La Constitución de 1853 fue el único intento de
Argentina de organizarse como una república. Ya hemos dicho varias veces que no
lo logró pero, al menos, marcó un ideal.
Igual que en EEUU, el sistema preveía un
presidencialismo donde, a pesar del contralor del Congreso y la Corte, las
atribuciones del Poder Ejecutivo son muy extensas y le dan una amplia capacidad
de mando sin pasar por el Congreso.
Obviamente, la tradición política de Argentina siempre
interpretó al poder ejecutivo como una monarquía, limitada a lo sumo por la
Corte y, a veces, por el límite que significa una monarquía electiva. Pero la
historia del país es una vasta colección de monarcas para los cuales las demás
instituciones son una molestia. Rosas, Urquiza, luego los conservadores, luego
el golpe del 30, luego Perón, y luego una sucesión de golpes militares con
alternancias civiles donde el gobierno civil era el débil. Luego el golpe del
76………………….. Y luego, algo curioso: la opción militar se acabó (ya sabemos por
qué). Queda entonces a la Argentina un desafío ante el cual aún se encuentra:
lograr una república democrática.
Pero esa “cultura política”, como dicen los
politólogos, implicó que, a partir del 83, el poder ejecutivo sea ejercido,
sociológicamente, por un “macho fuerte”. La idea de “tener el poder”, mandar,
“no ser un b….”, acompaña fuertemente la idea del votante medio argentino y de
quien va a gobernar. Alfonsín, Menem y Nestor Kirchner cumplieron perfectamente
ese desplazamiento (en términos freudianos) de lo que se podría llamar el
inconsciente colectivo argentino. Por eso la experiencia de De la Rúa –alguien perfectamente preparado para un
sistema parlamentario europeo- fue traumática, no por la crisis del 2001,
sino por su estilo de poder. NO ser De la Rúa es clave para cualquier
presidente argentino.
Cristina cumplió el mismo rol y agravado. No llegó a
anular la Suprema Corte, pero ejerció el poder de modo cuasi-dictatorial
generando temor en sus subordinados y en casi todos, generado ello, por
supuesto, por la ideología leninista que la alimentó a ella y a quienes la
rodeaban. No fue sólo una cuestión de corrupción. Fue –si fue- una cuestión de
ideas. Aún es un milagro digno de varias tesis doctorales cómo no terminamos
con el ejército de Chávez en la Casa Rosada.
Ahora ella sigue siendo la misma desde las sombras,
pero parece que a los asesores de su sucesor la obsesión no es no ser ella,
sino NO ser De la Rúa. Esto es clave. Según ellos hay que ganar poder, mostrar
que se es nuevamente el macho fuerte de la manada y cuando las cosas salgan
bien, algunas desprolijidades institucionales se habrán olvidado totalmente.
Cuidado con eso. No soy yo el indicado para
resolverlo, no sé qué haría si estuviera en los zapatos de Macri y no me voy a
plegar al coro de lamentos kirchneristas pro-conducta institucional intachable,
lo más hipócrita y deleznable que he visto en mi vida. Pero soy el típico filósofo molesto que no
tiene más que preguntarse si no habrá otra forma de liderazgo, que supere la
dialéctica entre el vacío de poder y el macho fuerte. Porque el macho fuerte no
es Locke. Es Hobbes. Y como he reconocido a muchos amigos, si Hobbes es la
cuestión para enfrentar a los hobbes leninistas, ok, pero entonces dejemos de
hablar de liberalismo para siempre, o sea de república, y que las instituciones
sean sólo el adorno lingüístico de un sistema autoritario conservador,
moderado, preferible, claro, a Venezuela y Cuba, pero liberalismo, liberalismo
en serio, parece que se acabó…… Y lo dramático es que en EEUU ya pasó, a pesar
de algunos que llaman allí a un regreso a sus instituciones liberales clásicas
originarias.
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