De Judeo-cristianismo, civilización oriental y libertad, cap. 6.
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El caso
de Luigi Sturzo nos plantea con tristeza los mundos paralelos posibles que
hubieran sido, de no ser por la falta de visión histórica de quienes debían
regir los destinos de la Iglesia. Como coherente injusticia, su figura
excepcional sigue sumergida en el olvido, en medio del griterío del catolicismo
ultramontano y el fanatismo anticatólico iluminista.
Luigi
Sturzo[1], sacerdote
católico nacido en 1871, fue nada más ni nada menos que el fundador del Partido
Popular Italiano. Y dicho partido fue nada más ni nada menos que un partido
democrático, anti-fascista, de orientación cristiana, aunque laical y
anti-confesional. Con el pleno apoyo de Benedicto XV –quien como dijimos había
levantado el non expedit– el partido
popular va ganando el apoyo de los católicos y progresivamente va ganando
elecciones y frenando el ascenso de los fascistas mussolinianos. Sí: una Italia
no fascista, una Italia No aliada de los nazis, una Italia inspirada en una
democracia cristiana –en un perfecto ejemplo de lo que hubiera sido una
confesionalidad sustancial- laica, democrática, republicana, católica, hubiera
sido perfectamente posible. Pero en Enero de 1922 fallece Benedicto XV y, como
dijimos, Pío XI le retira su apoyo al Partido Popular. En 1924, Sturzo tiene
que exiliarse de Italia, primero en Londres y luego en los EE.UU. Finalmente su
proyecto renace con la democracia italiana de la post-guerra y en 1952 Luigi
Einaudi lo nombre senador vitalicio. Muere en 1959. Durante su exilio escribe
importantes obras que pocos católicos y pocos liberales han estudiado, entre
ellas La Iglesia y el estado[2],
monumental obra en cuya parte final destaca las figuras de los liberales
católicos del s. XIX con gran fidelidad y detalle a las circunstancias
históricas que hemos reseñado[3].
El caso
Luigi Sturzo marca una tragedia permanente, intra-eclesial, de la cual aún no
hemos salido. Podemos disculpar a Pío XI su falta de visión histórica, su
ingenua alianza con Mussolini, pero evidentemente nada de ello hubiera sucedido
si no se hubiera perseguido y descalificado con saña e injusticia a los
liberales católicos del s. XIX, por parte de los católicos que luego forman el
grupo de tradicionalistas ultramontanos de los cuales sale Lefebvre. Sí, es
verdad que en esa guerra intelectual ganaron algunas batallas: las aclaraciones
de Dupanloup, la moderación del magisterio de León XIII, las “no condenas” (si
a eso se lo puede considerar victorias) de Lacordaire, Montalembert, Ozanam y
Acton, pero la guerra, en su momento, fue perdida. Cómo fue posible que, a
pesar de los esfuerzos visionarios de Benedicto XV, Pío XI hiciera una alianza
con Mussolini; cómo fue posible que prácticamente la “doctrina oficial” de la
Iglesia fuera en los 30 y los 40 una mezcla de corporativismo con
autoritarismo; cómo fue posible que para revertir esa tendencia, Pío XII y Juan
XXIII tuvieran que hacer ciclópeos esfuerzos que aún no han madurado… Sólo se
explica por la imposibilidad de vacunas democráticas, para la mayoría de los
católicos, ya sean laicos, sacerdotes, cardenales, teólogos o pontífices, luego
del mazazo sin matices de la Mirari vos
y la Quanta cura, donde Modernidad e
Iluminismo no se distinguían en absoluto. Cómo puede ser posible que la Iglesia
posterior, de los 60 en adelante, sucumbiera a los cantos de sirena del
socialismo y del marxismo, problema en el cual aún estamos, se explica por el
mismo motivo: la falta de vacunas intelectuales contra movimientos autoritarios
que, ya de derecha o izquierda, desprecian absolutamente la institucionalidad
liberal y la economía libre que el mismo Sturzo defiende con énfasis a partir
de su regreso a Italia. En realidad los que comprendieron bien el vuelco del
Vaticano II hacia la institucionalidad democrática fueron los que lo
rechazaron, esto es, los lefebvrianos. Ellos sí se dieron cuenta de cuál fue el
genuino resultado de los grandes Pío XII y Juan XXIII. Pero los demás, sólo
repetían las notas, sin comprender lo que tocaban. Democracia, constitución,
libertares civiles, derechos humanos, laicidad del estado, libertad religiosa,
división de poderes, etc., sólo son palabras que se entienden –en el
Catolicismo– a partir de los liberales católicos del s. XIX. De lo contrario,
sólo son letra muerta que ocultan el permanente integrismo y clericalismo: la
nación católica, el pueblo católico, ya sea en comunidades eclesiales de base,
ya sea retornando a la Cristiandad Medieval de manos de algún dictador católico
ilustrado. No hay ni debe haber “nación católica”, ya en alianza con Mussolini,
en su momento, ya en alianza con Cuba, como hoy: esos proyectos no son compatibles con la libertad
religiosa, con el debido pluralismo político y la legítima convivencia entre
creyentes y no creyentes. Ya sea la alianza de Pío XI con Mussolini, ingenua en
su momento y retrospectivamente vergonzosa, ya sea la alianza de los católicos
de hoy con los populismos de izquierda filo-cubanos y marxistas, siempre es lo
mismo: la carencia trágica de toda formación básica en los valores republicanos
y en la economía de mercado[4].
[1] Sobre Sturzo, ver Antisieri, D.: Cattolici a difesa del mercato, Rubbettino, 2005.
[3] Op. cit., cap.
XII.
[4] Al respecto es muy ilustrativa la aguda crítica de Gustavo
Irrazábal a la falta de conciencia institucional republicana de las
conferencias episcopales latinoamericanas, y su aguda crítica también a la
“teología del pueblo”, en Iglesia y
democracia, Buenos Aires, Instituto Acton, 2014.
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