1. Al principio…
…creó
Dios a Platón y a Aristóteles. Platón dijo: lo verdaderamente real es la idea.
Un caballo concreto existe porque participa en la idea de caballo, que es lo
verdaderamente real.
Pero
entonces vino Aristóteles y le dijo: no, Platonito, el eidos está en la cosa singular, como su naturaleza, pero esa
naturaleza no se reduce a la cosa singular. Así, puedo predicar, mediante un
concepto universal, la naturaleza “caballo” de muchos caballos, pero no puedo
decir “este caballo es la caballeidad”.
Aristóteles nos dejó el concepto universal y aún estamos con él.
Y
Dios dijo, haya luz, y surgió la iluminación de San Agustín, quien dijo: algo
de razón tenía Platón, lo que ocurre es que todas las ideas están en Dios como
todo creador tiene las ideas de lo que crea. Entonces, dado que todo lo creado
participa, de algún modo, de Dios, cuando nuestro intelecto conoce “ilumina” la
naturaleza de las cosas, de igual modo que Dios al crear ilumina al mundo con
el ser.
Después
dijo Dios que haya un firmamento. Santo Tomás, un seguidor de San Agustín y
también de Aristóteles, tomó la posta y dijo: ok, ningún problema con que el
intelecto ilumina, pero para iluminar y entonces ver cuál es la naturaleza de
las cosas, tiene que pasar por la cosa singular y a partir de su imagen
sensible captar en ella su naturaleza, por medio del intelecto activo, que
ilumina, que es el intelecto “agente”.
Todo
bien, pero entonces Santo Tomás tuvo que reconocer obviamente que el concepto
universal no se identifica con la cosa concreta, que es singular. No, pero la
naturaleza está totalmente en la cosa concreta. Juan es, por ejemplo,
totalmente humano, aunque la humanidad no se reduce a Juan. Por ende, aunque lo
creado es el fundamento último del concepto universal, el fundamento próximo es
la capacidad del intelecto para predicarlo de muchos, predicación que está en
el intelecto y no en la cosa.
Llegado
este punto, Santo Tomás distingue entre intelecto y cosa, obviamente, porque
dice que toda cosa creada está entre dos intelectos: el de Dios que lo crea y
el del ser humano que lo conoce. El intelecto humano no lo hace ser, lo hace
ser la creación de Dios. En ese sentido Santo Tomás y todos los medievales son
realistas. Pero corren el riego de la pregunta de cómo sabemos que el concepto
universal conoce a las cosas reales que están fuera del intelecto. No se hacen
la pregunta, sino que presuponen ya que las cosas conocidas por nosotros son
reales, porque ellos piensan que ven cosas creadas por Dios. Pero entonces
Santo Tomás distingue entre dos signos: el signum
quod, la cosa real, y el singum quo, aquello
por lo cual conocemos a la cosa. Esto último no es una cosa más, no es otro
objeto conocido, sino aquello por lo cual conocemos la cosa singular y su
naturaleza. O sea que cuando a Santo Tomás sus frailes hermanos le dijeron que
una vaca estaba volando (es verdad J) su manera de explicarlo fue: conozco
que esa vaca es esa vaca pero la distingo de un pez porque conozco su
naturaleza por medio del concepto universal. “Por medio de”. No “en el
medio” de la inteligencia y la cosa. Esto fue muy ingenioso. Santo Tomás no
pensaba en
Intelecto
----------------- concepto universal ----------------- cosa singular,
Porque
en ese caso el concepto universal hubiera sido un tercero en discordia “entre”
el intelecto y la cosa singular. Sino que pensaba en esto:
Donde
el signum quo (aquello “por lo cual”
conocemos la cosa) era en parte el concepto universal.
Después
dijo Dios: broten los escolásticos. Y ellos llamaron a esto signo formal.
Pero
entonces la cosa se complicó. No terminaba de queda claro hasta qué punto el
signo formal podía evitar el escepticismo de pensar que lo realmente conocido
es ese signo formal y no la cosa.
Estamos ya en pleno s. XVI.
Luego
dijo Dios: haya lumbreras en el firmamento. Y así fue: vino la res cogitans y la res extensa. Porque Descartes, fiel a su estilo, cortó las cosas
con su guadaña. No, no podemos estar seguros de que el sujeto, el ser pensante,
conozca al objeto, las cosas reales.
