Uno de los "efectos-Francisco" más extendido es creer que todas las degeneraciones doctrinales de muchos católicos luego del 2013 son un resultado directo del Vaticano II. Benedicto XVI aclaró inmediátamente la correcta hermenéutica del Vaticano II, al poco tiempo de asumir. Pero los que, comprensiblemente escanzalizados, se van de la Iglesia, parecen no haberlo leído.................
Lo que sigue es de mi libro JudeoCristianismo, Civilización Occidental y Libertad, Instituto Acton, 2018, Cap. 6, punto 13.
13.1. El discurso del 22-12-2005
13.1.1. El discurso en sí mismo
Benedicto XVI fue el pontífice de mayor importancia en toda
la historia que estamos interpretando y reseñando. Habiendo sido perito del
Vaticano II habiendo influido él mismo en varios documentos, entre ellos Gauduim et spes, era el candidato ideal
para poner orden en estos temas, y lo hizo. Porque sobre las denuncias al
Vaticano II como contrario a la Iglesia pre-conciliar, había un peculiar
silencio, que sólo fue cortado por Benedicto XVI. Y no fue casualidad. Era un
eximio teólogo, uno de los mejores del s. XX, de orientación agustinista, y con
un claro convencimiento de la recta relación entre razón y fe como clave de la
re-orientación del Catolicismo a principios del s. XXI. Y lo hizo.
Su discurso del 22 de Diciembre del 2005, a la Curia,
encara directamente el problema del Vaticano II y su supuesta dicotomía entre
reforma “o” continuidad. Ese discurso conforma el trípode programático de su
pontificado. Lo segundo es su discurso en Ratisbona y lo tercero es su conjunto
de tres encíclicas, cada una dedicada a las tres virtudes teologales: la
Caridad (Deus est caritas) la
esperanza (Spe salvi) y la Fe (Lumen fidei, esta última firmada por
Francisco).
El discurso no tiene un título oficial, pero se lo puede
calificar como el discurso de la “reforma y
continuidad” del Vaticano II. Es la posición superadora de la dicotomía de un
Vaticano II como enfrentado totalmente al Magisterio anterior. O sea, el Vaticano II ha reformado en lo contingente y ha sido una
continuidad en lo esencial.
Benedicto XVI va directamente al punto: “el Concilio debía
determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna”[1].
Y, resumiendo de manera magnífica todo lo que hemos visto
sobre Modernidad, Iluminismo y el magisterio del s. XIX, sigue: “Esta relación
tuvo un inicio muy problemático con el proceso a Galileo. Luego se rompió
totalmente cuando Kant definió la "religión dentro de la razón pura"
y cuando, en la fase radical de la
revolución francesa, se difundió una imagen del Estado y del hombre que
prácticamente no quería conceder espacio alguno a la Iglesia y a la fe. El
enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con
unas ciencias naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la
realidad hasta sus confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la “hipótesis
Dios”, había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia,
ásperas y radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues,
aparentemente no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y
fructuoso, y también eran drásticos los rechazos por parte de los que se
sentían representantes de la edad moderna” (las itálicas son nuestras).
Pero entonces comienza a distinguir entre Iluminismo y
Modernidad: “Sin embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna había
evolucionado”. Y reseña dos cuestiones que tienen todo que ver con la sana
laicidad de los EE.UU.–, con una ciencia que no se ve como enemiga de la Fe, y
con la reconstrucción europea de la post-guerra, animada por esa laicidad
cristiana:
“La gente se daba cuenta[2] de que la revolución americana había ofrecido un
modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias radicales
surgidas en la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias naturales comenzaban a reflexionar, cada vez más
claramente, sobre su propio límite[3],
impuesto por su mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era
capaz de comprender la totalidad de la realidad. Así, ambas partes comenzaron a abrirse
progresivamente la una a la otra. En el período entre las dos guerras
mundiales, y más aún después de la
segunda guerra mundial, hombres de
Estado católicos habían demostrado que puede existir un Estado moderno laico,
que no es neutro con respecto a los valores, sino que vive tomando de las
grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo”. (Las negritas son
nuestras).
