domingo, 29 de septiembre de 2024

EL DISCURSO DE BENEDICTO XVI SOBRE LA CORRECTA INTERPRETACIÓN DEL VATICANO II

 Uno de los "efectos-Francisco" más extendido es creer que todas las degeneraciones doctrinales de muchos católicos luego del 2013 son un resultado directo del Vaticano II. Benedicto XVI aclaró inmediátamente la correcta hermenéutica del Vaticano II, al poco tiempo de asumir. Pero los que, comprensiblemente escanzalizados, se van de la Iglesia, parecen no haberlo leído.................

Lo que sigue es de mi libro JudeoCristianismo, Civilización Occidental y Libertad, Instituto Acton, 2018, Cap. 6, punto 13. 

13.1.    El discurso del 22-12-2005

13.1.1.  El discurso en sí mismo

Benedicto XVI fue el pontífice de mayor importancia en toda la historia que estamos interpretando y reseñando. Habiendo sido perito del Vaticano II habiendo influido él mismo en varios documentos, entre ellos Gauduim et spes, era el candidato ideal para poner orden en estos temas, y lo hizo. Porque sobre las denuncias al Vaticano II como contrario a la Iglesia pre-conciliar, había un peculiar silencio, que sólo fue cortado por Benedicto XVI. Y no fue casualidad. Era un eximio teólogo, uno de los mejores del s. XX, de orientación agustinista, y con un claro convencimiento de la recta relación entre razón y fe como clave de la re-orientación del Catolicismo a principios del s. XXI. Y lo hizo.

Su discurso del 22 de Diciembre del 2005, a la Curia, encara directamente el problema del Vaticano II y su supuesta dicotomía entre reforma “o” continuidad. Ese discurso conforma el trípode programático de su pontificado. Lo segundo es su discurso en Ratisbona y lo tercero es su conjunto de tres encíclicas, cada una dedicada a las tres virtudes teologales: la Caridad (Deus est caritas) la esperanza (Spe salvi) y la Fe (Lumen fidei, esta última firmada por Francisco).

El discurso no tiene un título oficial, pero se lo puede calificar como el discurso de la “reforma y continuidad” del Vaticano II. Es la posición superadora de la dicotomía de un Vaticano II como enfrentado totalmente al Magisterio anterior. O sea, el Vaticano II ha reformado en lo contingente y ha sido una continuidad en lo esencial.

Benedicto XVI va directamente al punto: “el Concilio debía determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna”[1].

Y, resumiendo de manera magnífica todo lo que hemos visto sobre Modernidad, Iluminismo y el magisterio del s. XIX, sigue: “Esta relación tuvo un inicio muy problemático con el proceso a Galileo. Luego se rompió totalmente cuando Kant definió la "religión dentro de la razón pura" y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se difundió una imagen del Estado y del hombre que prácticamente no quería conceder espacio alguno a la Iglesia y a la fe. El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la “hipótesis Dios”, había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, ásperas y radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues, aparentemente no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y fructuoso, y también eran drásticos los rechazos por parte de los que se sentían representantes de la edad moderna” (las itálicas son nuestras).

Pero entonces comienza a distinguir entre Iluminismo y Modernidad: “Sin embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna había evolucionado”. Y reseña dos cuestiones que tienen todo que ver con la sana laicidad de los EE.UU.–, con una ciencia que no se ve como enemiga de la Fe, y con la reconstrucción europea de la post-guerra, animada por esa laicidad cristiana:

“La gente se daba cuenta[2] de que la revolución americana había ofrecido un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias naturales comenzaban a reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio límite[3], impuesto por su mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender la totalidad de la realidad. Así, ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la otra. En el período entre las dos guerras mundiales, y más aún después de la segunda guerra mundial, hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo”. (Las negritas son nuestras).

Más claro y más coherente con todo lo que hemos expresado, imposible.

Por ende, sigue Benedicto XVI, esto implicaba que en la década del 60 la Iglesia debía afrontar tres grandes preguntas[4]:

1) “Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias modernas”.

2) “En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno”.

3) “En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la tolerancia religiosa”[5].

El Vaticano II fue, por ende, una respuesta a estas preguntas; una respuesta que no contradecía al magisterio anterior en lo esencial de la Fe pero que reformaba dentro de lo que no la contradijera.