O
sea, Descartes quiso responder a este peligro:
Sujeto
---------------------------------- idea -------------------------------
realidad (objeto)
Donde
la idea fuera un muro entre el sujeto y el objeto.
Entonces
dijo algo que se discute ad infinitum
si fue muy diferente a San Agustín: Dios nos garantiza que la idea corresponda
a una cosa real (que en Descartes ya se identificaba con el universo
físico-matemático copernicano).
O
sea:
¿Y
Dios, a su vez, cómo se demostraba ante los escépticos? ¡Uf! Con una
demostración llamada argumento ontológico que se debatirá ad infinitum, de vuelta, si es lo mismo en Descartes o en San
Anselmo, y si estos dos remiten a San Agustín. Pero la cosa era más o menos
así: tengo la idea de un ser perfecto, luego nada le puede faltar, luego la
existencia tampoco, luego existe. Lo interesante era que eso, a Santo Tomás, no
le había gustado nada de nada.
Después
dijo Dios: pululen las aguas, y vino un tsunami. Porque Hume dijo: gente, no se
puede demostrar, así ni de ningún otro modo, que Dios existe. Luego si ese Dios
es la garantía de que conocemos algo de la realidad, entonces… Se acabó todo.
NO hay conocimiento filosóficamente fundado, más allá de nuestras creencias
cotidianas al respecto.
Luego
dijo Dios: produzca la tierra seres vivientes, y vinieron las categorías. Y
vino Kant y dijo: no, no nos podemos resignar al escepticismo otra vez. Hay un
mundo, sí, más allá de nuestra mente (como el sujeto que piensa en Descartes,
que no era lo mismo que el intelecto en Santo Tomás), pero no lo podemos
conocer “como es en sí mismo” más allá de cómo nuestra mente lo organiza. ¿Lo
organiza? Si, la mente es como un D.O.S, como el microprocesador incorporado,
“a priori” del contacto sensible con las cosas. Y los sentidos son como el
tablero de la compu. Si no hay una compu previa a que yo escriba, no aparece
nada en pantalla.
Se
acabó la cosa en sí. Definitivamente no conocemos al mundo como realmente es. Por
lo demás, si querés creer en Dios, dale, pero no lo podés demostrar, tampoco.
Pero
Kant agrega algo que quedó hasta hoy: lo verdaderamente científico son la
Física y las matemáticas.
Cuando
dijo eso, el paradigma de Newton ya estaba consolidado.
Pero
Newton no era kantiano. Newton pensaba que su mecánica era, sí, el mundo en sí
mismo, creado así por Dios. Había heredado el realismo exagerado de Galileo,
por el cual el sistema copernicano era el mundo físico como verdaderamente era
y había sido creado tal por Dios. Un mundo matemático, además. Copérnico,
Galileo, Kepler, Newton, todos ellos eran neopitagóricos cristianos que
pensaban que Dios había creado un mundo físico perfecto y matemático, y que
finalmente el ser humano lo había podido conocer tal cual es.
O
sea que la idea de la cosa en sí se conservaba en Newton, y por ende en la
ciencia, que era casi lo mismo.
Después
dijo Dios: hagamos al mundo a semejanza del hombre. Y vino un genio matemático
llamado Laplace y, casi como Hume, dijo: la hipótesis de Dios ya no es
necesaria. Sí, el mundo es como Newton lo dice, pero no está creado por Dios.
La ciencia no necesita de Dios. El mundo físico es totalmente autónomo. Se explica
a sí mismo.
Pero
cuidado, porque Hume había quitado a la ciencia que fuera un conocimiento
“necesario”: la ciencia no podía llegar a conclusiones sobre cómo es
necesariamente el mundo.
Entonces
dijo Dios: que sea John Stuart Mill, y fue. Mill y sistematiza el método
científico, por el cual, supuestamente, tenemos un modo de demostrar casi con
certeza, mediante el método experimental, las hipótesis científicas.
Entonces
el hombre descansó. Todos tranquilos de vuelta, porque la cosa en sí, y su
certeza, se mantienen, pero parapetadas en la ciencia. La ciencia termina siendo finalmente aquello donde nos liberamos de
nosotros mismos. Es lo totalmente
objetivo, sin sujeto, porque el método experimental no tendrá la belleza de la
poesía, pero nos libra totalmente de nuestras interpretaciones subjetivas.
