http://gzanotti.blogspot.com/2009/05/los-limites-del-lenguaje-y-del-dialogo.html
domingo, 11 de abril de 2021
domingo, 4 de abril de 2021
LA ODISEA, ODISEO, LAS SIRENAS Y EL CORONAVIRUS
En un artículo de hace unos años, decíamos:
(http://www.institutoacton.com.ar/oldsite/articulos/gzanotti/artzanotti57.pdf)
“El pesimismo de Horkheimer y Adorno se ve muy bien
reflejado en la analogía tomada de la Odisea sobre el canto de las
sirenas. “...Quien quiera subsistir no
debe prestar oídos a la seducción de lo irrevocable, y puede hacerlo sólo en la
medida en que no sea capaz de escucharla. De ello se ha encargado siempre la
sociedad. Frescos y concentrados, los trabajadores deben mirar hacia delante y
despreocuparse de lo que está a los costados. El impulso que los empuja a
desviarse deben sublimarlo obstinadamente en esfuerzo adicional. De este modo
se hacen prácticos. La otra posibilidad es la que elige el mismo Odiseo, el
señor terrateniente, que hace trabajar a los demás para sí. El oye, pero
impotente, atado al mástil de la nave, y cuanto más fuerte resulta la seducción
más fuertemente se hace atar, lo mismo que más tarde también los burgueses se
negarán la felicidad con tanta mayor tenacidad cuanto más se les acerca al
incrementarse su poder. Lo que ha oído no tiene consecuencias para él, sólo
puede hacer señas con la cabeza para que lo desaten, pero ya es demasiado tarde:
sus compañeros, que no oyen nada, conocen sólo el peligro del canto y no su
belleza, y lo dejan atado al mástil para salvarlo y salvarse con él.. Reproducen
con su propia vida la vida del opresor, que ya no puede salir de su papel
social. Los lazos con los que se ha ligado irrevocablemente a la praxis
mantienen, a la vez, a las sirenas lejos de la praxis: su seducción es
convertida y neutralizada en mero objeto de contemplación, de arte”[1].
Hemos citado este párrafo in extenso porque su esquema se
adapta a todo pensamiento emancipatorio, y también, por ende, a Feyerabend. Por
supuesto, para este neomarxismo, la praxis opresora, la “Matrix” de la que no
se puede salir, es el capitalismo, culmen de la racionalidad instrumental,
capitalismo donde explotador y explotado están encerrados en la misma
dialéctica. Por supuesto, nosotros no adherimos a esta dialéctica marxista[2], pero sí adherimos a
la profundidad de la analogía cuando se la aplica en general a todo pensamiento
que pretenda, de algún modo[3], un cambio de sistema.
Las sirenas representan el anuncio de cambio de sistema, pero ese cambio
nunca llega porque el sistema, de modo inteligentísimo, absorbe al canto
revolucionario en una apacible estética que nada modifica. Son bellos
libros que forman parte del entretenimiento, son los locos que anuncian la
revolución en un bar, a la noche, con sus amigos, son los profesores que
“enseñan” la teoría revolucionaria y luego exigen la repetición del paradigma y
ponen un 10 como premio, son las películas con “mensaje” que luego son sólo
entretenimiento para días aburridos. Veremos
que Feyerabend es una sirena cuyo canto tiene un contenido importantísimo,
pero el modo de interpretarlo lo ha convertido en el entretenimiento de lujo de
la filosofía de la ciencia.”
Esto es, ante Horkheimer y Adorno, Feyerabend tiene la
ventaja de que su diagnóstico de la Ilustración autoritaria es más límpida y
acertada. Carece de los problemas de la teoría de la explotación de Marx y de la
delirante dialéctica hegeliana, y destaca limpiamente el eje central del
problema de la Ilustración: NO se pudo liberar de la ecuación “importante = coactivo”.
Pero cuidado, porque esa ecuación se cumple -no lo aclaré entonces- en todo
pacto político originario. La diferencia es que en el pacto norteamericano, lo “importante”
era precisamente el respeto mutuo de cosmovisiones diferentes del mundo, mientras
se aceptara la Constitución que garantizara la libertad religiosa y el free
speech, cosa que ahora se perdió casi totalmente.
En el progresivo declive que ha llevado a Occidente a casi
perder toda noción de libertad individual -producto de ese estado nación
iluminista- siempre ha habido los Odiseos, las sirenas y los compañeros. Las sirenas
son los cada vez menos libertarios que predican la importancia y la belleza de
la libertad. Los odiseos son esas buenas personas que, al frente de todo tipo
de instituciones indigestadas de la sola racionalidad instrumental, con la
consiguiente des-humanización (o sea, autoridades de empresas, de instituciones
educativas, de iglesias, etc), perciben en el fondo que algo no está bien, pero
anestesian esa voz interna con racionalizaciones de sus funciones de control y
vigilancia: “me tocó la carga de ser autoridad”. Los compañeros son (y no hablo
de Argentina 😊) los que directamente
no se dan cuenta de nada, los millones de empleados, subordinados, colegas y
etc. que, exactamente que Eichmann (y da lástima hacerlos tomar conciencia de
ello) repiten órdenes con juicio acrítico, protegidos habitualmente por la
barbarie de su especialización. (De allí los médicos dictadores). Contrariamente a algunos odiseos, no pueden
percibir, ni vagamente, la belleza de los cantos libertarios: los perciben como
peligro y como horrible amenaza. La libertad para ellos es LA amenaza. Para
Odiseo, una tentación resistida. Los libertarios, las sirenas, son perseguidas,
excepto sean incorporadas al sistema como entretenimiento estético (por
eso se imprimen bellos ejemplares de los libros de Feyerabend, Habermas o
Foulcault, y de Mises, Popper y Hayek, a los que la izquierda ilustrada
los considera “secuaces del sistema” y que leídos en serio son todo lo
contrario).
