domingo, 25 de mayo de 2025

AL PRINCIPIO CREÓ DIOS A PLATÓN Y A ARISTÓTELES (Cap. 1 de "La hermenéutica como el humano conocimiento"; Arjé, 2019).

 1.      Al principio…

…creó Dios a Platón y a Aristóteles. Platón dijo: lo verdaderamente real es la idea. Un caballo concreto existe porque participa en la idea de caballo, que es lo verdaderamente real.

Pero entonces vino Aristóteles y le dijo: no, Platonito, el eidos está en la cosa singular, como su naturaleza, pero esa naturaleza no se reduce a la cosa singular. Así, puedo predicar, mediante un concepto universal, la naturaleza “caballo” de muchos caballos, pero no puedo decir “este caballo es la caballeidad”. Aristóteles nos dejó el concepto universal y aún estamos con él.

Y Dios dijo, haya luz, y surgió la iluminación de San Agustín, quien dijo: algo de razón tenía Platón, lo que ocurre es que todas las ideas están en Dios como todo creador tiene las ideas de lo que crea. Entonces, dado que todo lo creado participa, de algún modo, de Dios, cuando nuestro intelecto conoce “ilumina” la naturaleza de las cosas, de igual modo que Dios al crear ilumina al mundo con el ser.

Después dijo Dios que haya un firmamento. Santo Tomás, un seguidor de San Agustín y también de Aristóteles, tomó la posta y dijo: ok, ningún problema con que el intelecto ilumina, pero para iluminar y entonces ver cuál es la naturaleza de las cosas, tiene que pasar por la cosa singular y a partir de su imagen sensible captar en ella su naturaleza, por medio del intelecto activo, que ilumina, que es el intelecto “agente”.

Todo bien, pero entonces Santo Tomás tuvo que reconocer obviamente que el concepto universal no se identifica con la cosa concreta, que es singular. No, pero la naturaleza está totalmente en la cosa concreta. Juan es, por ejemplo, totalmente humano, aunque la humanidad no se reduce a Juan. Por ende, aunque lo creado es el fundamento último del concepto universal, el fundamento próximo es la capacidad del intelecto para predicarlo de muchos, predicación que está en el intelecto y no en la cosa.

Llegado este punto, Santo Tomás distingue entre intelecto y cosa, obviamente, porque dice que toda cosa creada está entre dos intelectos: el de Dios que lo crea y el del ser humano que lo conoce. El intelecto humano no lo hace ser, lo hace ser la creación de Dios. En ese sentido Santo Tomás y todos los medievales son realistas. Pero corren el riego de la pregunta de cómo sabemos que el concepto universal conoce a las cosas reales que están fuera del intelecto. No se hacen la pregunta, sino que presuponen ya que las cosas conocidas por nosotros son reales, porque ellos piensan que ven cosas creadas por Dios. Pero entonces Santo Tomás distingue entre dos signos: el signum quod, la cosa real, y el singum quo, aquello por lo cual conocemos a la cosa. Esto último no es una cosa más, no es otro objeto conocido, sino aquello por lo cual conocemos la cosa singular y su naturaleza. O sea que cuando a Santo Tomás sus frailes hermanos le dijeron que una vaca estaba volando (es verdad J) su manera de explicarlo fue: conozco que esa vaca es esa vaca pero la distingo de un pez porque conozco su naturaleza por medio del concepto universal. “Por medio de”. No “en el medio” de la inteligencia y la cosa. Esto fue muy ingenioso. Santo Tomás no pensaba en

 

Intelecto ----------------- concepto universal ----------------- cosa singular,

 

Porque en ese caso el concepto universal hubiera sido un tercero en discordia “entre” el intelecto y la cosa singular. Sino que pensaba en esto:

 

A line drawing of a triangle

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Donde el signum quo (aquello “por lo cual” conocemos la cosa) era en parte el concepto universal.

 

Después dijo Dios: broten los escolásticos. Y ellos llamaron a esto signo formal.

Pero entonces la cosa se complicó. No terminaba de queda claro hasta qué punto el signo formal podía evitar el escepticismo de pensar que lo realmente conocido es ese signo formal y no la cosa. Estamos ya en pleno s. XVI.

