Para no contradecir mi eterna costumbre de meterme en la boca del lobo, quisiera referirme a un problema actual que implica nuevamente una sutil superación entre dos posiciones contrapuestas que se dan en el caos de los católicos hoy en día ante el avance del autoritarismo LGBT.
Y dije autoritarismo porque, como siempre he recalcado, no se trata de negar la libertad de expresión y de asociación a nadie sino sólo de afirmar las libertades individuales de todos los seres humanos y también, por ende, de los católicos, que somos seres humanos aunque últimamente ello esté en duda.
No se trata por ende de negar a nadie a sostener y practicar la teoría del género que quiera, sino de defender nuestro derecho a estar en desacuerdo, a decirlo y a vivir en desacuerdo.
Por ende, todos, hetero, homo, trans, etc., deberían respetarse mutuamente sus libertades individuales y de ese modo convivir en paz, al menos en paz jurídica, sin acusarse mutuamente de nada y sin reclamar delitos por parte de unos u otros.
Pero, por supuesto, esto no sucede, sino que los grupos LGBT nos persiguen permanentemente por supuestos delitos de odio y discriminación.
Ante ello, la reacción de muchos católicos es ni siquiera convivir. Esto es, no "normalizar" las conductas contrarias a la ética social católica.
¿Pero qué quiere decir "normalizar"?
Si por ello se entiende ceder ante la coacción, obviamente no. Si normalizar quiere decir que neguemos al Catecismo para quedar bien o para evitar ser penados por la ley humana injusta, entonces obvio que no hay que "normalizar". Dicho lo cual, no juzgamos a nadie que ceda ante la presión.
Pero si un homo, un trans o un marciano no nos ataca y respeta nuestra Fe, ¿por qué no convivir en paz con él? En la empresa, en la universidad, podemos tener colegas y compañeros de trabajo muy pacíficos y respetuosos y nada impide por ende tener la misma actitud.
Pero el tema delicado subsiste: ¿debemos "predicarle" la Fe en toda instancia?
Obviamente no, y ello no está mal.
La fe no se impone con violencia. Y una forma de violencia, aunque no jurídicamente punible, es meterse en la vida privada del otro sin permiso del otro.
Los temas íntimos no son precisamente públicos; no son temas para hablar en todos los ambientes de manera pública y abierta. Son temas para el psicólogo, el sacerdote (o su equivalente) o el médico, o la privacidad de un cafecito entre amigos muy íntimos.
Ahora bien si el otro nos agrede o nos ataca, o viola nuestro derecho a la intimidad, hay derecho a la defensa linguística.
Y si en algún momento vemos que una pequeña palabra nuestra puede ser bien recibida y ayudar, bienvenida sea, pero eso queda bajo la prudencia y delicadeza de cada uno, reservada además al juicio de Dios.
De lo contrario, ¿deberíamos cortar todo diálogo con los no creyentes o los creyentes confundidos? No, no es ese el espíritu de la libertad religiosa ni el espíritu del diálogo elogiado por Pablo VI en la Ecclesiam suam: "...el coloquio es, por lo tanto, un modo de ejercitar la misión apostólica; es un arte de comunicación espiritual. Sus caracteres son los siguientes: 1) La claridad ante todo: el diálogo supone y exige la inteligibilidad, es un intercambio de pensamiento, es una invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre; bastaría este solo título para clasificarlo entre los mejores fenómenos de la actividad y cultura humana, y basta esta su exigencia inicial para estimular nuestra diligencia apostólica a que se revisen todas las formas de nuestro lenguaje, para ver si es comprensible, si es popular, si es selecto. 2) Otro carácter es, además, la afabilidad, la que Cristo nos exhortó a aprender de sí mismo: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29); el diálogo no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; no es una mandato ni una imposición. Es pacífico, evita los modos violentos, es paciente, es generoso. 3) La confianza, tanto en el valor de la propia palabra como en la disposición para acogerla por parte del interlocutor; promueve la familiaridad y la amistad; entrelaza los espíritus en una mutua adhesión a un Bien, que excluye todo fin egoístico. 4) Finalmente, la prudencia pedagógica, que tiene muy en cuenta las condiciones psicológicas y morales del que oye (cf. Mt 7, 6): si es un niño, si es una persona ruda, si no está preparada, si es desconfiada, hostil, y se esfuerza por conocer su sensibilidad y por adaptarse razonablemente y modificar las formas de la propia presentación para no serle molesto e incomprensible".
Por lo demás, esto tiene que ver con el testimonio, con el apostolado, que comienza con nuestro ejemplo de vida y con nuestra firmeza y mansedumbre espiritual. Si tenemos la gracia de ser creyentes auténticos y mansos (decimos la gracia porque NO es mérito propio) los demás ya saben cómo pensamos, y si no nos preguntan algo es porque no lo quieren oír y Dios sabrá por qué. Y el ideologizado profundo ni siquiera se acerca. La amistad, si es auténtica, implica que ambos amigos han bajado el muro de ideologías fanáticas aunque mantengan sus convicciones.
A veces se descubre que una amistad no era auténtica. Puede pasar y hay que tener la madurez para aceptarlo.
Finalmente, una pequeña historia. Hace ya muchas décadas, sobre todo antes de los 60 o los 70, los católicos practicantes no invitaban a su casa a los divorciados vueltos a casar. Yo no lo sabía, porque en mi familia, en general, no había creyentes y el divorcio era algo que se sufría (y con lo cual se convivía) en la intimidad del almuerzo y la cena en la casa de mi abuelo paterno.
Con esa ignorancia una vez, cuando tenía 25 años, me invitaron a dar una charla sobre la Familiaris consortio. Yo no debería haber aceptado, no tenía la madurez suficiente para hablar de esos temas aunque me supiera de memoria el documento en cuestión. Y allí fui para adelante, con el desparpajo y con esa combinación de inocencia y soberbia tan típica del jovencito inmaduro pero estudiado y recién recibido.
Y me preguntaron por el tema de compartir la mesa familiar con el divorciado vuelto a casar.
No sé si se notó, pero yo para mis adentros me puse a pensar de qué estaban hablando.
No sé si fue mi memoria, la Gracia de Dios o qué, pero me acordé de que Juan Pablo II, en ese documento de 1984 (y esta charla fue en 1985) exhortaba a invitar a Misa a los divorciados vueltos a casar, y que la Misa era la Cena del Señor. Entonces, les dije, si se los invita a Misa, por qué no a nuestra casa.
¿Era ello "normalizar"?
Que cada uno llegue a sus propias conclusiones.
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