Esto surge del siguiente párrafo: “Todos estos temas tienen un gran alcance –eran los grandes temas de la segunda parte del Concilio– y no nos es posible reflexionar más ampliamente sobre ellos en este contexto. Es claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción” (las itálicas son nuestras). O sea, se reconoce que hay cierta discontinuidad, pero “hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias”, el resultado es que no se abandona la continuidad con los principios esenciales e irrenunciables de la Fe incluso a nivel social.

Y entonces Benedicto XVI pasa a explicar cómo.

Ante todo aclara el principio hermenéutico fundamental: “en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma”.

¿Qué son las “cosas contingentes”? Justamente las aplicaciones históricas de principios que “en sí mismos” son universales.

Veamos: “En este proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes –por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia– necesariamente debían ser contingentes también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada en sí misma mudable. Era necesario aprender a reconocer que, en esas decisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro. 
En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar”. Muy interesante es que Benedicto XVI no se refiere sólo a los principios más universales sino a las decisiones, que están motivadas desde un fondo no contingente, pero a la vez, en su aplicación a la circunstancia tienen su margen de contingencia.

Ya hemos visto que da un ejemplo que a efectos de este libro es esencial: el juicio del magisterio sobre “ciertas formas concretas de liberalismo”. Pero luego Benedicto XVI dedica un largo párrafo al ejemplo más significativo e importante de todo esto: la libertad religiosa. Veámoslo in totum. No tiene desperdicio.

Por ejemplo, si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad. 
Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción.

El Concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos.” (las itálicas y las negritas son nuestras).

Esto es, si la libertad religiosa es indiferentismo, entonces es inaceptable siempre; si es consecuencia, en cambio, de la libertad del acto de fe, entonces el Vaticano II (aquí está lo audaz de Benedicto XVI) “recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia”. Y es interesante que diga “haciendo suyo un principio esencial del estado moderno”, porque esa modernidad se dio, por un lado, históricamente desde fuera de la Iglesia; pero por el otro, era un principio intrínseco del Judeocristianismo por el cual lucharon desde dentro los liberales católicos del s. XIX.

Pero entonces Benedicto XVI está diciendo que hay una tradición fundante, verdadera, más allá de la así llamada tradición por quienes sólo quieren condenar a todo el Vaticano II en nombre del Syllabus. Esa tradición es la de la Iglesia antigua: “La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por los responsables políticos, considerando esto como un deber suyo (cf. 1 Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se negaba a adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia” (las itálicas son nuestras).

 

13.1.2.  La enseñanza de todo esto en relación a lo opinable

Pero alguien podría decir que no, que esto no aclara las cosas. ¿Cuál es, finalmente, el elemento “contingente” que el Magisterio pre-conciliar había afirmado y que por ende se puede reformar sin contradicción con la Fe?

Varias veces hemos dicho[6] –y volveremos a ello después– que hay elementos esencialmente opinables en relación a la Fe en los temas sociales. Esos elementos son, a) la aplicación prudencial de principios universales a la circunstancia histórica concreta, b) el estado de las ciencias sociales en determinado momento histórico; c) la evaluación de determinado momento histórico a la luz de las teorías anteriores.

Pues bien: estas distinciones están lejos de estar claras en los textos del Magisterio, y ello ha producido no sólo la devaluación de la autoridad del Magisterio pontificio[7], sino innumerables problemas de conciencia y divisiones dentro de los católicos que se podrían haber evitado.

Es por esto que en su momento puse cuidado en incorporar la categoría de “acompañamiento” magisterial a ciertas cuestiones temporales, para que ciertos tradicionalistas fueran justamente tratados en su libertad de opinión intra-eclesial con respecto a sistemas no democráticos de gobierno y/o no constitucionales o republicanos.

Ojalá alguno de ellos, alguna vez, hubiera hecho o hiciera lo mismo con nosotros[8].

Muchos han diferido con este diagnóstico, no porque no lo compartan, sino porque aún reconociendo el problema lo guardan en el cajoncito de “de esto no se habla”.