Luego dijo Dios: haya lumbreras en el firmamento. Y así fue: vino la res cogitans y la res extensa. Porque Descartes, fiel a su estilo, cortó las cosas con su guadaña. No, no podemos estar seguros de que el sujeto, el ser pensante, conozca al objeto, las cosas reales.

 

O sea, Descartes quiso responder a este peligro:

 

Sujeto ---------------------------------- idea ------------------------------- realidad (objeto)

 

Donde la idea fuera un muro entre el sujeto y el objeto.

Entonces dijo algo que se discute ad infinitum si fue muy diferente a San Agustín: Dios nos garantiza que la idea corresponda a una cosa real (que en Descartes ya se identificaba con el universo físico-matemático copernicano).

 

O sea:

 

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¿Y Dios, a su vez, cómo se demostraba ante los escépticos? ¡Uf! Con una demostración llamada argumento ontológico que se debatirá ad infinitum, de vuelta, si es lo mismo en Descartes o en San Anselmo, y si estos dos remiten a San Agustín. Pero la cosa era más o menos así: tengo la idea de un ser perfecto, luego nada le puede faltar, luego la existencia tampoco, luego existe. Lo interesante era que eso, a Santo Tomás, no le había gustado nada de nada.

Después dijo Dios: pululen las aguas, y vino un tsunami. Porque Hume dijo: gente, no se puede demostrar, así ni de ningún otro modo, que Dios existe. Luego si ese Dios es la garantía de que conocemos algo de la realidad, entonces… Se acabó todo. NO hay conocimiento filosóficamente fundado, más allá de nuestras creencias cotidianas al respecto.

Luego dijo Dios: produzca la tierra seres vivientes, y vinieron las categorías. Y vino Kant y dijo: no, no nos podemos resignar al escepticismo otra vez. Hay un mundo, sí, más allá de nuestra mente (como el sujeto que piensa en Descartes, que no era lo mismo que el intelecto en Santo Tomás), pero no lo podemos conocer “como es en sí mismo” más allá de cómo nuestra mente lo organiza. ¿Lo organiza? Si, la mente es como un D.O.S, como el microprocesador incorporado, “a priori” del contacto sensible con las cosas. Y los sentidos son como el tablero de la compu. Si no hay una compu previa a que yo escriba, no aparece nada en pantalla.

Se acabó la cosa en sí. Definitivamente no conocemos al mundo como realmente es. Por lo demás, si querés creer en Dios, dale, pero no lo podés demostrar, tampoco.

Pero Kant agrega algo que quedó hasta hoy: lo verdaderamente científico son la Física y las matemáticas.

Cuando dijo eso, el paradigma de Newton ya estaba consolidado.

Pero Newton no era kantiano. Newton pensaba que su mecánica era, sí, el mundo en sí mismo, creado así por Dios. Había heredado el realismo exagerado de Galileo, por el cual el sistema copernicano era el mundo físico como verdaderamente era y había sido creado tal por Dios. Un mundo matemático, además. Copérnico, Galileo, Kepler, Newton, todos ellos eran neopitagóricos cristianos que pensaban que Dios había creado un mundo físico perfecto y matemático, y que finalmente el ser humano lo había podido conocer tal cual es.

O sea que la idea de la cosa en sí se conservaba en Newton, y por ende en la ciencia, que era casi lo mismo.

Después dijo Dios: hagamos al mundo a semejanza del hombre. Y vino un genio matemático llamado Laplace y, casi como Hume, dijo: la hipótesis de Dios ya no es necesaria. Sí, el mundo es como Newton lo dice, pero no está creado por Dios. La ciencia no necesita de Dios. El mundo físico es totalmente autónomo. Se explica a sí mismo.

Pero cuidado, porque Hume había quitado a la ciencia que fuera un conocimiento “necesario”: la ciencia no podía llegar a conclusiones sobre cómo es necesariamente el mundo.

Entonces dijo Dios: que sea John Stuart Mill, y fue. Mill y sistematiza el método científico, por el cual, supuestamente, tenemos un modo de demostrar casi con certeza, mediante el método experimental, las hipótesis científicas.

