domingo, 27 de septiembre de 2015

LOS ESTADOS NACIÓN, LOS NACIONALISMOS Y EL ODIO A LOS INMIGRANTES


Cual marciano recién aterrizado, pero basándome en Ludwig von Mises (¿habrá sido él uno de ellos? :-)) ) insistí muchas veces en las ventajas económicas de la libre entrada y salida de capitales y de personas. Por supuesto que Donald Trump está equivocado en creer que la economía norteamericana se resentirá por la libre entrada de mexicanos, por supuesto que la Unión Europea está totalmente equivocada en su política de fronteras cerradas, porque pierden desarrollo y productividad; por supuesto que con una economía libre, cada persona es una fuente de producción, no un problema, y por supuesto que los estados providencia no han hecho más que agudizar el problema, al establecer una torta fija de redistribución que, por supuesto, es un juego de suma cero, como mucho: más para uno, menos para otro.

He señalado muchas veces, también, la contradicción de los que son partidarios de esas políticas intervencionistas y estatistas y luego reclaman solidaridad para inmigrantes y refugiados, al no darse cuenta de que producen precisamente las causas por los cuales todas esas personas quedan excluidas de la sociedad que intentan habitar.

Por supuesto que todo esto es difícil de entender y que además hay grupos de presión que no tienen ningún interés de entender nada, entre los cuales empresarios y sindicalistas son los peores.

Pero hay un problema más grave.

Después de la creación constructivista de los estados-nación del iluminismo, se produce (pocos los han visto, entre ellos, autores tan dispares como Feyerabend y Fromm (1)) una vuelta de campana con respecto a lo sagrado y fundamental en las sociedades. El problema de la cristiandad medieval no fue lo sagrado de la religión, como el problema del agua no es la humedad: el problema fue la relación casi solamente instrumental del “príncipe secular” a la autoridad religiosa. Pero, cuando después de siglos agitados se impone la secularización de la Revolución Francesa, el problema es peor. Como medios para lograr la unidad nacional bajo la secularización, se crean los símbolos nacionales: las banderas, los himnos, y toda la liturgia secularizada que los acompaña. Y a todo ello se lo “sacraliza”: se lo hace intocable. El pecado mortal, ahora, es no respetar esos símbolos que cumplen ahora el rol que cumplía antes la unidad religiosa. Claro, que la religión sea sagrada es, como dijimos, que el agua sea mojada, pero que esos símbolos NO religiosos sean sociológicamente sagrados no fue precisamente una evolución.

Muchos de estos estados-nación intentan superar la diversidad racial, pero no lo logran, y eso es gravísimo. A los símbolos nacionales, a la lengua nacional, a la salud y educación públicas y obligatorias, se agrega, más a-sistemáticamente, una unidad relativamente racial. Los blancos caucásicos son la mayoría de los estados nación europeos, y a pesar de que algunos estados-nación latinoamericanos, como la Argentina, tienen un porcentaje fundamental de inmigración europea, esa es la “sociológicamente aceptada”. Si, Argentina será una nación de inmigrantes, pero europeos. El típico nieto o bisnieto de españoles e italianos NO es “el otro”: esos son ya “nosotros”. El otro es el de los países limítrofes, ese sí es “el extraño” para el cual se practica un racismo vergonzante y escondido. Pero ese racismo no es fruto de la malicia, es fruto de que los horizontes culturales antiguos –herederos de las monarquías nacionales- juntan sus razas originarias con los nuevos estados-nación en una mezcolanza que escapa a la planificación del mundo feliz iluminista, produciendo en todo el mundo un racismo incorporado como parte del horizonte cultural.

Estados Unidos fue un caso único en la historia. Primero porque es el único caso en la historia donde la dicotomía laicista y racionalista entre lo estatal-secular y lo religioso-privado NO sucede: es una “nación” donde lo religioso tiene (¿tuvo?...) una dimensión pública NO estatal, cuestión muy difícil de entender para europeos y latinoamericanos. Segundo, porque es la única “nación” cuyo pacto fundacional NO está en orígenes nacionales-europeos comunes (por eso es una “nación” entre comillas) sino en la adhesión al pacto constitucional. Lo que constituye (¿o constituía?) a un norteamericano como tal es su adhesión a la Constitución, a la Declaración de Independencia y al Bill of Rights. No era la lengua, la raza, el aspecto, la religión, la cosmovisión: era el trabajar juntos bajo los mismos derechos. Y Maritain dijo muy claramente que el racismo contra el negro era una espina contradictoria clavada en la historia de los EEUU que debían superar o perecer. Pueden burlarse de Maritain, pero juzguen por ustedes mismos la historia posterior.