Pero hay que hablar, porque en este tema de la libertad religiosa, y en todo el problema del magisterio pre y post-conciliar sobre relaciones entre Iglesia y estado, tenemos un trágico ejemplo –que ya ha implicado un cisma- de lo que ha significado en el Magisterio la mezcla, sin distinguir, de lo esencial con lo prudencial.

El magisterio del s. XIX tenía todo el derecho, en materia no opinable, a rechazar al Iluminismo y a los regímenes napoleónicos y parecidos. De igual modo que el Magisterio del s. XX tenía y tuvo todo el derecho, en materia no opinable, de rechazar a los totalitarismos del s. XX.

Pero ello es máximamente tema no opinable: porque forma parte de la función negativa de la Fe: advertir de lo que va en contra de la Fe.

Las afirmaciones positivas, en cambio –igual que en filosofía– entran en un grado mayor de opinabilidad.

Si el Magisterio del s. XIX rechazó al iluminismo napoleónico, y bien hecho, las opciones “afirmativas” sobre las formas de gobierno y el régimen político eran, en cambio, más opinables.

¿Y no era lo que había establecido claramente León XIII?

Si, al afirmar la libertad de opción del católico sobre las tres formas clásicas de gobierno. Pero los reinos pontificios se hallaban, sin embargo, en un régimen político que fue heredado de Constantino, luego del Sacro Imperio, y luego de las monarquías absolutas europeas. Ese régimen consistía en la unión jurídica entre ciudadanía, como pertenencia al régimen, y religión profesada[9].

Los estados pontificios podían “tolerar” perfectamente, en nombre de la libertad del acto de Fe, que un visitante extranjero profesara privadamente su culto. Pero no podía ser ciudadano si no se bautizaba y obviamente no podía predicar libremente su Fe.

O sea, ser ciudadano y ser bautizado era lo mismo.

La pregunta clave es: ¿es ello un dogma de Fe, o, si no, un principio esencial de la ética social católica, de derecho natural primario, que deba ser afirmado con la certeza que la Veritatis splendor atribuye a los principios morales negativos, que no admiten excepción, en contra de una moral de situación[10]?

Obviamente, no. ¿De dónde podríamos inferir que esa herencia del Imperio Romano es esencial a la Fe Católica?

Pero tampoco es un dogma de fe, ni tampoco un principio esencial de derecho natural secundario, la democracia constitucional, en cuyo contexto, el derecho de libertad religiosa, como el Vaticano II lo define, encaja perfectamente.

En realidad, el principio fundamental, esencial, atemporal, es la libertad del acto de Fe. Esa libertad se convierte en el derecho a la libertad del acto de Fe y, en ese sentido, en un derecho a la libertad religiosa definido de manera atemporal.

Pero apenas entran las circunstancias históricas, la aplicación de ese principio es analógica y entra en el ámbito de lo opinable[11].

En realidad, podríamos decir que la libertad del acto de Fe es la tesis, mientras que sus diversas aplicaciones históricas son en hipótesis y opinables.

En ese sentido, tan opinable era la fórmula de los estados pontificios como los sistemas democrático-constitucionales actuales donde se corta con la igualdad entre bautismo y ciudadanía. Lo que Gregorio XVI y Pío IX hicieron, sin darse cuenta, es imponer el régimen político de los estados pontificios como cuasi-dogma. Lo que deberían haber hecho era dejar a los laicos de los estados pontificios que propusieran las reformas que consideraran necesarias y no condenar sin nombrarlos a los liberales católicos del s. XIX. Eso es pedirles mucho a su circunstancia personal e histórica, pero es una enseñanza para los debates sociales actuales donde laicos y jerarquía se hallan inmersos, y que retrospectivamente, quedarán igual.

Lo que siempre es inmoral es imponer la Fe por la fuerza. La praxis de la Iglesia nunca fue fiel a la libertad del acto de Fe, cuestión por la cual ha habido un pedido de perdón por parte de Juan Pablo II[12].

La Dignitatis humanae, al afirmar el derecho a la libertad religiosa que toda persona tiene por su dignidad –y no por la dignidad de ser bautizado, sino por estar creado a imagen y semejanza de Dios– corta con la necesidad dogmática de formas de régimen político donde bautismo sea igual a ciudadanía, pero al mismo tiempo se podría inferir que tampoco excluye una confesionalidad formal fuerte, dado que habla de “los límites debidos dentro de las circunstancias de lugares y tiempos”. Una mejor aclaración de esta cuestión, y no sólo la voluntarista afirmación de la no contradicción con el magisterio anterior, hubiera ayudado enormemente[13].

