Capítulo Uno:
Filosofía
de la Filosofía
Comencemos sencillamente reflexionando sobre uno de los temas más presentes
y a la vez más ausentes de nuestra vida: la filosofía, la tan admirada, por un
lado, pero a la vez olvidada filosofía.
Admirada, porque, por un lado, sabemos que la filosofía “está allí”, como
una cosa importante, respetable, oculta en libros difíciles, cuyos secretos son
develados y “administrados” por los “filósofos”, que despiertan una paradójica
imagen cultural de respeto e…. Inutilidad.
Olvidada, precisamente por lo anterior. La filosofía es a veces admirada,
pero sigue siendo, sin embargo, algo de la cual podríamos prescindir. Algo que
en principio no tiene nada que ver con nuestras vidas, y menos aún cuando escuchamos
esos debates filosóficos, llenos de términos, nombre y fechas que no entienden
ni siquiera los que hablan de todo ello. Vislumbramos, sí, que si entendiéramos
algo de todo ello podríamos ser “más cultos”, o hacer “más ejercicio
intelectual”, pero claro, no hay….Tiempo. Tuvimos que elegir una profesión, y
no hubo tiempo para lo demás. Si, están aquellos que lograron ser profesores de
filosofía y vivir de sus clases, pero hasta ellos mismos saben (demanda
subjetiva) que si se quedan sin alumnos……
Uno de nuestros objetivos es no sólo diagnosticar por qué ha ocurrido ello
sino, también, dar otra imagen de la filosofía. Una imagen que sea adecuada a
nuestras circunstancias culturales actuales. Por ello voy a decir que la filosofía
es como nuestro sistema operativo básico, como el DOS de antaño o como los
Windows actuales. Encendemos la computadora, usamos los programas que
necesitamos, escribimos diversas cosas, nos comunicamos, pero todo ello
“presupone” algo que “está ahí”, pero que tendemos a olvidar mientras la
computadora funcione bien. Claro, ese es el límite de la analogía, porque las
computadoras pueden funcionar mal de vez en cuando –o más que de vez en
cuando….- y entonces su sistema operativo se hace paradójicamente más visible,
y sus técnicos y expertos también.
No forcemos la analogía. Simplemente, hay “pre”-supuestos, creencias
culturales básicas que pre-suponemos sin darnos cuenta. Ellas determinan
nuestra “concepción del mundo” e influyen
absolutamente en nuestras decisiones más concretas. En todos esos
presupuestos, la filosofía tiene un puesto esencial. Tomar conciencia de ellos,
¿es importante? Dejo al lector la respuesta…
¿Pero cuáles son esos presupuestos? No, no voy a dar ejemplos ahora. Los
filósofos damos lástima cuando intentamos hacer marketing de ese modo, y además, aunque un ejemplo fuera “bueno”,
sería tristemenete incompleto. Dejo al lector la mirada retrospectiva de todo
este curso para llegar por sí solo a la respuesta.
Entonces debemos seguir. ¿Por qué hemos llegado a esta situación? ¿Por qué
hemos llegado a una circunstancia cultural donde la filosofía ocupa en nuestras
vidas el papel de respetables y olvidados anaqueles de biblioteca?
Vamos a ensayar una hipótesis explicativa, falible como todas, pero que por
eso mismo nos permitirá debatir y en ese sentido progresar.
Desde el inicio de la filosofía occidental (ver Gadamer) hubo una tradición
de pensamiento que, de manera armónica o competitiva con tal o cual pensamiento
religioso, se ocupó siempre de temas tales como el alma, la existencia de Dios,
la libertad (libre albedrío); la moral. Todo ello recibió diversos nombres, con
significados y alcances diversos según cada pensador. Pero ya sea que se llame
metafísica, ontología, teología natural, la cuestión es que la filosofía occidental,
a trevés de pensadores tales como Parménides, Platón, Aristóteles, Plotino, San
Agustín, Santo Tomás, no trató solamente de lo que hoy llamaríamos física (y
hay un gran debate instalado sobre si los primeros filósofos presocráticos eran
“físicos” o “meta”-físicos).