Esto fue sucediendo, en muchas áreas, hace décadas. En economía,
educación, medios de comunicación, salud, etc etc etc, las sirenas, esto es los
libertarios o liberales clásicos, vienen predicando, cual profetas en un eterno desiero, la belleza (o sea el sentido moral) de la libertad. Los estados
y los “privados adscriptos al sistema estatal” han sido los compañeros de viaje.
Con los odiseos, directivos de esos sistemas, se puede conversar, al menos, sin
que te maten. Pero luego vuelven a su escritorio, se anestesian ante las tentadoras
sirenas y cumplen su función cual eficaz cocodrilo que controla a su presa sin
sentirlo. Y la mata. Pero los que son matados, felices. La existencia realmente
humana que podrían haber tenido murió, pero ellos felices en la existencia inauténtica
de su diario transitar.
Pero ahora, finalmente, con esta locura totalitaria global,
los odiseos y sus compañeros de viaje parecen haber encontrado unas muy eficaces
cadenas para anclarse al mástil para siempre: el terror a la muerte y la
dictadura de la ciencia, impuestos culturalmente desde el estado nación científico
y ultra-secularizado. Millones y millones de alienados que no tienen otra
tranquilidad que su salud física, obedecen cual lastimosos borregos a una
engañosa ciencia supuestamente redentora. “Follow the science”. Los
pocos odiseos que se dan cuenta de que algo no encaja, quedan bien calladitos y
nunca como ahora los libertarios son las sirenas más peligrosas; nunca como ahora
la libertad, la espontaneidad, el vivir como humanos se ha vuelto tan
peligroso. ¡Cuidado habitantes de la Matrix!!! ¡Denuncien a
Morpheus, Neo y Trinity!!!!!!!!!!! ¡Llamen a los
Smiths!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Por supuesto, cada vez que escribo estas cosas los odiseos y los compañeros me quieren matar, pero los sirenitos me preguntan
cuál es la solución. Nada fácil ni rápido. Las masas son ejércitos
inconscientes e implacables, y los individuos son impotentes. Sólo queda que
algunos clérigos de Equilibrium dejen de tomar el prezium y comiencen a
sentir, luego de que miles y miles miembros de la resistencia sean asesinados.
Pero…Eso, así, en sí mismo, no sucederá. La Historia Humana es la historia de
Caín y el EEUU de 1776 fue sólo el esbozo de un pequeño e imperfecto milagrillo temporal. Ahora
sólo queda como ideal regulativo predicado por sirenas (lindas o feas) que
hablan hasta que son sacadas del agua y ahogadas en la cultura de la cancelación.
[1]
[2] Ver la clásica crítica de
E. Von Bohm-Bawerk a la teoría marxista de la explotación en Capital and
Interest (1884-1889-1909), Libertarian Press, 1959.
[3] Decimos “de algún modo”
porque el cambio de sistema puede ser revolucionario o evolutivo.
viernes, 2 de abril de 2021
PARA LOS CATÓLICOS QUE CREEN QUE TIENEN EL MONOPOLIO DE LA MORAL EN LOS PRECIOS
CAPÍTULO IX:
LA
ÉTICA DE LOS PRECIOS[1]
Del
libro
https://www.amazon.com/-/es/Gabriel-Zanotti-ebook/dp/B01C8RCW76
Con el espíritu de aceptar
aquello que, aunque originado en escuelas de pensamiento no cristianas, sea
compatible con una antropología cristiana, no podemos dejar de nombrar un
aspecto de la Escuela de Frankfurt, esto es, fundamentalmente, Adorno,
Horkheimer y Habermas (Op.cit. y
Habermas, Jürgen, Teoría de la acción
comunicativa, Barcelona, Taurus,
1987). Como es sabido, en estos autores, la dialéctica de la
Ilustración tiene una fase donde el capitalismo y la industrialización
consecuentes, dada la explotación según Marx, presenta relaciones necesariamente
de dominio de los unos sobre los
otros, al estilo dialéctica amo-esclavo en Hegel. Nosotros no estamos de
acuerdo, aparte de que nos parece no cristiana, con esa visión
dialéctica-marxista de la historia, pero el elemento a rescatar es la sensibilidad
que tienen estos autores por el tema de la alienación, que, descontextualizado
de la “izquierda hegeliana”, presenta algo perfectamente coherente con una
antropología y una ética cristiana. Y es
el tema de la relación dialógica yo-tú, presente en autores
veterotestamentarios como Martin Buber (Buber, Martin, Yo y tú, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1994), pero también
en las condiciones de diálogo de Habermas (Habermas, Jürgen, Teoría de la acción comunicativa, op.cit, vol. I, interludio I), que,
nuevamente, pueden ser enfocadas desde una antropología cristiana (Hemos
trabajado en esto en Zanotti, Gabriel, “Intersubjetividad y comunicación”, en Studium, Tucumán, UNSTA, 2000, t. IV,
vol. 6). Considerando la dignidad humana que se desprende por estar creado a
imagen y semejanza de Dios, la relación adecuada con nuestros semejantes
implica el respeto a su condición de persona, esto es, tratarlo como otro en tanto otro y no en tanto mero
instrumento. Esto es, una relación yo-tu,
en cambio de una relación yo-eso. Una
relación yo-eso es la que se tiene con una cosa-no-persona, que puede ser por
ende un instrumento a nuestro servicio, al cual legítimamente se lo domina, se lo usa, se lo “manipula”, y si es
necesario se deja de lado una vez que ya no funciona. En cambio, nunca una
persona puede ser reducida solo a instrumento, quedando reducida a una mera X
dentro de mi esfera personal: ello es precisamente alienarla, esto es, no
respetar su propio yo y “convertirla en otro”, precisamente, aquel que la manipula.
Ello es contrario a la dignidad de persona, es precisamente la situación a la
cual quedan sometidas las personas en los totalitarismos y autoritarismos
diversos, y por ello es coherente que un autor como Karol Wojtyla haya
considerado cristiano en sí mismo al segundo imperativo categórico de Kant:
“nunca tratarás a otra persona como medio, sino como fin” (Wojtyla, K., Cruzando el umbral de la esperanza,
Barcelona: Plaza y Janés, 1994).