Entonces el hombre descansó. Todos tranquilos de vuelta, porque la cosa en sí, y su certeza, se mantienen, pero parapetadas en la ciencia. La ciencia termina siendo finalmente aquello donde nos liberamos de nosotros mismos. Es lo totalmente objetivo, sin sujeto, porque el método experimental no tendrá la belleza de la poesía, pero nos libra totalmente de nuestras interpretaciones subjetivas.

Llegado este punto, se consolida culturalmente lo que hemos llamado el paradigma de la información. Surge un pequeño tumor maligno que cada vez es menos pequeño: la separación entre humanidades por un lado, y ciencias por el otro.

Las humanidades son muy bonitas. Qué culto que es debatir sobre la interpretación de tal cuento de Borges; qué fascinante es asistir al debate entre dos grandes teólogos; que genios los que dominan toda la historia de la filosofía; qué sensibilidad artística e intelectual la que debe tenerse para debatir sobre historia de la pintura, de la literatura y de la música; que profundas las implicaciones de las interpretaciones de las legislaciones, las escrituras sagradas o la historia, PERO todo eso es……………… Subjetivo. Finalmente nunca se va a saber, como me preguntó una vez alguien, “cómo es la cosa” (¿en sí?). Pero, en cambio, esos debates, en las ciencias, se terminan. Si, te dice siempre, con su mirada, el ingeniero: no seré tan culto como vos, pero yo estoy en los hechos. Lo mío es objetivo, no tiene interpretaciones. No te gustará la Física y sus números, pero allí las opiniones, por más cultas y elaboradas que fueren, ya no cuentan. Física, Química, Astronomía, Biología y aledáneas:  sí, de vez en cuando hay algún debate, de vez en cuando falta precisar algo, pero finalmente el objeto se des-cubre y la cosa ya es definitiva. Y el lenguaje es informativo. Los manuales de ciencias te informan sobre cómo es el mundo. Por eso lo que tienes que hacer es entenderlos, sí, pero sobre todo repetirlos, “dominar el paradigma”, sin ningún agregado bonito de tu parte. La estética ya no importa. Es el ámbito de los facts. Y si quieres inventar algo, ¿quién te creés que sos, Howking? Y si estás en ciencias sociales y quieres que sean “científicas”, llénalas de datos, estadísticas, casos empíricos, porque sólo así te acercarás a lo objetivo y dejarás de confundirte con los filósofos.

No vamos a reseñar ahora toda la historia del positivismo y el neopositivismo. Deberíamos comenzar con los filósofos pre-iluministas del renacimiento[1], deberíamos seguir con el iluminismo del s. XVIII, con el “espíritu” de On Logic de J.S.Mill en el s. XIX[2], con el realismo anti-kantiano austríaco y alemán que se da en Frege, Bolzano, Brentano, como antecedente del realismo más bien “fáctico” de la mayoría neopositivistas del Círculo de Viena[3]. Habría mucho que decir sobre cómo todos ellos adaptaron la famosa definición de Aristóteles de la verdad, conviertiéndola en la adecuación con los hechos, y cómo todo ello comenzó a caer con la crítica heideggeriana a la verdad como adecuación[4], produciendo ello la reacción post-moderna donde toda noción de verdad cae y es sustituida por la coherencia interna de los pequeños relatos[5].

Pero no es este un libro de historia de la Filosofía. Lo que pretendemos es sólo mostrar que todo esto consolida culturalmente –o sea, pasa al lenguaje cotidiano y a los horizontes cotidianos de pre-comprensión del mundo- la diferencia entre sujeto, objeto, objetivo, subjetivo, hecho, interpretación, y la verdad arrinconada en el objeto, en lo objetivo, en los facts.

 

2.      Cosa de otro mundo.

Se debatirá ad infinitum la interpretación de qué es lo que Husserl quiso decir y qué parte de su obra es la principal. Que si fue realista al principio, que si fue idealista trascendental después, que si la intersubjetividad la vio tarde, que si la había visto antes, que con el mundo de la vida estaba corriendo a su discípulo Heidegger, que si estaba preparando una nueva metafísica que no llegó a escribir, que si fue un mero cartesiano, etc. No vamos a dirimir ahora esos debates. Sólo diremos que, para nosotros, el giro hermenéutico se produce con su noción de mundo de la vida.