Más claro y más coherente con todo lo que hemos expresado,
imposible.
Por ende, sigue Benedicto XVI, esto implicaba que en la
década del 60 la Iglesia debía afrontar tres grandes preguntas[4]:
1) “Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la
relación entre la fe y las ciencias modernas”.
2) “En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la
relación entre la Iglesia y el Estado moderno”.
3) “En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más
general el problema de la tolerancia religiosa”[5].
El Vaticano II fue, por ende, una respuesta a estas
preguntas; una respuesta que no
contradecía al magisterio anterior en lo esencial de la Fe pero que reformaba
dentro de lo que no la contradijera.
Esto surge del siguiente párrafo: “Todos estos temas tienen
un gran alcance –eran los grandes temas de la segunda parte del Concilio– y no
nos es posible reflexionar más ampliamente sobre ellos en este contexto. Es
claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema,
podría emerger una cierta forma de
discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una
discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas
y sus exigencias, resultaba que no se
había abandonado la continuidad en los principios; este hecho fácilmente
escapa a la primera percepción” (las itálicas son nuestras). O sea, se reconoce
que hay cierta discontinuidad, pero “hechas las debidas distinciones entre las
situaciones históricas concretas y sus exigencias”, el resultado es que no
se abandona la continuidad con los principios esenciales e irrenunciables de la
Fe incluso a nivel social.
Y entonces Benedicto XVI pasa a explicar cómo.
Ante todo aclara el principio hermenéutico fundamental: “en
este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la
naturaleza de la verdadera reforma”.
¿Qué son las “cosas contingentes”? Justamente las
aplicaciones históricas de principios que “en sí mismos” son universales.
Veamos: “En este proceso de novedad en la continuidad
debíamos aprender a captar más concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes –por
ejemplo, ciertas formas concretas de
liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia– necesariamente debían ser contingentes también ellas, precisamente
porque se referían a una realidad determinada en sí misma mudable. Era
necesario aprender a reconocer que, en
esas decisiones, sólo los principios
expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la
decisión desde dentro.
En cambio, no son igualmente permanentes las formas
concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir
cambios. Así, las decisiones de
fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar”. Muy
interesante es que Benedicto XVI no se refiere sólo a los principios más
universales sino a las decisiones, que están motivadas desde un fondo no contingente, pero a la vez, en su
aplicación a la circunstancia tienen su margen de contingencia.
Ya hemos visto que da un ejemplo que a efectos de este libro
es esencial: el juicio del magisterio sobre “ciertas formas concretas de
liberalismo”. Pero luego Benedicto XVI dedica un largo párrafo al ejemplo más
significativo e importante de todo esto: la libertad religiosa. Veámoslo in totum. No tiene desperdicio.
“Por ejemplo, si la libertad de religión se considera
como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por
consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa
impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la
priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la
verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad
interior de la verdad.
Por el
contrario, algo totalmente diferente es
considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia
humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede
imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un
proceso de convicción.
El Concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el
decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo
de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con ello se encuentra en
plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de
los mártires, con los mártires de todos los tiempos.” (las itálicas y las negritas son nuestras).
Esto es, si la libertad religiosa es
indiferentismo, entonces es inaceptable siempre; si es consecuencia, en cambio,
de la libertad del acto de fe, entonces el Vaticano II (aquí está lo audaz de Benedicto
XVI) “recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia”. Y es
interesante que diga “haciendo suyo un principio esencial del estado moderno”,
porque esa modernidad se dio, por un lado, históricamente desde fuera de la
Iglesia; pero por el otro, era un principio intrínseco del Judeocristianismo
por el cual lucharon desde dentro los
liberales católicos del s. XIX.
