Las enseñanzas de la Iglesia en materia moral
incluyen cuestiones económicas y no es raro que sacerdotes, religiosos y laicos
con formación teológica y filosófica expresen opiniones sobre cuestiones de
economía desde su propia inspiración cristiana. La caridad nos impulsa a buscar
una sociedad más justa en la que todas las personas tengan la oportunidad de
lograr su desarrollo y plenitud, y buena parte de los problemas que enfrentamos
para el logro de ese ideal son de índole económica o al menos tienen una clara
dimensión económica. Todo esto es muy comprensible y estaría muy bien si no
fuera porque, en general, no existe una buena relación entre los religiosos y
la teoría económica. La educación económica no se suele incluir en la formación
de los seminaristas o religiosos ni en las facultades de teología. Salvo
excepciones, se desconfía de una disciplina que tiene la imagen de ser fría y
poco humana, de reducir al hombre a una caricatura llamada “homo economicus”, y
de resistirse en nombre de la neutralidad científico-técnica a todo juicio de
carácter moral. Para complicar las cosas, el tipo de economía que predomina hoy
en los claustros universitarios ya no es el de aquella disciplina humanística
que surgió de la filosofía moral y se distinguió de la misma sin oponerse sino
su variante neoclásica, matemática, con su tendencia a concebir de modo casi
mecánico los procesos de mercado.
La visión mecanicista dominante no suele
profundizar en los aspectos epistemológicos ni en los supuestos antropológicos que
serían precisamente el lugar en el que podría darse un diálogo fecundo entre economía, filosofía y
teología. Y se extiende así en los ámbitos religiosos, aunque no
exclusivamente, la idea de que la economía es una suerte de tecnología que debería
intervenir en los procesos sociales aplicando soluciones técnicas para
problemas como la pobreza o el desempleo. Los religiosos suelen formarse una
opinión ética sobre tales propuestas a partir de la supuesta intención de los
agentes y los fines que dicen buscar, pero no entran en el análisis del proceso
de mercado que les permitiría evaluar las consecuencias no intentadas que
surgirán a pesar de la voluntad de los ingenieros sociales.
El libro que ahora presentamos tiende un
puente entre la visión cristiana de la vida y la concepción clásica y humanista
de la economía que hunde sus raíces en la escolástica española, se desarrolla
en el ámbito de la escuela escocesa y es cultivada hasta nuestros días por la escuela
austríaca. En un esfuerzo por hacer accesibles a quienes tienen formación
teológica los conceptos fundamentales de la economía, los autores muestran cuál
es el lugar propio del análisis económico y en qué medida debe ser tenido en cuenta
para un juicio ético relevante sobre los fenómenos sociales. Este libro no
modificará el compromiso de los creyentes ni su opción preferencial por los
pobres pero seguramente los llevará a replantearse su visión de la economía y
de los medios más adecuados para lograr el desarrollo humano.
Gustavo
Hasperué
Instituto
Acton
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