De “El
analogante de las ciencias”, en Derecho y Opinión (6), 1998, pp.
683-697.
"...Nos detendremos un poco más en el tema de la ideología.
Otra vez, aclaremos qué no estamos criticando. No nos estamos refiriendo
a ideas sobre sistemas políticos que, con su carga de esencial opinabilidad, se
consideran mejores para la convivencia humana, ni tampoco a valores ético-sociales
básicos de la filosofía política, como el respeto al bien común, la limitación
del poder, etc. Nos estamos refiriendo a lo siguiente.
En primer lugar, la ideología, más que contenidos concretos, es una actitud, la cual parte de una premisa fundante:
existe el sistema social perfecto. No importa que sea posible o imposible, que
de hecho exista o haya existido tal o cual sistema social “X”; lo importante
-por eso decimos que es una actitud
mental- es que se lo conciba como “perfecto”. El ideólogo anade a esto una
premisa gnoseológica, que ha sido calificada como “racionalismo
constructivista”[1]:
es posible conocer perfectamente los
medios que racionalmente conducen a ese ideal. Dadas estas dos premisas, hay
otras dos características que emanan cual necesarias conclusiones: este sistema
es la única opción moral posible,
pues, si es perfecta, si con ella se elimina absolutamente todo margen de pobreza, de guerras, de ignorancia,
cómo va a ser moralmente legítimo optar por otro sistema que deje margen para
sufrimientos, que, aunque mínimos, pueden evitarse? Y la otra conclusión es:
ese sistema es la última etapa de la historia. No en el sentido de que no pueda
abandonarse el sistema, sino en el sentido de que un abandono tal sería un retroceso. Esto es, dado ese sistema, la
humanidad no puede avanzar socialmente más. Por qué? Muy simple: porque ese
sistema es el perfecto.[2]
A esto se agrega una quinta característica, pero no necesaria, sino
basada en una conjetura dada la comprensión empática de la naturaleza humana:
la tentación de violencia[3]. Esto es, puede ser
posible un ideólogo tranquilo, sentado en su silla, contemplando este mundo
espantoso al lado de la pureza del ideal que él considera posible, escribiendo,
hablando y esperando pacíficamente que la humanidad “se convenza” de sus
enseñanzas. Pero es difícil. Si todo sufrimiento puede eliminarse así, de un
día para el otro, con la implantación del orden social perfecto... Por qué
esperar? No es acaso una violencia injustificada la ignorancia de los dirigentes
que tanto sufrimiento ocasionan a nuestros semejantes? No claman a la justicia
los gritos de los pueblos sometidos a las torturas de la imperfección? Cuanto más inteligente y bueno sea nuestro
ideólogo, peor. Pues si ha estudiado las condiciones para la guerra justa
que vienen ya desde la escolástica, entonces, la revolución armada contra la
violencia de la imperfección puede ser entendida como una legítima defensa cuyo
momento está por llegar de un momento a otro...
Por supuesto que hay ideologías que colocan a la violencia como una etapa
necesaria de su visión del mundo. Así fueron el marxismo-leninismo y el
nazi-fascismo. Pero colocamos a esta quinta característica como no necesaria
porque todo puede ser ideologizado.
Si alguien supone que la democracia constitucional es el sistema social
perfecto (lo cual es un error: es bueno, mas no perfecto), entonces...
Analicemos por un momento los posibles orígenes de la primera y segunda
premisas. Habitualmente es una metafísica racionalista muy bien hecha, como el
materialismo dialéctico que inspiró al marxismo leninismo. Esas metafísicas
tienen filosofías de la historia que pretenden conocer las etapas necesarias de
la historia humana; de allí la negación del libre albedrío, la justificación de
todo aquello que lleva la etapa final y la pretensión de imposibilidad de
juzgar desde fuera alguna de esas etapas -nadie puede estar fuera del proceso
necesario; quien pretende estarlo, criticando
a la ideología en cuestión, es un antirrevolucionario
(y, consiguientemente, un enemigo de la humanidad).
Por supuesto, esta última característica es acompañada por otra que puede
estar después de la cuarta y antes de esta. Se desprende necesariamente de las
primeras cuatro. Es la cerrazón absoluta
a la crítica. El ideólogo no dia-loga; monologa.
La crítica metódica de la cual hemos hablado está coherentemente excluida,
pues, si existe el sistema social perfecto y se conocen perfectamente los
medios que conducen a él, ninguna crítica puede agregar algo al sistema. A lo
sumo, un ideólogo pacífico, tipo ideal[4]difícil pero posible, puede
someterse a la crítica metódica para ver si puede mejorar sus medios
argumentativos y retóricos de difusión de su ideología, pero no como algo que verdaderamente agregue
algún aspecto de la realidad que él desconocía. Por supuesto, volvemos a
conjeturar que, psicológicamente, del monólogo permanente a la violencia física
(pues el monólogo es una violencia
lingüística) hay un paso muy tenue, muy sutil, muy próximo.