¿Demasiado bueno para ser verdad? Si, tal vez. El blanco, americano y protestante como bandera era una deformación mental tal vez inevitable luego del pecado original, es el Caín presente en medio del Abel Constitucional. Pero más evitables eran, tal vez, las políticas estatistas que fueron convirtiendo a los Estados Unidos en todo aquello contra lo cual Estados Unidos fue Estados Unidos. Ya sé que los rothbard-boys me van a decir que el problema estaba en la Constitución Federal; respeto esa opinión pero no me termina de convencer. De la Constitución Federal no derivaban (ni tenían que necesariamente derivar) el Welfare State, la Reserva Federal, los impuestos a la renta, la CIA o ser la policía del mundo. Pero todo ello sí que generó el muro que Donald Trump quiere levantar.

Aún hay esperanzas, tal vez. El afro-americano es ya un norteamericano. No está fuera de su casa, no es extranjero, es “afro” americano. Pero el racismo sigue presente, de un modo sutil e invisible. En los los wasp, por supuesto, y es visible, PERO fundamentalmente en aquellos que se consideran a sí mismos “latinos”. Es la línea argumental de la película Spanglish, la más racista de toda la historia del cine, donde la identidad de la protagonista es “ser hija de” su madre latina. Si yo me hiciera ciudadano de los EEUU, me molestaría que me llamaran “latino”: no, sería norteamericano, porque lo que me identificaría como tal es el juramento a la Constitución, en relación al cual mi raza es TOTALMENTE contingente. Pero los primeros ofendidos por mi postura serían la mayor parte de los argentinos.

El problema de la inmigración es, pues, este curioso racismo cultural, que Mises, cual profeta en un desierto, como siempre, trató de evitar en su gran libro Nation, State and Economy, de 1919. Pero parece que es imposible luchar contra el Caín que llevamos dentro. Los argentinos nietos y bisnietos de inmigrantes europeos se resisten por lo bajo a que cambie su raíz genética. No lo dicen, pero el no-europeo es para ellos inferior y “no argentino”. ¿Qué sucedería si recibiéramos una inmigración latinoamericana, negra y asiática en un 80 o 90 % que superara a “nuestros” genes europeos? Claro que en el dificilísimo caso de que tuviéramos una economía de mercado, ellos serían la solución económica, no el problema, pero el racismo biliar que nos constituye saldría por las orejas de modo vergonzante, precisamente porque creeríamos que “nuestra nación” está en peligro………….. Y es lo mismo que ahora sienten muchos norteamericanos y europeos. Claro, los Trump y etc no hacen más que ser re-transmisores, repetidoras culturales de todo ese odio inconsciente. Si, tal vez se necesiten más Gandhis, más Mandelas y más Luther Kings pero………… ¿Debemos fundar nuestras esperanzas en la rara aparición de esos cristos seculares?

El liberalismo clásico, la economía de mercado, no es una nación, precisamente. Es tal vez lo único que puede generar otras creencias con respecto al “extranjero”: en un “país” liberal no hay extranjeros, todos los que pisan el territorio y adhieren a la Constitución son ipso facto miembros de la comunidad política.

¿Pero no será el liberalismo clásico sólo el contrapeso de la historia de Caín? ¿No será por ello que el liberalismo clásico, el respeto al individuo, donde el otro es un par constitucional, sólo pudo emerger en una cultura judeo-cristiana? Pero si es así, ¿no será que su realización práctica será siempre muy imperfecta e inestable, porque sólo es la resistencia ante los poderosos muros del odio que nos constituye luego de la expulsión del paraíso?


Puede ser, pero ese no es motivo de desaliento: al contrario, es el ideal regulativo que debemos seguir defendiendo para evitar el infierno total, hasta que la segunda venida de Cristo nos libere para siempre de Caín.