Llegado
este punto, se consolida culturalmente lo que hemos llamado el paradigma de la
información. Surge un pequeño tumor maligno que cada vez es menos pequeño: la
separación entre humanidades por un lado, y ciencias por el otro.
Las
humanidades son muy bonitas. Qué culto que es debatir sobre la interpretación
de tal cuento de Borges; qué fascinante es asistir al debate entre dos grandes
teólogos; que genios los que dominan toda la historia de la filosofía; qué
sensibilidad artística e intelectual la que debe tenerse para debatir sobre
historia de la pintura, de la literatura y de la música; que profundas las
implicaciones de las interpretaciones de las legislaciones, las escrituras
sagradas o la historia, PERO todo eso es……………… Subjetivo. Finalmente nunca se va a saber, como me preguntó una vez
alguien, “cómo es la cosa” (¿en sí?). Pero, en cambio, esos debates, en las
ciencias, se terminan. Si, te dice siempre, con su mirada, el ingeniero: no
seré tan culto como vos, pero yo estoy en
los hechos. Lo mío es objetivo,
no tiene interpretaciones. No te
gustará la Física y sus números, pero allí las opiniones, por más cultas y
elaboradas que fueren, ya no cuentan. Física, Química, Astronomía, Biología y
aledáneas: sí, de vez en cuando hay
algún debate, de vez en cuando falta precisar algo, pero finalmente el objeto se des-cubre y la cosa ya es
definitiva. Y el lenguaje es informativo. Los manuales de ciencias te informan sobre cómo es el mundo. Por
eso lo que tienes que hacer es entenderlos, sí, pero sobre todo repetirlos,
“dominar el paradigma”, sin ningún
agregado bonito de tu parte. La estética ya no importa. Es el ámbito de los facts. Y si quieres
inventar algo, ¿quién te creés que sos, Howking? Y si estás en ciencias
sociales y quieres que sean “científicas”, llénalas de datos, estadísticas, casos empíricos, porque sólo así te acercarás a lo objetivo y dejarás de
confundirte con los filósofos.
No
vamos a reseñar ahora toda la historia del positivismo y el neopositivismo.
Deberíamos comenzar con los filósofos pre-iluministas del renacimiento[1],
deberíamos seguir con el iluminismo del s. XVIII, con el “espíritu” de On Logic de J.S.Mill en el s. XIX[2], con
el realismo anti-kantiano austríaco y alemán que se da en Frege, Bolzano,
Brentano, como antecedente del realismo más bien “fáctico” de la mayoría
neopositivistas del Círculo de Viena[3].
Habría mucho que decir sobre cómo todos ellos adaptaron la famosa definición de
Aristóteles de la verdad, conviertiéndola en la adecuación con los hechos, y cómo todo ello comenzó a caer con la
crítica heideggeriana a la verdad como adecuación[4],
produciendo ello la reacción post-moderna donde toda noción de verdad cae y es
sustituida por la coherencia interna de los pequeños relatos[5].
Pero
no es este un libro de historia de la Filosofía. Lo que pretendemos es sólo
mostrar que todo esto consolida culturalmente –o sea, pasa al lenguaje
cotidiano y a los horizontes cotidianos de pre-comprensión del mundo- la
diferencia entre sujeto, objeto, objetivo, subjetivo, hecho, interpretación, y la verdad arrinconada en el objeto, en lo
objetivo, en los facts.
2.
Cosa
de otro mundo.
Se
debatirá ad infinitum la interpretación de qué es lo que Husserl quiso decir y
qué parte de su obra es la principal. Que si fue realista al principio, que si
fue idealista trascendental después, que si la intersubjetividad la vio tarde,
que si la había visto antes, que con el mundo de la vida estaba corriendo a su
discípulo Heidegger, que si estaba preparando una nueva metafísica que no llegó
a escribir, que si fue un mero cartesiano, etc. No vamos a dirimir ahora esos
debates. Sólo diremos que, para nosotros, el giro hermenéutico se produce con
su noción de mundo de la vida.