En lo que Habermas ha
colaborado enormemente es en resaltar las condiciones lingüísticas del
tratamiento instrumental del otro o, en cambio, tratarlo dialógicamente
(Habermas, Jürgen, Teoría de la acción
comunicativa, op.cit.). En principio –decimos así porque en estas cosas no hay
normas absolutas– si yo trato de captar lingüísticamente al otro, en una
estrategia de manipulación, ello no es diálogo sino razón instrumental, en
términos de Habermas; en términos de una antropología cristiana, ello no es
tratar al otro confirme a su dignidad de persona creada. Por supuesto, en una
antropología no determinista, esta
posibilidad de manipulación al otro es eso: una posibilidad moral, no una necesidad de una
etapa dialéctica de la historia. Y esa posibilidad
necesita lingüísticamente de un acto del habla, esto es, de una acción que
hacemos con el lenguaje (véase Wittgenstein, Ludwig, Investigaciones filosóficas, Barcelona: Crítica, 1988 y Austin,
John L., Cómo hacer cosas con palabras,
Barcelona, Paidós, 1990), perlocutivo, esto es, que intenta modificar la
conducta o el pensamiento del otro. No hay nada de malo en ello, al contrario,
en las relaciones intersubjetivas siempre nuestro lenguaje tiene efectos en el
otro, y muchas veces tratamos de convencer al otro de un cambio de pensamiento
y/o conducta. La clave ética, para que ello no se convierta en manipulación y,
de ese modo, el otro no se vea alienado, es que el acto perlocutivo sea abierto y que el pacto de lectura sea
relativamente claro, y la importancia de esto crece cuanto más delicada sea la
cuestión y más sensible sea el otro ante el mensaje. Por ejemplo, si vamos a
tratar de convencer a alguien de la verdad del Evangelio, es importante que el
destinatario del mensaje en cuestión esté relativamente advertido de nuestra
intención, no sea que nos escuche por otro motivo y luego se sienta
relativamente engañado. Son normas generales que, por supuesto, hay que aplicar
con prudencia a los casos concretos. Pero yendo a temas que todos conocemos, el
manejo de estos actos del habla ocultos, por parte de personas psicóticas, hacia
personas con un yo debilitado y susceptibles de ser alienadas y caer en el
engaño, es lo que explica en gran medida que la mayor parte de los
autoritarismos comienzan con discursos que luego generan fenómenos de masificación, con diversas hipótesis
psicológicas explicativas sobre las causas por las cuales la psiquis es pasible
de este tipo de manipulaciones (Sobre este tema, véanse Frankl, Viktor (1986), Ante el vacío existencial, Barcelona,
Herder, 1986 y Freud, Sigmund, “Psicología de las masas y análisis del yo”, en Obras Completas, Buenos Aires, El
Ateneo, 2008, T. III).
Llega entonces el momento
de preguntar: ¿qué tiene todo esto que ver con el mercado? Que, precisamente,
para muchos, cristianos o no, el mercado sería uno de los mejores ejemplos de
manipulación y alienación, porque, en un acto de compra/venta, el vendedor –es
habitual pensarlo de ese modo pero podría ser al revés– estaría aplicando una
estrategia de venta y por ende tratando de lograr que el comprador compre y, en
ese sentido, estaría tratando de manipularlo. Comprador y vendedor se verían
como medios, uno con respecto al otro, de sus respectivos fines, y no se
trataría al otro conforme a su dignidad.
Es una objeción grave,
porque va mucho más allá de cualquier defensa que se pueda hacer del mercado
por la vía de su mayor eficiencia o productividad. Es una objeción que toca el
núcleo moral de la acción humana en el mercado.
Debemos decir al respecto
lo siguiente:
En primer lugar, la
posibilidad de manipulación del otro, como posibilidad moral, es innegable, o
de lo contrario no habría libre albedrío. Es una posibilidad, por otra parte,
no reducida solo al ámbito del mercado, sino, después del pecado original, a
toda relación humana en sí misma buena. Puede suceder en el matrimonio, en las
relaciones legítimas de poder, etc. Pero por ese mismo motivo, porque es una
posibilidad moral, no es un proceso necesario
de una determinada etapa de la historia, como en el materialismo dialéctico,
y eso es lo que distingue a la alienación dentro de una posibilidad luego del
pecado original y la alienación como proceso necesario del capitalismo como
etapa de la lucha de clases (Ver al respecto, Sagrada Congregación para la
Doctrina de la Fe (1984), “Instrucción sobre algunos aspectos de la ‘teología
de la liberación’”, en L’Osservatore Romano, 1984, caps. 7-9.).
En segundo lugar, en ese
sentido, cabe reiterar que “el mercado” del que hablamos es un proceso
espontáneo, connatural a la naturaleza humana que trata de minimizar la escasez
(ya hemos tratado este tema), que tiene sus diversas fases de evolución y que
no se identifica solo con el capitalismo concomitante y posterior a la
revolución industrial, que, por lo demás, tampoco es moralmente indebido en sí
mismo (Nos referimos al punto 101 de la encíclica Quadragesimo anno; ver al respecto Doctrina Pontificia, Madrid, BAC, 1964, p. 672; sin olvidar, por
supuesto, el famoso punto nº 42 de la Centesimus
annus, citado anteriormente.).