La hermenéutica del mundo, para el ideólogo, es muy singular. Para él no
hay negro, gris y blanco. Hay negro y blanco. Esto es: el no ideologizado es
capaz de ver al mundo como un gris, y ese gris es ya un éxito frente al negro
de las guerras y las miserias absolutas. Sabe que el blanco es imposible y que
los intentos de lograrlo conducen al negro. Por eso sus propuestas son más bien
medidas concretas para mejorar tal o cual aspecto[5], y no propuestas globales
de perfección.
El ideólogo, en cambio, ve al mundo, que en realidad es gris, como un
negro permanente al lado del posible y alcanzable blanco que propone. Esto es:
lo que para el no ideologizado es soportable porque es el bien social posible,
al lado de lo imposible, para el ideologizado ese bien es insoportable, un
negro total, al lado de lo perfecto, lo blanco, perfectamente realizable.
Otra fuente importantísima de las ideologías es el clericalismo, actitud
que puede darse en cualquier religión. Esto es, la creencia de que Dios ha
revelado cuál es ese sistema social perfecto, y que es nuestro deber, por ende,
seguir esa revelación. Esta fuente es particularmente peligrosa por cuando el
ideólogo se siente aún más tentado a utilizar la violencia y a justificarla, si
es necesario, como un profeta -armado hasta los dientes- de las iras de Dios
ante este mundo pecador.
En el cristianismo, esto constituye en error terrible[6]. Jesucristo ha redimido a
cada corazón; esa redención tiene efectos temporales, pero abiertos a una
pluralidad de opciones todas legítimas en tanto no contradigan lo esencial del
mensaje revelado[7].
Jesucristo no ha revelado cuál es el mejor régimen político, por más que los
diversos integrismos cristianos, de izquierda o de derecha, pretendan lo
contrario. Ha dejado a ese tema a la libre opinión de los hombres[8]. Sobre todo, hay un
concepto aquí que el ideólogo-religioso no logra aceptar: la tolerancia, en
función de un bien mayor[9], y la tolerancia cuando
ese bien mayor es el respeto a la conciencia[10]. Este último punto es
especialmente relevante. No sería mejor un mundo sin el pecado que la libertad
religiosa produce? No, sería peor. Porque la libertad religiosa no produce el
pecado: lo hace más visible y sincero. Y un mundo donde los hombres pecan en su
corazón y ocultan la manifestación externa del pecado por el temor servil a la imposición de una fe por la fuerza es un
mundo falso, hipócrita y explosivo[11].
La verdad nos hará libres, sí, y la libertad nos hará verdaderos.
El no-ideologizado no carece de ideales políticos; simplemente, los
considera buenos, perfectibles, opinables en cierta medida, no perfectos. Esa
es la esencial distinción. No es cuestión de contraponer el idealismo ético de
las utopías contra cierto “pragamatismo”, “realismo” (en el mal sentido del
término) de quienes se oponen intelectual y vitalmente a ciertas utopías. Ese
es un recurso dialéctico muy útil especialmente caro a ciertas utopías
violentas que han perdido gran parte del dominio del planeta. Es asunto es
esencialmente al revés. La crítica a las utopías desarrollada por Karl Popper,
por ejemplo, su defensa de la no-violencia y la responsabilidad social del
intelectual[12]están
basadas en una ética muy profunda. La ética del diálogo, de la tolerancia, del
respeto al disidente[13], donde aflora la perfección de la debida tolerancia a lo imperfecto.
Ahora bien: todo lo dicho hasta ahora sería absolutamente insuficiente si
olvidáramos un tema central: por qué las dos primeras premisas de la actitud
ideológica son erróneas? Por qué no puede existir un sistema social perfecto y
no pueden conocerse perfectamente los medios que a él conducen? Porque la naturaleza humana es imperfecta, y
el conocimiento humano, limitado.
La naturaleza humana es imperfecta, no en el sentido de su esencia, que
en cuanto tal, ontológicamente, tiene todo lo que la esencia humana requiere,
ni tampoco en el sentido del libre albedrío, que es una perfección[14]. Es imperfecta por cierta
tendencia al mal moral, reconocida de modo natural sobre todo por los miembros
de la escuela escocesa de pensamiento político[15]y de modo sobrenatural por
la revelación cristiana sobre el pecado original. A la razonable objeción
sistémica de que la naturaleza de cada individuo puede ser imperfecta pero el
sistema social, en cuanto sistema, no, se contesta con la segunda parte de
nuestra respuesta: el conocimiento humano es limitado. Pretender elaborar y
conocer un sistema que haya incorporado todas las imperfecciones humanas y
carezca, en cuanto sistema, de todo margen de contingencia y posibilidad de
falla, es una pretensión del racionalismo constructivista que en cuando tal no
es compatible con el conocimiento limitado de la esencia de las cosas; sistemas
inclusive. Por supuesto, es obvio que los sistemas están para absorber y evitar
imperfecciones que de otro modo saldrían a la luz. El sistema político de la
primera república norteamericana, en
nuestra opinión, fue un ejemplo de una absorción sistémica de una
imperfección humana. En efecto, el sistema partía de que la naturaleza humana
tiende al abuso del poder, y por ende lo limitaba con un sistema constitucional.