La
noción de mundo de la vida fue (y es) un aporte ontológico y gnoseológico de
Husserl que permitió superar la dicotomía sujeto-objeto. Fue el único que lo
hizo SIN la necesidad de caer en el idealismo absoluto de Hegel ni en el
post-modernismo fruto de una decodificación NO aberrante de los textos de
Heidegger. Lo hizo, además, manteniendo una noción de “objetivo” como “sentido”
NO reductible a la arbitrariedad del sujeto. Pero lo hizo manteniendo lo mejor
de la filosofía moderna: el paso por el sujeto.
Siempre
que tengamos la idea de un objeto “en frente” del sujeto (aún en el caso de que
digamos que el objeto es “evidente” como hace Gilson) se plantea el problema
del puente: ¿cómo estamos seguros de que el objeto conocido es real? ¿Cuánto
conocemos del objeto? ¿Con qué conocemos al objeto?
Gilson
y casi todos los tomistas respondieron (NO Santo Tomás) “que el objeto es
evidente” pero como respuesta a una
pregunta ya planteada. La originalidad de la noción de mundo de
Husserl es que evita plantear la pregunta.
Mundo
no es “mundo físico”. Ya no hablamos del arbolito, de la nube, del sol, como
las cosas físicas de las cuales hacer abstracción de la esencia, ni tampoco hablamos
del mundo geométrico como res extensa
que Dios nos permite ver sin engaños.
Mundo,
ahora, es inter-subjetividad.
ESE
es el “giro ontológico” fundamental, ese es el cambio en la noción de realidad como primera conocida.
En
la intersubjetividad, lo que emerge como lo primero conocido, como id quod primum cadit in intellectu es el otro, el otro humano, corpóreo (por
eso también es la cosa física en estado de unión con el cuerpo).
O
sea, es el otro sujeto aquello cuyo ser no puedo negar, y cuya naturaleza
conozco al menos en parte, porque no puedo negar su humanidad, porque es algo
humano.
Y
no puedo negar la existencia y la naturaleza humana del otro porque el otro (el
rostro sufriente del otro, Levinas[6]) me
demanda existencialmente.
Y
es quod primum cadit porque es más
evidente algo cuanto más está en acto, y la espiritualidad del otro, que se
devela en su demanda existencial, es más evidente que cualquier cosa física no
humana.
¿Y
cuál es esa demanda existencial?
Esa
demanda existencial consiste en que el otro me pone inexorablemente en una
disyuntiva ética: o lo trato como un tú, otro, esto es, o lo trato como un ser
humano que como tal no puede reducirse a una mera x a mi servicio, o no.
Si
no capto esa demanda existencial, es que estoy en existencia in-auténtica
(Heidegger), en neurosis noógena (Frankl), en dis-tracción existencial
(Quiles).
En ese sentido, toda la evidencia,
toda la verdad, toda la certeza que desesperadamente ha buscado la filosofía,
está en la parábola del buen samaritano.
El
ser humano herido por los ladrones es el camino del filosofar. No decimos punto
de partida para evitar los “fundacionismos” pero sí es el camino. El herido por
los ladrones es ser humano: conocimiento de algo de la naturaleza, gnoseología. Existe como otro distinto de mí: gnoseología y ontología. Es ser humano: antropología filosófica. Es ser humano
corpóreo: filosofía de la naturaleza.
Demanda mi ayuda (aunque no la pida): ética. Existe como ser humano
individual (ontología). No forma
parte de un espíritu absoluto (ontología).
No es parte de Dios (ontología).
La
demanda existencial es la clave. La evidencia de la existencia del otro y de la
naturaleza humana del otro se ve en que me está poniendo en un compromiso ético
y existencial: o lo respeto como persona o no. Desde luego, eso surge con el
horizonte judeocristiano, pero no implica que no se pueda dialogar con un no
cristiano, especialmente si el no cristiano es el herido, despojado, abandonado
y abatido.
Con
el otro, las distinciones habituales de la filosofía se re-ubican. Todo
coincide en el otro, como el camino central (no digo el inicio) del filosofar,
que no es más que pasar de la inmadurez existencial a la existencia auténtica.
La filosofía es madurez, es despertar al llamado del otro.
