Estamos a pocos días de que el Cardenal Burke agarre a
Francisco de su pontificia sotana y le tire un puñetazo al estilo John Wayne, y
que Francisco le responda tirándole un bandoneón por la cabeza. No, claro, así
no va a pasar: las internas de la Iglesia tienen aspectos menos visibles pero
sí más profundos.
Creo que muchos asistimos a la situación actual con cierta perplejidad. ¿Qué está
pasando? ¿Es Francisco el revolucionario total? ¿Es él mismo un Concilio
Vaticano III? ¿Cambiarán aspectos de la doctrina que hasta ahora se
consideraban esenciales? Y en ese caso, ¿qué hacer?
Y, por supuesto, no nos estamos refiriendo a temas totalmente contingentes a los cuales Francisco, como Sumo Pontìfice, tiene todo el derecho de modificar, sean los trámites de nulidad, o la delegación del perdón del aborto a presbíteros diocesanos, etc. La cuestión es, ante otros debates que Francisco ha dejado aflorar (¿y está mal?), hasta dónde van a llegar ciertos otros temas.
Y, por supuesto, no nos estamos refiriendo a temas totalmente contingentes a los cuales Francisco, como Sumo Pontìfice, tiene todo el derecho de modificar, sean los trámites de nulidad, o la delegación del perdón del aborto a presbíteros diocesanos, etc. La cuestión es, ante otros debates que Francisco ha dejado aflorar (¿y está mal?), hasta dónde van a llegar ciertos otros temas.
De modo comprensible, muchos han tomado posición absoluta
pro-Francisco o anti-Francisco y lo dicen abiertamente, ya sean importantes
cardenales o laicos. La imagen es el ruido. Un ruido ensordecedor, una pelea
pública como no la había habido en mucho tiempo –en una Iglesia en la cual no
es fácil canalizar los disensos internos- ante el cual, en cualquier caso, sea
una voz importante o una voz irrelevante, el resultado es más ruido y nada más.
En ese sentido el panorama es desalentador también. Dan ganas de hacer
silencio, esperar y…. Nunca mejor dicho, que sea lo que Dios quiera y luego
seguir la propia conciencia en medio de la mayor perplejidad y desolación
intelectual y moral.
Por ende, ¿qué hago yo escribiendo esto? No sé. Asumo la
contradicción existencial en primer lugar. Debe ser un hábito de intento
desesperado y fútil de poner orden con el pensamiento.
El asunto es, claro, que todo esto no pasó de un día para el
otro. No estaba todo bien, en calma, y de repente Francisco se puso a hacer lío
como le gusta. Creo que es necesario un diagnóstico. (De vuelta: ¿para qué
miércoles sirve que yo me ponga a diagnosticar? Ni idea).
Cuando Benedicto XVI asumió su pontificado, uno de sus
discursos programáticos fue el 22 de Diciembre de 2005, sobre el Concilio
Vaticano II. Intentó poner las cosas en su lugar.
¿En qué lugar? Ah, esa es la cuestión.
A partir de Gregorio XVI y Pío IX, el magisterio asume ante
la modernidad una posición de rechazo casi total, y decimos casi sólo porque
personas como Dupanloup se salvaron por milagro –o sea, un misterio en la mente
de Pío IX- de la guillotina magisterial. Pero igual, esa puertita que quedó
abierta fue casi nada, excepto un casi nulo refugio donde algunas pocas
personas se sentaban a tomar aire. Por lo demás, la Iglesia se cerró como una
estación espacial. Afuera, en el espacio, pasaban los asteroides del mundo
iluminista y moderno, que, claro, no eran lo mismo, pero el discernimiento no
era posible dentro de la estación. Los intentos de asimilar lo bueno de la
modernidad fueron callados de un hondazo (Rosmini) y los demás quedaron en una
relativa soledad que el moderado León XIII supo respetar.
Así las cosas, durante décadas, la estación se llenaba de
dióxido de carbono pero afuera también. Afuera, las ondas electromagnéticas
eran muchas. Estaban los católicos que seguían asumiendo las cosas buenas de la
modernidad –los derechos personales, la sana laicidad, la libertad religiosa,
una democracia cristiana-. Durante mucho tiempo se los echó a galaxias
distantes pero Pío XII, finalmente, les abrió algunas puertitas.