Si no fuera por todo esto, la aclaración de Benedicto XVI, sobre lo contingente y lo esencial en temas de Iglesia y estado y en temas de libertad religiosa no tendría sentido. Porque no está en debate ni la libertad del acto de Fe ni la necesaria confesionalidad, ya formal, ya sustancial, del gobierno temporal, sino la relación necesaria entre bautismo y ciudadanía como cuasi-dogma, y el derecho a practicar libremente las exigencias de la conciencia en materia religiosa sin la coacción del gobierno. Ello es “en sí” compatible (aunque muy difícil) con un régimen de cristiandad medieval que tolerara la libertad del acto de fe de los “extranjeros”, cosa que hubiera evolucionado hacia formas de gobierno más adaptables a repúblicas de inspiración cristiana donde los no cristianos hubieran comenzado a ser reconocidos como ciudadanos. Ese hubiera sido tal vez el universo paralelo que pedían Lacordaire y Montalembert y de lo cual parecía estar convencido el primer Pío IX. La libertad religiosa ya había fermentado en la Segunda Escolástica y, con una visión más amplia, hubiera salido del seno mismo de transformaciones intrínsecas de los estados pontificios. Por lo demás, es interesante que la transformación evolutiva del antiguo régimen al mundo moderno coincida con la mayor conciencia del derecho a la libertad religiosa, que no de casualidad los escolásticos españoles comenzaron a reclamar a su propia corona, y es muy interesante que la evolución del mercado coincidiera con esta mayor toma de conciencia de la libertad religiosa[14].

Sobre la base de lo anterior, se podría invitar a los actuales partidarios de Lefebvre a considerar al derecho a la libertad religiosa como el derecho a la libertad del acto de fe, en tesis, y que tanto la necesaria relación entre bautismo y ciudadanía como la necesaria relación entre democracia constitucional y la libertad del acto de Fe son ambas circunstancias históricas opinables que no pueden ser presentadas como cuasi-dogmáticas. Y que corresponde a los laicos, y no a los pontífices, debatir libremente la conveniencia de una u otra cosa según las circunstancias históricas, como así también la extensión y límites de lo “público” en la libertad del acto de Fe. En este universo paralelo, ni la Mirari vos ni la Quanta cura hubieran sido necesarias en sus propuestas positivas ni tampoco una Dignitatis humanae que dejara sin aclarar –más allá de una proposición voluntarista[15]– su no contradicción con el magisterio anterior.

Coherentemente con lo anterior, yo, en mi estado laical, opino que la relación entre Fe y autoridad temporal que ha atravesado durante casi 17 siglos a los católicos ha sido y será siempre una peligrosa tentación. El que mejor lo ha expresado, de modo conmovedor, es el Cardenal Ratzinger: “…“Celso [el gran enemigo de los cristianos en el siglo III] se burlaba de la pretendida salvación de los cristianos preguntándoles qué es lo que había logrado Cristo. El mismo contestaba que no había logrado nada, porque todo en el mundo seguía igual que antes. Si Cristo hubiera pretendido una verdadera liberación, habría tenido que fundar un Estado, habría tenido que realizar políticamente esa libertad. Esta objeción tenía suma incidencia en un tiempo en que el Imperio romano –gobernado por emperadores cada vez más despóticos– iba aumentando continuamente su poder opresivo. Fue Orígenes el que mejor expresó la respuesta de los cristianos a esta objeción. El se preguntaba qué habría sucedido realmente si Cristo hubiera fundado un Estado. Pues bien: este Estado habría tenido que aceptar sus límites, y entonces sus ventajas habrían alcanzado solamente a unos pocos; o habría tenido que intentar extenderse y habría tenido que recurrir a la violencia, y de este modo se habría hecho semejante a los otros Estados. Por otra parte, sus límites podían ser amenazados por enemigos envidiosos, y de nuevo habría tenido que recurrir a la violencia. Un Estado sería una solución para pocos, y una solución problemática. No, un Salvador tenía que hacer algo totalmente distinto. Tenía que fundar una sociedad que pudiese perdurar para siempre; tenía que establecer una forma de convivencia, un espacio de verdad y de libertad que no estuviese vinculado a ningún ordenamiento estatal determinado, pero que pudiera realizarse en cualquiera de ellos. En una palabra: tenía que fundar una Iglesia, y eso es precisamente lo que hizo…”[16].