Lo
podríamos mostrar de este modo:
Esto
NO implica que la noción de mundo de la vida se identifique con la relación
yo-tú. Puede haber mundo de la vida donde el otro sea alguien que nos es
indiferente o un enemigo. El mundo de la vida puede habitarse con actitud
no-teorética. Pero lo que nos hace pasar del mundo de la vida a la actitud
teorética, al filosofar, a la conciencia del otro como persona y todo lo que
ello implica, es cuando tomamos conciencia de que el otro es un tú. Por eso la
filosofía es madurez, por eso la filosofía se convierte en sabiduría, por eso
la filosofía despierta con la parábola del buen samaritano y no de casualidad,
en la Providencia, la máxima madurez a la cual pudo llegar el pensamiento
humano sin Cristo fue pocos siglos antes de la llegada de Cristo, para ser
inmediatamente hecha síntesis con El.
La
intersubjetividad, así planteada, supera el problema del puente. Lo hace
desaparecer. Ya no se trata de sujeto-objeto, sino de sujeto-mundo. El sujeto
(la persona) ya no tiene que cruzar un puente para llegar al objeto, porque lo
real no está enfrente, sino que lo real máximamente conocido (lo
intersubjetivo), “está en él”. Este es el sentido de “estar en el mundo”. El
sujeto (la persona) está en el mundo. Está en su mundo de la vida, lo habita.
Yo puedo tener dudas sobre una casa que no habito, pero no sobre la casa que
habito, la “casa existencial”, que es el mundo de la vida (lo que Ortega llamó
“yo y su circunstancia” y que fue magníficamente tratado como “filosofía de la
vida” por Manuel García Morente[7]).
O
sea: si nos manejamos con la noción sujeto-objeto, el sujeto siempre tiene que
“cruzar hacia” el objeto, y el problema fue que el puente tendido por Descartes
fue hundido por Hume y tal vez bien hundido:
Sujeto
---------------------------- (puente) --------------------------------------
objeto.
Terminado
el puente, adiós al objeto.
Pero
en cambio, en el mundo de la vida se “está”, no hay nada hacia dónde ir. No hay
que cruzar a otro mundo para saber que se está en el propio:
Desde
el mundo de la vida, las nociones tradicionales de conocer, entender e interpretar cambian.
Dado
que la persona “vive en”, “está en” su mundo, entonces lo conoce. Si yo le pregunto a alguien “háblame de algo de tu vida”, y
me habla de su club de teatro, dado que
lo vive, lo conoce, y dado que lo conoce, puede hablar de él.
Conocer
es por ende “vivir en”, un resultado volitivo e intelectual inmediato de “ser
en el mundo”. El que está en su mundo, lo conoce. No es una materia que hay que
dar, no es un paradigma que hay que repetir, no es la lista de emperadores
romanos que tal vez no tengan nada que ver con (bien o mal) el mundo de alguien
(y NO estamos hablando ahora de historicidad). Por eso el que meramente repite no conoce, pero el que conoce, recuerda.
Entonces
el que conoce, entiende, esto es, capta el sentido.
Si me habla de su club de teatro, capta el sentido de “teatro”, aunque no lo
pueda definir in abstracto o aunque careza de conciencia histórica. Pero capta
algo de la esencia del teatro, capta algo del “qué es”. Más adelante hablaremos
de la captación histórica del sentido.
Y
en ese sentido, interpreta, esto es,
capta el sentido desde, a partir de, su
mundo.
ESTA
es la revolución copernicana con el “interpretar”, ESTE es el giro
hermenéutico.
Interpretar
ya no es, entonces, “algo sobre algo”, una operación intelectual adicional
sobre un “dato”, un “fact”.
Interpretar es la captación del sentido (luego veremos que “histórica”) desde y
en el mundo de la vida. Y no es una segunda operación intelectual, no es una
opinión o apreciación adicional, porque lo primero que se capta es ese mundo de
la vida.
Para
seguir el famoso y didáctico ejemplo de Shutz[8], la
disposición física de los instrumentos (bancos, escritorios, etc.) en una clase,
una ceremonia religiosa o un juzgado, es la misma. Lo que “hace ser” a cada una
de esas tres relaciones intersubjetivas en lo que son es, precisamente, la
intersubjetividad, los diferentes roles mutuamente asignados por las
tradiciones (cristalización de las intersubjetividades). Son las relaciones
diversas entre las personas las que hacen que un aula sea una clase, un juzgado
o una ceremonia religiosa, cuando, sin embargo, las cosas físicas (techo,
paredes, piso, bancos) son las mismas.
