(Ultimo punto del cap. 5 de "La hermenéutica como el humano conocimiento", https://www.amazon.es/hermen%C3%A9utica-como-humano-conocimiento/dp/1733548300)
Como
podemos ver, el positivismo, el hijo dilecto del Iluminismo, ha penetrado toda
nuestra cultura, y el post-modernismo, con su desprecio a su razón, no hace más
que retroalimentarlo. Ciencia, ciencias sociales, comunicación social,
educación, organización curricular: todo, sencillamente todo, inundado por la
razón instrumental. La racionalización del mundo de la vida, denunciada por
Habermas, se ha cumplido perfectamente.
Pero
el problema más grave consiste en su traslado a la estructura política. Comenzó
cuando los estados-nación iluministas comenzaron a distinguir entre la medicina
legal e ilegal, en sistema educativo “oficial” y el que no. Ahora bien, en una
sociedad libre, cuando un paradigma dominante entra en crisis, podemos optar
libremente por el alternativo, aunque no sea sencillo. Pero en una sociedad
donde el paradigma dominante está unido al poder del estado, estamos
encerrados. El estado iluminista convierte en delito al paradigma alternativo.
Y hoy el paradigma dominante, a pesar de todo el parloteo postmoderno, es el
positivismo. Porque el postmodernismo vive y se enseña en el sistema educativo
formal estatal, el sancionado en el pacto de Bolonia. Quedan algunos espacios
de libertad pero claro, hay que “acreditar”, hay que “ranquear” (qué horror) a
las universidades y comienza entonces la lógica de una espiral asfixiante. Se
habla mucho de diversidad pero se la entiende al modo de la dialéctica
hegeliana, como “colectivos explotados” a los cuales estos estados deben
compensar. No se concibe la libertad del
individuo. Por eso no se entiende qué es la libertad de enseñanza, como única
salida para crear propuestas de crecimiento personal bajo paradigmas
alternativos a las formas positivistas de pensar. Casi todos pasan por la
primaria, la secundaria y la formación de grado positivista, con el modelo
educativo memorístico y repetitivo, con notas como premios y castigos, y luego,
coherentemente, todos se asombran de todo lo escrito en este libro. Circulan
nuevas propuestas pedagógicas pero luego se termina tratando de adoptarlas a la
estructura del “aula” de fines del s. XIX. No hay salida. Es la peor de las
dictaduras: la de las masas alienadas y felices, incapaces totalmente de
conocimiento, esto es, de creatividad y pensamiento crítico.
No
tenemos más que terminar este libro como Adorno y Horkheimer terminaron el suyo
del 44: “….Si el discurso de hoy debe dirigirse a alguien, no es a las
denominadas masas ni al individuo, que es impotente, sino más bien a un testigo
imaginario, a quien se lo dejamos en herencia para que no perezca enteramente
con nosotros[1]”
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