En tercer lugar, los actos
de compra/venta en un mercado, y también en las características culturales del
mercado en Occidente, son habitualmente una estrategia abierta, anunciada,
conocida por conocimiento común del mundo de la vida y del horizonte de pre-
comprensión cultural, y en ese sentido no son estrategias maliciosamente
ocultas. El mercado implica, precisamente, personas comunicándose, hablando,
expresando sus preferencias y valoraciones, con pactos de lectura que dependen
de usos y costumbres culturales abiertas. Las normas de regateo cuando se compra o se vende un departamento, o
las normas de regateo en un mercado indígena de Centroamérica, o las normas de
compra/venta en un supermercado occidental, se
suponen conocidas para quienes participan en esos “juegos de lenguaje”. Yo
no puedo denunciar engaño porque vaya a la India o a Nueva York y no conozca
las normas implícitas que manejan sus respectivos mercados. En este sentido, los órdenes espontáneos, en tanto procesos
de comunicación de conocimiento disperso, se manejan con actos del habla
perlocutivos abiertos y no caen, por ende, en el carácter casi
necesariamente manipulador de un acto del habla ocultamente estratégico. O sea:
en los mercados (igual que en la política o en las relaciones entre los sexos)
se manejan estrategias, pero son abiertas y, en ese sentido, parte de pactos de
lectura conocidos implícitamente. Para pasar a otro ámbito, ningún caballero
puede sentirse engañado porque una dama rechace su primera invitación salir
dando cualquier excusa, cuando en un determinado “juego” ello es entendido como
una prueba para ver si el caballero le invita de vuelta. Si el caballero
decodifica “no quiere salir conmigo, punto”, es que no está entendiendo el juego
de lenguaje. De igual modo, si un comprador interpreta “el precio es 100, yo
compro solo por 80, punto”, se produce una situación similar. El mercado es por
ende un juego de lenguaje abierto. Presuponiendo el conocimiento común de un
determinado mundo de la vida y un normal libre albedrío, es un proceso natural
de comunicación y no de alienación.
En cuarto lugar, desde el
punto de vista jurídico, un acto de
compra/venta puede ser perfectamente legítimo
aunque la intención última de
alguno de sus participantes sea “dominar indebidamente” al otro. Ello es así
porque, en los actos de compra/venta donde rige la justicia conmutativa, se
cumple también que en la virtud de la justicia, un acto puede ser justo aunque
la intención última del ser humano sea otra. Y ello es así porque el objeto de
la justicia es lo justo. Si yo devuelvo a otro una suma debida, mi acto es
justo aunque mi intención última sea
indebida, por ejemplo, solo quedar bien con él. Por ende, la justicia humana
–esa ley humana que no puede abarcar, precisamente, todo lo exigido por la ley
natural– (Santo Tomás de Aquino, Suma
Teológica, I-II, q. 96, a. 2c) no puede pedir el control de las intenciones
últimas de las personas intervinientes, donde entra precisamente el fin último
de la acción. O sea, la justicia humana, para seguir la clásica característica
tripartita de un acto moral, cae sobre el objeto,
nunca sobre el fin y a veces sobre la
circunstancia de la acción. O sea, si
yo ejecuto un acto de compra/venta sin atentar contra la justicia pero sin
mirar al otro en tanto otro, ello es moralmente
malo por ese “sin mirar al otro en tanto otro”, pero justo desde un punto de vista moral y legal. Por ello es importante, al realizar un acto de compra/venta, mirar al
otro no solo como aquél que está comprando o vendiendo, sino además como
lo que es en sí mismo, persona, más allá de que “me sirva”. Pero ello está
más allá de lo que la ley humana pueda
contemplar.
Por último, alguien podría decir que en el mercado hay
engaño si se vende o se compra a un precio mayor o menor de lo que la cosa vale en sí misma pero para contestar esa objeción
debemos pasar el punto siguiente, la ética de los precios en el mercado.
***
Recordemos que según Santo
Tomás el deber ser es un analogado del ser. Ello se desprende de la ética de
Santo Tomás y de la filosofía cristiana en general, donde la ley natural no es
más que el despliegue de las capacidades de la naturaleza del ser humano. Por
eso, desde esa perspectiva, la famosa separación de Hume entre ser y deber ser
no tiene sentido.
Por ende, para analizar el deber ser en los precios hay que
analizar el ser en los precios, esto
es, la naturaleza de esa relación intersubjetiva que llamamos precios (norma
que se cumple, mutatis mutandis, para
todas las cuestiones de ética económica).
Hasta ahora hemos dicho
algo que creemos importante, esto es, que los precios son síntesis de
conocimiento disperso, pero hay que extender el análisis de dicha
caracterización para el tema que nos compete.
Repasemos dos cuestiones:
propiedad y teoría del valor.
Analicemos para ello un
caso simple: Juan decide vender su automóvil por 10.000 dólares y Roberto no lo
quiere comprar por más de 8.000 dólares. Por supuesto, una consecuencia muy
importante, a efectos de teoría económica, es que en ese caso no habrá intercambio,
pero a efectos de lo que estamos analizando, hay dos cuestiones previas.
En
primer lugar, que Juan decida vender su automóvil presupone la propiedad de su automóvil. Por ende
la oferta, la demanda y los precios presuponen la propiedad de los bienes y
servicios que se intercambian. La propiedad de la que hablamos aquí está
justificada como precepto secundario de la ley natural, según lo afirmado por
Santo Tomás en Suma Teológica, I-II, q.
94 a. 5 ad 3, por su utilidad, como un “adinvenio”
del intelecto humano, que, como hemos visto en todo lo que venimos diciendo, en
la economía actual pasa por minimizar el problema de la escasez. La propiedad
es sencillamente una institución evolutiva para minimizar el problema de la
escasez y por ello es precepto secundario de la
ley natural (he desarrollado en detalle ese aspecto en Zanotti, Gabriel
J., Crisis de la razón y crisis de la
democracia, Episteme, Buenos Aires, 2015, e id, “La ley natural, la cooperación social y el orden espontáneo”,
en Revista de la Facultad de Derecho Nº
19, Guatemala, Universidad Francisco Marroquín, 2001).