Pero
entonces Benedicto XVI está diciendo que hay una tradición fundante, verdadera,
más allá de la así llamada tradición por quienes sólo quieren condenar a todo
el Vaticano II en nombre del Syllabus. Esa tradición es la de la Iglesia
antigua: “La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los
emperadores y por los responsables políticos, considerando esto como un deber
suyo (cf. 1 Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que
oraba por los emperadores, se negaba a
adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires
de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en
Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia
fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse
propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia” (las itálicas son
nuestras).
13.1.2. La enseñanza de todo esto en relación a lo
opinable
Pero alguien podría decir que no, que esto no aclara
las cosas. ¿Cuál es, finalmente, el elemento “contingente” que el Magisterio
pre-conciliar había afirmado y que por ende se puede reformar sin contradicción
con la Fe?
Varias veces hemos dicho[6]
–y volveremos a ello después– que hay elementos esencialmente opinables en relación a la Fe en los temas sociales. Esos
elementos son, a) la aplicación prudencial de principios universales a la
circunstancia histórica concreta, b) el estado de las ciencias sociales en
determinado momento histórico; c) la evaluación de determinado momento
histórico a la luz de las teorías anteriores.
Pues bien: estas distinciones están lejos de estar
claras en los textos del Magisterio, y ello ha producido no sólo la devaluación
de la autoridad del Magisterio pontificio[7],
sino innumerables problemas de conciencia y divisiones dentro de los católicos
que se podrían haber evitado.
Es por esto que en su momento puse cuidado en
incorporar la categoría de “acompañamiento” magisterial a ciertas cuestiones
temporales, para que ciertos tradicionalistas fueran justamente tratados en su
libertad de opinión intra-eclesial con respecto a sistemas no democráticos de
gobierno y/o no constitucionales o republicanos.
Ojalá alguno de ellos, alguna vez, hubiera hecho o
hiciera lo mismo con nosotros[8].
Muchos han diferido con este diagnóstico, no porque no
lo compartan, sino porque aún reconociendo el problema lo guardan en el
cajoncito de “de esto no se habla”.
Pero hay que
hablar, porque en este tema de la libertad religiosa, y en todo el problema del
magisterio pre y post-conciliar sobre relaciones entre Iglesia y estado,
tenemos un trágico ejemplo –que ya ha
implicado un cisma- de lo que ha significado en el Magisterio la mezcla,
sin distinguir, de lo esencial con lo prudencial.
El magisterio del s. XIX tenía todo el derecho, en
materia no opinable, a rechazar al Iluminismo y a los regímenes napoleónicos y
parecidos. De igual modo que el Magisterio del s. XX tenía y tuvo todo el
derecho, en materia no opinable, de rechazar a los totalitarismos del s. XX.
Pero ello es máximamente tema no opinable: porque
forma parte de la función negativa de
la Fe: advertir de lo que va en contra de la Fe.
Las afirmaciones positivas,
en cambio –igual que en filosofía– entran en un grado mayor de opinabilidad.
Si el Magisterio del s. XIX rechazó al iluminismo
napoleónico, y bien hecho, las opciones “afirmativas” sobre las formas de
gobierno y el régimen político eran, en cambio, más opinables.
¿Y no era lo que había establecido claramente León
XIII?
Si, al afirmar la libertad de opción del católico
sobre las tres formas clásicas de gobierno. Pero los reinos pontificios se
hallaban, sin embargo, en un régimen político que fue heredado de Constantino,
luego del Sacro Imperio, y luego de las monarquías absolutas europeas. Ese
régimen consistía en la unión jurídica entre ciudadanía, como pertenencia al
régimen, y religión profesada[9].
Los estados pontificios podían “tolerar”
perfectamente, en nombre de la libertad del acto de Fe, que un visitante
extranjero profesara privadamente su culto. Pero no podía ser ciudadano si no
se bautizaba y obviamente no podía predicar libremente su Fe.
O sea, ser ciudadano y ser bautizado era lo mismo.