La noción de mundo de la vida fue (y es) un aporte ontológico y gnoseológico de Husserl que permitió superar la dicotomía sujeto-objeto. Fue el único que lo hizo SIN la necesidad de caer en el idealismo absoluto de Hegel ni en el post-modernismo fruto de una decodificación NO aberrante de los textos de Heidegger. Lo hizo, además, manteniendo una noción de “objetivo” como “sentido” NO reductible a la arbitrariedad del sujeto. Pero lo hizo manteniendo lo mejor de la filosofía moderna: el paso por el sujeto.

Siempre que tengamos la idea de un objeto “en frente” del sujeto (aún en el caso de que digamos que el objeto es “evidente” como hace Gilson) se plantea el problema del puente: ¿cómo estamos seguros de que el objeto conocido es real? ¿Cuánto conocemos del objeto? ¿Con qué conocemos al objeto?

 

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Gilson y casi todos los tomistas respondieron (NO Santo Tomás) “que el objeto es evidente” pero como respuesta a una pregunta ya planteada. La originalidad de la noción de mundo de Husserl es que evita plantear la pregunta.

Mundo no es “mundo físico”. Ya no hablamos del arbolito, de la nube, del sol, como las cosas físicas de las cuales hacer abstracción de la esencia, ni tampoco hablamos del mundo geométrico como res extensa que Dios nos permite ver sin engaños.

Mundo, ahora, es inter-subjetividad.

ESE es el “giro ontológico” fundamental, ese es el cambio en la noción de realidad como primera conocida.

En la intersubjetividad, lo que emerge como lo primero conocido, como id quod primum cadit in intellectu es el otro, el otro humano, corpóreo (por eso también es la cosa física en estado de unión con el cuerpo).

O sea, es el otro sujeto aquello cuyo ser no puedo negar, y cuya naturaleza conozco al menos en parte, porque no puedo negar su humanidad, porque es algo humano.

Y no puedo negar la existencia y la naturaleza humana del otro porque el otro (el rostro sufriente del otro, Levinas[6]) me demanda existencialmente.

Y es quod primum cadit porque es más evidente algo cuanto más está en acto, y la espiritualidad del otro, que se devela en su demanda existencial, es más evidente que cualquier cosa física no humana.

¿Y cuál es esa demanda existencial?

Esa demanda existencial consiste en que el otro me pone inexorablemente en una disyuntiva ética: o lo trato como un tú, otro, esto es, o lo trato como un ser humano que como tal no puede reducirse a una mera x a mi servicio, o no.

Si no capto esa demanda existencial, es que estoy en existencia in-auténtica (Heidegger), en neurosis noógena (Frankl), en dis-tracción existencial (Quiles).

En ese sentido, toda la evidencia, toda la verdad, toda la certeza que desesperadamente ha buscado la filosofía, está en la parábola del buen samaritano.

El ser humano herido por los ladrones es el camino del filosofar. No decimos punto de partida para evitar los “fundacionismos” pero sí es el camino. El herido por los ladrones es ser humano: conocimiento de algo de la naturaleza, gnoseología.  Existe como otro distinto de mí: gnoseología y ontología. Es ser humano: antropología filosófica. Es ser humano corpóreo: filosofía de la naturaleza. Demanda mi ayuda (aunque no la pida): ética. Existe como ser humano individual (ontología). No forma parte de un espíritu absoluto (ontología). No es parte de Dios (ontología).

La demanda existencial es la clave. La evidencia de la existencia del otro y de la naturaleza humana del otro se ve en que me está poniendo en un compromiso ético y existencial: o lo respeto como persona o no. Desde luego, eso surge con el horizonte judeocristiano, pero no implica que no se pueda dialogar con un no cristiano, especialmente si el no cristiano es el herido, despojado, abandonado y abatido.

Con el otro, las distinciones habituales de la filosofía se re-ubican. Todo coincide en el otro, como el camino central (no digo el inicio) del filosofar, que no es más que pasar de la inmadurez existencial a la existencia auténtica. La filosofía es madurez, es despertar al llamado del otro.

