Más allá de los extraordinarios
intentos de Puigdemont, por superar a la lógica de Aristóteles –ser hegeliano
en política tiene sus vueltas- las veleidades independentistas, últimamente
–desde los catalanes hasta los mapuches- tienen otro hegeliano inspirador:
Marx.
Claro, como siempre, no vaya a
ser que pierden al alma leyendo a Mises, ese horrible autor al que sólo leemos
los malos católicos y los malos filósofos. Entre sus pecados mortales, una de
sus grandes y menos leídas obras es Nation,
State en Economy, 1919 (https://mises.org/library/nation-state-and-economy
) donde, ante el desmembramiento de su amado Imperio Austro-Húgaro, Mises
propone la distinción entre estado y
nación como clave del problema y de la solución. Las naciones son unidades
culturales definidas por el lenguaje (antes de Wiitgesntein, sí). Los estados,
en cambio, son meras unidades administrativas, con el solo fin de custodiar las
libertades individuales y mejorar la administración de los bienes públicos.
Las naciones, por ende, no tienen
por qué estar unidas por otra nación. Son, en sí mismas, culturalmente
independientes. Pero pueden convivir en un estado liberal clásico, que
reconociendo sus autonomías federales, se limite a custodiar las libertades
individuales de todos sus habitantes para que, a través de esas libertades, las
diversidades culturales se
manifiesten y se intercambien libremente.
Por ende, un estado liberal
clásico no impone nada a ninguna nacionalidad, porque no es una nación. ¿Quiéres
hablar catalán, cantar música country y bailar como los zulúes? ¿Quiénes fundar
una institución que tenga su propio sistema educativo, en su propio idioma, etc.?
Hazlo, está en tus libertades individuales, el estado liberal clásico no sólo no te lo va a impedir, sino que va a custodiar tus derechos a la libre asociación
y propiedad donde esas autonomías pueden funcionar. ¿Quieres tener tu propio
parlamento, tu propio sistema de impuestos, y no depender del estado federal? No sólo el estado liberal clásico
no te lo va a impedir, sino que esta vez te lo demandará como obligatorio en la
organización federal. ¿Quieres que sea una confederación e irte cuando quieras?[1]
Hazlo, porque cumplidos esos requisitos constitucionales, nadie se dará cuenta.
Pero ese es el sistema que Mises
te propuso. Pero tú, lo que quieres, es otra cosa. Tú lo que quieres es vivir un en soviet y liberarte de él para hacer tu
propio soviet. La Unión Europea –perdonen algunos amigos- ya es un soviet,
y cualquier región que se quiera independizar será otro, y peor. Ya no existen
libertades individuales. Lo que existen son grados diversos de planificación,
donde, de vez en cuando, alguno dice “yo voy a planificar mejor” y proclama su
independencia.
Pero el asunto no es ese. Moralmente, la clave es que cada persona
sea independiente, en el sentido de que le sean reconocidas sus libertades
individuales. Esa es la clave y no lo va a lograr porque viva en España, en
Cataluña o en Marte: el asunto es que, llamemos como fuere a las naciones y a
los estados, sean respepetadas esas libertades individuales sin las cuales las
personas son oprimidas en nombre de la nación, el estado, la raza o los pueblos
originarios.
Israel, Palestina, Malvinas,
Inglaterra y Argentina, Cataluña, España, irlandeses, escoceses y vulcanos,
norteamericanos y mexicanos, todos
conflictos inútiles y evitables. Abran las fronteras. Derriben los muros. Eliminen
aduanas, pasaportes, tarifas aduaneras, aranceles y sellitos. Intercambien
libremente mercancías, lenguajes, concepciones del mundo, discutan libremente
si es mejor la jota o el pericón. Y únanse todos en una confederación con un
estado cuya única misión será custodiar las libertades individuales bajo las
cuales todo ello es posible.
Mm, pero no sé. Tal vez la
pulsión de agresión, oh sabio Freud, es más fuerte que cualquier
razonamiento: “…A mi juicio, el destino
de la especie humana será decidido por la circunstancia de si -y hasta qué
punto- el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la
vida colectiva emanadas del instinto de agresión y de autodestrucción. En este
sentido, la época actual quizá merezca nuestro particular interés. Nuestros
contemporáneos han llegado a tal extremo en el dominio de las fuerzas
elementales que con su ayuda les sería fácil exterminarse mutuamente hasta el
último hombre. Bien lo saben, y de ahí buena parte de su presente agitación, de
su infelicidad y su angustia. Sólo nos queda esperar que la otra de ambas
«potencias celestes», el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para vencer en la
lucha con su no menos inmortal adversario. Mas, ¿quién podría augurar el
desenlace final?” (El malestar en la
cultura, 1930).
[1] “….Como
es evidente, el derecho de autodeterminación al que el liberal alude nada tiene
que ver con ese supuesto “derecho de autodeterminación de las naciones”, porque
el liberalismo lo que defiende es la autodeterminación de los individuos
habitantes de toda zona geográfica suficientemente amplia para formar su propia
entidad administrativa. Y esto hasta el punto de que, si fuera posible con -
ceder el derecho de autodeterminación a cada individuo, el liberal entiende
también habría de serle otorgado. No es
posible, desde luego, en la práctica, estructurar tal planteamiento, por
razones puramente técnicas, en razón de que a la zona de que se trate por
fuerza ha de tener bastante entidad como para ser posible administrativamente
gobernarla. La autodeterminación, por eso, no puede ir más allá de los
habitantes de aquellas unidades territoriales que tengan cierto peso
demográfico» (Liberalismo, 1927).
Las itálicas son nuestras.
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