Y
lo primero que el ser humano vive y entiende es esa intersubjetividad. “Estoy
en una clase” es una obviedad para el habitante de ese mundo que no tiene que
ser dicha o repetida excepto que un no-habitante lo pregunte (“¿dónde estás?”).
Por lo demás (ya profundizaremos en ello) allí aparecen la verdad y la realidad como esencialmente ligadas al mundo de la vida.
Si alguien no cree que estás en un aula, ¿no repetirías, entonces, que “sí, es
verdad que estoy en un aula”? Y si es verdad, ¿no es porque es real que estás
en un aula?
O
sea, la relación intersubjetiva es real.
Las personas reales, y sus fines y relaciones mutuas, son lo que le dan
realidad.
Por
ello, la oposición entre lo real y lo cultural, lo natural y lo cultural, no
tiene sentido. En el ser humano, lo
natural es que sus mundos sean su cultura. La naturaleza humana se
despliega en intersubjetividades que llamamos religiosas, políticas,
educativas, artísticas, etc., siempre. Pero son diversas. Lo humano se
despliega en diversas culturas, porque lo humano “es” intersubjetividades
históricamente desplegadas. Y como el ser humano es un cuerpo humano, lo
corpóreo es cultural. No es que lo natural sea comer y lo cultural, hacerlo con
cubiertos. No, el ser humano como de diversos modos intersubjetivos, siempre.
Esos diversos modos son lo cultural y por ende con-comitantes a su naturaleza
biológica, que nunca se da “no humanamente” sino “humanamente” a través de sus
mundos de la vida. Y lo mismo con su descansar, con su protegerse de la
naturaleza no humana, con su reproducción.
El
ser humano no “construye arbitrariamente” a sus mundos de la vida. Se encuentra
ya en ellos. Puede “mudarse de mundo”, puede intentar cambios, puede hacerlos
progresar moralmente, pero no los crea arbitrariamente. Si estoy cenando con
unos amigos no puedo decir que estoy como testigo en un jurado, y si estoy como
testigo en un jurado no puedo decir sin mentir que estoy cenando con unos
amigos. Puedo ser una presencia
disruptiva en un mundo, pero si lo soy, es
que había un mundo que no puedo irrumpir sin consecuencias. Puedo estar en
una clase y ponerme a tomar sol como si estuviera en una playa, pero mi acción
es disruptiva. Puedo estar tomando sol en una playa con mis amigos y ponerme a
dar clase como si estuviera en una clase, pero mi acción es disruptiva. Puede
ser que esté moralmente bien ser disruptivo, pero la clave es que el ser humano
no crea los mundos como se crean los mundos de la holocubierta del Enterprise.
Suponer esto último es el escepticismo post-moderno; suponer lo contrario es
Husserl y, como veremos, Gadamer.
3.
El
conocimiento del famoso arbolito.
Los
manuales de teoría del conocimiento tienen una especial predilección por el ejemplo
del árbol como el objeto conocido del cual se debate ad infinitum su
posibilidad de ser conocido (realismo, escepticismo), origen (racionalismo,
empirismo), su esencia (lo mismo de vuelta…), etc.
Y
así el arbolito se ha hecho famoso. Que lo conocemos porque antes hemos
conocido su esencia en el topós huranós
de lo verdaderamente real. O lo conocemos porque el intelecto agente capta su
esencia a partir de un proceso de abstracción. O que se encuentra entre dos
intelectos, el divino y el humano. O que conocemos este o aquél árbol, pero la arboleidad no existe. O que la esencia
del árbol es matemática y sólo así puede ser conocida. Que no, que no conocemos
nada, que el verde y el marrón y el tamaño y etc. se dan sólo en un sujeto que
a su vez es un ilusorio foco de percepciones a su vez ilusorias. Que no, que
conocemos la síntesis entre sus intuiciones sensibles y las categorías. Que no,
que el árbol es parte del despliegue del espíritu absoluto. Que no, que sólo la
ciencia puede conocer al árbol. Que sí, que podemos conocer el noema del árbol.