Lo podríamos mostrar de este modo:

 

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Esto NO implica que la noción de mundo de la vida se identifique con la relación yo-tú. Puede haber mundo de la vida donde el otro sea alguien que nos es indiferente o un enemigo. El mundo de la vida puede habitarse con actitud no-teorética. Pero lo que nos hace pasar del mundo de la vida a la actitud teorética, al filosofar, a la conciencia del otro como persona y todo lo que ello implica, es cuando tomamos conciencia de que el otro es un tú. Por eso la filosofía es madurez, por eso la filosofía se convierte en sabiduría, por eso la filosofía despierta con la parábola del buen samaritano y no de casualidad, en la Providencia, la máxima madurez a la cual pudo llegar el pensamiento humano sin Cristo fue pocos siglos antes de la llegada de Cristo, para ser inmediatamente hecha síntesis con El.

La intersubjetividad, así planteada, supera el problema del puente. Lo hace desaparecer. Ya no se trata de sujeto-objeto, sino de sujeto-mundo. El sujeto (la persona) ya no tiene que cruzar un puente para llegar al objeto, porque lo real no está enfrente, sino que lo real máximamente conocido (lo intersubjetivo), “está en él”. Este es el sentido de “estar en el mundo”. El sujeto (la persona) está en el mundo. Está en su mundo de la vida, lo habita. Yo puedo tener dudas sobre una casa que no habito, pero no sobre la casa que habito, la “casa existencial”, que es el mundo de la vida (lo que Ortega llamó “yo y su circunstancia” y que fue magníficamente tratado como “filosofía de la vida” por Manuel García Morente[7]).

O sea: si nos manejamos con la noción sujeto-objeto, el sujeto siempre tiene que “cruzar hacia” el objeto, y el problema fue que el puente tendido por Descartes fue hundido por Hume y tal vez bien hundido:

 

Sujeto ---------------------------- (puente) -------------------------------------- objeto.

 

Terminado el puente, adiós al objeto.

 

Pero en cambio, en el mundo de la vida se “está”, no hay nada hacia dónde ir. No hay que cruzar a otro mundo para saber que se está en el propio:

 

 

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Desde el mundo de la vida, las nociones tradicionales de conocer, entender e interpretar cambian.

Dado que la persona “vive en”, “está en” su mundo, entonces lo conoce. Si yo le pregunto a alguien “háblame de algo de tu vida”, y me habla de su club de teatro, dado que lo vive, lo conoce, y dado que lo conoce, puede hablar de él.

Conocer es por ende “vivir en”, un resultado volitivo e intelectual inmediato de “ser en el mundo”. El que está en su mundo, lo conoce. No es una materia que hay que dar, no es un paradigma que hay que repetir, no es la lista de emperadores romanos que tal vez no tengan nada que ver con (bien o mal) el mundo de alguien (y NO estamos hablando ahora de historicidad). Por eso el que meramente repite no conoce, pero el que conoce, recuerda.

Entonces el que conoce, entiende, esto es, capta el sentido. Si me habla de su club de teatro, capta el sentido de “teatro”, aunque no lo pueda definir in abstracto o aunque careza de conciencia histórica. Pero capta algo de la esencia del teatro, capta algo del “qué es”. Más adelante hablaremos de la captación histórica del sentido.

Y en ese sentido, interpreta, esto es, capta el sentido desde, a partir de, su mundo.

ESTA es la revolución copernicana con el “interpretar”, ESTE es el giro hermenéutico.

Interpretar ya no es, entonces, “algo sobre algo”, una operación intelectual adicional sobre un “dato”, un “fact”. Interpretar es la captación del sentido (luego veremos que “histórica”) desde y en el mundo de la vida. Y no es una segunda operación intelectual, no es una opinión o apreciación adicional, porque lo primero que se capta es ese mundo de la vida.