Todo esto es una enseñanza, y una enseñanza grave y dolorosa, sobre el costo de no respetar el ámbito de lo opinable. Esto sigue sucediendo en otros temas. Volveremos más tarde a esta cuestión.

 


 

 



[1]El discurso completo puede verse en:

https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2005/december/ documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_roman-curia.html.

[2] La verdad, no sabemos qué gente. Él, Benedicto XVI, sí se dio cuenta.

[3] Evidentemente Benedicto XVI está al tanto de los debates epistemo­ló­gicos del s. XX posteriores al neopositivismo.

[4] Qué homenaje para un pontífice cuando un simple comentador, como es nuestro caso, no tiene que hacer magia hermenéutica para explicar “lo que quiso decir….”.

[5] Este es el contexto completo de las tres preguntas: “Se podría decir que ahora, en la hora del Vaticano II, se habían formado tres círculos de preguntas, que esperaban una respuesta. Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias modernas; por lo demás, eso no sólo afectaba a las ciencias naturales, sino también a la ciencia histórica, porque, en cierta escuela, el método histórico-crítico reclamaba para sí la última palabra en la interpretación de la Biblia y, pretendiendo la plena exclusividad para su comprensión de las sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la interpretación que la fe de la Iglesia había elaborado. En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de varias religiones e ideologías, comportándose con estas religiones de modo imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de practicar su religión. En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva definición de la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En particular, ante los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en general, con una mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil, resultaba necesario valorar y definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la fe de Israel”.

[6] “La temporalización de la Fe”, en el libro Cristianismo, Sociedad Libre y Opción por los pobres, Santiago de Chile, Centro de Estudios Públicos, 1988; “Reflexiones sobre cuestiones obvias”, en El Derecho, del 29/1/93; “Jacques Maritain: su pensamiento político y su relevancia actual”, op. cit.; “Sobre lo opinable en la Iglesia, una vez más”, en    http://gzanotti.blogspot.com.ar/2010/06/sobre-lo-opinable-en-la-iglesia-una-vez.html.

[7] Lo hemos dicho en Zanotti, G. J., La devaluación del magisterio pontificio, en http://institutoacton.org/2016/04/12/la-devaluacion-del-magisterio-pontificio-gabriel-zanotti/.

[8] Conozco sólo uno: Fernando Romero Moreno.

[9] Dice Rhonheimer: “La Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, disuelve el nexo entre derecho a la libertad religiosa –libertad de conciencia, libertad de culto– y verdad. Se trata de una separación a nivel jurídico y político que no implica la no existencia de ninguna verdad religiosa o que todas las religiones sean equivalentes. Se trata de una postura de indiferencia política –del Estado– y no de una indiferencia total, ni de un “indiferentismo” teológico. Con su doctrina sobre el derecho a la libertad religiosa, la Iglesia reconoce, pues, la laicidad del Estado como separación institucional entre religión y política.” Rhonheimer, M., Cristianismo y laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja, Madrid, Rialp, 2009, p. 109. Agradecemos a Mario Šilar esta referencia.

[10] Es interesante que, actualmente, muchos de los católicos que niegan implícitamente estas enseñanzas de la Veritaris splendor, mostrándose por ende MUY amplios en todos los temas, sin embargo descargan todo el peso de su dogmatismo en temas económico-sociales…