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(1) ".........El nacionalismo es nuestra forma de incesto, es nuestra idolatría, es nuestra locura. Su culto es el "patriotismo". No es necesario decir que por patriotismo entiendo la actitud que pone a la nación propia por encima de la humanidad, por encima de los principios de la verdad y la justicia, y no el interés amoroso por la nación de uno, que es interés por el espíritu de la nación tanto como por su bienestar material, pero no por su poderío sobre otras naciones. Así como el amor por un individuo que excluye el amor por todos los demás no es amor, el amor por el país propio que no forma parte del amor por la humanidad no es amor, sino culto idolátrico.
El carácter idolátrico del sentimiento nacional puede advertirse en la reacción contra las violaciones de los símbolos del clan, reacción muy diferente de la que se produce contra la violación de los símbolos religiosos o morales. Figurémonos que un individuo pisotea en medio de la calle, en una ciudad del mundo occidental y a la vista de las gentes, la bandera de su país. Muy afortunado tendría que ser para no morir linchado. Casi todo el mundo experimentaría un sentimiento de indignación furiosa, que no permite pensar objetivamente. El individuo que había mancillado la bandera habría hecho algo indecible, habría cometido un crimen que no es un crimen como los demás, sino el crimen, el único crimen imperdonable. No tan enérgica, pero, no obstante, cualitativamente igual, sería la reacción contra el individuo que dijera: "No amo a mi país", o, en el caso de guerra: "No me importa nada que gane mi país." Esas palabras serían un verdadero sacrilegio, y el hombre que las pronunciara se convertiría en un monstruo, en un forajido, a los ojos de sus compatriotas. Para comprender la cualidad particular del sentimiento que esas cosas suscitan, podemos comparar esa reacción con la que tendría efecto si un individuo dijera: "Soy partidario de matar a todos los negros, o a todos los judíos; soy partidario de emprender una guerra para conquistar nuevos territorios." Indudablemente, la mayor parte de la gente pensaría que era aquélla una opinión inmoral, inhumana; pero lo esencial es que no se produciría el especial sentimiento de una indignación profunda e indominable. Esa opinión es, desde luego, "mala", pero no es un sacrilegio, no es un ataque a "lo sagrado". Aun cuando un individuo hablara despectivamente de Dios, no despertaría el mismo sentimiento de indignación que se produce contra el crimen, contra el sacrilegio que es la violación de los símbolos del país. Es fácil racionalizar la reacción contra la violación de los símbolos nacionales diciendo que el individuo que no respeta a su país revela falta de solidaridad humana y de sentimiento social; pero, ¿no es eso igualmente cierto del individuo que defiende la guerra, o la matanza de gentes inocentes, o que explota a otros en su propio provecho? Indudablemente, la falta de interés por el país propio es una expresión de falta de responsabilidad social y de solidaridad humana, lo mismo que los otros actos que hemos mencionado; pero la reacción contra la violación de la bandera es fundamentalmente distinta de la reacción contra la carencia de responsabilidad social en todos los demás aspectos. Una de las cosas es "sagrada", es un símbolo del culto del clan, y las otras no lo son. Como las grandes revoluciones europeas de los siglos XVII y XIX no consiguieron transformar "la libertad de" en "libertad para", el nacionalismo y el culto del estado se convirtieron en síntomas de una regresión a la fijación incestuosa. Sólo cuando el hombre logre desarrollar su razón y su amor más que hasta ahora, sólo cuando pueda organizar un mundo a base de solidaridad humana y de justicia, sólo cuando pueda sentirse enraizado en un sentimiento de fraternidad universal, habrá encontrado una forma nueva y humana de arraigo, habrá transformado su mundo en una patria verdaderamente humana" (Fromm, E.: Psicoanlàlisis de la sociedad contemporànea, FCE, 1992 2da edición, pp. 55-56). 

viernes, 25 de septiembre de 2015

CONFIESO QUE HE PECADO, II: SOY UN CERRADO AL DIÁLOGO Y UN SOBERBIO

Yo pensaba que el diálogo era, entre otras cosas, escuchar, comprender (aunque no siempre compartir), dejar seguir a cada uno su camino, mostrar el propio, modificarlo si la conciencia lo dicta, y si no, no, etc.

Pero he descubierto qué equivocado que estaba. No, dialogar es decir al otro que sí. Como no lo he hecho siempre, confieso que he pecado, una vez más. Por no decir que sí a lo que otro quiere que yo diga sí, soy un cerrado al diálogo. No se puede hablar con Gabriel. Además, a veces algunas personas se han convencido de alguna parte del núcleo central de mi pensamiento. No recuerdo que eso sea condición para mi amistad, no recuerdo haber perseguido a nadie para que lo haga, pero ha sucedido. Entonces me he convertido en el jefe de una secta que sólo se rodea de quienes piensan como él. No quiero dialogar con los que verdaderamente han descubierto cuánta razón tienen ellos y cuán equivocado estoy yo. Así que no sólo soy un cerrado al diálogo, sino que soy un líder autoritario y alienante. Y, además, para terminar la confesión, soy un inconsistente total, porque predico el diálogo pero no lo practico, porque cuando debo decir que sí a lo que dicen los dioses, no lo hago. Qué horror.


Dioses del Olimpo, que Dios se apiade de mi alma.

jueves, 24 de septiembre de 2015

CONFIESO QUE HE PECADO


Pésame dios, dioses míos

Y me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido

Pésame Hegel, Marx, Nietzsche         

Pésame

Por el infierno de no haber pasado toda mi vida estudiándolos

Como todo filósofo que se precie

Debe hacer.

Pésame por el infierno de vida que merecí

Y por el cielo que perdí

Por no haber acariciado y alabado sus páginas

Pero mucho más me pesa

Porque no leyéndolos ofendí

Porque no leyéndolos perdí

Toda la enoooooooooooorme sabiduría

De dioses

Tan sabios y tan buenos como ustedes.

Y porque no leyéndolos ofendí

a tan sabios colegas y a todos los filósofos 

que tan bien hacen en no leer nunca a Mises y Hayek.