Para seguir el famoso y didáctico ejemplo de Shutz[8], la disposición física de los instrumentos (bancos, escritorios, etc.) en una clase, una ceremonia religiosa o un juzgado, es la misma. Lo que “hace ser” a cada una de esas tres relaciones intersubjetivas en lo que son es, precisamente, la intersubjetividad, los diferentes roles mutuamente asignados por las tradiciones (cristalización de las intersubjetividades). Son las relaciones diversas entre las personas las que hacen que un aula sea una clase, un juzgado o una ceremonia religiosa, cuando, sin embargo, las cosas físicas (techo, paredes, piso, bancos) son las mismas.

Y lo primero que el ser humano vive y entiende es esa intersubjetividad. “Estoy en una clase” es una obviedad para el habitante de ese mundo que no tiene que ser dicha o repetida excepto que un no-habitante lo pregunte (“¿dónde estás?”). Por lo demás (ya profundizaremos en ello) allí aparecen la verdad y la realidad como esencialmente ligadas al mundo de la vida. Si alguien no cree que estás en un aula, ¿no repetirías, entonces, que “sí, es verdad que estoy en un aula”? Y si es verdad, ¿no es porque es real que estás en un aula?

O sea, la relación intersubjetiva es real. Las personas reales, y sus fines y relaciones mutuas, son lo que le dan realidad.

Por ello, la oposición entre lo real y lo cultural, lo natural y lo cultural, no tiene sentido. En el ser humano, lo natural es que sus mundos sean su cultura. La naturaleza humana se despliega en intersubjetividades que llamamos religiosas, políticas, educativas, artísticas, etc., siempre. Pero son diversas. Lo humano se despliega en diversas culturas, porque lo humano “es” intersubjetividades históricamente desplegadas. Y como el ser humano es un cuerpo humano, lo corpóreo es cultural. No es que lo natural sea comer y lo cultural, hacerlo con cubiertos. No, el ser humano como de diversos modos intersubjetivos, siempre. Esos diversos modos son lo cultural y por ende con-comitantes a su naturaleza biológica, que nunca se da “no humanamente” sino “humanamente” a través de sus mundos de la vida. Y lo mismo con su descansar, con su protegerse de la naturaleza no humana, con su reproducción.

El ser humano no “construye arbitrariamente” a sus mundos de la vida. Se encuentra ya en ellos. Puede “mudarse de mundo”, puede intentar cambios, puede hacerlos progresar moralmente, pero no los crea arbitrariamente. Si estoy cenando con unos amigos no puedo decir que estoy como testigo en un jurado, y si estoy como testigo en un jurado no puedo decir sin mentir que estoy cenando con unos amigos. Puedo ser una presencia disruptiva en un mundo, pero si lo soy, es que había un mundo que no puedo irrumpir sin consecuencias. Puedo estar en una clase y ponerme a tomar sol como si estuviera en una playa, pero mi acción es disruptiva. Puedo estar tomando sol en una playa con mis amigos y ponerme a dar clase como si estuviera en una clase, pero mi acción es disruptiva. Puede ser que esté moralmente bien ser disruptivo, pero la clave es que el ser humano no crea los mundos como se crean los mundos de la holocubierta del Enterprise. Suponer esto último es el escepticismo post-moderno; suponer lo contrario es Husserl y, como veremos, Gadamer.

 

3.      El conocimiento del famoso arbolito.

Los manuales de teoría del conocimiento tienen una especial predilección por el ejemplo del árbol como el objeto conocido del cual se debate ad infinitum su posibilidad de ser conocido (realismo, escepticismo), origen (racionalismo, empirismo), su esencia (lo mismo de vuelta…), etc.

Y así el arbolito se ha hecho famoso. Que lo conocemos porque antes hemos conocido su esencia en el topós huranós de lo verdaderamente real. O lo conocemos porque el intelecto agente capta su esencia a partir de un proceso de abstracción. O que se encuentra entre dos intelectos, el divino y el humano. O que conocemos este o aquél árbol, pero la arboleidad no existe. O que la esencia del árbol es matemática y sólo así puede ser conocida. Que no, que no conocemos nada, que el verde y el marrón y el tamaño y etc. se dan sólo en un sujeto que a su vez es un ilusorio foco de percepciones a su vez ilusorias. Que no, que conocemos la síntesis entre sus intuiciones sensibles y las categorías. Que no, que el árbol es parte del despliegue del espíritu absoluto. Que no, que sólo la ciencia puede conocer al árbol. Que sí, que podemos conocer el noema del árbol. ¿Y el árbol qué opinará?

