Publicado en: Fe y Libertad Vol.1, N.º 2 (julio-diciembre 2018)
Resumen:
En el presente artículo hacemos una reseña de los supuestos problemas entre fe
y ciencia (el supuesto oscurantismo del Medioevo, el caso Galileo, el
evolucionismo, el big bang y la existencia de Dios, las neurociencias y lo
espiritual, etc.) para terminar concluyendo que son todos malentendidos
perfectamente evitables. En la conclusión se afirma que los problemas que
puedan subsistir son éticos, no teóricos.
Introducción
Uno
de los logros del Iluminismo como elemento cultural 1 es
haber convencido a casi todo el mundo de que la ciencia actual y su
renacimiento en los siglos XV y XVI fue un logro «contra» la supuesta oscuridad
del cristianismo en materia de investigación científica. Cosa que comparten,
por lo demás, algunos cristianos, heideggerianos, posmodernos y frankfurtianos
en sus apocalípticas denuncias contra la ciencia y sus nostalgias de un
medioevo no contaminado con un racionalismo antropocéntrico irredimiblemente
unido a una razón cientifi cista destructora de toda humanidad.
Por
el lado del Iluminismo, la ciencia nació con el atomismo griego (Leucipo,
Demócrito, Aristarco) junto con el pitagorismo, pero fue «interrumpido» por las
metafísicas de Platón y Aristóteles 2.
Esas metafísicas, una vez unidas al cristianismo, crearon una indiferencia,
tendiente a la hostilidad, hacia el mundo físico, unido ello a la creencia de
que las Sagradas Escrituras contenían revelaciones sobre el mundo físico. Solo
el renacimiento de «lo empírico» de la mano de Galileo —re-nacimiento que se
extiende hasta Newton, Darwin, Einstein, Plank, Hawking— permitió salir del
paradigma ptolemaico, unido a la metafísica de Aristóteles, y así abrir el
camino de nuevas teorías y descubrimientos, los cuales la Iglesia miraba con
sospecha o tenía que aceptar a regañadientes. Galileo no fue el único caso: con
Darwin hubo el mismo problema y hasta hoy los literalistas bíblicos se niegan a
aceptarlo. Hawking, por lo demás, habría probado que la existencia de Dios es
un mito más al lado de sus propias teorías del universo infinito en el tiempo.
Y del lado de las neurociencias, la existencia de un alma espiritual habría
sido refutada una vez más: estaría suficientemente probado que la llamada
conciencia no es más que un epifenómeno neuronal y que el libre albedrío no es
más que una ilusión.
Como
vemos, aún se sigue pensando que la metafísica fundamental que rodea al
cristianismo habría sido «refutada» por la ciencia. El creacionismo, por Darwin
y Hawking; la existencia de Dios, por lo mismo; la existencia del alma y del
libre albedrío, por lo mismo. No somos más que primates evolucionados, en una
vida que no tiene sentido, que ha surgido por casualidad en un proceso
evolutivo, en un pequeño planeta en una de las partes más alejadas de la
galaxia. Podemos «creer» lo que queramos para dar sentido a ese vacío, pero la
ciencia, el único conocimiento racional y seguro, nos dice otra cosa.
Ciencia
y Occidente
Nosotros,
sin embargo, hemos leído otra biblioteca. Autores como Duhem, (Jaki, 1987),
Jaki (1978), Koyré (1966, 1977, 1979, 1994), Kuhn (1971, 1985, 2000, 1996,
1988), Feyerabend (1992, 1991, 1989, 1995, 1982, 2011, 1981, 1981b), Koestler
(1963), Artigas (1992, 1999, 2006), Sanguineti (1988, 1991, 1994) han propuesto
una interpretación alternativa que habitualmente se ignora.
Ciencia
y neopositivismo
En
primer lugar, la ciencia —esa evolución de autores que va desde los atomistas,
pasando por Aristóteles, Ptolomeo, Copérnico, Galileo, Kepler, Newton, Darwin,
Plank, Einstein, Bohr, Heisenberg, Schrödinger, etc. 3—
no es el único conocimiento racional y menos aún «seguro». Pero esa afirmación
no viene de filósofos que no hacen ciencia, sino de filósofos de la ciencia.