Antes querría haber muerto que no haberlos estudiado,

Prometo firmemente no leer más a Santo Tomás y Mises

Y evitar toda ocasión próxima de estudiar a Husserl y Popper,


Amén.

domingo, 20 de septiembre de 2015

EQUILIBRIO Y ESCUELA AUSTRIACA, OTRA VEZ

  1. (Art escrito en el 2008* y publicado en Conocimiento vs información)



Un reciente artículo de D. W. MacKenzie “The Equilibrium Analisis of Mises, Hayek, and Lachmann”[1] ha puesto nuevamente de relieve la importancia de esta cuestión en la Escuela Austriaca de Economía. Lo ha hecho de un modo muy singular. Aunque no es el objetivo de este breve ensayo reseñar y/o comentar en detalle el artículo de Mackenzie, baste decir que su desafío consiste en apartarse de lo que hoy sería la visión “Kirzner en adelante” de esta cuestión. En efecto, estamos acostumbrados hoy a decir que la EA implica una teoría del proceso de mercado versus los modelos neoclásicos de equilibrio, que, como ya hemos dicho en otra ocasión[2], incorporan el problema de la insuficiente “información” de los agentes (hemos dicho también que información no es igual a conocimiento[3]) como una hipótesis ad hoc posterior al núcleo central de equilibrio. Pero MacKenzie no contrapone mercado como proceso a equilibrio, sino que afirma que la EA, especialmente en Mises, Hayek y Lachmann –nada menos– es una teoría del equilibrio, aunque diferente y superior a las teorías de equilibrio walrasiano. Muy resumidamente, su tesis central consiste en afirmar que hemos olvidado la importancia que tiene en Mises el tema del “plain state of rest” (estado natural de reposo) distinguido de la construcción imaginaria del estado final de reposo. Lo primero es esencial para el análisis del proceso de mercado en Mises. Cuando Hayek habla de la tendencia al equilibrio, continúa el autor, se refiere precisamente a ese estado final de reposo, el cual no se alcanza porque el mercado real implica una tendencia a la coordinación de planes individuales, nunca plenamente alcanzada. De igual modo, Lachmann, el supuesto partidario de un mercado aleatorio y caleidoscópico, no habría dicho eso, sino que enfatizó el desequilibrio para distinguirlo precisamente de ese estado final e imposible de coordinación total, y enfatizó la pregunta de cómo se alcanza la coordinación una vez planteada la pregunta hayekiana sobre las condiciones del proceso dinámico de coordinación. Es interesante cómo se destaca la importancia, en Lachmann, de estado natural de reposo en los mercados financieros, siguiendo con ello a Mises. Todo lo cual conduce no solo a la revisión de esta visión equilibrium versus market process que tenemos de estos autores, sino a esta conclusión general: la EA es una teoría del “equilibrio cambiante” versus el “equilibrio estático” walrasiano, pero es una teoría del equilibrio.

Nos imaginamos la sorpresa que este ensayo puede llegar a causar, sobre todo en momentos donde la diferenciación con los modelos de equilibrio tradicionales es tan importante para la EA. La sutil diferencia entre estado natural y final de reposo parece haber caído en el olvido; los partidarios de un “Mises versus Hayek” acusan precisamente a este último de no haberse distanciado suficientemente del paradigma walrasiano de equilibrio, e incluso ya se está comenzando a decir que ni siquiera debería hablarse de “tendencia al equilibrio” en la EA, que la construcción imaginaria de Mises sobre “estado final de reposo” es inútil, etc. Frente a este énfasis “anti”-equilibrio de los austriacos actuales (que no llegan a Lachmann porque la mayoría se mantiene en Mises), esta posición de MacKenzie parece ir contra la corriente –nada malo en ello, solo muy interesante– y des-equilibrar la balanza (ya que hablamos de des-equilibrio) hacia los modelos neoclásicos. Si algunos critican a Hayek por demasiado walrasiano (no es nuestra posición), ¿qué pensarán de este ensayo de MacKenzie, donde se presenta a la EA como otra escuela de equilibrio?

Pero, ¿es así? Queremos decir: este ensayo de MacKenzie, ¿inclina la EA hacia una posición neoclásica? ¿Seguro?

Pensamos que no.