La cuestión es que todo ello es el largo camino que la filosofía occidental ha recorrido tratando de lograr el conocimiento de algo físico, “objetivo” que “nada” tenga de contaminado de nuestra subjetividad.

Pero ya hemos visto que la intersubjetividad no es una arbitrariedad, sino aquello humano real en lo cual primero habitamos.

Y desde allí, allí, en la intersubjetividad, conocemos (interpretamos) algo de la naturaleza del árbol, y ya no hay cosa en mí como subjetiva y arbitraria, o en sí como objetiva y “fuera” de lo humano. Hay algo de la naturaleza de la cosa física conocida en el mundo de la vida.

Lector, ¿cómo sabes que el arbolito no es Dios?

Si eres un científico agnóstico, me dirás, por supuesto que no es Dios, y si quieres te doy una clase de biología.

Si eres un científico creyente, también me dirás que no es Dios, y me darás una clase de bilogía y teología mostrándome su no contradicción.

Y si eres un religioso fanático, me dirás que cómo se me ocurre comparar a Dios con el mísero arbolito.

¿Pero cómo saben los tres que el arbolito no es Dios?

Porque, lo quieran o no, habitan un mundo judeo-cristiano donde creyentes y no creyentes comparten que el mundo físico no se identifica con Dios.

Pero si habitaras un mundo sintoísta, me dirás “¿y por qué un arbolito no puede ser un dios?”.

Y ese es, precisamente, otro mundo.

Por ende, las cosas físicas son conocidas humanamente, en el mundo de la vida que habitamos.

Pero ello no quiere decir que el mundo de la vida oculte totalmente su naturaleza, sino que conocemos de esa naturaleza sus aspectos humanamente cognoscibles.

¿Qué es un río sino aquello que da vida y fertilidad, que te calma la sed y te protege del calor? ¿Qué es sino aquello que cuando crece hay inundación y cuando decrece hay sequía? ¿O qué es el agua sino el río Nilo y fuente de vida o una botella de agua que compras en un supermercado?

Pero todo ello, en relación a lo humano.

Pero esas relaciones hacia lo humano (y lo mismo con todas las cosas de la naturaleza) son posibles porque hay “algo desde la misma naturaleza física” que produce esos efectos en lo humano. El fuego quema, el agua no, porque es fuego y no agua.

O sea:

 

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¿Y la ciencia? ¿No es la ciencia el conocimiento “objetivo” del árbol, SIN el mundo de la vida? No, porque lo que los occidentales llamamos ciencia es un largo, delicado y único fruto del mundo de la vida occidental. La ciencia no es lo que vemos sino lo que una larga serie de autores nos han convencido de que veamos. Ha sido y es fruto de trata de conocer cómo serán las cosas en sí mismas independientemente de nosotros. Y como ello es imposible, las respuestas que obtenemos son provisorias y conjeturales[9]. La ciencia es entonces menos certera que el conocimiento de las cosas físicas en el mundo de la vida. Tanto en el antiguo Egipto como hoy, si veo un árbol en medio del sol NO me equivoco si supongo que tendré menos calor sentado a su sombra. No sé casi nada de por qué, pero lo sé. Sé que las ramas y las hojas del árbol tapan un poco la luz del sol y que con ello la temperatura es menor, estoy seguro de eso, pero si quiero saber más cosas, las sabré, pero el precio será que mi certeza será menor. Sí, hoy nuestros conocimientos más avanzados nos dicen que las hojas del árbol hacen fotosíntesis pero ello depende de teorías atómicas que seguirán evolucionando y cambiando. Pero no cambiará que sentado a la sombra tendré menos calor. Y menos aún cambiará que no debo asesinar a otro ser humano, cuya humanidad conozco porque me mira como un tú, no por su conjetural ADN.