Eso, as su vez, se mezclaba con lo peor de la secularización
del iluminismo. O sea, el divorcio entre razón y fe. La fe comenzó a ser cada
vez más un bello adorno en una bella e inútil estantería y finalmente una fe
sin importancia real se filtra en los viejos muros de la nave. En realidad, para casi nadie, creyentes o no, la fe importaba. No es cuestión de estadísticas.
Como horizonte cultural, la Trinidad, la Encarnación, el Pecado Original, la
Redención, el perdón, se seguían declamando y repitiendo por los creyentes pero lo que
importaba, realmente, eran otras cosas. Eso es lo esencial del inmanentismo del
iluminismo. Los temas sociales tomaron la delantera y lo bueno de la modernidad
se mezcló con dicho inmanentismo.
Esto intenta explicar por qué, en los 50 y los 60, incluso
dentro de la Iglesia, los temas de moral sexual comenzaron a ser los más
discutidos. Que el sexo sea, para los creyentes, algo sagrado, que está por
ende elevado a un sacramento, se entiende desde la Fe. Con un
acompañamiento en la razón, claro, en un “creo para entender y en un entiendo
para creer”, pero no en una ley natural racionalista que muchos católicos
blandían contra el mundo perverso. Lo que quiero decir es: no es casualidad que
junto con los buenos recordatorios del Vaticano II, esos a los cuales Pío XII
había abierto las puertas, se comenzara a vivir en la Iglesia un ambiente donde
el modo de hacer teología fuera una fe sin razón (1) que conduce a una fe sin
importancia donde, a su vez, los temas de moral sexual, al dejar de ser vistos
desde la Fe, comienzan a ser vistos como muy escandalosos: imposibles para los
creyentes y ultraridículos para los no creyentes. Que los temas más debatidos
actualmente, dentro y fuera de la Iglesia, sean los que tienen que ver con lo
sexual, es fruto del divorcio entre razón y fe, fuera de la Iglesia Católica
por supuesto, pero dentro de la Iglesia, también.
Pero, como dijimos, los temas sociales habían tomado la
delantera, como los que verdaderamente importaban, y además Marx penetró en la Iglesia desde el mismo momento donde importantes creyentes se acostumbraron a
tomar la teoría de la explotación laboral como “lo bueno de Marx”. Por consiguiente, otro
asteroide golpea a la estación y la penetra de un modo singular. La teología
marxista de la liberación, desde los 60 hasta hoy, es imparable. Pablo VI no supo hacer nada y luego JP II y Ratzinger tratan de frenarla. Se ponen
heroicamente delante de la locomotora y son sencillamente pasados por encima.
Todo inútil.
Ante este panorama, algunos católicos, que comienzan a ser
llamados conservadores pero SIN de ningún modo estar alineados con Lefevbre –la
reacción contraria- se sienten bien mientras JP II y Ratzinger, solos, hacen de
superman. Todas sus encíclicas y documentos tratan de poner orden, de frenar
los asteroides, pero la mayoría de los tripulantes de la nave maltrecha están
ya en otra cosa, el fuselaje hace agua por todos lados pero como los capitanes
resisten, aparentemente no pasa nada. Aparentemente. La mayoría de teólogos, sacerdotes
y católicos practicantes europeos y etc. hacen caso omiso de la mayor parte de
esos documentos y, mientras tanto, las Conferencias Episcopales
latinoamericanas se constituyen en un magisterio paralelo. JP II intenta
frenarlo en 1979 pero todo es inútil. El documento de 1984, también. Las
hipótesis ad hoc no se hacen esperar, y versiones más moderadas se escriben en Sto
Domingo y Aparecida, y de esta última Bergoglio es el principal redactor. Pero
claro, mientras Benedicto XVI resistía las millones de toneladas sobre su
cabeza, algunos pensaban que estaba todo bien. Pero no. Al final se quebró y
todo lo que sigue es donde estamos hoy.
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(1) O sea, sin la lectura directa de Santo Tomás de Aquino como teólogo.
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