En segundo lugar, cuando dijimos que los precios son
síntesis de conocimiento disperso, dijimos que ello permite leer en el mercado
la escasez relativa de los bienes, esto es, cuán escaso es un bien. Pero esa
escasez no es objetiva, sino, como todos los fenómenos sociales, intersubjetiva
y subjetiva. ¿Qué quiere decir ello? Que el valor de los bienes en el mercado,
que se traduce en los precios, no es una propiedad de la cosa en sí misma independientemente de su intercambio humano,
sino de la cosa en tanto intercambiada y valorada por las personas (“subjetivo”) que intercambian. Esto es muy
conocido por los economistas como teoría
subjetiva del valor, como ya se ha analizado, pero habitualmente choca con
la noción escolástica de bien cuyo valor, en tanto “bonum”, es “objetivo” (“la cosa es apetecida por ser buena y no
buena por ser apetecida”, hemos mostrado su complementariedad en el capítulo
sobre los bienes económicos); y por
ello ahora la estamos presentando de modo tal que no se produzca ese conflicto,
pero no por nuestro modo de presentación sino porque verdaderamente no consideramos
que lo haya (hemos desarrollado esto en detalle en nuestra tesis de doctorado
de 1990, Zanotti, Gabriel, Fundamentos
filosóficos y epistemológicos de la praxeología, Tucumán,
UNSTA, 2004).
Por supuesto que el valor
moral es “objetivo”, en tanto que el bien moral de una acción humana depende de
un objeto, fin y circunstancias que no son decididos arbitrariamente por la
persona actuante. Por supuesto que además puede haber otro tipo de valores
involucrados en una mercancía (artístico, afectivo, etc.,) independientes del acto
de intercambio. Por supuesto que el “bonum”
es un trascendental del ente y como tal el grado de bondad de una cosa depende
de su “gradación entitativa”, dependiente de su esencia. Pero nada de ello
obsta a que, como hemos visto, la escasez de la que hablamos es intersubjetiva,
en relación a lo humano, y por ello si un bien o servicio no es demandado en el
mercado no tiene valor –a ello llamamos subjetividad del valor en el mercado–.
Puede ser que algo “deba” ser demandado por los consumidores, pero lo que
determina su precio en el mercado es que efectivamente sea demandado y
ofrecido. Por ello los economistas saben que la teoría subjetiva del valor
soluciona la famosa “paradoja del valor” de los economistas clásicos: algo tan
importante como el agua puede tener menos valor en el mercado que una pepita de
oro en la medida de que el agua en determinadas situaciones (no en un desierto)
sea más ofrecida en el mercado y el valor de cada unidad de agua (que los economistas llaman “utilidad marginal”) sea menor.
Por ende algo vale en el
mercado (repetimos: en el mercado) en
la medida que una persona valore lo que ofrece y lo que demanda. Pero el precio
implica el encuentro entre las valoraciones de oferente y demandante. Si yo
valoro mi teléfono móvil en 5000 dólares y nadie me compra por esa valoración,
tendré que ir bajando mis pretensiones hasta encontrar un comprador. Pero si mi
celular comienza a ser altamente demandado por mucha gente, puede ser que lo
venda por esa valuación o más. Esto es, recién en el momento del intercambio se
establece el “precio”, que depende, como vemos, del encuentro de las valuaciones subjetivas de oferentes y demandantes, y
por eso los precios indican la “escasez relativa”: porque la escasez en el
mercado no depende de la cantidad
objetivamente contable del bien, sino de cuánto sea demandado y ofrecido por personas. Y esto es importante
porque, a su vez, como ya explicamos, permite que las expectativas se ajusten:
si yo soy oferente (tal vez empresario) de teléfonos celulares/móviles y “leo”
que los precios de los celulares suben, tal vez me decida a hacer inversiones
adicionales en ese sector, lo cual aumentará luego la oferta de teléfonos celulares/móviles
y su precio comenzará a bajar. Todas estas explicaciones, que para algunos economistas
(no todos) son muy conocidas, las estamos resumiendo a fines de comprender la
naturaleza de esas relaciones intersubjetivas llamadas precios y por ende poder
analizar bien su “deber ser”.
Las conclusiones respecto a
la ética de los precios, dado en el análisis anterior, son las siguientes:
1. La
decisión de vender o no vender, comprar o no comprar (A), que es lo que implica que aumente o no la oferta y la demanda,
depende de la propiedad como precepto secundario de la ley natural (B). Por
ende, si B es éticamente correcto, A lo será también. Luego, si, por ejemplo,
yo decidiera NO vender mi auto, y este, a su vez, fuera altamente demandado, su
precio potencial tendería a infinito,
o sea, “no se vende”. Pero si la propiedad de mi auto es éticamente correcta,
entonces que el precio sea “alto” en el sentido de tender al infinito, también
lo es. Por ende un “precio alto” no es fruto de una acción inmoral, sino de una
propiedad éticamente justificada, frente, a su vez, de una demanda del bien en
cuestión.
2. La
pregunta de si es lícito vender o comprar en el mercado por más o menos de lo
que la cosa vale está mal planteada en cuanto que el valor en el mercado es
subjetivo en el sentido que lo hemos explicado. La cosa en el mercado vale lo
que vale en el mercado. Es casi tautológico. Si tiene algún otro tipo de valor, no es el valor que conforma los
precios.
3. Cuando
aumenta la demanda de un bien, alguien con buena voluntad puede decidir
mantener el precio como está o bajarlo, pero la cantidad ofrecida del bien se
acabará rápidamente. Un convento de benedictinos puede estar vendiendo miel por
10 dólares el frasco. Supongamos que la demanda de miel aumenta repentinamente
porque las personas están convencidas de sus propiedades curativas o lo que
fuere. Los benedictinos pueden decidir bajar el precio o más aún, repartir todo
su stock, y ello parecerá muy meritorio. Pero ese stock se acabará rápidamente.