¿Y el árbol qué opinará?
La
cuestión es que todo ello es el largo camino que la filosofía occidental ha
recorrido tratando de lograr el conocimiento de algo físico, “objetivo” que
“nada” tenga de contaminado de nuestra subjetividad.
Pero
ya hemos visto que la intersubjetividad no es una arbitrariedad, sino aquello
humano real en lo cual primero habitamos.
Y
desde allí, allí, en la intersubjetividad, conocemos (interpretamos) algo de la naturaleza del árbol, y ya no hay cosa en
mí como subjetiva y arbitraria, o en sí como objetiva y “fuera” de lo humano.
Hay algo de la naturaleza de la cosa física conocida en el mundo de la vida.
Lector,
¿cómo sabes que el arbolito no es Dios?
Si
eres un científico agnóstico, me dirás, por supuesto que no es Dios, y si
quieres te doy una clase de biología.
Si
eres un científico creyente, también
me dirás que no es Dios, y me darás una clase de bilogía y teología mostrándome
su no contradicción.
Y
si eres un religioso fanático, me dirás que cómo se me ocurre comparar a Dios
con el mísero arbolito.
¿Pero
cómo saben los tres que el arbolito no es Dios?
Porque,
lo quieran o no, habitan un mundo
judeo-cristiano donde creyentes y no creyentes comparten que el mundo físico no se identifica con Dios.
Pero
si habitaras un mundo sintoísta, me dirás “¿y por qué un arbolito no puede ser
un dios?”.
Y
ese es, precisamente, otro mundo.
Por
ende, las cosas físicas son conocidas humanamente, en el mundo de la vida que
habitamos.
Pero
ello no quiere decir que el mundo de la vida oculte totalmente su naturaleza,
sino que conocemos de esa naturaleza sus aspectos humanamente cognoscibles.
¿Qué
es un río sino aquello que da vida y fertilidad, que te calma la sed y te
protege del calor? ¿Qué es sino aquello que cuando crece hay inundación y
cuando decrece hay sequía? ¿O qué es el agua sino el río Nilo y fuente de vida
o una botella de agua que compras en un supermercado?
Pero
todo ello, en relación a lo humano.
Pero
esas relaciones hacia lo humano (y lo mismo con todas las cosas de la
naturaleza) son posibles porque hay “algo desde la misma naturaleza física” que
produce esos efectos en lo humano. El fuego quema, el agua no, porque es fuego
y no agua.
O
sea:
¿Y
la ciencia? ¿No es la ciencia el conocimiento “objetivo” del árbol, SIN el
mundo de la vida? No, porque lo que los occidentales llamamos ciencia es un
largo, delicado y único fruto del mundo de la vida occidental. La ciencia no es
lo que vemos sino lo que una larga serie de autores nos han convencido de que
veamos. Ha sido y es fruto de trata de conocer cómo serán las cosas en sí
mismas independientemente de nosotros. Y como ello es imposible, las respuestas
que obtenemos son provisorias y conjeturales[9]. La
ciencia es entonces menos certera que el conocimiento de las cosas físicas en
el mundo de la vida. Tanto en el antiguo Egipto como hoy, si veo un árbol en
medio del sol NO me equivoco si supongo que tendré menos calor sentado a su
sombra. No sé casi nada de por qué, pero lo sé. Sé que las ramas y las hojas
del árbol tapan un poco la luz del sol y que con ello la temperatura es menor,
estoy seguro de eso, pero si quiero saber más cosas, las sabré, pero el precio
será que mi certeza será menor. Sí, hoy nuestros conocimientos más avanzados
nos dicen que las hojas del árbol hacen fotosíntesis pero ello depende de
teorías atómicas que seguirán evolucionando y cambiando. Pero no cambiará que
sentado a la sombra tendré menos calor. Y menos aún cambiará que no debo
asesinar a otro ser humano, cuya humanidad conozco porque me mira como un tú,
no por su conjetural ADN.
O
sea, si agregamos lo anterior,
Con el agua, el ejemplo es mucho
más clara (mutatis mutandis a todos los elementos de la naturaleza). Para un
mundo de la vida humano, el agua es “lo que calma la sed”. Pero, a su vez,
calma la sed porque es algo tal que al ser humano puede calmarle la sed. O sea
que conocemos “algo” del agua: lo humanamente cognoscible. ¿Y la famosa H2O?
