De "El humanismo del furuto", 1ra edición, 1989.
Finalmente, -en decimotercer
lugar- nos queda el derecho a la intimidad –que podríamos llamar también
“derecho a la ausencia de coacción sobre acciones privadas”-, al cual lo
tratamos al final no precisamente porque sea el menos importante, sino porque
al contrario, nos servirá de adecuado colofón sobre nuestras reflexiones sobre
los derechos del hombre.
Este derecho abarca
dos aspectos. En primer lugar, todos tenemos la obligación de abstenernos de
difamar e injuriar a la conciencia de otra persona; de esto nace su derecho a
la fama y buena reputación, que es un aspecto del derecho a la intimidad. Esto
abarca también el derecho que toda persona tiene a no permitir la difusión de
papeles y fotografías que se relacionan directamente con su vida personal
–derecho muy descuidado en muchas oportunidades y dudosamente compatible con
algunos servicios de “inteligencia” del estado-. En segundo lugar, el derecho a
la intimidad se refiere al derecho a la ausencia de coacción sobre las acciones
privadas que no violen derechos de
terceros ni ofendan el orden y la moral pública. Pues ya vimos en su momento
que la ley humana, por definición, no prohíbe todo lo prohibido por la ley
natural, y el límite se establece precisamente por los fines de la ley humana,
esto es, “aquellas cosas que son para perjuicio de los demás, sin cuya
prohibición la sociedad no se podría conservar”. Sin esta relación entre la ley
natural y la ley humana, la vida social degeneraría en una constante
persecución de la persona, pues ésta rara vez es moralmente perfecta. Ello
haría imposible la vida social; luego, tiene derecho a la ausencia de la
coacción sobre sus acciones privadas. Y esto es así aun cuando es obvio que
toda conducta moralmente mala a nadie beneficia: la ley humana sólo actúa ante
aquellas acciones directamente incompatibles
con el bien común temporal.
Pero debe advertirse
que decimos “derecho a la ausencia de coacción”, y no derecho a hacer lo que quiera. Esto nos permite reafirmar conceptos
centrales que una posición humanista teocéntrica debe realizar cuando habla de
la libertad humana por definición, si la persona tiene derecho a algo, es
porque ese algo le facilita su desarrollo como persona; luego, por definición,
no se puede decir “derecho a . . .” y a continuación algo que sea malo
moralmente. Empero, hay derechos que pueden traer como consecuencia que la
persona haga algo imperfecto o moralmente malo; ya hemos visto que la ley
humana por definición permite tales cosas. Y en ese caso, justamente, se coloca
“derecho a la ausencia de coacción sobre o en cuanto a . . .”. Pues en ese
caso, lo moralmente bueno es una ausencia
de coacción en sí misma, si bien puede ser malo al uso que la persona dé a
esa ausencia de coacción, uso que en ese caso será permitido (tolerado) por la
ley humana. Y por eso, en este sentido, donde se trata de acciones privadas que
pueden ser santísimas o moralmente malas, se dice “derecho a la ausencia de
coacción . . .”. La libertad en el marco social, pues, no es el derecho a hacer
todo lo que se quiera siempre que no molestemos al vecino, porque no siempre
“todo lo que se quiere” es moralmente bueno; pero la persona humana sí puede
reclamar en cambio su derecho a la ausencia de coacción en aquellas actividades
“que no molesten al vecino”. De allí la gran precisión de redacción del art. 19
de la Constitución
Argentina ”: “las acciones privadas de los hombres que de
ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero,
están solo reservadas a Dios y exentas de la autoridad de los magistrados”,
esto es, reservadas a la ley natural y sacadas del ámbito de competencia de la
ley humana. Se nos podrá preguntar por qué la insistencia de este detalle:
justamente porque una concepción humanista teocéntrica no puede dejar
desatendido un “detalle” como éste. Estamos precisamente en un punto neurálgico
de nuestra posición. Si la libertad humana se fundara en un olvido de su
relación objetiva con su creador, se cortaría la relación armónica entre Dios y
el hombre. Y, posiblemente, los derechos humanos fundamentales penderían de un
hilo delgadísimo, al no ser sostenidos por el único absoluto: Dios.
Más adelante nos
referiremos a los delicados problemas que plantea la compleja fórmula “orden y
moral pública”. Por ahora nos interesa concluir esta cuestión con esta
pregunta: a la luz de la fundamentación y enumeración que hemos hecho de los
derechos del hombre, ¿cuál puede ser una adecuada definición de la libertad en
el marco social, esto es, la libertad política? No, por supuesto, una
definición desligada de las relaciones del hombre con Dios, ni tampoco una
definición negativa. A la luz de nuestro análisis, la libertad política es la institucionalización del respeto a los
derechos de la persona humana. Gozar de libertad política es ser respetado
en cuanto a los derechos personales; el ejercicio de éstos es el ámbito de
justa libertad en el marco social. La persona tiene siempre derechos, por
naturaleza; pero no siempre son respetados. Para ello, son necesarias una serie
de instituciones políticas, jurídicas y económicas al servicio del respeto de
dichos derechos, instituciones que analizaremos en los capítulos venideros. Y
eso es lo que legitima moralmente a dichas instituciones: su efectivo servicio
al respeto a los derechos del hombre y, de ese modo, al respeto mutuo que las
personas tengan su dignidad.
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