La pregunta clave es: ¿es ello un dogma de Fe, o, si
no, un principio esencial de la ética social católica, de derecho natural
primario, que deba ser afirmado con la certeza que la Veritatis splendor atribuye a los principios morales negativos, que
no admiten excepción, en contra de una moral de situación[10]?
Obviamente, no. ¿De dónde podríamos inferir que esa
herencia del Imperio Romano es esencial a la Fe Católica?
Pero tampoco es un dogma de fe, ni tampoco un
principio esencial de derecho natural secundario, la democracia constitucional,
en cuyo contexto, el derecho de libertad religiosa, como el Vaticano II lo
define, encaja perfectamente.
En realidad, el principio fundamental, esencial,
atemporal, es la libertad del acto de Fe. Esa libertad se convierte en el
derecho a la libertad del acto de Fe y, en ese sentido, en un derecho a la
libertad religiosa definido de manera atemporal.
Pero apenas entran las circunstancias históricas, la
aplicación de ese principio es analógica y entra en el ámbito de lo opinable[11].
En realidad, podríamos decir que la libertad del acto
de Fe es la tesis, mientras que sus diversas aplicaciones históricas son en
hipótesis y opinables.
En ese sentido, tan opinable era la fórmula de los
estados pontificios como los sistemas democrático-constitucionales actuales
donde se corta con la igualdad entre bautismo y ciudadanía. Lo que Gregorio XVI y Pío IX hicieron, sin
darse cuenta, es imponer el régimen político de los estados pontificios como
cuasi-dogma. Lo que deberían haber hecho era dejar a los laicos de los estados pontificios que propusieran las
reformas que consideraran necesarias y no
condenar sin nombrarlos a los liberales católicos del s. XIX. Eso es pedirles
mucho a su circunstancia personal e histórica, pero es una enseñanza para los debates sociales actuales donde laicos y
jerarquía se hallan inmersos, y que retrospectivamente, quedarán igual.
Lo que siempre
es inmoral es imponer la Fe por la fuerza. La praxis de la Iglesia nunca fue
fiel a la libertad del acto de Fe, cuestión por la cual ha habido un pedido de
perdón por parte de Juan Pablo II[12].
La Dignitatis
humanae, al afirmar el derecho a la libertad religiosa que toda persona
tiene por su dignidad –y no por la
dignidad de ser bautizado, sino por estar creado a imagen y semejanza de Dios– corta con la necesidad dogmática de formas de régimen político donde bautismo
sea igual a ciudadanía, pero al mismo tiempo se podría inferir que tampoco
excluye una confesionalidad formal fuerte, dado que habla de “los límites
debidos dentro de las circunstancias de lugares y tiempos”. Una mejor
aclaración de esta cuestión, y no sólo la voluntarista afirmación de la no
contradicción con el magisterio anterior, hubiera ayudado enormemente[13].
Si no fuera por todo esto, la aclaración de Benedicto
XVI, sobre lo contingente y lo esencial en temas de Iglesia y estado y en temas
de libertad religiosa no tendría sentido. Porque no está en debate ni la libertad del acto de Fe ni la necesaria confesionalidad, ya
formal, ya sustancial, del gobierno temporal, sino la relación necesaria entre bautismo y ciudadanía como cuasi-dogma, y el derecho a practicar libremente las
exigencias de la conciencia en materia religiosa sin la coacción del gobierno. Ello es “en sí” compatible (aunque
muy difícil) con un régimen de cristiandad medieval que tolerara la libertad
del acto de fe de los “extranjeros”, cosa que hubiera evolucionado hacia formas
de gobierno más adaptables a repúblicas de inspiración cristiana donde los no
cristianos hubieran comenzado a ser reconocidos como ciudadanos. Ese hubiera
sido tal vez el universo paralelo que pedían Lacordaire y Montalembert y de lo
cual parecía estar convencido el primer Pío
IX. La libertad religiosa ya había fermentado en la Segunda Escolástica y, con
una visión más amplia, hubiera salido del seno mismo de transformaciones
intrínsecas de los estados pontificios. Por lo demás, es interesante que la
transformación evolutiva del antiguo régimen al mundo moderno coincida con la
mayor conciencia del derecho a la libertad religiosa, que no de casualidad los
escolásticos españoles comenzaron a reclamar a su propia corona, y es muy
interesante que la evolución del mercado coincidiera con esta mayor toma de
conciencia de la libertad religiosa[14].