En primer lugar, sin necesidad de reiterar las excelentes citas textuales que MacKenzie hace de Mises en La Acción Humana, digamos que, efectivamente, la distinción entre estado final de reposo y estado natural de reposo es sumamente relevante. El estado final de reposo es una construcción imaginaria, una herramienta mental que, aunque imposible en la realidad, nos sirve para el razonamiento praxeológico. En este caso, para distinguir, precisamente, un estado de equilibrio donde la acción humana ha alcanzado todos sus fines, de un estado dinámico donde los agentes tienden a coordinar oferta con demanda. Para esa tendencia, los precios son indispensables, y el estado natural de reposo desempeña en los precios un papel indispensable. Para la realización del cálculo económico, para la previsión, falible, de expectativas futuras en el mercado, para el sistema de precios en el mercado de capitales –nada más ni nada menos– el sujeto actuante necesita interpretar los precios “hoy” para poder proyectar sus valoraciones subjetivas hacia “mañana”. Por ello el papel de los precios es conditio sine qua non en Hayek y en su seminal The Use of Knowledge in Society[4]. Pues bien, volviendo al tema, para ello el momento de “cierre” de los diversos mercados es importantísimo..La globalización actual y el uso de internet no imposibilitan el proceso, sino que agregan un elemento adicional a la complejidad de la interpretación que tiene que hacer el sujeto actuante –con su margen de empresarialidad–, lo cual da más razones para la importancia de un mercado abierto por el aumento de los fenómenos complejos.

Lo que estamos diciendo no es que el estado natural de reposo sea igual a la coordinación de expectativas dispersas, sino que es condición para esa coordinación. Por ende, se podrían distinguir dos tipos de equilibrio. El equilibrio momentáneo como igual al estado natural de reposo, de “cierre” de las actividades de un determinado mercado libre en determinadas coordenadas espacio-tiempo. Y equilibro como tendencia a la coordinación de expectativas dispersas entre oferta y demanda, para lo cual el estado natural de reposo es indispensable.

La pregunta que sigue es terminológica. ¿Por qué llamar “equilibrio” a esa tendencia a la coordinación? Bien, MacKenzie no dice simplemente “equilibrio” sino “equilibrio cambiante”, para distinguirlo precisamente del equilibro estático de los modelos neoclásicos. Si, a su vez, tampoco se quiere usar allí la palabra “equilibrio cambiante” (yo diría “equilibrio dinámico”), la cuestión es dejar de debatir por los términos por un momento y preguntarnos, usando el método fenomenológico: ¿de qué estamos hablando?

En esto tiene razón Kirzner. Si de algún modo hay una ciencia económica, y no una mera casualidad, es que podemos establecer “universalmente” bajo qué condiciones oferta y demanda de algún modo “se encuentran”, o “tienden a coordinar sus expectativas” dando por sentado –dada precisamente la construcción imaginaria del estado final de reposo– que dicha coordinación nunca es “plena”. Mises es claro en que las construcciones imaginarias contienen en sí aporías que no están en las teorías sobre el mundo real. La competencia nunca es perfecta porque, en primer lugar, en ese caso no habría “competencia”, sino que es una competencia “suficiente”[5]. ¿Suficiente a efectos de qué, si no, precisamente, de una coordinación?

Si no queremos llamar a ello equilibrio, ok, pero es evidente que hay “algo” allí más que una mera “casualidad” de coordinación. En ese sentido cabe re-valorar los aportes de Lachmann: por lo que hemos visto hasta ahora de su pensamiento, no afirmó que la coordinación en el mercado sea casual, sino que enfatizó la dificultad del problema de la coordinación una vez planteado el aprendizaje en Hayek y la incertidumbre en Mises[6].

Por supuesto, queda la gran pregunta que este tema, estos autores, y MacKenzie también, dejan abierta: ¿por qué suponer que, aun en supuestos institucionales de mercado libre, los agentes tenderán a coordinar?[7] Ivo Sarjanovic ha sugerido entre nosotros la intrínseca dificultad de cualquier respuesta en los mercados monetarios[8], y yo mismo, en el número anterior de esta revista,[9] me incliné por una respuesta metodológicamente condicional: “Si hay alertness suficiente, entonces…”.
La cuestión allí pasa por un tema de antropología filosófica. En tiempos donde el aporte de los escoceses se relativiza, hay que enfatizar que no es más que el análisis experiencial de la naturaleza humana, al estilo Hume/Smith/Ferguson[10], lo único que nos puede llevar a universalizar una hipótesis general de tendencia al aprendizaje en la naturaleza humana, suficiente (esto es esencial) a efectos de la coordinación a la que se refieren Mises y Hayek. No creemos que haya otro modo u otro camino. Solo esa relativa confianza en una naturaleza humana medianamente capaz de aprender es lo único que puede explicar, no solo (y retrospectivamente) la evolución espontánea de ciertas instituciones, sino también la pattern prediction general de una tendencia a la coordinación en el mercado dadas ciertas condiciones institucionales. Sin esa premisa, solo habría la certeza de que, dadas ciertas condiciones institucionales, “we can hope for the best” y nada más. Habría ciencia económica, pero solo como un ejercicio de un condicional material simple: “Si hay aprendizaje, entonces…”. Nunca podríamos afirmar “que lo hay”, y entonces sí que verdaderamente todos estos debates sobre qué tipo de equilibrio hay en la EA se convierten en meramente terminológicos.

