Las últimas decisiones de Francisco (como por ejemplo, remover al Obispo de San Juan, Puerto Rico, o cerrar el Convento de Santa Catalina en Italia) han llevado el tema de la obediencia al Romano Pontífice a una tensión que no se veía desde hace décadas, al menos en los sectores partidarios de una obediencia al llamado Magisterio Ordinario como se lo entendía en tiempos de Juan Pablo II y Benedicto XVI.
El problema no es tanto Francisco y sus acostumbradas peculiaridades, sino el tema de la autoridad pontificia desde la declaración de
infalibilidad del Concilio Vaticano I. Creo que Francisco debe aprovecharse
como una buena oportunidad para replantear el tema.
Ningún buen católico tuvo nunca dudas sobre la Primacía de Pedro para
definir en materia de Fe junto con un concilio dogmático universal. Pero Pío IX
consideró prudente declarar la infalibilidad ex cátedra como desde entonces se
la entendió. El argumento de los antiinfabilistas era la oportunidad del
planteo (como Lord Acton, de donde sale su famosa admonición sobre el abuso del
poder) y si era conveniente excluir en esos casos el concurso de los obispos.
Por eso el Cardenal Fillipo María Guidi propuso una fórmula conciliadora, que
los integrara, que ocasionó la famosa frase de Pío IX, “la tradición soy yo”,
rechazando de plano la sugerencia de Guidi.
Dollinger, por otra parte, historiador eximio, intentó demostrar que de
hecho varios pontífices habían cometido errores doctrinales graves, aunque no hayan quedado en las fórmulas dogmáticas de los concilios previos al Vaticano I.
Dollinger, como se sabe, fue olvidado y silenciado (a parte de excumulgado en
su momento), y su solo recuerdo es para cualquier buen católico un doloroso
callo en el pie de su Fe. Newman quedó flotando entre dos aguas. Lord Acton se
salvó de ser excomulgado por milímetros. Mons. Dupanloup hizo lo que pudo. Pero
alea iacta est.
Una evaluación retrospectiva nos acerca a la hipótesis de que el tema de la
infalibilidad era para Pío IX parte esencial de la segunda parte de su
pontificado, donde el rechazo global a toda modernidad fue la clave de la
cuestión. De allí la adhesión cuasi-fanática de los ultramontanos a Pío IX y
las dudas de quienes tenían una visión menos monárquica de la Iglesia misma. No
lo queremos admitir, pero la declaración de la infalibilidad, aunque fuera
correcta, fue concebida en pecado político y oscurecida por ello. Luego ya
sabemos cómo siguió la Historia. Por un lado los pontífices fueron prudentes en
su aplicación, y varios teólogos del Vaticano II afirmaron todo lo que decían
Dollinger, Acton y etc SIN afirmarlo, entre líneas. Por el otro, el abuso de
poder predicho por Lord Acton se cumplió plenamente. En materia social, los
papas comenzaron a afirmar absolutamente todo lo que querían ut si infalibilitas daretur. Y
comenzaron las interminables discusiones sobre la validez del magisterio
ordinario. Se produjo además una inflación de textos pontificios que llevó
obviamente a una depreciación de su autoridad. La moneda de “custodia a tus
hermanos en la Fe” se devaluó gravemente, como ya hemos dicho en otra
oportunidad (https://institutoacton.org/2016/04/12/la-devaluacion-del-magisterio-pontificio-gabriel-zanotti/)
En todo este panorama, los sectores conservadores NO lefebvrianos descansaban tranquilos con Juan Pablo II y con Benedicto XVI. Al primero le
seguían en TODO lo que dijera, aunque fuera una opinión sobre la mejor pasta de
dientes, y al segundo le toleraron en silencio sus discursos en los que hablaba
como si fuera F. Hayek. Porque el liberalismo el pecado excepto que el pecador
sea Benedicto XVI.
Pero con Francisco se les vino el mundo abajo, y comenzaron a aprender a
hacer distinciones que yo había hecho desde 1985 cuando comencé a decir explícitamente
que se podía ser un buen católico y estar de acuerdo con el libre mercado, cosa
que parecía una herejía ante las dos primeras encíclicas sociales de Juan Pablo
II. Luego cuando salió la Centesimus
annus mis amigos conservadores pro free market entronizaron a esta última y olvidaron a las
dos primeras. Lo de siempre. La inflación de los textos pontificios ocasiona, a
todos, una excelente ocasión para recortar y pegar, con lo cual la llamada
Doctrina Social de la Iglesia es un caos. Pero los primeros responsables de
ello son los pontífices. Desde el punto de vista de la mezcla de niveles y
el autoritarismo de su estilo, NO hay diferencia entre la Quanta cura y la Laudato si.
Ahora sería el momento de aprender. No es cuestión de que si Mons. Schneider
saliera elegido Papa en unos años, los conservadores se olvidaran de la sana
desobediencia en materias opinables que ahora tienen. No es cuestión que los
próximos Papas hagan lo mismo que Francisco pero del otro lado. Es cuestión de
que la doctrina y praxis de los próximos pontífices nos vayan acostumbrando a
un magisterio más depurado de cuestiones opinables y más concentrado en la
defensa de la Fe de siempre, que estaba muy clara ANTES de Gregorio XVI y Pío
IX.
Pero creo que falta mucho para eso. Mientras tanto, que cada uno siga su
conciencia, en medio de una Iglesia que, en su lado humano, se ha convertido en
la arbitrariedad y en el caos más increíble de sus 2000 años. Los Borgia fueron
un desastre pero la Fe no giraba en torno a ellos.
1 comentario:
Creo que justamente el problema tiene mucho que ver con la modernidad. Con cómo se entiende el poder a partir de la modernidad y cómo se configuran las estructuras de poder desde la modernidad. Previamente, "la cosa" era más natural. No sé si tiene que ver con monarquía sí o monarquía no. Los reyes (y los Papas), no se metían en todo (y les era materialmente imposible).
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