Tienen que producir más cantidad, lo cual requiere más inversión por parte de
ellos, lo cual no es nada sencillo y, mientras tanto, si no quieren agotar el
stock, deberán (con “necesidad de medio”, no “ontológica”) ver si pueden obtener un precio más alto, si la demanda les responde, para que no
haya largas filas de demandantes alrededor del convento que luego se queden sin
miel, y para, a su vez, obtener un margen
adicional de rentabilidad que les permita obtener nuevos créditos para
re-invertir en la producción de miel. Nada de ello se produce por la maldad
moral de los benedictinos. A su vez, ese nuevo precio de la miel, más alto,
atraerá a otro oferentes (excepto que los
benedictinos tengan una licencia exclusiva para producir miel concedida por el
gobierno) que lentamente harán que el precio de la miel tienda nuevamente a
la baja.
Dado el corazón humano después
del pecado original, puede ser perfectamente que alguien saque provecho de un
precio alto, de un bien que es su propiedad, sin importarle en absoluto el
prójimo, sobre todo en situaciones tales como ser vendedor de agua en un
desierto, etc. Ello, obviamente, no sería correcto moralmente. Pero entonces,
¿qué hacer? La tentación es que los gobiernos (esto es, otras personas con
poder de coacción) intervengan ese mercado y expropien la producción o fijen
precios máximos, etc. Pero ello produciría los siguientes resultados: a) como
explicamos antes, al intervenir en un precio se borra la fuente de
interpretación de la escasez relativa en el mercado y la situación es peor; b)
la expropiación de la producción en cuestión desalienta los incentivos para la
producción y la situación es peor, atentando contra el principio de
subsidiariedad.
Desde el punto de vista de la ley humana, hemos visto ya que Santo Tomás deja bien en claro que
dicha ley no abarca todo lo prohibido por la ley natural. Por ende, vender al
precio de mercado puede ser perfectamente bueno desde el punto de vista del
objeto, fin y circunstancias de la acción, o
no, pero en este último caso, por los motivos a y b, no es conveniente que
la ley humana interfiera en el proceso de mercado. Lo inteligente es, desde el
punto de vista de la ley humana, en un caso de emergencia, que una agencia
gubernamental compre el bien en cuestión y lo venda más barato o lo regale y
con ello no interfiere con el delicado proceso de precios. Por supuesto, esta
propuesta es alto opinable, y depende de condiciones que los economistas han
estudiado para los casos de “decisión pública”; en este caso se requerirían
condiciones harto difíciles como que el gobierno
sea preferentemente municipal, tenga sus cuentas en orden, no se financie con
emisión monetaria o impuestos a la renta (Hayek, Friedrich A. von, Nuevos estudios, op.cit., cap. 8), etc.
4. Los
precios en el mercado se manejan en una franja de máximo y mínimo: el límite
máximo de venta es aquel más allá del cual no se encuentran compradores, y
límite mínimo de compra es aquel por debajo del cual no se encuentran
vendedores. Yo puedo querer que mi computadora se venda a 10.000 dólares pero
es muy factible que más allá de 500 dólares no se encuentren compradores; de
igual modo, yo puedo querer comprar un ordenador (usado) por 1 dólar pero es
muy factible que por debajo de 400 dólares no se encuentren vendedores. Esos
límites están determinados precisamente por la oferta y la demanda del bien en
cuestión y no se pueden pasar so pena de que no haya intercambio. Por ende la
voluntad del vendedor o comprador en el mercado no “fija” los precios sino que depende de la interacción con
la otra valoración. Esa franja es lo que implica el “precio de mercado”. Ahora
bien, un cristiano debe tener en cuenta el bien de su prójimo y por ende puede
ser perfectamente bueno que, al vender algo, en determinada circunstancia, no
busque el límite máximo de venta sino el mínimo, pero más allá del mínimo no va
a poder bajar. Yo puedo ser farmacéutico y propietario de mi farmacia y ante
determinada circunstancia, bajar mi valuación de un medicamento de 100 a 80, pero
si lo sigo bajando, por un lado aumentará enormemente la demanda y no voy a
poder satisfacerla y, por el otro, los vendedores del medicamento en cuestión
dejarán de proveerme. En ese caso, es
perfectamente cristiano seguir vendiendo a 80 y, por otro lado, en una
acción fuera de mercado, distribuir
gratuitamente medicamentos que yo haya podido adquirir con mis recursos, ayuda
de una fundación, etc. Hacemos todas estas aclaraciones precisamente para que
se vea que la ética de los precios no tiene autonomía absoluta en la
determinación de los precios. El nivel de los precios no depende de la buena o
mala voluntad de las personas; esta última puede incidir pero hemos visto que
el factor básico es la demanda subjetiva de los bienes y todas las
consecuencias de la interacción de las valoraciones cuyos ejemplos hemos
explicado.
Conclusión: la cosa “en sí misma”, esto es, independientemente de su intercambio en el
mercado, puede tener tal o cual valor, pero ese valor no tiene que ver con los precios. Estos últimos surgen de las
valoraciones intersubjetivas de las personas en el mercado, y hay que tener en cuenta esto último para
analizar la ética de oferentes y demandantes en el mercado.
Pero este mercado, como
hemos visto, no es un mecanismo, que se mueva por acción y reacción, sino un
proceso, una interacción entre personas. Y el factor que lo mueve hacia una
mayor coordinación de expectativas es la referida tendencia al aprendizaje, que
se traduce en el factor empresarial. Pero ese papel –el empresario, la empresarialidad–
ha quedado muy desdibujado ante una ética cristiana. Será objetivo de estos
artículos encaminar nuevamente esa cuestión.
[1] Lo que sigue es una
versión ligeramente modificada, de este mismo tema, incluida en nuestro
reciente libro Antropología cristiana y
economía de mercado, Unión Editorial, Madrid, 2011.
domingo, 28 de marzo de 2021
LIBERTAD DE EXPRESIÓN: ALGO MÁS QUE PROPIEDAD PRIVADA
Ultimamente ha renacido el debate sobre la relación entre libertad de expresión y propiedad, a la luz de la censura que ejercen (si se la pueden llamar así) empresas y asociaciones privadas. No sólo con respecto a facebook y etc., sino si por ejemplo es correcto o no que una librería se niegue a vender un libro de tal autor y casos parecidos, y ni que hablar la "cultura de la cancelación" ejercida por cientos de instituciones privadas norteamericanas.