Esa tradición de pensamiento, que ahora, retrospectivamente, se llama en
general metafísica (pero que abarca pensadores y tendencias tan diversas como
el espiritualista y casi religioso Platón hasta el casi “científico”
Aristóteles) llega a un punto interesante de desarrollo, desde un punto de la
sutileza de sus análisis lógicos y lingüísticos, con la escolástica medieval,
uno de cuyos ejemplos de “síntesis” es Santo Tomás de Aquino. En esa síntesis,
el diálogo entre la razón y la fe no presenta ningún problema: es un matrimonio
feliz, y los argumentos racionales a favor de Dios, el alma y la libertad
conviven con el cristianismo casi como las dos piernas de una misma persona,
donde el andar es sólo uno. Ello “era” considerado “racional” sin ningún
problema.
De todos modos, en los siglos inmediátamente posteriores (XIV, XV, XVI) las
cosas no fueron tan simples; ese matrimonio feliz comienza a tener algunas
“discusiones” hasta que, de algún modo, entra en una gran crisis, sobre todo
cuando el paradigma de Ptolomeo cae, ante la emergencia del paradigma de Copérnico
y Galielo, y esa caída arrastra consigo a una esa metafísica “cristiana”
sistematizada en el medioevo. La filosofía en el s. XVI está, de algún modo,
como buscando un nuevo rumbo, y eso, en mi humilde opinión, es llevado adelante
por Renato Descartes.
Desde esta perspectiva, es posible entender el famoso “pienso luego
existo”, que, fuera de contexto, es una de las frases más famosos de la filosofía
pero, a la vez, más extrañar. Uno se queda, valga la redundancia, ¿“y qué con
eso”? Pero el “eso” tiene otro color si uno advierte que Descartes simplemente
intentaba sacar a la filosofía de un letargo comprensiblemente escéptico y
llevarla de vuela al redil de la metafísica. Para ello se necesitaba un “punto
de partida indubitable”, para, desde allí, razonar con firmeza nuevamente y
demostrar que Dios existe y que el alma es inmortal. Y ese punto de partida es
el “si dudo pienso y si pienso existe” que emerge triunfante a partir de la duda
utilizada precisamente como recurso retórico para advertir que no podemos dudar
de todo.
De todo no, dirán muchos de ustedes, pero que se pueda demostrar lo que
Descartes pretendía……….. Pero calma, ya tendremos tiempo de ocuparnos de todo
ello. La clave de la cuestión para por “otra” demostración que enciende la
mecha de un debate hasta entonces, diría yo, casi inexistente.
Descartes se había quedado con que “yo existo”, pero no con que “el mundo
externo”, el “objeto de conocimiento” existe. Tiene que demostrar que el mundo
externo a su propio yo existe; él considera que es perfectamente posible
hacerlo y por ello algunos lo consideran “realista”, porque considera que puede
demostrar que el mundo externo es real, “aunque” su punto de partida (el yo
aislado) deja abierta lo que llamo “la pregunta idealista”: ¿cómo sé que el
mundo externo existe?
La filosofía occidental, a partir de Descartes, y yo diría que casi hasta
hoy, queda “enamorada” de este planteo. ¿Cómo es posible el conocimiento? ¿Cómo
es que el sujeto conoce el objeto? ¿Cómo sabemos si el objeto de conocimiento
es real o ficticio?
Pero uno de los grandes filósofos en este debate, Hume, adopta una posición
fundamental para la hipótesis que estoy
planteando. Dice que no se puede demostrar que el objeto (el mundo externo)
exista. O sea, no se puede demostrar “filosóficamente”. Pero lo dice de una
manera muy especial. En su vida concreta no es escéptico. Dice claramente que cuando se lavanta de su escritorio de filósofo,
vuelve a “creer”, en su vida cotidiana, en todas esas cosas que como “filósofos”
no podemos demostrar.
¿Por qué esto es tan importante? Porque a partir de aquí, queda “instalada”
en la conciencia de la filosofía occidental una dualidad entre la filosofía,
por un lado, con sus demostraciones o sus escepticismos, y la vida cotidiana,
por el otro. Esa vida cotidiana, con sus alegrías, penas, certezas e
interrogantes, queda fuera, fuera de la vida “académica” de los filósofos. Mis
colegas asisten a congresos, escriben sus ponencias, son capaces de negarme que
yo tenga certeza de nada, dudan de todo, cuestionan todo, y luego me saludan
con un abrazo y envían un saludo a mis amigos. O sea que como como filósofo
alguien puede dudar de la existencia, de la realidad y de la naturaleza de mí mismo
y de mis amigos, pero luego esa misma persona “me” saluda, sin dudar de que yo
o mis amigos existamos ni confundiéndonos con hormigas. ¡Pero esa certeza
cotidiana ya no puede ser argumento!
