vosotros mismos! ¡Ay de vosotros, guías de ciegos, que decís: “Jurar por el Templo no compromete a nada. Lo que compromete es jurar por el oro del Templo”! ¡Estúpidos y ciegos! ¿Qué es más importante, el oro o el Templo por el que el oro queda consagrado? Y decís también: “Jurar por el altar no compromete a nada. Lo que compromete es jurar por la ofrenda que está sobre el altar”. ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda o el altar por el que la ofrenda queda consagrada? El que jura por el altar, jura también por todo lo que hay sobre él; el que jura por el Templo, jura también por aquel que vive dentro de él. Y el que jura por el cielo, jura también por el trono de Dios y por Dios mismo, que se sienta en ese trono. ¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que ofrecéis a Dios el diezmo de la menta, del anís y del comino, pero no os preocupáis de lo más importante de la ley, que es la justicia, la misericordia y la fe! Esto último es lo que deberíais hacer, aunque sin dejar de cumplir también lo otro. ¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el camello! ¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro siguen sucios con el producto de vuestra rapacidad y codicia! ¡Fariseo ciego, limpia primero la copa por dentro, y así quedará limpia también por fuera! ¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que sois como sepulcros blanqueados, hermosos por fuera, pero llenos por dentro de huesos de muerto y podredumbre! Así también vosotros: os hacéis pasar por justos delante de la gente, pero vuestro interior está lleno de hipocresía y maldad. ¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que construís los sepulcros de los profetas y adornáis los monumentos funerarios de los justos diciendo: “Si nosotros hubiéramos vivido en los tiempos de nuestros antepasados, no nos habríamos unido a ellos para derramar la sangre de los profetas”! Pero con ello estáis demostrando, contra vosotros mismos, que sois descendientes de los que asesinaron a los profetas. ¡Rematad, pues, vosotros la obra que comenzaron vuestros antepasados!¡Serpientes! ¡Hijos de víbora! ¿Cómo podréis escapar al castigo de la gehena? Porque mirad: yo voy a enviaros mensajeros, sabios y maestros de la ley; a unos los mataréis y crucificaréis, a otros los azotaréis en vuestras sinagogas y perseguiréis de ciudad en ciudad. De ese modo os haréis culpables de toda la sangre inocente derramada en este mundo, desde la sangre del justo Abel hasta la de Zacarías, el hijo de Baraquías, a quien asesinasteis entre el santuario y el altar. ¡Os aseguro que todo esto le ocurrirá a la presente generación!” (Mateo, 23).
¿Dónde está la “diplomacia” de Cristo allí? ¡Cuántos gobernantes merecerían las mismas invectivas!
¿Qué preocupa al pontífice? ¿El no poder recibir a todos? ¡Para eso tiene el confesionario!
La Iglesia necesita un nuevo Santo Domingo. Alguien que recorra el mundo con su sola autoridad moral, dialogando con todos, denunciando a los tiranos, confesando a todos, sin casas, sin aviones, sin nada de nada, sin nada ni nadie más que la ayuda de cualquiera que quiera ayudarlo.
Esa será la autoridad moral de la Iglesia, para creyentes y no creyentes.
Mientras tanto, “Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: “¿Qué signos nos muestras para obrar así?” Jesús contestó: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.” (Juan, 2).
Hubo que renunciar al templo. Así se hizo el Cristianismo, y así se tendrá que hacer de vuelta.
[1] Zanotti, G., y Jaraquemada, J., “El principio de subsidiariedad ante el avance de las nuevas ideologías autoritarias”, en Subsidiariedad en Chile: justicia y libertad, Arqueros, C. & Uriarte, Á. (eds.), Santiago de Chile, Fundación Jaime Guzmán, 2016.
[3] Nos hemos referido a este tema en nuestro artículo Zanotti, G. J., “Hacia un liberalismo clásico como la defensa de la intimidad personal”, en Doxa comunicación, 2006, nº 4, pp. 233-253.
[4] En el libro Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1986. Es una lástima que los aportes de San Josemaría Escrivá de Balaguer a la teología del laicado no sean más académicamente estudiados, de manera ecuánime, sin alabanzas piadosas ni diatribas apocalípticas. El ha captado precisamente la razón religiosa de la que hablaba Weber para el trabajo, pero viendo precisamente su origen católico. O sea que el origen “protestante” del capitalismo es en realidad esencialmente judeocristiano y accidentalmente calvinista.
[5] Nos referimos a la clásica obra de Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, México DF, FCE, edición de 2011.
[6] Génesis, 15. Las traducciones varían: cultivar, cuidar. La vulgata dice “…ut operaretur et custodiret...”.
[7] Santo Tomás se ocupó del tema en Suma Teológica, I, q. 102, a. 3, pero dentro de sus circunstancias históricas.
[8] He desarrollado el tema en Existencia humana y misterio de Dios, Tucumán, UNSTA, 2009.
[9] Pieper, J., El ocio y la vida intelectual, Madrid, Rialp, 1962.
[10] http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19641121_lumen-gentium_sp.html.
[11] Gaudium et spes: http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_const_19651207_gaudium-et-spes_sp.html.
[12] Las excepciones son Novak, M., El espíritu del capitalismo democrático, Buenos Aires: Ediciones Tres Tiempos, 1981; del mismo autor, Business as a calling, Free Press, 1996, y Sirico, R.: “The Entrepreneurial Vocation”, en Journal of Markets & Morality 3, nº 1, 2000, pp. 1-21.
[13] Zanotti, op. cit.
[14] http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_30121987_sollicitudo-rei-socialis.html. Las negritas son nuestras.
[15] http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_06081993_veritatis-splendor.html.
[16]http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_19900524_theologian-vocation_sp.html.
[18] Santo Tomás explica perfectamente el grado de falibilidad mayor a medida que vamos descendiendo en las circunstancias concretas de una conclusión moral-prudencial: “…Por tanto, es manifiesto que, en lo tocante a los principios comunes de la razón, tanto especulativa como práctica, la verdad o rectitud es la misma en todos, e igualmente conocida por todos. Mas si hablamos de las conclusiones particulares de la razón especulativa, la verdad es la misma para todos los hombres, pero no todos la conocen igualmente. Así, por ejemplo, que los ángulos del triángulo son iguales a dos rectos es verdadero para todos por igual; pero es una verdad que no todos conocen. Si se trata, en cambio, de las conclusiones particulares de la razón práctica, la verdad o rectitud ni es la misma en todos ni en aquellos en que es la misma es igualmente conocida. Así, todos consideran como recto y verdadero el obrar de acuerdo con la razón. Mas de este principio se sigue como conclusión particular que un depósito debe ser devuelto a su dueño. Lo cual es, ciertamente, verdadero en la mayoría de los casos; pero en alguna ocasión puede suceder que sea perjudicial y, por consiguiente, contrario a la razón devolver el depósito; por ejemplo, a quien lo reclama para atacar a la patria. Y esto ocurre tanto más fácilmente cuanto más se desciende a situaciones particulares, como cuando se establece que los depósitos han de ser devueltos con tales cauciones o siguiendo tales formalidades; pues cuantas más condiciones se añaden tanto mayor es el riesgo de que sea inconveniente o el devolver o el retener el depósito” (Suma Teológica, I-II, q. 94 a. 4 c).
[19]Véase: http://w2.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf_p-xii_enc_12081950_humani-generis.html.
[20] Nos referimos a Laborem exercens y Sollicitudo rei sociales. Cuando salió Centesimus annus, oh casualidad, los ultra pro-Juan Pablo II callaron repentinamente…
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