Obvio que hay una relación entre propiedad y libertad de expresión, y muy profunda. Hemos defendido siempre que la libertad de asociación, imposible sin la propiedad privada, es lo que justifica jurídicamente la NO expresión de ciertas cosas dentro de los límites de dicha asociación, sin que ello obste a que se ejercite el derecho a la expresión de las ideas sin censura previa por parte del Estado, dentro de los espacios privados que así lo permitan. Por ejemplo en este blog NO voy a aceptar que se escriban diatribas antisemitas. Y está muy bien, claro, jurídica y moralmente, pero también me podría negar a publicar la opinión de una persona rubia. Y estaría jurídicamente correcto aunque moralmente sea una estupidez.
Sin embargo como ya he dicho, ello no alcanza para ir al fondo de la cultura de la cancelación, sino que hay que ir al quiebre del pacto político originario. (http://gzanotti.blogspot.com/2021/01/trump-twitter-la-libertad-de-expresion.html). Allí es donde el tema de la propiedad se queda corto.
Pero hay algo más.
Independientemente de cuestiones jurídicas, la libertad de expresión es un espíritu de generosidad, de diálogo, de respeto mutuo, de empatía, de comunicación de horizontes.
Quien ejerce esas virtudes respeta siempre la libertad de opinión del otro incluso dentro de su propiedad. Si el otro no manifiesta el mismo respecto, es que padece una ideología cuyo contenido le impide explícitamente llegar a la comprensión del horizonte del otro.
El tener empatía para el pensamiento del otro, el querer comprender otros horizontes, es una virtud moral que va más allá de las propiedades jurídicamente establecidas. Yo puedo haber leído todo Rothbard y respetar el famoso principio de no agresión, pero si cuando estás en mi casa te echo de mal modo porque NO has leído a Rothbard, soy un totalitario por dentro, por más liberal o libertario que me llame.
Porque el liberalismo es, como bien ha visto Ortega, un acto de generosidad, y muy extraño en la historia humana, en esa historia llena de crueldad.
"....El liberalismo (dice Ortega) -conviene hoy recordar esto- es la suprema generosidad: es el derecho que la mayorÌa otorga a las minorÌas y es, por tanto, el más noble grito que ha sonado en el planeta. Proclama la decisión de convivir con el enemigo, más aún, con el enemigo débil. Era inverosimil que la especie humana hubiese llegado a una cosa tan bonita, tan paradójica, tan acrobática, tan antinatural. Por eso, no debe sorprender que prontamente parezca esa misma especie resuelta a abandonarla. Es un ejercicio demasiado difÌcil y complicado para que se consolide en la tierra"
Esta frase es una de las más profundas de Ortega. Nos explica por qué, precisamente, el liberalismo es casi un imposible histórico, aunque un necesario ideal regulativo. Los totalitarismos y autoritarismos siempre fueron y son crueldad. Por eso cuando veo los dobles estándares, las medias verdades en los medios de comunicación, la absoluta falta de escrúpulos en manipular al otro, en difamarlo sin piedad, en "cancelarlo" de todas las formas posibles, si no lo podemos matar físicamente, siempre me acuerdo de Ortega. Liberalismo es generosidad, gente. Por eso resaltan, por lo contrario, Insfrán, Hitler, Cristina Kirchner y cientos y cientos de bestias psicópatas que pasaron a la Historia y miles y millones de tristes existencias que los siguen, los adulan y obedecen.
Me acuerdo una vez, hace ya muchos años, de un grupo de alumnos que se decían profundamente antiliberales. Pero el amor y la generosidad de esos chicos era insuperable. Yo comencé a decirles que por ende eran liberales, que iban a respetar toda libertad y por eso podíamos ser amigos y respetarnos. Algunos de ellos, al ver su propia liberalidad, se asombraban ante su liberalismo. Sólo uno de ellos, enfermo de odio, no me habló nunca más en su vida. Sabía lo que hacía. Era coherente. Cuidado con las coherencias. Lo que salva al hombre son sus fascinantes contradicciones donde descubre sus recovecos de bondad en medio de sus pulsiones de muerte.
Por eso Santo Tomás, al referirse a Dios como la bondad por eminencia, dijo: "Deus es maxime liberalis" (I, Q. 44, a. 4 ad 1).
No es broma. Es así.
domingo, 21 de marzo de 2021
LA PERPLEJIDAD DE UN ROMANO LLAMADO CLAVIUS
La película La resurrección de
Cristo es un interesante caso de hermenéutica y filosofía de la religión.
Acontecimientos que ahora son mirados como los inicios solemnes de una enorme
Iglesia Católica, son mirados desde la sencilla perplejidad de Clavius, un
funcionario romano, un centurión, honesto pero agotado de servir en esas
extrañas tierras de fanáticos.
Después de otra agotadora campaña
contra los zelotes de siempre, los guerrilleros de la época, los romanos go
home, Clavius regresa a Jerusalén un día después de que Pilatos, otro
cansado funcionario del Imperio, mandara crucificar a tres revoltosos, uno de
ellos muy especial, un agitador religioso, enfrentado con el Sanedrín, un tal
Jesús de Nazaret. La perspectiva de todo ello, el horizonte desde el cual
Pilatos y Clavius ven todo, es muy distinta a la que tenemos hoy. Pilatos está
cansado y a la vez preocupado porque en poco tiempo recibirá la visita del
Emperador y para colmo tuvo que ocuparse de estas increíbles disputas
religiosas entre los judíos. Clavius no quiere saber ya más nada de nada y
recibe con cansancio y escepticismo las órdenes de Pilatos para que se asegure
-en coincidencia con la politiquería de los fariseos- de que el cadáver del
nazareno no sea robado por sus discípulos que vaya a saber qué relaciones
tienen con los zelotes. Todo como si Alberto Fernández manda a alguno de los
suyos a reprimir a los fanáticos y conspiracionistas que se niegan a cumplir
las órdenes del gobernador de Formosa.
