El apuro y las supuestas estrategias comunicativas no son buenos consejeros.
Ante la disolución del contexto cristiano que hacía inteligible a la ley natural, algunos católicos han recurrido, casi con desesperación, a la biología, a una supuesta ciencia biológica infalible, que nadie podría negar, para plantarse ante un mundo iluminista y post-moderno a la vez (combinación contradictoria pero eficaz) que les niega carta de ciudadanía en un mundo secular que no admite sus planteos.
Pero la biología, si es una ciencia, es falible, conjetural, y por ende no puede ser fundamento de la ley natural, que tiene un nivel de certeza metafísica que no puede ser sostenido, coherentemente, por un nivel conjetural de análisis.
Si, eso es Popper. Claro, ese Popper no les sirve. Preferirían a un Mario Bunge de su lado que, por supuesto, no existió.
Hay un conocimiento del cuerpo que no es biología en el sentido científico como conjeturas y refutaciones. Es la fenomenología del cuerpo. Pero para eso hay que ir a Rosmini, al sentimiento corpóreo fundamental, a Husserl, con la diferencia entre leib y korper, a la intersubjetividad, y relacionar todo esto con Santo Tomás. No, un camino muy largo. Hay que ganar la discusión a los malos. Volvamos a la biología.
¿Y por qué no a Santo Tomás? ¿No estaría él de acuerdo con la biología como ciencia?
Tampoco. La ley natural en Santo Tomás tiene un contexto teológico. Es la participación de la razón humana en la ley eterna. Para colmo, así lo dice la Veritatis splendor: (1993) “… El concilio Vaticano II recuerda que «la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal mediante la cual Dios ordena, dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y de su amor, el mundo y los caminos de la comunidad humana. Dios hace al hombre partícipe de esta ley suya, de modo que el hombre, según ha dispuesto suavemente la Providencia divina, pueda reconocer cada vez más la verdad inmutable» . El Concilio remite a la doctrina clásica sobre la ley eterna de Dios. San Agustín la define como «la razón o la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo» ; santo Tomás la identifica con «la razón de la sabiduría divina, que mueve todas las cosas hacia su debido fin» . Pero la sabiduría de Dios es providencia, amor solícito. Es, pues, Dios mismo quien ama y, en el sentido más literal y fundamental, se cuida de toda la creación (cf. Sb 7, 22; 8-11). Sin embargo, Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no desde fuera, mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino desde dentro, mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación. De esta manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia, queriendo por medio del hombre mismo, o sea, a través de su cuidado razonable y responsable, dirigir el mundo: no sólo el mundo de la naturaleza, sino también el de las personas humanas. En este contexto, como expresión humana de la ley eterna de Dios, se sitúa la ley natural: «La criatura racional, entre todas las demás —afirma santo Tomás—, está sometida a la divina Providencia de una manera especial, ya que se hace partícipe de esa providencia, siendo providente para sí y para los demás. Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción y al fin debidos. Y semejante participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural» (punto 43).
Y esa ley natural, ¿es cognoscible por la luz natural de la razón? Sí, el párrafo mismo lo dice. Una razón humana que ha quedado herida, no destruida, por el pecado original, y que por ende puede conocer ciertas cosas metá-fisicás, pero luego de mucho tiempo, con mezcla de error, y por muy pocos seres humanos si no interviniera…. La revelación divina. Esa naturaleza humana, además, nunca existió como tal. Ha existido la naturaleza elevada, antes del pecado original, y la naturaleza caída, después del pecado original, y la naturaleza redimida, después del pecado original, por la Gracia de Cristo. Somos “dioses caídos” (Pascal) y por ende recurrir a una supuesta naturaleza humana, en sí misma, como punto de unión en un mundo secular, va a tener el problema de que muy pocos dioses caídos nos darán la razón. Pero claro, para eso hay que entender a Henri De Lubac y, de vuelta, muy complicado. Volvamos a la supuesta biología infalible.
¿Y entonces? El católico que habita el mundo secular, con libertad religiosa, puede expresar perfectamente su concepción del mundo, como los no católicos también, porque todos los seres humanos tienen libertades individuales. No todos van a aceptar a la ley natural como origen de esas libertades, y por ende, en ese contexto, si la base mínima de convivencia es la conveniencia de un pacto, que lo sea, per accidens. Mientras tanto, el eje central de la prédica pública de los católicos debería ser la de todo libertario: hay libertades individuales, debe respetarse la libertad religiosa, el free speech, la libertad de enseñanza y dentro de ese marco todos podemos convivir. Los seres humanos no tienen derechos por ser creyentes, no creyentes, hetero u homo, blancos o negros, sino por ser seres humanos. Y ningún ser humano tiene derecho a imponer su visión del mundo al otro por la fuerza, y por ende todo libertario, y por ende todo católico libertario, rechazará cualquier lobby, lobby ABCD, LGBT, XYZ, porque todo lobby es estatista; no porque la biología le diga que esto o aquello: eso es irrelevante en el debate público.
Sí, es un camino más difícil, pero el camino fácil ha tenido consecuencias comunicativas perjudiciales.
Y lo estamos pagando hoy.
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