O sea, si agregamos lo anterior,

 

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Con el agua, el ejemplo es mucho más clara (mutatis mutandis a todos los elementos de la naturaleza). Para un mundo de la vida humano, el agua es “lo que calma la sed”. Pero, a su vez, calma la sed porque es algo tal que al ser humano puede calmarle la sed. O sea que conocemos “algo” del agua: lo humanamente cognoscible. ¿Y la famosa H2O? Ah, fruto del atomismo, que fue, es y será una de las mejores conjeturas de la ciencia occidental (no hay otra, aunque los occidentales “la exporten”).

O sea:

 

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La flecha de derecha a izquierda señala “el algo de la naturaleza de la cosa” que a su vez es “humanamente conocida”, y esa es la flecha de izquierda a derecha. Lo cual supera el debate de la cosa en mí o la cosa en sí, excepto que por “cosa en mí” entendamos inter-subjetividad y por “cosa en sí” el “algo de la naturaleza” de la cosa (totalmente acorde con la “quidditas rei materialisen estado de unión con el cuerpo (leib, cuerpo humano) de Santo Tomás (“leib” es “cuerpo viviente” en Husserl).

 

Pero entonces, ¿no hay posibilidad de resolver “objetivamente” si el arbolito es Dios o no es Dios? “Objetivamente” no, si por ello se entiende “ver el arbolito” SIN un mundo (humano) de la vida. Filosóficamente, claro que sí: todo es cuestión de resolver filosóficamente el creacionismo. O sea, la clave allí es la apologética racional de la creación del Judeo-cristianismo. ¿Qué eso es difícil? Claro, los problemas más difíciles de la vida humana no se resuelven con “facts” sino con teoría (Husserl), con una filosofía que conduzca a la armonía razón-fe (Santo Tomás). Y NO se resuelven con facts porque, como vimos, los “facts” SIN mundo de la vida son imposibles. Pero ello es una mala noticia sólo si el positivismo nos sigue atravesando. Si no, es una excelente noticia: hay que ir a la filosofía…

 

¿Y los artefactos? Más aún. Desde el arco y la flecha, hasta la computadora y las naves espaciales, todos esos “arte-factos” tienen sentido sólo desde el mundo de la vida donde fueron construidos. El “para qué son” los define. Por eso el misterio de las pirámides no es tanto cómo fueron construidas, sino qué eran…

Por lo tanto, tres son los elementos del mundo de la vida:

a)      Los directamente culturales, que se identifican con él mismo. Ellos son “lo” político, religioso, artístico, educativo, económico… Todos ellos tienen esas manifestaciones, aunque a veces esas distinciones son retrospectivas (por ejemplo en las civilizaciones míticas antiguas no había distinción entre lo político, lo religioso y lo científico: esos tres ámbitos fueron distinguidos luego por la evolución del mundo de la vida judeocristiano…).

b)      Los elementos físicos que dependen de la acción humana: artefactos y objetos artísticos, cuyo sentido se interpreta a partir de a,

c)      Los elementos físicos que NO dependen de la acción humana pero que son humanamente conocidos desde el mundo de la vida. Ese conocimiento humano, no por humano es arbitrario, ni “relativista” en el sentido escéptico del término. Es un conocimiento que conoce aquellos aspectos de la naturaleza de las cosas físicas que sean humanamente cognoscibles y relevantes. Y es un conocimiento con certeza porque tiene la certeza de los usos prácticos de los mundos de la vida, inmediatamente evidentes para los habitantes de cada mundo en particular. A su vez, el conocimiento científico es más complejo, más elaborado, pero menos evidente y menos certero: depende de un modo de conocer que evoluciona por “conjeturas y refutaciones”, por “cambios de paradigmas”, por “programas progresivos de investigación”, que se ha dado exclusivamente en Occidente aunque otras culturas hayan copiado sus usos técnicos.

 

Y esos tres elementos implican un acto directo de conocimiento que es igual a interpretar: conocer lo que se vive en el mundo de la vida. Un interpretar que no es un acto arbitrario de la inteligencia sino que es su acto propio: conocer es entender, entender es interpretar. ESE es el giro hermenéutico. La hermenéutica no es más “algo sobre algo”, algo subjetivo sobre algo objetivo. Es el conocer humano, sobre la base de un giro ontológico: id quod primum cadit in intellectu est mundo, mundo de la vida.


 

 



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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