Popper ha mostrado que la historia de la ciencia se compone de programas
metafísicos de investigación (1986) y que además hay posiciones metafísicas que
él mismo sostiene, como el libre albedrío, la irreductibilidad de la
inteligencia humana a lo material (1974, 1980) y el indeterminismo (1974, 1986,
1882) que no obtienen su validez del testeo empírico. Por lo demás, ha
demostrado con la lógica matemática más elemental que las hipótesis nunca
pueden ser demostradas absolutamente (1985a, 1985b, 1983),
tirando abajo con ello la sacrosanta «certeza total» de las llamadas
demostraciones científicas (que no pasan de ser humildes corroboraciones, esto
es, no negaciones empíricas, de hipótesis que siempre quedan en hipótesis). Por
lo demás Sanguineti (1991), Crespo (1997) y yo mismo (2013, 2018) hemos
demostrado con textos y con-textos en mano que Santo Tomás de Aquino ya había
barruntado ese método hipotético-deductivo que no tiene
certeza.
O
sea: no es desde filósofos como Heidegger, Fabro o Gilson que la metafísica y
la no certeza de la ciencia experimental han sido reivindicadas contra el
neopositivismo, sino por el giro hermenéutico e histórico de la filosofía de la
ciencia, iniciado casi sin darse cuenta por Popper y seguido con énfasis por
Kuhn, Lakatos y Feyerabend, autores cuya formación de base fue la matemática,
la física y la historia de la ciencia experimental.
El
judeocristianismo y la historia de la ciencia
Contrariamente
a lo que cree la historia oficial de la ciencia, de orientación positivista, el
judeocristianismo tiene una influencia esencial en la historia de la ciencia.
En primer lugar, porque es, junto con la filosofía griega y el derecho romano,
una de las tres bases indispensables de la cultura occidental, como bien
afirman Marías (1954) y Ratzinger (2001). Pero, además, porque, como lo explica
Jaki (1978), la revelación judeocristiana marcó la diferencia esencial entre
Dios y el mundo. El mundo físico creado ya no se confunde con la naturaleza
divina, como en las culturas míticas anteriores, y, por ende, ello deja
plantada la semilla de una libre investigación del mundo físico sin que por
ello esa libre investigación atente contra los dogmas fundamentales sobre Dios.
Y por ello Ratzinger ha sostenido que el judeocristianismo fue en su momento un
sano «racionalismo» al lado de las culturas míticas anteriores o paralelas que
fundían en una sola cosa a lo divino, lo político y lo científico (2001). Por eso
el judeocristianismo fue causa esencial del desarrollo de la ciencia, que no
por casualidad se desarrolla en Occidente y no en otras culturas. Estas últimas
siempre tuvieron adelantos técnicos, pero siempre unidos indiscerniblemente a
sus elementos míticos, y por ello no pudieron desarrollar ni la ciencia ni
tampoco instituciones liberales clásicas que permitieran la libertad de
pensamiento (Zanotti, 2018).
La
ciencia anterior a Galileo y el cristianismo
En
este caso tenemos que distinguir tres corrientes:
Primera.
Habría habido una especie de «fundamentos escolásticos de la ciencia». Pierre
Duhem, según reseña Jaki (1987) habría demostrado, en su gran obra sobre la
historia de la ciencia, que la filosofía medieval fue desarrollando la idea de
inercia y del método científico, sobre todo en Juan Filopon (siglo IV d. C.),
Roger Bacon y Roberto Grosseteste, ambos frailes franciscanos (siglo XIII),
Nicolás de Oresme (siglo XIV), y que esa influencia habría
sido la que llegó a Copérnico y Galileo. Esta corriente sostiene que esos
«fundamentos escolásticos» habrían seguido un método empírico más parecido al
actual, tesis que me permito poner en duda.
Segunda.