Sobre la base de lo anterior, se podría invitar a los
actuales partidarios de Lefebvre a considerar al derecho a la libertad
religiosa como el derecho a la libertad del acto de fe, en tesis, y que tanto la necesaria relación entre
bautismo y ciudadanía como la necesaria
relación entre democracia constitucional y la libertad del acto de Fe son
ambas circunstancias históricas opinables que no pueden ser presentadas como cuasi-dogmáticas. Y que corresponde a los laicos, y no a los
pontífices, debatir libremente la conveniencia de una u otra cosa según las
circunstancias históricas, como así también la extensión y límites de lo
“público” en la libertad del acto de Fe. En este universo paralelo, ni la Mirari vos ni la Quanta cura hubieran sido necesarias en sus propuestas positivas ni tampoco una Dignitatis humanae que dejara sin aclarar –más allá de una
proposición voluntarista[15]–
su no contradicción con el magisterio anterior.
Coherentemente con lo anterior, yo, en mi estado
laical, opino que la relación entre Fe y autoridad temporal que ha atravesado
durante casi 17 siglos a los católicos ha sido y será siempre una peligrosa
tentación. El que mejor lo ha expresado, de modo conmovedor, es el Cardenal
Ratzinger: “…“Celso [el gran enemigo de los cristianos en el siglo III] se
burlaba de la pretendida salvación de los cristianos preguntándoles qué es lo
que había logrado Cristo. El mismo contestaba que no había logrado nada, porque
todo en el mundo seguía igual que antes. Si Cristo hubiera pretendido una
verdadera liberación, habría tenido que fundar un Estado, habría tenido que
realizar políticamente esa libertad. Esta objeción tenía suma incidencia en un
tiempo en que el Imperio romano –gobernado por emperadores cada vez más
despóticos– iba aumentando continuamente su poder opresivo. Fue Orígenes el que
mejor expresó la respuesta de los cristianos a esta objeción. El se preguntaba qué habría sucedido
realmente si Cristo hubiera fundado un Estado. Pues bien: este Estado habría tenido que aceptar sus
límites, y entonces sus ventajas habrían alcanzado solamente a unos pocos; o
habría tenido que intentar extenderse y habría tenido que recurrir a la
violencia, y de este modo se habría hecho semejante a los otros Estados.
Por otra parte, sus límites podían ser amenazados por enemigos envidiosos, y de
nuevo habría tenido que recurrir a la violencia. Un Estado sería una solución
para pocos, y una solución problemática. No, un Salvador tenía que hacer algo totalmente distinto. Tenía que
fundar una sociedad que pudiese perdurar para siempre; tenía que establecer una
forma de convivencia, un espacio de verdad y de libertad que no estuviese vinculado a ningún ordenamiento estatal determinado,
pero que pudiera realizarse en cualquiera de ellos. En una palabra: tenía que
fundar una Iglesia, y eso es precisamente lo que hizo…”[16].
Todo esto es una
enseñanza, y una enseñanza grave y dolorosa, sobre el costo de no respetar el ámbito de lo opinable.
Esto sigue sucediendo en otros
temas. Volveremos más tarde a esta cuestión.
[1]El discurso completo puede verse en:
https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2005/december/ documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_roman-curia.html.
[2] La verdad, no sabemos qué gente. Él, Benedicto XVI, sí se dio cuenta.
[3] Evidentemente Benedicto XVI está al tanto de los debates epistemológicos
del s. XX posteriores al neopositivismo.
[4] Qué homenaje para un pontífice cuando un simple comentador, como es nuestro
caso, no tiene que hacer magia hermenéutica para explicar “lo que quiso
decir….”.