[11] Finalmente, esto es lo que ya decíamos en 1988 en nuestro art. Reflexiones sobre la encíclica “Libertas” de León XIII (op.cit.): “Pero alguien podría objetar: el problema no es la libertad del acto de Fe, sino que el Concilio dice que el derecho a la libertad religiosa implica actuar conforme con la conciencia en privado y en público, y es este último “...y en público” lo negado por la Libertas y todo el Magistrado preconciliar. Pero esto es para nosotros una falsa dialéctica. En la manifestación de una fe religiosa, lo privado y lo público no es fácilmente escindible. La naturaleza humana tiene una dimensión social y publica del fenómeno religioso, inherente al mismo. Esa manifestación pública no puede ser violada so pena de coaccionar también sus manifestaciones privadas y atentar de ese modo, directa o indirectamente, contra la libertad del acto de fe. Ahora bien: reconocida una dimensión pública inherente a la libertad del acto de fe, la clave de la cuestión es que no se puede determinar de una vez y para siempre el grado, en la ley humana positiva, de esa dimensión pública. Par eso el Vaticano II dice “...dentro de los limites debidos”. Pero esos límites son cambiantes según diversas circunstancias, donde entra la prudencia política, y la tolerancia de la qua hablaba León XIII –que también se aplica a la libertad del acto de fe– en la ley humana positiva, que por definición no prohíbe todo lo prohibido por la ley natural (12). Este es un terreno donde entran las diversas circunstancias históricas y lo que nosotros llamamos “los cuatro ámbitos de lo opinable” (13), donde el Magisterio no puede definir de una vez y para siempre. Dice Santo Tomás: “... no todos los principios comunes de la ley natural pueden aplicarse de igual manera a todos los hombres, por la gran variedad de circunstancias. Y de ahí provienen las diversas leyes positivas según los distintos pueblos” (14). Luego, es evidente que si el grado de “manifestación pública” otorgado por León XIII a la libertad del acto de fe es distinto –o sea, más restrictivo– que el grado que se observa en el documento del Vaticano II, esa diferencia de grado se explica por las diversas circunstancias que influyen en ambos documentos, y la evolución del derecho natural a la luz de dichas circunstancias. Pero esos son elementos contingentes, que no afectan al depositum fidei ni a los principios morales fundamentales”.

[12]http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_con_cfaith_doc_20000307_memory-reconc-itc_sp.html.

[13] A su vez, se podría decir que hubiera implicado todo otro universo paralelo que Pío XII, al terminar su documento sobre Comunidad internacional y tolerancia, de 1954 –al cual, como se ha visto, le hemos dedicado mucha atención– hubiera concluido diciendo “… Por lo tanto, el derecho a la libertad religiosa, tanto como está reconocido en las constituciones europeas de la post-guerra, y en la Primera Enmienda de la Constitución de los EE.UU., en las presentes circunstancias históricas, no es contradictorio con la Fe”. Habría que ver si en ese caso la Dignitatis humanae hubiera tenido la necesidad de ser redactada…

[14] Un tema que se le ha escapado por completo a K. Polanyi en su clásico libro El sustento del hombre, Madrid, Autor-Editor, 2009.

[15]Ahora bien, puesto que la libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo”. Esto elude el problema, porque el deber del que hablaban Gregorio XVI y Pío IX no era solamente moral, sino civil.

[16] Ratzinger, J., Iglesia, ecumenismo y política, citado por Jorge Velarde Rosso en Límites de la democracia pluralista. Aproximación al pensamiento de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Buenos Aires, Instituto Acton, 2013, p. 161. Las itálicas son nuestras.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy interesante. La libertad religiosa en una extensión poco tratada. Pregunta, a propósito de Lefevre, por qué da la sensación de ser una Iglesia muy abierta para los no bautizados y muy cerrada para los tradicionalistas ¿? Feliz domingo profesor

Anónimo dijo...

Saludos. Interesante artículo.

Anónimo dijo...

Además de lo interesante de la idea central sobre la libertad de culto, religiosa, etc., recogida en el estado moderno, tuve la inquietud, ya que mencionó a Lefevre, del porque de la percepción de una iglesia abierta y tolerante para los no bautizados, y cerrada para los tradicionalistas.

Gabriel Zanotti dijo...

El problema se produce cuando algunos tradicionalistas tachan como herejía a interpretaciones del Vat II como las de Benedicto XVI. Desde este último, en cabio, la Iglesia les dejó la puerta abierta a los tradicionalistas.

Gabriel Zanotti dijo...

Idem: El problema se produce cuando algunos tradicionalistas tachan como herejía a interpretaciones del Vat II como las de Benedicto XVI. Desde este último, en cabio, la Iglesia les dejó la puerta abierta a los tradicionalistas