Como dije antes, hay que colocar como segunda corriente, en este aspecto, a los
que afirmamos que Santo Tomás de Aquino tiene un rol fundamental. Pero no por
contenidos que hoy llamaríamos científicos, sino por el entronque que él
establece entre creación y mundo físico. Yo mismo he insistido (2013 y 2018) en
que Santo Tomás, al afirmar que Dios es el autor de la naturaleza de los
cuerpos físicos, y que de esta se derivan sus efectos propios, sistematiza un
elemento típicamente judeocristiano: Dios es el autor del orden natural de la
naturaleza física. Ese orden será conocido conjeturalmente, sí, pero el orden
está allí y hay que buscarlo, porque no ha sido revelado. Por lo demás, ello
permite una superación, en el tema científico, del fideísmo (fe sin razón) y
del racionalismo (razón sin fe). Según el fideísmo, Dios es el autor directo de
los movimientos del mundo físico; la naturaleza física sería como un títere en
manos de la voluntad de Dios (voluntarismo) y por ende nada hay que investigar:
todo es como Dios quiere absolutamente. Según el racionalismo sin
fe, todo depende de la naturaleza física y cualquier referencia a Dios es
innecesaria, ilusoria, sin sentido, etc. Como vemos, Santo Tomás supera ambos
extremos. Está bien que la causa próxima de los efectos
físicos esté en la naturaleza física en sí misma, que tratamos de conocer
hipotéticamente, y está bien que la ciencia llegue hasta allí y nada
más. Pero la causa última de esa naturaleza es la mente divina. Por ende,
sí, las cosas son como Dios quiere, pero relativamente: una vez que Él ha
creado tal naturaleza, de esa naturaleza, y no directamente de
Su voluntad, sigue el orden natural físico.
Por
lo demás, Santo Tomás es el único pensador, que al relacionar la providencia
divina con el mundo físico (1951, libro IV, 72), afirmó, en este último,
procesos realmente azarosos, dejando abierta la posibilidad de un
indeterminismo físico como hoy lo entendemos (Artigas, 1999). De lo que queda
abierto un diálogo entre Santo Tomás de Aquino y Popper al respecto (Corcó
Juviñá, 1995).
Tercero.
Finalmente, y no por eso menos importante, es una tercera corriente que ha
demostrado, satisfactoriamente a nuestro juicio, que la revolución copernicana
dependió de una concepción esencialmente católica llamada neopitagorismo
cristiano medieval. Según Koyré (op. cit.), Koestler (1963), Kuhn (op.
cit.) (no precisamente autores creyentes o apologetas del cristianismo) y
Feyerabend en menor medida (op. cit.) Copérnico y Galileo fueron
esencialmente pensadores neoplatónicos, fuertemente convencidos de que el mundo
físico era perfecto, exacto y matemático, porque ha sido creado como tal por
Dios. Fueron los discípulos matemáticos del gran teólogo Nicolás de Cusa
(Koestler, 1963) quienes enseñaron matemática a Galileo, transmitiéndole esta
concepción. La revolución copernicana, por ende, no fue empírica sino
metafísica, y una metafísica católica, en la cual colaboró también
Descartes, un autor católico según Leocata (1979). No por ello
acertado en su metafísica, pero no por ello incompatible con la fe como
afirmaron Gilson (1974) y Fabro 4.
El
caso Galileo
Autores
como Sciacca (1954), Koestler (1963) y Artigas (2006) han arrojado nueva luz
sobre la historia oficial del caso Galileo. Su problema fue esencialmente con
los profesores aristotélicos de física, pero no con las autoridades
pontificias. Estas últimas, sobre todo por parte de Mafeo Barberini (más tarde,
Urbano VIII), y el gran cardenal Bellarmino, conocían la hipótesis de Aristarco
(que colocaba al Sol como centro), y no tenían ningún problema con Copérnico y
Galileo, siempre que la afirmaran como hipótesis (por eso
Popper destaca tanto esta famosa disputa). Galileo, en cambio, la consideraba
una certeza absoluta. Les dice que sí, pero luego en su gran libro de 1632
(1994) afirma su sistema como certeza total, y además en su última página
ridiculiza la posición epistemológica de Urbano VIII (que no era ptolemaico),
quien se siente traicionado y ordena a Galileo la famosa rectificación. Eso
fue lo que sucedió. No fue un tema científico. Fue un problema
político-religioso.
¿Por
qué? Porque Bellarmino y Barberini formaban un grupo de cardenales que eran
como una perestroika científica en la Iglesia de ese momento.
Conocían la «piadosa» costumbre, nunca declarada en concilios, de que
las Escrituras tenían que ser seguidas en el orden físico, excepto que se
demostrara lo contrario. Estaban en desacuerdo con ella, pero querían que
la transformación de la hermenéutica de las Escrituras, en ese ámbito, fuera
calma y progresiva. ¿Por qué, a su vez? Porque tenían en su memoria reciente el
caso Lutero (Dessauer, 1965) y no querían que todo se saliera de cauce como con
el famoso fraile agustino. Por eso pidieron amablemente, ordenando en realidad,
a Galileo, que los «acompañara» en esa posición.