[5] Este es el contexto completo de las tres preguntas: “Se podría decir que ahora, en
la hora del Vaticano II, se habían formado tres círculos de preguntas, que
esperaban una respuesta. Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la
relación entre la fe y las ciencias modernas; por lo demás, eso no sólo afectaba
a las ciencias naturales, sino también a la ciencia histórica, porque, en
cierta escuela, el método histórico-crítico reclamaba para sí la última palabra
en la interpretación de la Biblia y, pretendiendo la plena exclusividad para su
comprensión de las sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la
interpretación que la fe de la Iglesia había elaborado. En segundo lugar, había que definir de modo
nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a
ciudadanos de varias religiones e ideologías, comportándose con estas
religiones de modo imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una
convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de
practicar su religión. En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo
más general el problema de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una
nueva definición de la relación entre la fe cristiana y las religiones del
mundo. En particular, ante los recientes crímenes del régimen
nacionalsocialista y, en general, con una mirada retrospectiva sobre una larga
historia difícil, resultaba necesario valorar y definir de modo nuevo la
relación entre la Iglesia y la fe de Israel”.
[6] “La temporalización de la Fe”, en el libro Cristianismo, Sociedad Libre y Opción por
los pobres, Santiago de Chile, Centro de Estudios Públicos, 1988;
“Reflexiones sobre cuestiones obvias”, en El
Derecho, del 29/1/93; “Jacques Maritain: su
pensamiento político y su relevancia actual”, op. cit.; “Sobre lo opinable en la Iglesia, una vez más”, en http://gzanotti.blogspot.com.ar/2010/06/sobre-lo-opinable-en-la-iglesia-una-vez.html.
[7] Lo hemos
dicho en Zanotti, G. J., La devaluación
del magisterio pontificio, en
http://institutoacton.org/2016/04/12/la-devaluacion-del-magisterio-pontificio-gabriel-zanotti/.
[8] Conozco sólo uno: Fernando Romero Moreno.
[9] Dice Rhonheimer: “La
Declaración Dignitatis humanae del
Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, disuelve el nexo entre
derecho a la libertad religiosa –libertad de conciencia, libertad de culto– y
verdad. Se trata de una separación a nivel jurídico y político que no implica
la no existencia de ninguna verdad religiosa o que todas las religiones sean
equivalentes. Se trata de una postura de indiferencia política –del Estado– y no de una indiferencia total, ni de un
“indiferentismo” teológico. Con su
doctrina sobre el derecho a la libertad religiosa, la Iglesia reconoce, pues,
la laicidad del Estado como separación institucional entre religión y
política.” Rhonheimer, M., Cristianismo y
laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja, Madrid, Rialp,
2009, p. 109. Agradecemos a Mario Šilar esta referencia.
[10] Es interesante que, actualmente, muchos de los
católicos que niegan implícitamente estas enseñanzas de la Veritaris splendor, mostrándose por ende MUY amplios en todos los
temas, sin embargo descargan todo el peso
de su dogmatismo en temas económico-sociales…
[11] Finalmente, esto es lo que ya
decíamos en 1988 en nuestro art. Reflexiones
sobre la encíclica “Libertas” de León XIII (op.cit.): “Pero alguien podría objetar: el problema no es la
libertad del acto de Fe, sino que el Concilio dice que el derecho a la libertad
religiosa implica actuar conforme con la conciencia en privado y en público, y
es este último “...y en público” lo negado por la Libertas y todo el Magistrado
preconciliar. Pero esto es para nosotros una falsa dialéctica. En la
manifestación de una fe religiosa, lo privado y lo público no es fácilmente
escindible. La naturaleza humana tiene una dimensión social y publica del
fenómeno religioso, inherente al mismo. Esa manifestación pública no puede
ser violada so pena de coaccionar también sus manifestaciones privadas y
atentar de ese modo, directa o indirectamente, contra la libertad del acto de
fe. Ahora bien: reconocida una dimensión pública inherente a la libertad