Clavius va, junto con Lucio, al
lugar de la crucifixión. Lucio es el típico joven militar impetuoso, creyente
en el Imperio, que no entiende el cansancio de su superior. Más o menos como un
joven marine que fuera a Irak.
Algo, que no sabe qué es, le llama
la atención a Clavius. Mira el rostro del crucificado. Advierte que es un caso
especial. Su cuerpo es llevado a una tumba especial bajo solemne permiso
otorgado por las autoridades (igual que ahora: permisos para todo). Habla con
José de Arimatea. No entiende su distanciamiento del Sanedrín. Divisa a la
madre. Escucha los rumores. Se preocupa.
Pilatos le pide que vigile la tumba
y que interrogue a los discípulos. Consigue hablar con algunos y con María
Magdalena. Interesante choque de mundos distintos. Clavius recibe respuestas de
lunáticos que alucinan. Se da cuenta de que son locos e inofensivos al mismo
tiempo. Clavius es una buena persona, como tantos funcionarios estatales que en
realidad no saben lo que hacen. No los lastima, los deja ir.
Cuando finalmente el aparente robo
del cadáver es perpetrado, interroga a los guardias. Están aterrados y
confusos. No atinan a decirle qué vieron. Clavius se da cuenta de que unos
locos indigentes no tenían los recursos para haber movido esa piedra. Clavius
busca, sigue buscando una respuesta que encaje en su honesta cabeza de
funcionario romano, llena de posibilidades humanas, de política e intrigas,
como hoy.
Finalmente logra algo importante.
Logra irrumpir en la casa de María donde están presentes los seguidores del
loco agitador. Qué estarían tramando…. Pero Clavius ve algo que no esperaba. El
recordaba el rostro del Nazareno. Y lo ve. Estaba allí, como si nada. Sus
miradas se cruzan por un momento. Ve llegar a alguien que pone la mano en sus
heridas. Se queda inmóvil y atónito. Lucio llega dispuesto a apresarlos a
todos, como correspondía. Pero Clavius ni lo deja entrar. Va retrocediendo,
lentamente, lentamente, tal vez sin darse cuenta de que sus pasos representaban
una profunda conmoción interior. De repente desaparece. Pilatos y Lucio llegan a buscarlo, y se encuentran con una carta donde el centurión intenta
explicar por qué “huyó”.
¿A dónde? Clavius sigue de lejos a
los discípulos que van a Galilea a buscar nuevamente a su maestro. Se mantiene
aparte, observando. Los discípulos también lo miran y lo dejan estar. Dos
mundos en mutua observación. Pedro intenta acercarle agua a un Clavius que
creía que lo iba a matar. La paz y tranquilidad de esos varones rudos, sucios y
pobrísimos, lo sigue sorprendiendo. Pero habla con Pedro. Un primer esbozo de
fusión de horizontes.
Llaga el fiel marine romano a
apresar a su ahora desertor y ex superior. Clavius y Lucio se enfrentan.
Clavius lo vence pero no lo mata. “Nadie muere hoy”, dice. Lucio no entiende
nada. Nada de nada. Regresa a Jerusalén y oculta a Pilatos su insólita derrota.
Clavius sigue observando a ese
extraño grupo, que caminan sin nada en búsqueda de un maestro escurridizo y
misterioso. De repente aparece de vuelta. Clavius ve los abrazos, la unión
profunda. Son varones rudos, pobres, iletrados, pero hablan desde una
frecuencia desconocida. Ve que el nazareno habla con Pedro, que llora. Y ve
cómo cura, además, a un leproso. No puede creer lo que ve. Obvio, a cualquiera
de nosotros le hubiera pasado lo mismo. Pero lo vio. Los discípulos entienden.
El no. Los discípulos le dicen una especie de “I told you so”. Clavius
sigue atónito.
El nazareno lo mira de vez en
cuando, pero no lo molesta. Clavius se da cuenta de que el misterioso maestro
está totalmente al tanto de su presencia y que al mismo tiempo, no interviene.
Torturado ya por el impresionante misterio, Clavius le habla a la mañana,
temprano. Allí se da cuenta de que el maestro lo conoce perfectamente. Una
sencilla pregunta: ¿qué buscas Clavius? ¿Qué es lo que quieres?
Finalmente el maestro se aleja y su
figura se funde con la salida del sol. Unas últimas palabras extrañas. Yo
estaré con ustedes para siempre, id y predicad a todos los pueblos….
Los discípulos se despiden
cordialmente de Clavius. Pedro le da un abrazo. Seguramente en esa época había
virus corona pero la vida seguía. Clavius regresa. ¿A dónde? No lo sabe. Para
en una casa donde le ofrecen algo de agua. Y confiesa a su ocasional posadero
que se ha dado cuenta de que su vida ya no podría ser la misma. Nunca, nunca
más, podrá ser igual.
Qué interesante perspectiva de los
comienzos de la Iglesia. Unos tirados, harapientos, buscados por romanos,
odiados por fariseos, caminando por desiertos hacia quién sabe dónde, sin nada
de nada, sin nada de lo habitualmente humano. En paz, sonrientes, pendientes
del maestro y de su palabra, como si esas palabras fueran todo. En medio de
ellos, la gente sensata. Los romanos, los fariseos, la política, las intrigas,
los rumores, las guerras, las crueldades de siempre. Ellos, como en otro mundo.
Dentro de poco se reunirían con María de vuelta y, más delirantes que nunca,
saldrán a anunciar una locura total.
Esos eran los cristianos. Como
diría Unamuno, estaban realmente locos como Don Quijote. No les importaba el
poder. No tenían edificios. No tenían ejércitos. No urdían alianzas. No hacían
diplomacia.
Esos eran los cristianos.
¿Y ahora, quiénes son?