Pero lo que no es terminológico es lo siguiente. Nos atrevemos a decir que, sin pensar en estrategias ni nada que se le parezca, la auto-presentación que a veces hacemos los partidarios de la EA, como contrarios a todo tipo de análisis de equilibrio, no es fiel a esa misma tradición. La cuestión no es decirle al neoclásico que la EA hoy es contraria a toda noción de equilibrio, sino que la EA tiene otra noción de equilibrio, dinámico, identificado como una coordinación tendencial de expectativas bajo ciertas condiciones institucionales, y que esa noción de equilibrio es una respuesta a un mejor y más adecuado planteo del problema económico. Si no queremos llamar a eso equilibrio, ok. Pero los partidarios de la EA verdaderamente piensan que el mercado es “equilibrante”, en el sentido de que “tiende a”, mientras que los gobiernos producen precisamente el efecto contrario. Si no, sincerémonos y resumamos toda la ciencia económica en lo siguiente: el gobierno nunca puede coordinar; el mercado, a veces, y no sabemos por qué.

¿Seguro? ¿Eso es todo?
Con esta inquietud dejamos abierto el debate.



* En “La EA en el s. XXI”, junio de 2008.

[1] Bajo revisión para su publicación en The Review of Austrian Economics. Last revised on January 21st 2008.
[2] Ver nuestro libro El método de la economía política, Ediciones Cooperativas, Buenos Aires, 2004.
[3] “Paradigma de la información vs. paradigma del conocimiento”, en NOMOI, Revista Digital sobre Epistemología, Teoría del Conocimiento y Ciencias Cognitivas (2008), 2, pp. 17-21, en www.ufm.edu

[4] [1945], en Individualism and Economic Order, Chicago University Press, 1980.
[5] Ver Schwartz, P.: Empresa y libertad, Unión Editorial, Madrid, 1981, p. 62.
[6] Ver Lachmann, L.: Capital, Expectations, and The Market Process; Sheed Andrews and McMeel, 1977. Part III.
[7] MacKenzie lo dice de este modo: “…How do we know that there exists a strong tendency towards a final state of rest? Do we know if the forces of intertemporal equilibration outweigh the forces of intertemporal disequilibration?” (op.cit., p. 13).
[8] Ver su art. “Procesos de mercado: precios en desequilibrio + moneda en desequilibrio”, en La crítica como método, Ensayos en honor de Rogelio T. Pontón, Fundación Libertad, Rosario, 2007.
[9]  “La metodología de Friedman y una importante consecuencia para la Escuela Austriaca de Economía”, en La Escuela Austriaca en el s. XXI (2008), año 2, n.º 8.

[10] Cabe aclarar que dicho análisis es perfectamente compatible con una antropología filosófica entre aristotélica y tomista, pero eso excede obviamente los fines de este artículo.

domingo, 13 de septiembre de 2015

IGLESIA ACTUAL: UN INÚTIL DIAGNÓSTICO Y SÓLO UNA ESPERANZA.

Estamos a pocos días de que el Cardenal Burke agarre a Francisco de su pontificia sotana y le tire un puñetazo al estilo John Wayne, y que Francisco le responda tirándole un bandoneón por la cabeza. No, claro, así no va a pasar: las internas de la Iglesia tienen aspectos menos visibles pero sí más profundos.

Creo que muchos asistimos a la situación actual con cierta perplejidad. ¿Qué está pasando? ¿Es Francisco el revolucionario total? ¿Es él mismo un Concilio Vaticano III? ¿Cambiarán aspectos de la doctrina que hasta ahora se consideraban esenciales? Y en ese caso, ¿qué hacer?

Y, por supuesto, no nos estamos refiriendo a temas totalmente contingentes a los cuales Francisco, como Sumo Pontìfice, tiene todo el derecho de modificar, sean los trámites de nulidad, o la delegación del perdón del aborto a presbíteros diocesanos, etc. La cuestión es, ante otros debates que Francisco ha dejado aflorar (¿y está mal?), hasta dónde van a llegar ciertos otros temas.

De modo comprensible, muchos han tomado posición absoluta pro-Francisco o anti-Francisco y lo dicen abiertamente, ya sean importantes cardenales o laicos. La imagen es el ruido. Un ruido ensordecedor, una pelea pública como no la había habido en mucho tiempo –en una Iglesia en la cual no es fácil canalizar los disensos internos- ante el cual, en cualquier caso, sea una voz importante o una voz irrelevante, el resultado es más ruido y nada más. En ese sentido el panorama es desalentador también. Dan ganas de hacer silencio, esperar y…. Nunca mejor dicho, que sea lo que Dios quiera y luego seguir la propia conciencia en medio de la mayor perplejidad y desolación intelectual y moral.

Por ende, ¿qué hago yo escribiendo esto? No sé. Asumo la contradicción existencial en primer lugar. Debe ser un hábito de intento desesperado y fútil de poner orden con el pensamiento.