El asunto es, nuevamente, si esa absorción sistémica puede ser perfecta. Y, otra vez, la respuesta es
no. No hay sistema humano que logre
ponerse por encima de lo humano.
Lo único que, precisamente por ser sobre-humano, pero no antihumano, y
por ende puede reclamar perfección, es el amor a Dios movido por su Gracia. Y
eso, llevado a su plenitud, es la santidad. Y por eso, no es casual que sean
santificadas personas y no sistemas. “Sed perfectos, como mi Padre es
perfecto”: no fue un mandato destinado a un determinado sistema social, sino la
exigencia más íntima que duerme en cada corazón humano, y que, una vez
despertada, rechaza, como parte de su santidad, toda forma de violencia,
física, lingüística, actitudinal, presentando al amor, y sólo a éste, como
lenguaje de la verdad.
[1] Hayek, F.: “Los errores del constructivismo” [1970], en el libro
Nuevos estudios en filosofía, política, economía e historia de las ideas;
Eudeba, Buenos Aires, 1981.
[2] Estas cuatro características, más la quinta que vamos a explicar ahora,
no han sido expuestas en ese orden por ningún autor que nosotros conozcamos;
sin embargo, nada de eso hubiéramos podido haber sistematizado sin las fuentes
inspiradoras de Popper, K.: “Utopía y violencia” [1947], en el libro Conjeturas
y refutaciones, Paidós, Barcelona, 1983, y Spaemann, R.: Crítica de las
utopías políticas; Eunsa, Pamplona, 1980.
[3]Ver Popper, op. cit.
[4] En sentido weberiano.
[5] Popper, K., op. Cit.
[7] Ver Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes,
cap. III, punto 43.
[8] Ver León XIII, “Cum multa’’ [1882], en Doctrina Pontificia, t.
II, Bac, Madrid, 1958, p. 132; “Inmortale Dei”, op. Cit., p. 218; “Sapientiae christianae”, op. Cit., p. 282; Pío XII,
“Grazie”, op. Cit., p. 821.
[9] Sto. Tomás, I-II, Q. 96,
a . 2, c.; I-II, Q. 95, a . 2, ad 3; Pío XII, “Comunidad
internacional y tolerancia” [1953], en Doctrina Pontificia, op. Cit., p.
1008. Sobre el tema de la opinabilidad esencial de los sistemas políticos, nos
hemos explayado con detalle en “La temporalización de la Fe ”, en Cristianismo,
sociedad libre y opción por los pobres, VVAA, Centro de Estudios Públicos,
Santiago de Chile, 1988. Obsérvese que estamos citando para estos temas a
quienes algunos integristas citan para sus fines: Sto. Tomás, León XIII y Pío
XII.
[10] Ver declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae,
del Concilio Vaticano II. Sobre la supuesta contradicción del magisterio del
Vaticano II en este tema y el magisterio anterior, ver nuestro artículo
“Reflexiones sobre la encíclica ‘Libertas’”, en El Derecho, (7090),
1988.
[11] Qué ocurre habitualmente en las sociedades que tienen una transición de
regímenes autoritario-religiosos a regímenes democráticos con distinción entre
Iglesia y estado? No hay una especie de “explosión” de “malas costumbres”? Los
integristas, habitualmente, la atribuyen al régimen recién instalado. Cometen
un error: el régimen recién instalado no hace más que dejar ver los terribles
efectos del pecado original, que habían tratado de ser inútilmente ocultados por
la tapa de la olla de un ingenuo autoritarismo. Es más: ese corazón humano no
se oculta, sino que se enardece más ante el poder del autoritarismo. La
redención de Cristo nada tiene que ver con la policía y las cárceles, ingenuos,
inútiles y irrisorios intentos de sustitución del poder Salvífico de la mirada
de Cristo en la cruz. (Esta reflexión no se contrapone en absoluto con la
“función educativa de la ley humana positiva”).
[12] Popper, K.: Tolerancia y responsabilidad intelectual, op. Cit.
[13] Ver Artigas, M.: Lógica y ética en Karl Popper, op. Cit.
[14] Sto. Tomás, Suma Contra Gentiles; Bac, Madrid, 1967, t. II, libro
III, cap. 73.
[15] Ver Gallo, E.: “La tradición del orden social espontáneo: Adam Ferguson,
David Hume y Adam Smith”, en Libertas (6), 1987; y, del mismo autor, “La Ilustración Escocesa ”,
en Estudios Públicos (30), 1988.
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