Ah, fruto del atomismo, que fue, es y será una de las mejores conjeturas de la ciencia occidental (no
hay otra, aunque los occidentales “la exporten”).
O sea:
La
flecha de derecha a izquierda señala “el algo de la naturaleza de la cosa” que
a su vez es “humanamente conocida”, y esa es la flecha de izquierda a derecha.
Lo cual supera el debate de la cosa en mí o la cosa en sí, excepto que por
“cosa en mí” entendamos inter-subjetividad y por “cosa en sí” el “algo de la
naturaleza” de la cosa (totalmente acorde con la “quidditas rei materialis” en
estado de unión con el cuerpo (leib,
cuerpo humano) de Santo Tomás (“leib” es “cuerpo viviente” en Husserl).
Pero
entonces, ¿no hay posibilidad de resolver “objetivamente” si el arbolito es
Dios o no es Dios? “Objetivamente” no, si por ello se entiende “ver el
arbolito” SIN un mundo (humano) de la vida. Filosóficamente, claro que sí: todo
es cuestión de resolver filosóficamente el creacionismo. O sea, la clave allí
es la apologética racional de la creación del Judeo-cristianismo. ¿Qué eso es
difícil? Claro, los problemas más difíciles de la vida humana no se resuelven
con “facts” sino con teoría
(Husserl), con una filosofía que conduzca a la armonía razón-fe (Santo Tomás). Y
NO se resuelven con facts porque,
como vimos, los “facts” SIN mundo de
la vida son imposibles. Pero ello es una mala noticia sólo si el positivismo
nos sigue atravesando. Si no, es una excelente noticia: hay que ir a la
filosofía…
¿Y
los artefactos? Más aún. Desde el arco y la flecha, hasta la computadora y las
naves espaciales, todos esos “arte-factos” tienen sentido sólo desde el mundo
de la vida donde fueron construidos. El “para qué son” los define. Por eso el
misterio de las pirámides no es tanto cómo fueron construidas, sino qué eran…
Por
lo tanto, tres son los elementos del mundo de la vida:
a)
Los
directamente culturales, que se identifican con él mismo. Ellos son “lo”
político, religioso, artístico, educativo, económico… Todos ellos tienen esas
manifestaciones, aunque a veces esas distinciones son retrospectivas (por
ejemplo en las civilizaciones míticas antiguas no había distinción entre lo
político, lo religioso y lo científico: esos tres ámbitos fueron distinguidos
luego por la evolución del mundo de la vida judeocristiano…).
b)
Los
elementos físicos que dependen de la acción humana: artefactos y objetos
artísticos, cuyo sentido se interpreta a partir de a,
c)
Los
elementos físicos que NO dependen de la acción humana pero que son humanamente
conocidos desde el mundo de la vida. Ese conocimiento humano, no por humano es
arbitrario, ni “relativista” en el sentido escéptico del término. Es un conocimiento que conoce aquellos
aspectos de la naturaleza de las cosas
físicas que sean humanamente cognoscibles y relevantes. Y es un
conocimiento con certeza porque tiene la certeza de los usos prácticos de los
mundos de la vida, inmediatamente evidentes para los habitantes de cada mundo
en particular. A su vez, el conocimiento científico es más complejo, más
elaborado, pero menos evidente y menos certero: depende de un modo de conocer
que evoluciona por “conjeturas y refutaciones”, por “cambios de paradigmas”,
por “programas progresivos de investigación”, que se ha dado exclusivamente en
Occidente aunque otras culturas hayan copiado sus usos técnicos.
Y esos tres elementos implican un
acto directo de conocimiento que es igual a interpretar: conocer lo que se vive
en el mundo de la vida. Un interpretar que no es un acto arbitrario de la
inteligencia sino que es su acto propio: conocer es entender, entender es
interpretar. ESE es el giro hermenéutico. La hermenéutica no es más “algo sobre
algo”, algo subjetivo sobre algo objetivo. Es el conocer humano, sobre la base
de un giro ontológico: id quod primum
cadit in intellectu est mundo, mundo de la vida.

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