Galileo,
por lo demás, en su Carta a la Duquesa Cristina (véase
Koestler, 1963), en 1610, afirmó, de modo muy audaz y desafiante para la época,
su total oposición a la «piadosa costumbre» referida, diciendo lisa y
llanamente que la Biblia no es un libro científico y que sus afirmaciones sobre
el mundo físico, excepto las afirmaciones históricas reales para la historia de
la salvación, eran simbólicas (como los famosos siete días de la creación).
Aunque ello en ese momento chocó, no con las ideas, pero sí con la prudencia,
recomendada por Barberini, es, sin embargo, el criterio hermenéutico actual de
todos los teólogos católicos (Artigas y Shea, 2006), por lo cual ninguno de
ellos incurre en el literalismo bíblico antievolucionista de algunos sectores
protestantes.
El
evolucionismo, el big bang y la supuesta eternidad del
universo
No
solo desde la Humani generis, de Pío XII (1950), los católicos
pueden estar de acuerdo con el evolucionismo como hipótesis (Popper
estaría contento), sino que los trabajos de Mariano Artigas (1992, 1999),
basándose en el referido elemento indeterminista de Santo Tomás, han demostrado
que la autoorganización de la materia, tanto en cuanto al big bang como
a la evolución biológica, es una hipótesis totalmente compatible con un Dios
judeocristiano creador del mundo. La cita que Artigas hace de santo Tomás de
Aquino, al respecto, sigue sorprendiendo:
La
naturaleza no es otra cosa que el plan de un cierto arte (a saber, el arte
divino), impreso en las cosas, por el cual las mismas se mueven hacia un fin
determinado: como si el artífice que fabrica una nave pudiera otorgar a los
leños que se moviesen por sí mismos para formar la estructura de la nave (
Comentario a física de Aristóteles, libro II, cap. 8, lectio 14).
Iguales
consideraciones caben con respecto al argumento de Hawking (1996), seguido por
Carl Sagan (1982) sobre por qué suponer que Dios es la causa del universo. Por
qué no dar el paso valiente y decir que no sabemos qué originó al universo o,
si fue Dios, quién o qué lo originaron a Él… Por lo demás, el universo podría
ser infinito en el tiempo. El big bang originario pudo haber
estado precedido por un big crunch, y al actual estado del universo
puede estarse conduciendo hacia otro big crunch y así
sucesivamente.
Ambas
objeciones implican que no se ha estudiado suficientemente a Santo Tomás de
Aquino. Para Santo Tomás (1951), Dios no es la primera chispa de una cadena
física de causas. La creación para Santo Tomás es una causa no-finita de todas las
cadenas físicas temporales del universo. Esa causa sostiene
en el ser permanentemente a las causas físicas y está fuera del tiempo. Por
ende, en Santo Tomás, Dios no tiene que ver con un big bang originario
(Sanguineti, 1994). Y dice Santo Tomás claramente que, si bien por Fe sabemos
que el universo comenzó, o sea que no es infinito en el tiempo, por
razón podríamos admitir perfectamente esa posibilidad, pues Dios como
causa no-finita pudo haber querido que el orden natural físico temporal,
por Él creado, fuera infinito en el tiempo. Está todo en
Santo Tomás, es cuestión de leerlo 5.
No solo de Hawking vive el hombre…
El
punto de «conflicto» real es si desde el evolucionismo se pretende decir que la
conciencia humana (veremos esto en el punto que sigue) también es material
(neuronal) y es el «…último paso de la evolución del polvo cósmico…» (Sagan,
1982). Desde la ciencia positiva no se puede afirmar ni negar nada con
respecto a la Fe judeocristiana sobre la creación especial del ser humano por
parte de Dios. Decimos «especial», porque Dios crea todo, cerebros inclusive.
Pero por razón sabemos que, dada la proporción entre causa y
efecto, lo estrictamente neuronal no puede ser el origen de lo espiritual.