El asunto es, claro, que todo esto no pasó de un día para el otro. No estaba todo bien, en calma, y de repente Francisco se puso a hacer lío como le gusta. Creo que es necesario un diagnóstico. (De vuelta: ¿para qué miércoles sirve que yo me ponga a diagnosticar? Ni idea).

Cuando Benedicto XVI asumió su pontificado, uno de sus discursos programáticos fue el 22 de Diciembre de 2005, sobre el Concilio Vaticano II. Intentó poner las cosas en su lugar.

¿En qué lugar? Ah, esa es la cuestión.

A partir de Gregorio XVI y Pío IX, el magisterio asume ante la modernidad una posición de rechazo casi total, y decimos casi sólo porque personas como Dupanloup se salvaron por milagro –o sea, un misterio en la mente de Pío IX- de la guillotina magisterial. Pero igual, esa puertita que quedó abierta fue casi nada, excepto un casi nulo refugio donde algunas pocas personas se sentaban a tomar aire. Por lo demás, la Iglesia se cerró como una estación espacial. Afuera, en el espacio, pasaban los asteroides del mundo iluminista y moderno, que, claro, no eran lo mismo, pero el discernimiento no era posible dentro de la estación. Los intentos de asimilar lo bueno de la modernidad fueron callados de un hondazo (Rosmini) y los demás quedaron en una relativa soledad que el moderado León XIII supo respetar.

Así las cosas, durante décadas, la estación se llenaba de dióxido de carbono pero afuera también. Afuera, las ondas electromagnéticas eran muchas. Estaban los católicos que seguían asumiendo las cosas buenas de la modernidad –los derechos personales, la sana laicidad, la libertad religiosa, una democracia cristiana-. Durante mucho tiempo se los echó a galaxias distantes pero Pío XII, finalmente, les abrió algunas puertitas.

Eso, as su vez, se mezclaba con lo peor de la secularización del iluminismo. O sea, el divorcio entre razón y fe. La fe comenzó a ser cada vez más un bello adorno en una bella e inútil estantería y finalmente una fe sin importancia real se filtra en los viejos muros de la nave. En realidad, para casi nadie, creyentes o no, la fe importaba. No es cuestión de estadísticas. Como horizonte cultural, la Trinidad, la Encarnación, el Pecado Original, la Redención, el perdón, se seguían declamando y repitiendo por los creyentes pero lo que importaba, realmente, eran otras cosas. Eso es lo esencial del inmanentismo del iluminismo. Los temas sociales tomaron la delantera y lo bueno de la modernidad se mezcló con dicho inmanentismo.

Esto intenta explicar por qué, en los 50 y los 60, incluso dentro de la Iglesia, los temas de moral sexual comenzaron a ser los más discutidos. Que el sexo sea, para los creyentes, algo sagrado, que está por ende elevado a un sacramento, se entiende desde la Fe. Con un acompañamiento en la razón, claro, en un “creo para entender y en un entiendo para creer”, pero no en una ley natural racionalista que muchos católicos blandían contra el mundo perverso. Lo que quiero decir es: no es casualidad que junto con los buenos recordatorios del Vaticano II, esos a los cuales Pío XII había abierto las puertas, se comenzara a vivir en la Iglesia un ambiente donde el modo de hacer teología fuera una fe sin razón (1) que conduce a una fe sin importancia donde, a su vez, los temas de moral sexual, al dejar de ser vistos desde la Fe, comienzan a ser vistos como muy escandalosos: imposibles para los creyentes y ultraridículos para los no creyentes. Que los temas más debatidos actualmente, dentro y fuera de la Iglesia, sean los que tienen que ver con lo sexual, es fruto del divorcio entre razón y fe, fuera de la Iglesia Católica por supuesto, pero dentro de la Iglesia, también.

Pero, como dijimos, los temas sociales habían tomado la delantera, como los que verdaderamente importaban, y además Marx penetró en la Iglesia desde el mismo momento donde importantes creyentes se acostumbraron a tomar la teoría de la explotación laboral como “lo bueno de Marx”. Por consiguienteotro asteroide golpea a la estación y la penetra de un modo singular. La teología marxista de la liberación, desde los 60 hasta hoy, es imparable. Pablo VI no supo hacer nada y luego JP II y Ratzinger tratan de frenarla. Se ponen heroicamente delante de la locomotora y son sencillamente pasados por encima. Todo inútil.

