Si los sumos Pontífices, que
hacen las veces de Cristo se esforzaran en imitar su vida, su pobreza, trabajos,
doctrina, su cruz y desprecio del mundo; si pensasen en que el nombre de «Papa»
quiere decir «Padre» y en el título de «Santísimo», ¿quién habría tan
desdichado como ellos? ¿Quién querría alcanzar este lugar a cualquier precio y
conservarlo por medio de la espada, el veneno y todo género de violencias?
¡Cómo tendrían que privarse de sus placeres si alguna vez se adueñase de ellos
la sensatez…! ¿He dicho la sensatez? Sería suficiente un granito de sal, como
la que recuerda Cristo. ¡Tantas riquezas, honores, triunfos, poder, cargos,
indulgencias, tributos, caballos, mulos, escoltas y comodidades! Ya veis cuánto
mercado, cuánta cosecha y cuánta riqueza he resumido en pocas palabras. Todo
esto habrían de trocarlo por vigilias, ayunos, lágrimas, preces, sermones,
estudios, jadeos y otras mil pesadumbres. Pero no hay que olvidar lo que sería
entonces de tantos escribanos, copistas, notarios, abogados, promotores,
secretarios, muleros, caballerizos, recaudadores, proxenetas, y alguno más
vergonzoso agregaría, pero temo que resulte ofensivo para el oído. En suma, tan
ingente muchedumbre onerosa, me he equivocado, he querido decir honrosa, para
la sede romana, se vería reducida al hambre, y esto, verdaderamente, sería
cruel y abominable; pero todavía sería más aborrecible que los supremos
príncipes de la Iglesia y lumbreras del mundo volvieran al cayado y al zurrón.
En nuestros días todo lo que significa sacrificio se lo encomiendan a san Pedro
y san Pablo, a los que les sobra tiempo para ello, pero si algo hay que
signifique esplendor y regalo, lo guardan para sí. Y así, merced a mi cuidado,
no hay hombres que lleven vida más voluptuosa y menos sobresaltada, a fuer de
convencidos de que Cristo está satisfecho de su sagrada y casi escénica pompa,
de esas ceremonias, de los títulos de «Beatitud, Reverencia y Santidad», y de
cómo hacen de obispos repartiendo anatemas y bendiciones. Hacer milagros es
antiguo, pasado de moda e impropio de nuestro tiempo; enseñar al pueblo es
penoso, interpretar las Sagradas Escrituras es cosa de escolásticos; rezar es
ocioso; llorar es de pobres y de mujeres, la pobreza es sórdida y el obedecer
es vergonzoso y poco digno de quienes apenas conceden a los reyes más poderosos
el honor de besar sus santos pies; morir es espantoso y la crucifixión
infamante. Las únicas armas que les quedan hoy son esas dulces bendiciones de
que habla san Pablo [117] y que ellos prodigan benignamente, y las
interdicciones, suspensiones, agravaciones, anatemas, pinturas odiosas [118] y
ese terrible rayo que con sólo su fulgor precipita las almas de los mortales
más allá del Tártaro. Los Santísimos Padres en Cristo, vicarios suyos en la
Tierra, a nadie apremian con más rigor que a quienes, tentados por Satanás,
osan aminorar y menoscabar el patrimonio de san Pedro, pues aunque este Apóstol
dijo en el Evangelio: «Todo lo he dejado para seguirte» [119] , reúnen bajo el
nombre de dicho santo, ciudades, tributos y señoríos. Encendidos de amor a
Cristo, combaten con el fuego y con el hierro, no sin derramar sangre cristiana
a mares, entendiendo que así defienden apostólicamente a la Iglesia, esposa de
Cristo, cuando han exterminado sin piedad a los que llaman sus enemigos. ¡Cómo
si hubiese peores enemigos de la Iglesia que esos pontífices impíos que
coadyuvan a abolir a Cristo en el silencio, que lo enmarañan en sus leyes
rapaces, lo adulteran con caprichosas interpretaciones y lo degüellan con su
conducta infame! Pero aduciendo que la Iglesia cristiana fue fundada con
sangre, cimentada con sangre y con sangre engrandecida, resuélvenlo todo a
punta de espada, como si no estuviera Cristo para proteger a los suyos, según
es propio de Él. Aunque la guerra es tan cruel, que más conviene a las fieras
que a los hombres; tan insensata, que los poetas la representan como inspirada
por las Furias; tan funesta, que trae consigo la ruina de las públicas
costumbres; tan injusta, que los criminales más depravados son los que mejor la
practican, y tan impía, que no guarda el menor nexo con Cristo, los Papas lo
olvidan para practicarla [120] . Por eso vemos a ancianos decrépitos que
demuestran un ardor juvenil y no les arredran los gastos, no les rinde la
fatiga, ni nada les detiene para trastornar leyes, religión, paz y todas las
cosas humanas. Además, no les faltan aduladores cultos que den a esta
manifiesta insensatez el nombre de celo, piedad y valor, pensando que sea
posible esgrimir el hierro homicida y hundirlo en las entrañas de sus hermanos
sin perjuicio de aquella caridad perfecta, la cual, según el precepto de
Cristo, debe todo cristiano a su prójimo.
ERASMO DE ROTTERDAM. 1508.
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[117] Epístola a los romanos, XVI, 18.
[118] Alusión a las figuras y símbolos infernales que se
pintaban en las hopas y corozas de los condenados por herejes.
[119] Evangelio de
Mateo, XIX, 27.
[120] Posible alusión
a la guerra en la que participó el papa Julio II (1503-1510) para defenderse de
los franceses, con la ayuda de las armas españolas del Gran Capitán.
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