Luego, si por razón sabemos que el ser humano tiene potencias
que no dependen de lo corpóreo en el ser (Santo Tomás, 1951) entonces queda
abierta la pregunta: ¿de dónde salieron?, que es nada más ni nada menos que la
pregunta que Eccles le hace a Popper en su libro conjunto (1982) hacia el final
del libro. Popper dice «no sé»; Eccles dice «Dios». Porque, una vez que por
razón y fe sabemos que Dios es Dios creador, es totalmente razonable
que su acto de creación del hombre haya tenido que ser específico, para poner
en acto a potencias no materiales que no pudieron haber surgido de lo material.
Por supuesto, para eso pudo haber respetado un orden evolutivo creado por Él
mismo en el caso de los primates. Por todo esto tiene pleno sentido el relato
del Génesis, con el símbolo del barro y del agua. Razón y fe se unen. No hay
motivo para el conflicto.
Las
neurociencias y la espiritualidad del ser humano
Descartes
quiso defender la espiritualidad del ser humano con su famoso dualismo
antropológico. La conciencia del hombre es el hombre mismo, la res
cogitans, que no tiene nada de corporal y es totalmente espiritual.
La res extensa es el mundo físico externo, totalmente material
(aunque creada por Dios), que no tiene nada de espiritual. El cuerpo humano
también es res extensa. Cómo se relacionan, por ende, consciencia y
cuerpo, es una pregunta planteada y que trata de resolver todo el racionalismo
clásico posterior, que es metafísico (Malebranche, Leibniz, Spinoza). De un
modo u otro, estos autores colocaban a Dios como el mediador entre conciencia
(mente) y cuerpo (cerebro). Cuando por el positivismo del siglo XIX Dios «se
termina», ese problema se acaba y lo único que queda es cuerpo (cerebro) del
cual todas nuestras funciones como inteligencia, voluntad, memoria, emociones, etc.,
son un epifenómeno neuronal (Bunge, 1988).
Los
neurocientíficos que a su vez niegan una dimensión humana más allá del cerebro
tienen por ende hoy todas las de ganar, culturalmente. Por un lado, sus
experimentos que muestran la correlación entre daños cerebrales y llamadas
funciones espirituales —que Bunge reseña con precisión— son hasta ahora
corroborados (lo cual no quiere decir «demostrados con plena certeza», pero es
una corroboración hasta ahora sin ningún tipo de refutación experimental ni
siquiera imaginaria). Por lo demás, ¿cómo demostrar la existencia de una
consciencia al estilo cartesiano? No se puede hoy, en el estado actual de
nuestra ciencia; en ello tienen razón. Además, muchos de estos científicos no
negarán que alguien pueda «creer» en lo espiritual, pero obviamente sin ningún
fundamento racional. Esa fe por un lado y esa razón por el otro, incomunicadas,
al estilo kantiano, no son por supuesto una buena base para el diálogo entre fe
y ciencia.
Pero
si volvemos a Santo Tomás, y lo ponemos en diálogo con la ciencia actual
(Sanguineti, 2007), la cosa es diferente. En Santo Tomás no hay consciencia no
corpórea por un lado y cuerpo por el otro. Para él, el cuerpo humano es humano,
porque está organizado unitariamente por un principio organizante del
cuerpo que Aristóteles llamaba psijé o forma sustancial. Por
ende, ser humano es esencialmente cuerpo humano. Ahora bien, eso fue
precisamente lo que en su momento llevó a Aristóteles a dudar de la
«inmortalidad del alma» tal cual la planteaba Platón. Pero Santo Tomás supera
el problema con la proporción entre causa y efecto. Dado que la inteligencia y
voluntad humanas tienen efectos que no dependen de la materia en su ser (vea
Santo Tomás, 1951) entonces la inteligencia y la voluntad, como potencias, no
dependen tampoco de la materia en su ser y por ende la forma sustancial de la
que emergen, tampoco. Por consiguiente, la forma sustancial humana organiza un
cuerpo, pero, en terminología de Santo Tomás, es subsistente al cuerpo una vez
esté des-hecho. Tan coherente es Santo Tomás con esto que afirma que la forma
sustancial humana, una vez separada de su cuerpo (por ello
toda transmigración «del alma» es racionalmente imposible) es
sustancia incompleta y no puede ejercer sus funciones intelectuales hasta que
por acción divina (dato teológico) esté contemplando a Dios o haya recuperado
su cuerpo (dato teológico de la resurrección de los cuerpos).
