Pero todo esto que venimos explicando son, al menos en Latinoamérica, ideas, no creencias, al decir de Ortega. Esto es, son cuestiones académicas, o propuestas novedosas y extrañas, como esta misma entrada, pero no son carne cultural, no son creencias generalizadas que conformen el sentir de una gran cantidad de personas, no son un horizonte, al decir de Gadamer.
Y cómo pasar de las ideas a las
creencias es la gran pregunta.
Algunas naciones cambiaron largas
tradiciones de autoritarismo luego de una gran guerra. Alemania, Italia, Japón,
son ejemplos trágicos del paso del autoritarismo a la democracia y la economía
de mercado casi por la fuerza, por una terremoto bélico e institucional que
obligó a muchos a aceptar algo que no estaba en su corazón ni en sus
expectativas. Cuánta duración puede tener ello es también otra pregunta
inquietante.
El Judeo-Cristianismo, en cambio,
se hizo cultura, y no por una guerra. Cómo cambió el corazón de millones de
habitantes del oriente medio, de Grecia, de Roma, por seguir a Cristo, no por
hacer un curso, fue realmente un milagro. Pero sucedió. Occidente nace de
Grecia, Roma y el Judeo-Cristianismo porque este último se hace carne, se hace
cultura, se convierte en creencias (Ortega), horizonte (Gadamer), tradiciones
(Hayek), mundo de la vida (Husserl).
¿Pero cómo puede suceder ello en Latinoamérica?
Desde fines de los 50 y firmemente
desde los 60, las diversas expresiones de la teología de la liberación, de
origen marxista, capturan la mente del Episcopado Latinoamericano. Sus
sucesivas declaraciones (Medellín, Puebla, Santo Domingo, Aparecida) absorben
totalmente la condena en nombre de Cristo al mercado; manejan categorías
marxistas de pueblo, explotación, exclusión, etc., y desde allí miran e
interpretan Latinoamérica, todo en diversos grados, claro. Esa perspectiva ha
ido cambiando a lo largo de los años, pero su núcleo marxista se ha mantenido. Por
un lado, condenan al mercado, y por el otro hacen silencio sobre el marco institucional
llamado democracia constitucional, marco sobre el cual, paradójicamente desde
la misma época, comienzan a hablar y a acompañar Pío XII, Juan XIII y el
Vaticano II. Contra ese silencio se levantó, en 1984, la voz premonitoria del
P. Rafael Braun[1].
La mayor parte de los obispos latinoamericanos
veían como extraña, como “anglosajona”, y muy ligada al capitalismo explotador,
a la institucionalidad democrática. La veían como formas extranjeras extrañas
al espíritu de un pueblo latinoamericano “católico”, del cual debían surgir, de
abajo hacia arriba, las condiciones de una civilización del amor, cristiana,
ligada con la vida comunitaria, con las costumbres locales, con el reparto
solidario de los bienes; en última instancia, un “pueblo católico” latino versus
una democracia constitucional de origen protestante y anglosajón.
Es como si hubieran escrito todo
ello para darle la razón a Max Weber.
Sí, es verdad que algunos hablaban
y hablan de la “cultura del trabajo”, pero es el trabajo del obrero, no del
empresario capitalista, culpable de explotación excepto se demuestre lo
contrario, como algún empresario en proceso de canonización, que “a pesar de”
ser empresario, “fue bueno, fue cristiano”.
No se concibe la laboriosidad como
la del empresario creador, no se concibe a la empresarialidad como un espíritu
a ser expandido culturalmente a toda persona, porque la empresarialidad son
ideas, no recursos; no se concibe que la riqueza nace de una idea, no se
entiende que los recursos NO están dados, y se cree que la escasez se debe a unos
pocos infames que han acaparado los recursos y no los han “compartido”.
Esas creencias, repetidas hasta el
hartazgo desde púlpitos y declaraciones, no hacen más que sumergir más aún al
pueblo latinoamericano en su pobreza; esas creencias, proclamadas como los más
altos dogmas, no hacen más que confirmar la miseria y las condiciones indignas
de vida de la mayor parte de los latinoamericanos. Justamente lo que creen
evitar los abanderados del supuesto pueblo católico versus la explotación
capitalista.
Porque no sólo es falso que el
libre mercado sea explotador, sino que es contrario a la libertad religiosa
hacer de un “pueblo católico” la base de una nación: la base está en la
convivencia bajo la diversidad que está garantizada por la libertad religiosa
que, se supone, es un emergente del Catolicismo. Impresionante cómo teólogos
del pueblo de izquierda y tradicionalistas de derecha coinciden en su odio
contra la libertad religiosa y la democracia “liberal” (el pecado), esa
democracia liberal que los pecadores Pío XIII, Juan XXIII y Juan Pablo II
supieron rescatar y acompañar, con notas a pie de León XIII, y con la
corroboración conceptual, hasta ahora insuperable, de Benedicto XVI.
Por lo tanto, el único cambio en
paz que Latinoamérica tiene hacia el desarrollo, es que los obispos
latinoamericanos vayan asumiendo cada vez más en sus enseñanzas un acompañamiento
de la democracia constitucional y la economía de mercado, como comenzó a hacer
Pío XIII desde 1939. No porque ambas sean inferencias deductivas del Catolicismo,
sino porque a veces el Magisterio puede “acompañar” cierta evolución institucional
en tanto señalarla como no contradictoria con la Fe, como hizo León XIII cuando
distinguió entre tesis e hipótesis, como hizo Pío XII cuando habló de las
condiciones de una sana democracia, como hizo Juan Pablo II cuando comenzó a
hablar del mercado en sentido positivo en la Sollicitudo rei socialis y
en la Centesimus annus.
La tarea, muy difícil por cierto,
es educar en todo esto a una nueva generación de sacerdotes que sean los futuros
obispos latinoamericanos que pueden luego hacer lo mismo que Pío XII, Juan
XXIII y Juan Pablo II hicieron a nivel de magisterio universal prudencial.
Ese será el único modo en el cual
ellos puedan en el futuro convertirse en los educadores informales de los
valores para el desarrollo, de tal modo que la mayor parte de los católicos
latinoamericanos pueden ir incorporando esas enseñanzas a modo de creencias.
Para terminar, una mala noticia y
una buena.
La mala noticia es que puede ser
que todo esto sea humanamente imposible.
La buena es que es el único camino
que queda, y por ende no queda más que recorrerlo y poner todo en manos de
Dios.
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