del acto de fe, la clave de la cuestión es que no se puede determinar de una
vez y para siempre el grado, en la ley humana positiva, de esa dimensión
pública. Par eso el Vaticano II dice “...dentro de los limites debidos”. Pero
esos límites son cambiantes según diversas circunstancias, donde entra la
prudencia política, y la tolerancia de la qua hablaba León XIII –que también se
aplica a la libertad del acto de fe– en la ley humana positiva, que por
definición no prohíbe todo lo prohibido por la ley natural (12). Este es un
terreno donde entran las diversas circunstancias históricas y lo que nosotros
llamamos “los cuatro ámbitos de lo opinable” (13), donde el Magisterio no puede
definir de una vez y para siempre. Dice Santo Tomás: “... no todos los
principios comunes de la ley natural pueden aplicarse de igual manera a todos
los hombres, por la gran variedad de circunstancias. Y de ahí provienen las
diversas leyes positivas según los distintos pueblos” (14). Luego, es evidente
que si el grado de “manifestación pública” otorgado por León XIII a la libertad
del acto de fe es distinto –o sea, más restrictivo– que el grado que se observa
en el documento del Vaticano II, esa diferencia de grado se explica por las
diversas circunstancias que influyen en ambos documentos, y la evolución del
derecho natural a la luz de dichas circunstancias. Pero esos son elementos
contingentes, que no afectan al depositum fidei ni a los principios
morales fundamentales”.
[12]http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_con_cfaith_doc_20000307_memory-reconc-itc_sp.html.
[13] A su vez, se podría decir que hubiera implicado
todo otro universo paralelo que Pío XII, al terminar su documento sobre Comunidad internacional y tolerancia, de
1954 –al cual, como se ha visto, le hemos dedicado mucha atención– hubiera
concluido diciendo “… Por lo tanto, el
derecho a la libertad religiosa, tanto como está reconocido en las
constituciones europeas de la post-guerra, y en la Primera Enmienda de la
Constitución de los EE.UU., en las presentes circunstancias históricas,
no es contradictorio con la Fe”. Habría que ver si en ese caso la Dignitatis humanae hubiera tenido la
necesidad de ser redactada…
[14] Un tema que se le ha escapado por completo a K. Polanyi en su clásico libro
El sustento del hombre, Madrid,
Autor-Editor, 2009.
[15] “Ahora bien,
puesto que la libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de
su obligación de rendir culto a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en
la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del
deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y
la única Iglesia de Cristo”. Esto elude
el problema, porque el deber del que hablaban Gregorio XVI y Pío IX no era
solamente moral, sino civil.
[16] Ratzinger, J., Iglesia, ecumenismo y política,
citado por Jorge Velarde Rosso en Límites de la democracia
pluralista. Aproximación al pensamiento de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Buenos Aires, Instituto
Acton, 2013, p. 161. Las itálicas son nuestras.
Muy interesante. La libertad religiosa en una extensión poco tratada. Pregunta, a propósito de Lefevre, por qué da la sensación de ser una Iglesia muy abierta para los no bautizados y muy cerrada para los tradicionalistas ¿? Feliz domingo profesor
ResponderEliminarEl problema se produce cuando algunos tradicionalistas tachan como herejía a interpretaciones del Vat II como las de Benedicto XVI. Desde este último, en cabio, la Iglesia les dejó la puerta abierta a los tradicionalistas.
EliminarSaludos. Interesante artículo.
ResponderEliminarAdemás de lo interesante de la idea central sobre la libertad de culto, religiosa, etc., recogida en el estado moderno, tuve la inquietud, ya que mencionó a Lefevre, del porque de la percepción de una iglesia abierta y tolerante para los no bautizados, y cerrada para los tradicionalistas.
ResponderEliminarIdem: El problema se produce cuando algunos tradicionalistas tachan como herejía a interpretaciones del Vat II como las de Benedicto XVI. Desde este último, en cabio, la Iglesia les dejó la puerta abierta a los tradicionalistas
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