Una corriente, el existencialismo de fines del s. XIX y ppios.del XX
(Kierkegaard, Unamuno) puso como clave de todo a la existencia concreta de cada
persona. Pero dejaban “la razón” a las demás corrientes filosóficas, con lo
cual cierto racionalismo (ya sea positivista o hegeliano) se fortalecía en su
misma posición. La cuestión es: ¿cómo reconciliar nuevamente la razón con la
vida? ¿Cómo hacer para que nuevamente la vida concreta sea el piso donde la
filosofía se mueve?
Nuestra hipótesis es: hay una noción de racionalidad y de filosofía que
quedó “pegada” a un eterno debate sobre si el sujeto puede o no conocer al
objeto, y, a su vez, hay una noción de racionalidad que quedó pegada a una
racionalidad “científica”. En ambos casos la vida queda fuera de la razón, y lo
que es obvio y sencillo en la vida cotidiana, es una infnita amalgama de
eruditas discusiones en el terreno filosófico. En el s. XX, la crisis de esto
es tan profunda que ha llevado a algunos a hablar de “el fin de la filosofía”
(Heidegger o Wittgenstein, por ejemplo).
La
conclusión de todo esto no debe ser una escisión entre filosofía y vida, sino
al contrario, una filosofía que quede como una reflexión “racional”,
“intelectual”, (Husserl la llamaría “actitud teorética”) sobre la vida humana.
En ese sentido coincido con M. F. Sciacca: “. .. La filosofía, por tanto, lejos
de estar separada de la vida, como un castillo de fórmulas abstractas y de
palabras extrañas, como un fútil juego de conceptos o recorrido inútil de
soluciones contradictorias. . . compromete hasta las raíces de nuestra vida
espiritual y tiene como objeto de investigación lo que de más serio, de
verdaderamente serio (que da espanto y gozo a un mismo tiempo), hay en nuestra
existencia de hombre”.
En
este sentido, propongo al lector una especie de “estímulo al pensamiento” sobre
los temas humanos más profundos y, de ese modo, ampliar nuestros horizontes
para todas nuestras actividades y nuestras tomas de decisiones complejas. No
intentaremos competir con historias de la filosofía, que las hay, y muy buenas,
que recomendaremos ya desde el primer capítulo (Julián Marías, Sciacca y
Kenny). Tampoco explicaremos los temas como si pudieran “cerrarse” como otro
tipo de paradigmas pueden hacerlo. Dejaremos preguntas pendientes, formularemos
respuestas provisorias, como invitando al lector a su propio pensamiento. No
porque no estemos seguros de nada, no
porque no tengamos certezas, sino porque la filosofía es una meditación
progresiva, donde el discurso no debe “obligar” a concluir, sino “invitar” a
una conclusión (Nozick) donde el lector se sienta llamado a poner de sí su
propio pensamiento como parte indispensable del diálogo. Ello es una cuestión
clave de la ética de discurso. Y uno de los objetivos de este libro. Si,
retrospectivamente, el lector ve a todos estos temas como parte de su reflexión
cotidiana, es que ya se ha convertido en filósofo.
Bibliografía
recomendada: (de acuerdo al orden de temas):
w Gadamer, H.G.: El inicio de la filosofía occidental, Paidós, 1999.
w Kuhn, T.: La revolución copernicana (Orbis, 1985)
w García Morente, M.: Prólogo a Discurso del método y Meditaciones metafísicas,
de Renato Descartes; Espasa-Calpe, 1979.
w Abbagnano, N.: Historia de la filosofía, Vol. 2, Cap. X. Montaner y
Simon, 1978.
w Marías, J.: Historia de la filosofía; Revista de Occidente (ediciones
varias).
w Sciacca, M.F.: Historia de la filosofía, Luis Miracle Ed., 1954.
w Kenny, A.: Breve historia de la filosofía occidental, Paidós, 2005.
w Nozick, R.: Philosophical Explanations, Harvard University
Press, 1981. Introduction.
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