Ante este panorama, algunos católicos, que comienzan a ser llamados conservadores pero SIN de ningún modo estar alineados con Lefevbre –la reacción contraria- se sienten bien mientras JP II y Ratzinger, solos, hacen de superman. Todas sus encíclicas y documentos tratan de poner orden, de frenar los asteroides, pero la mayoría de los tripulantes de la nave maltrecha están ya en otra cosa, el fuselaje hace agua por todos lados pero como los capitanes resisten, aparentemente no pasa nada. Aparentemente. La mayoría de teólogos, sacerdotes y católicos practicantes europeos y etc. hacen caso omiso de la mayor parte de esos documentos y, mientras tanto, las Conferencias Episcopales latinoamericanas se constituyen en un magisterio paralelo. JP II intenta frenarlo en 1979 pero todo es inútil. El documento de 1984, también. Las hipótesis ad hoc no se hacen esperar, y versiones más moderadas se escriben en Sto Domingo y Aparecida, y de esta última Bergoglio es el principal redactor. Pero claro, mientras Benedicto XVI resistía las millones de toneladas sobre su cabeza, algunos pensaban que estaba todo bien. Pero no. Al final se quebró y todo lo que sigue es donde estamos hoy.

Sólo la indefectibilidad de la Iglesia, la Fe en que las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella, es la esperanza. 


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(1) O sea, sin la lectura directa de Santo Tomás de Aquino como teólogo.

domingo, 6 de septiembre de 2015

SENTADO SOBRE LA NADA

No, no me refiero a Kicillof y a sus tesis heideggerianas sobre el dólar. Me refiero a una nada más real, si cabe decirlo así.

Hace poco pasé por donde estuvo el edificio de la Universidad Austral Sede Capital durante muuuuuuuuuchos años. La famosa “sede Garay”. Era una edificio muy sólido, a pesar del durlock que había logrado disimular la vieja y sólida estructura de la otrora fábrica de cuadernos. De hecho mi oficina daba a una de las paredes originarias, de esas paredes que eran paredes, y la verdad podría haber sido una celda de Alcatraz (en la cual me sentía protegido de la supuesta libertad que me rodeaba).

Hace poco pasé por allí y la sensación –ya que últimamente estamos todos muy en Hume:-) - fue…. Extraña. Habían demolido todo. Todo pero todo. No había “nada” excepto el aire, pobre, tan potente en sí mismo y tan nada para nuestra pobre percepción. Traté de ubicar dónde estaba antes mi oficina, donde escribí, estudié, recibí gente, alumnos, preparé clases, etc…. Y de repente me imaginé allí sentado pero en medio de la nada, sobre la nada. Qué increíble. Qué sensación de fragilidad sentí. Aquello que me parecía tan sólido, ya no era nada. Mi refugio había desaparecido, vaya a saber uno en qué trans-formación de esas físicas que no significan nada para nuestra existencia.

Me imaginé que si intentaba sentarme allí de vuelta, una potente fuerza –de gravedad, que aún nadie sabe qué es- me impulsaría hacia un abajo que en realidad nos parece abajo pero que no es abajo ni arriba ni nada pero que me daría un buen golpe, seguro. Pero entones, claro, la cuestión no es sentarse en el aire sino en el suelo. Pero el suelo se puede mover también. Tal vez haya una excavación posterior, tal vez sea luego la terraza de un edificio subterráneo, que dentro de 2000 años quede como el suelo de una selva misteriosa. Como fuera, el piso podría desaparecer también, y yo caería hacia otro piso que, a su vez, podría no estar y así sucesivamente.

¿Sobre qué estamos parados, entonces? ¿Cuál es el suelo que pisamos? Ninguno que no pueda desaparecer. ¿Entonces? Pues que no queremos saber nada con ello. Nos aferramos a nuestros endebles suelos, porque, ¿qué otra nos queda? Ahora mismo estoy entado en el 1er piso del edificio de la Sede Pilar que, hace dos años, era nada. Pero me siento bien, en varios sentidos de la palabra “siento”. Claro, no tengo más remedio que presuponer que nadie me va a mover el piso…. Hasta que se mueva.

Pero no. Hay que asumir nuestras nadas en serio. Estamos colgados sobre la nada. Ningún piso es firme.

¿Qué nos sostiene, entonces?

La mano de Dios, obviamente.

Si El suelta, au revoir, adeus, addio, good bye, Auf Wiedersehen (ol-vídensen:-) ), sayonara.

Pero cuesta verlo.

Y es natural. Contrariamente a diagnósticos apocalípticos, no es propio de esta época. El hombre siempre se aferró a lo terreno aunque su vida pública fuese enmascarada de fingida sacralidad. En la intimidad de su interior, ese individuo débil, del cual habla Fromm (el que era where are you :-) ), se aferró siempre a su frágil terruño. Pero también a sus afectos más profundos. Y ellos son menos frágiles. Por eso son tan importantes esos ojos que nos aman, ese abrazo profundo, esa palabra que consuela. Porque allí, ya hay otra cosa: una cosa que es él, que es el tú, que es el otro, que siempre está, cuando está, más allá de los edificios, las paredes, los durlocks y las torres. Y ese otro es participación del Otro. A través del otro vemos al Otro y, cuando llegamos a El, pisamos los pisos pasajeros, habitamos los edificios demolidos, estamos bien sentados en el aire, porque el mundo se ha dado vuelta, el Cielo es la tierra, la tierra es nada y la nada somos sin Dios.