No he podido evitar la sana tentación de observar algunas cosas. Por ejemplo, el momento feliz que unos amigos octogenarios proporcionaron a otro en silla de ruedas que casi no se podía mover. O las múltiples familias que aún quedan con suegros, yernos, cuñadas, matrimonios, niños, sobrinitos y abuelos hablando, mirándose a los ojos, al parecer aún ajenos a una supuesta nueva normalidad que no ha caído aún sobre ellos.
Una de esas familias me impresionó particularmente ayer. Abuela, madre y bebé y tal vez un tío o un hermano.
Durante las tal vez dos horas que estuvieron allí, la mamá no paraba de besar y acariciar a su bebé. Todo el tiempo. Y estaba feliz. De vez en cuando la abuela lo tenía en brazos pero luego se lo devolvía a la madre, quien volvía a cubrir a su bebé de besos, abrazos y caricias.
El bebé, creo, estaba feliz también.
Traté de mirar más allá de lo que se veía.
La madre parecía ajena al mundo. Ella era el mundo, un mundo, sobre el cual no parecía haber caído ninguna ideología, ningún adoctrinamiento, ningún postmodernismo que le impidiera disfrutar de su naturaleza femenina desplegada en su plenitud.
Me di cuenta de que mis propios mundos interiores se quedaron ensombrecidos mientras miraba una y otra vez a esa madre y a ese bebé. Que estoy seguro eran mujer y varoncito.
En un momento, tal vez segundos, la madre me miró; claro, se dio cuenta de que era observada. Yo bajé mi vista por supuesto. Tengo la casi certeza de que ella no vio nada malo en mi mirada. Creo que se dio cuenta de mi asombro ante la sencillez de una vida, una vida que es el fundamento de la filosofía y de nuestros valores más humanos y permanentes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario