domingo, 5 de febrero de 2023

LOS DISCURSOS DE BENEDICTO XVI ANTE EL PARLAMENTO BRITÁNICO Y EL PARLAMENTO ALEMÁN

 

Los discursos de Benedicto XVI de 2010 y del 2011, ante el Parlamento Inglés y ante el Parlamento Alemán, son dos piezas doctrinales tan importantes que merecerían ser un clásico como la Rerum novarum o la Quadragesimo anno. Pero ahora, cuando los comentemos, se verá por qué ello no conviene para los católicos ideologizados de derecha y de izquierda, que los han sepultado en el olvido.

Comencemos con el discurso en el Westminster Hall, del 17 de Septiembre del 2010[1].

Primero, un elogio a las instituciones británicas liberales, tan a tono con la distinción que, siguiendo a Hayek, hemos hecho entre el Iluminismo y el liberalismo clásico británico: “Permítanme expresar igualmente mi estima por el Parlamento, presente en este lugar desde hace siglos y que ha tenido una profunda influencia en el desarrollo de los gobiernos democráticos entre las naciones, especialmente en la Commonwealth y en el mundo de habla inglesa en general. Vuestra tradición jurídica “common law” sirve de base a los sistemas legales de muchos lugares del mundo, y vuestra visión particular de los respectivos derechos y deberes del Estado y de las personas, así como de la separación de poderes, siguen inspirando a muchos en todo el mundo”. (Las itálicas son nuestras). Curiosamente, es casi lo mismo que dice Churchill en su Historia de Inglaterra:

“A diferencia del resto de Europa Occidental, que retiene aún la impronta y tradición del derecho y sistema de gobierno romanos, los pueblos de habla inglesa ya han formado, al terminar el período al que se refiere este volumen, un cuerpo de principios legales y casi diríamos democráticos que sobrevivieron al surgimiento y acometidas de los imperios francés y español. El Parlamento, el juicio por jurados, el gobierno local por ciudadanos locales y hasta los comienzos de una prensa libre se divisan ya, siquiera en forma primitiva, en los tiempos en que Cristóbal Colón se hace a la vela rumbo al continente americano”[2].

Y es importante destacar que cuando dice “desde hace siglos”, no dice dos o tres, sino desde antes de la reforma protestante (destaquemos esto para aquellos que siguen insistiendo en que las instituciones liberales dependieron el protestantismo).

A continuación un párrafo esencial para el tema de las libertades individuales, tema tan central a una modernidad católica que nada tiene que ver con las libertades del Iluminismo, distinción que no hicieron Gregorio XVI y Pío IX pero hicieron los católicos liberales del s. XIX, a quienes ellos ayudaron a sepultar. Veamos el párrafo: “Gran Bretaña se ha configurado como una democracia pluralista que valora enormemente la libertad de expresión, la libertad de afiliación política y el respeto por el papel de la ley, con un profundo sentido de los derechos y deberes individuales, y de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Si bien con otro lenguaje, la Doctrina Social de la Iglesia tiene mucho en común con dicha perspectiva, en su preocupación primordial por la protección de la dignidad única de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y en su énfasis en los deberes de la autoridad civil para la promoción del bien común”.

Pero más adelante, Benedicto XVI se pregunta por el origen de la ética en el orden político y responde coherentemente con todo lo que hemos visto de él: la armonía entre la razón y la fe y esa razón pública cristiana como fundamento del ethos cristiano de una sociedad libre.

Veamos: “¿Dónde se encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas? La tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos. Este papel “corrector” de la religión respecto a la razón no siempre ha sido bienvenido, en parte debido a expresiones deformadas de la religión, tales como el sectarismo y el fundamentalismo, que pueden ser percibidas como generadoras de serios problemas sociales. Y a su vez, dichas distorsiones de la religión surgen cuando se presta una atención insuficiente al papel purificador y vertebrador de la razón respecto a la religión. Se trata de un proceso en doble sentido. Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana. Después de todo, dicho abuso de la razón fue lo que provocó la trata de esclavos en primer lugar y otros muchos males sociales, en particular la difusión de las ideologías totalitarias del siglo XX. Por eso deseo indicar que el mundo de la razón y el mundo de la fe el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización.

En otras palabras, la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional. Desde este punto de vista, no puedo menos que manifestar mi preocupación por la creciente marginación de la religión, especialmente del cristianismo, en algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la tolerancia. Hay algunos que desean que la voz de la religión se silencie, o al menos que se relegue a la esfera meramente privada. Hay quienes esgrimen que la celebración pública de fiestas como la Navidad deberían suprimirse según la discutible convicción de que ésta ofende a los miembros de otras religiones o de ninguna. Y hay otros que sostienen paradójicamente con la intención de suprimir la discriminación que a los cristianos que desempeñan un papel público se les debería pedir a veces que actuaran contra su conciencia. Éstos son signos preocupantes de un fracaso en el aprecio no sólo de los derechos de los creyentes a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, sino también del legítimo papel de la religión en la vida pública. Quisiera invitar a todos ustedes, por tanto, en sus respectivos campos de influencia, a buscar medios de promoción y fomento del diálogo entre fe y razón en todos los ámbitos de la vida nacional” (Las itálicas son nuestras).

Varias cosas a destacar:

El catolicismo es sanamente secular. No proporciona directa­mente desde las Escrituras ni el orden jurídico ni menos aún un sistema político concreto: ello queda dentro de la sana laicidad.

Pero la fe ayuda a la razón a purificarse a sí misma (lo dijimos desde el principio) de tal modo que pueda descubrir más fácilmente los principios morales de un orden temporal.

Sin ese papel “corrector”, y sin una razón que se deje ayudar de ese modo, el resultado es doble: a) una religión fundamentalista, que cree que ella directamente ordena el orden temporal (integrismo); b) una razón laicista, que desprecia toda ayuda de la Fe.

Esa razón no corregida por la Fe implica distorsiones de la razón que producen ideologías autoritarias y totalitarias, que son religiones seculares. Todas ellas tiene que ver con lo que Hayek ha denunciado como el abuso de la razón, en el centro del Iluminismo, y que Benedicto XVI llama aquí del mismo modo.

La razón iluminista que no se deja ayudar por la Fe, termina en un orden social donde la Fe no puede ejercer su influencia social. Influencia que ejerce propiamente no a través de presiones o lobby de los católicos, sino a través de las libertades individuales que los católicos, como ciudadanos cualquiera de una modernidad católica secular, tienen derecho a ejercer. Pero entonces el Iluminismo restringe esas libertades con terrible coherencia, y así se dan hoy las deformaciones –peores ahora en el 2018 que en el 2010 según las cuales las tradiciones jurídicas y culturales del Judeocristianismo, comenzando con la celebración de la Navidad, quieren ser suprimidas en nombre de una supuesta autonomía de lo secular que deriva finalmente en otro tipo de autoritarismo, igual que las ideologías autoritarias fascistas, nazis y soviéticas que “supuestamente” ya no rigen más.

Sigamos ahora con el discurso ante el Parlamento Alemán, el 22 de Septiembre de 2011[3].

Comienza reflexionando sobre el Estado de Derecho. Es interesante que la traducción española diga “estado liberal de derecho”: sobre ello ya hemos dicho otra vez que “Según me señala Fr. Pablo Sicouly OP, experto en el pensamiento de Ratzinger, el original alemán dice “…des freiheitlichen Rechtsstaats”, que según él debería traducirse como “...“del estado de derecho que respeta la libertad”; o “del estado de derecho basado en principios de libertad”. (Freiheit: libertad).”; mientras que para “liberal” podría haber dicho “…“des liberalen Rechtsstaats”, que no usó. La traducción inglesa, a su vez, puso en el subtítulo “…Reflections on the Foundations of Law”, y por “estado liberal de derecho”, en la traducción española, en la inglesa aparece “…a free state of law[4]. “Law”, creemos, en la tradición anglosajona, se refiere al rule of law y también al common law, que son el “estado de derecho” de la tradición “classical liberal” anglosajona que rescata Hayek. Pero, en fin, dejamos a los expertos en la lengua de Goethe el debate.…”[5].

Al hablar de “estado de derecho” recuerda una notable cita de San Agustín, indispensable para la legitimidad de la autoridad política: “…“Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín”. Y a renglón seguido recuerda algo terrible a sus compatriotas: “… Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos” (las itálicas son nuestras). Hay que reconocer la humildad de Benedicto XVI al decir “nosotros los alemanes” cuando no hay pueblo en la historia que se salve de esa barbarie, que es precisamente lo contrario del Estado de Derecho, el fruto más preciado del liberalismo clásico anglosajón. Si la frase comenzara “…nosotros los argentinos” podría seguir sencillamente igual.

A continuación se hace de vuelta la misma pregunta: “¿Cómo podemos reconocer lo que es justo?”

Y más adelante, explica de vuelta la evolución de un derecho sanamente secular derivado al mismo tiempo del Judeocristianismo: “En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso: sobre la base de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado desde el siglo II a. C. En la primera mitad del siglo segundo precristiano, se produjo un encuentro entre el derecho natural social, desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano. De este contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad. A partir de esta vinculación precristiana entre derecho y filosofía inicia el camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo jurídico de la Ilustración, hasta la Declaración de los derechos humanos y hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949 “los inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo” (las itálicas son nuestras).

Es importante destacar que, igual que Hayek, Benedicto XVI tiene una concepción evolutiva del Estado de Derecho occidental. No juega –tampoco Hayek– con la dialéctica entre Cristiandad y Modernidad, sino que coloca a los derechos del hombre como una continuidad de la filosofía del derecho antigua y medieval. Pero ambas esferas –la naturaleza humana y la capacidad de la razón del hombre para conocerla– presuponen a la Creación, el punto de quiebre fundamental –como hemos dicho en el capítulo 1– con las culturas panteístas anteriores, que dio origen a la distinción sin separación entre lo divino, la autoridad política y la ciencia.

Por lo demás, vuelve a citar a la Declaración de Derechos del Hombre y fíjense que incluso va más allá de las distinciones de este humilde comentarista cuando sin mayores aclaraciones se refiere a la Ilustración directamente.

Pero entonces vuelve a afirmar al Judeocristianismo, a su esencial laicidad y a la idea de derecho natural como fuentes de toda esta tradición: “Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el derecho religioso, requerido por la fe en la divinidad, y se hayan puesto de parte de la filosofía, reconociendo a la razón y la naturaleza, en su mutua relación, como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había tomado ya san Pablo cuando, en su Carta a los Romanos, afirma: “Cuando los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos... son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen escrita en su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de su conciencia…” (Rm 2,14s). Aquí aparecen los dos conceptos fundamentales de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa que el “corazón dócil” de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser”. (Las itálicas son nuestras).

Esto es, el desarrollo del derecho “cristiano” no fue “religioso” si por eso se entiende clerical, integrista, directamente dictado de una autoridad eclesiástica desde las Escrituras. Su fuente fue la ley natural inspirada en el Judeocristianismo, que tiene fe en la razón humana, a pesar del pecado: “Cuando los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos... son ley para sí mismos”. Y aparece entonces el tema de la naturaleza humana como fuente del derecho y en una conciencia humana abierta a lo que esa naturaleza (el ser) le pueda decir.

Pero entonces, Benedicto XVI advierte el drama del divorcio entre razón y fe: “La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término”.

Un perfecto diagnóstico de la situación. Lo que debería unir, una ley natural a todos los seres humanos, divide. Se considera una cosa de los católicos solamente, porque la razón se ha encerrado en el sólo cálculo, incapaz de reconocerse en el diálogo entre razón y fe: “Quisiera indicar brevemente cómo se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base de dicha opinión es la concepción positivista de naturaleza adoptada hoy casi generalmente”. Aquí hay un momento filosófico clave: “la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable”. Esa famosa dicotomía se produce cuando la razón humana, desprovista de la síntesis de Santo Tomás de Aquino, la máxima síntesis entre razón y fe, es incapaz de reconocer al deber ser como un analogado del ser, esto es, como el mismo ser desplegado hacia su plenitud. Y por lo tanto sólo queda el positivismo jurídico, esto es, llamar ley sólo a la ley humana, con un casi no fundamento, ya sea en la voluntad de la mayoría, en un dictador que se cree la voz del pueblo o en un déspota que se cree enviado de Dios.

Entonces, es precisamente el Iluminismo entendido como ideología positivista, lo que la Escuela de Frankfurt llama razón instrumental, lo que Hayek llama constructivismo, lo que Feyerabend llama unión entre estado y ciencia, la responsable de una visión positivista de la naturaleza que luego se traslada a lo social: “Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza de manera puramente funcional, como las ciencias naturales la entienden, no puede crear ningún puente hacia el ethos y el derecho, sino dar nuevamente sólo respuestas funcionales. Pero lo mismo vale también para la razón en una visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica. En ella, aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión han de ser relegadas al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en el sentido estricto de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista –y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública– las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que afecta a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial de este discurso es invitar urgentemente a ella” (las itálicas son nuestras).

Como vemos, el diagnóstico es claro: la concepción positivista de la naturaleza y el derecho corta la relación entre el Judeocristianismo, un ethos cultural y por ende la necesaria condición cultural para un estado laico inspirado en el cristianismo. O sea, “las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego”. Esa es la situación dramática que estamos viviendo hoy: “Ésta es una situación dramática que afecta a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública”.

Benedicto XVI propone al mundo actual un modo de volver a ver la ley natural: “La importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a él coherentemente”.

Hoy hay un consenso internacional sobre ello, aunque se discutan los medios para ello. Pero entonces, Benedicto XVI trata de llevar la misma sensibilidad al ámbito humano: “Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto que –me parece– se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana” (las itálicas son nuestras).

O sea, la ecología humana es hoy el re-descubrimiento de la lay natural (que nosotros, como se ha visto, hemos ligado necesariamente con la inter-subjetividad como lugar de re-descubrimiento de la ley moral). Atención a ese “la escucha”: la inteligencia no positivista no es sólo cálculo, dominio, sino “escuchar al ser”: ver, contemplar la naturaleza de las cosas, tener oído musical para la música según la cual Dios ha creado al hombre y al universo…

Por ello, Benedicto XVI vuelva a referirse a Dios creador, noción esencial del Judeocristianismo y con la cual hemos comenzado este libro. Lo hace con una pregunta retórica, luego de debatir con Kelsen: “¿Carece verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presupone una razón creativa, un Creator Spiritus?” Lo que Benedicto XVI está afirmando con esta pregunta retórica es que tiene plenamente sentido preguntar por la causa última del orden creado, como fuente última del derecho… Y responde: “A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa. Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico.” (Las itálicas son nuestras).

Este párrafo es de una riqueza inconmensurable. Primero afirma prácticamente una síntesis de lo que ha sido y es la modernidad católica como producto de la fe en Dios creador: “Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta.

Luego afirma que ello es nuestra historicidad, esto es, el pasado que nos constituye en el presente, el pasado que vive en Occidente y lo hace ser Occidente: “…La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa”.

Y por ende negar u olvidar eso es el suicidio de Occidente y, por ende, agregamos nosotros, la negación de la fuente cultural de la libertad para todos los seres humanos, sean occidentales o no: “Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad” (las negritas son nuestras)

Dos reflexiones adicionales de nuestra parte:

En primer lugar. Análogamente a lo expuesto por Benedicto XVI, sus palabras son tan importantes que ignorarlas o considerarlas como mero pasado sería una amputación de nuestro Catolicismo en su conjunto y lo privaría de su integridad. Y ello es exactamente lo que está ocurriendo desde que Benedicto XVI renunció.

En segundo lugar. Un tradicionalista podría preguntarnos: obvia la coincidencia de Benedicto XVI con “su” liberalismo clásico anglosajón, Señor Zanotti. Usted lo encontró muy bien reflejado en estos discursos, pero entonces ahora “nos lo tira por la cabeza”, casi igualándolo con el catolicismo, después de haber afirmado explícitamente lo opinable de las opciones concretas en política.

Para responde a esta excelente objeción, debemos hacer dos distinciones.

Una, la que corresponde a “los grandes principios”, y luego cómo éstos han inspirado la evolución concreta del Estado de Derecho en Occidente, que tiene esto último un mayor grado de opinabilidad. Por eso el mismo Benedicto XVI dice “En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos”.

Pero él también ha aclarado esos principios morales sociales “menos” opinables, para no entrar en cuasi-proclamaciones dogmáticas: “Si bien con otro lenguaje, la Doctrina Social de la Iglesia tiene mucho en común con dicha perspectiva, en su preocupación primordial por la protección de la dignidad única de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y en su énfasis en los deberes de la autoridad civil para la promoción del bien común”.

O sea, si el liberalismo anglosajón tiene como esencial la idea de limited government, entonces no tiene que ver con formas contingentes de gobierno, sino con el respeto institucional a las libertades individuales, y ello ha sido reconocido también por un magisterio que, vimos de qué modo, evolutivamente, ha afirmado la dignidad de toda persona creada a imagen y semejanza de Dios y los derechos fundamentales que deben ser reconocidos por esa dignidad. A ello ha seguido una evolución institucional como tal es contingente a la Fe, pero obviamente no contraria al ethos cultural cristiano que la inspiró.

Dos. Por ende, lo que está haciendo aquí Benedicto XVI es, de vuelta, acompañar, en el sentido que ya lo había hecho Pío XII, como lo habíamos comentado. Cuando el magisterio acompaña, no necesariamente prescribe como obligatorio a lo que acompaña, pero sí lo protege de condenas que se podrían dar desde el mismo ámbito católico. Y ello es lo que ha sucedido en el s. XX con las instituciones liberales anglosajonas desde pensamientos católicos de izquierda o de derecha, que coinciden en que el “sistema social católico” es incompatible con una institucionalidad liberal que distinga entre Iglesia y estado y garantice la libertad religiosa. Esto es lo que ha visto bien Ignacio Irrazábal en su libro ya citado[6]. Ya sea desde una derecha, que sigue insistiendo que “lo católico” es sólo una autoridad única, sin distinción de poderes, con sistema corporativo y sin derecho a la libertad religiosa, ya sea desde una izquierda, primero con una teología marxista de la liberación y ahora con una teología del pueblo, ambas coinciden en que “lo católico” en lo social se da a través de un pueblo católico que desde abajo hacia arriba tiene que ir construyendo una “ciudad católica”, un “pueblo cristiano” sin relación alguna con la institucionalidad liberal. Para cortar eso, que precisamente impide la aceptación del Concilio Vaticano II, Benedicto XVI ha “acompañado” en sus discursos, como nunca nadie antes, a esa institucionalidad liberal que, no es obligatoria para un católico, pero lo que sí es obligatorio para un católico es no negarla en nombre de su catolicismo. Volvemos a decir: no es obligatoria para un católico, pero lo que sí es obligatorio para un católico es no negarla en nombre de su catolicismo. Por tercera vez, por si no quedó claro: no es obligatoria para un católico, pero lo que sí es obligatorio para un católico es no negarla en nombre de su catolicismo. Por lo tanto, la respuesta a la objeción es que un tradicionalista tiene todo el derecho del mundo a seguir anhelando una monarquía católica con gobierno corporativo, pero no a imponerla como “lo católico” que es lo que casi siempre hacen excepto, ya he dicho, sólo una excepción conocida por mí[7].

No de casualidad, por lo demás, Benedicto XVI es el principal redactor de la condena papal de 1984 a la teología marxista de la liberación[8], “pecado” que miles de teólogos “católicos” no le perdonaron nunca y desde que inició su pontificado se propusieron voltearlo, y lo lograron. En estos horribles episodios, y no en las películas de Hollywood, está lo verdaderamente diabólico.

 



[1]Véase: https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2010/ september/documents/hf_ben-xvi_spe_20100917_societa-civile.html.

[2] Churchill, W. S., Historia de Inglaterra y de los pueblos de habla inglesa, Buenos Aires, Peuser, 1958, Libro I, Prefacio.

[3]Véase: https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches /2011/ september/documents/hf_ben-xvi_spe_20110922_reichstag-berlin.html.

[4] Para las traducciones referidas, véase: http://www.vatican.va/ holy_father/benedict_xvi/speeches/2011/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20110922_reichstag-berlin_en.html.

[5] De mi artículo Zanotti, G. J., “Los fundamentos del estado liberal de derecho según Benedicto XVI” (Octubre del 2011), reproducido en Šilar, M. – Velarde Rosso, J. E. – Zanotti, G. J., Estado liberal de derecho y laicidad. Comentarios a algunas de las intervenciones más audaces de Benedicto XVI, Buenos Aires, Instituto Acton, 2013, pp. 249-254, nota al pie nº 224, p. 247.

[6] Iglesia y democracia, op. cit.

[7] Lo vuelvo a nombrar: Fernando Romero Moreno.

[8]http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_19840806_theology-liberation_sp.html. 

2 comentarios:

Crisbio dijo...

Me gustaría saber su opinión respecto al "distributismo" que es lo que proponen muchos como el sistema de gobierno "católico" porque no contradice a la Doctrina Social de la Iglesia (aunque mas bien creo que lo que hace es tomarla tal cual y aplicarla -así tal cual- al ámbito político-económico) y que muchos juran y perjuran que es el "punto intermedio" entre capitalismo y socialismo (se les olvida el mercantilismo) o que es el sistema "católico" por excelencia que se debe de aplicar.

Cris

Gabriel Zanotti dijo...

Cualquier católico puede estar de acuerdo con el distributismo pero ello no implica que sea el sistema económico "católico": ningún sistema, tampoco el mercado libre, se desprende necesariamente de los principios de la DSI, que están abiertos a realizaciones concretas diversas. Por ende los partidarios del distributismo tienen que demostrar lo suyo sin recuerrir al catolicismo y a la excomunión de los demás. ¿Podrán? Tendrán que probar que dicho sistema puede coordinar el conocimiento disperso de millones y millones de personas...................... (Hayek). Y NO podrán hacerlo.