Por
lo tanto, hay, sí, una consciencia, pero no es más que la inteligencia viéndose
a sí misma ejercer su acto propio. Y esa inteligencia tiene al cuerpo como
causa eficiente instrumental para ejercer su acto propio, pues, dada la
profunda unión sustancial alma-cuerpo en Santo Tomás (el «alma» no es sino el
principio organizante del cuerpo) entonces la sensibilidad era un instrumento
necesario para la inteligencia, pues esta tiene que entender a partir de la
imagen sensible. Por eso, desde Santo Tomás, es perfectamente verdadero y
coherente que nuestra inteligencia y libre albedrío queden afectadas en su acto
propio si nos desayunamos con tres botellas de whisky.
Llevado
todo esto a la ciencia actual, todo el sistema nervioso central es un
instrumento necesario del ejercicio de las funciones intelectuales. Por eso
todos los experimentos de la neurociencia actual, que muestran correlaciones,
por un lado, o patologías, por el otro, que disminuyen la función intelectual
por daños neuronales, son perfectamente compatibles con la síntesis razón-fe de
Santo Tomás de Aquino. Lo que esos experimentos no pueden negar es la
conclusión (que hoy llamaríamos filosófica) de Santo Tomás: nada de ello niega
que la forma sustancial humana sea subsistente al cuerpo, dejando librada a
la teología qué ocurre con ella en ese caso.
Pero
como vemos, tampoco hay en este ámbito incompatibilidad entre ciencia y fe.
Conclusión
Ante
todo lo dicho, los conflictos entre la ciencia actual y la fe deberían formar
parte de la historia. Solo pueden subsistir, ya desde un fideísmo, ya desde un
neopositivismo aún muy vigente, que sin embargo fuera refutado por filósofos de
la ciencia no precisamente creyentes.
Los
problemas actuales, más que teóricos, son éticos, prácticos, sobre todo debates
de bioética y problemas prácticos de las neurociencias. Pero todo ello no es
un problema entre «ciencia y fe», sino que son problemas esencialmente éticos,
que plantean ante el ser humano sus límites morales ante sus
posibilidades técnicas. Es interesante recordar que el esoterismo de
Pitágoras se debió (Koestler, 1963) a que vislumbró el «enorme poder» que se
ponía en manos del hombre cuando sus matemáticas se combinaban con el avanzado
saber de los ingenieros de su época. Tal vez los exagerados diagnósticos
apocalípticos de algunos posmodernos y frankfurtianos tengan allí una parte de
verdad. Pero entonces es inútil que sigan criticando a la ciencia en sí
misma. El problema es el ser humano y su pecado original. Y ante
ese dato de fe, tal vez todos, filósofos y científicos, tengan que hacer
algunos actos de humildad y reconocer que están allí ante un problema que
los excede. No negarlo sería el primer acto de humildad.
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Notas
(1) El Iluminismo, como elemento cultural y filosófico
posmedieval, ha sido muy bien distinguido de la modernidad católica (que
también es posmedieval) por Francisco Leocata (1979). Yo lo he seguido en
Zanotti, 1989 y 2018.
(2) A pesar de ser antipositivista, Popper (1998) sigue, casi,
esta historia oficial de la ciencia. Pero lo hace con su siempre conmovedor
optimismo, destacando el milagroso genio de los atomistas griegos.
(3) Sobre los autores de la física cuántica, vea Hawking,
2011.
(4) No decimos que ambos autores hayan dicho explícitamente
que Descartes es hereje, sino que con sus respectivas tesis, una sobre el
idealismo en Descartes, otra diciendo que Descartes es el origen de Hegel y el
ateísmo actual, han contribuido a un ambiente tomista donde Descartes es
irredimible para la filosofía cristiana y el catolicismo. Nosotros hemos
presentado una versión histórica totalmente diferente de Descartes, inspirados
por Leocata (1979), en Zanotti (2018). Esto, sin dejar de destacar las
esenciales contribuciones de Gilson y Fabro en el ámbito de la
metafísica de Santo Tomás, contribuciones que siempre hemos seguido y
continuado.
(5) Véase específicamente: santo Tomás, (1951): II, 30, 64-67,
III, 72, 74,75, 76, 77, 94. Summa Theologiae (1963).
Maritetti: Roma. I, 44-45-46. Esta última, la Q. 46, art 2, es famosa por su
específica aclaración de que la creación es por razón compatible
con la eternidad en el tiempo del mundo creado.

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