Hemos sido culturalmente formados en el supuesto de que la verdad radica en una información objetiva que debe ser depositada en una inteligencia pasiva que copia y repite.
Eso ha tenido profundas
consecuencias culturales. Que la ciencia es el lugar de los hechos objetivos;
que la verdad es la adecuación con los hechos; que la verdad radica en los
datos, que las ciencias son una cosa y las humanidades son otras; que el alumno
debe tomar nota, repetir y sacarse 10, son sólo algunos de los presupuestos
culturales que casi nunca nos cuestionamos. Excepto, claro, que nos agarre el
ataque de escepticismo postmoderno ante la “amenaza” de cualquier postura
filosófica que quisiera afirmar la existencia de Dios, del alma, de la libertad
y de la dignidad humana.
En la comunicación social, el tema
es largo. Los hechos son sagrados, las opiniones son libres; que tienes
derecho a tu propia opinión, pero no a tus propios hechos, son frases repetidas
ad infinitum que evidencian claramente ese positivismo cultural. Lo peor
sucedió hace décadas cuando emergió el llamado “derecho a la información”. Para
varios autores (europeos, de saco y corbata, con varios idiomas y doctorados) la
vieja “libertad de expresión”, el perimido “free speech” debían ceder su
lugar al “derecho a la información” que protegiera a los pobres ciudadanos de
la mera interpretación sesgada de lo que las pérfidas empresas periodísticas
decidieran que era noticia. Y claro, desde luego, ¿quién es el llamado a
garantizar ese derecho a la información? El gobierno, desde luego.
El problema se acrecentó desde el 2015
cuando la desesperación del partido demócrata intentó convencer a todo el mundo
que Trump estaba diseminando “fake news”. Mentiras siempre hubo, prensa
amarillista siempre hubo, pero desde entonces se convirtió en una obsesión.
Una manera de enfocar el tema es
reconocer que hay hechos objetivos, pero que no es el gobierno el que debe
dictaminar al respecto. Sí, puede haber gente que mienta, ¿pero son los
gobiernos los que deben dictaminar quién miente y quién no? Si la respuesta es
sí, ¿cómo nos defendemos de las mentiras del gobierno?
Pero ese no es el punto. Lo
esencial es que desde hace décadas, la filosofía de las ciencias y la filosofía
de la interpretación, esto es, la hermenéutica, han dado un giro de 180 grados
que no parece llegar nunca a periodistas, educadores, científicos, filósofos, gobernados
y gobernantes.
Ese giro no es postmoderno, no
niega que hay verdades, errores y mentiras. Simplemente nos advierte que todo
texto, verdadero o no, es un mensaje, y que todo mensaje está proferido desde
un ser humano, con su horizonte, hacia otro ser humano, con su horizonte, con
un modo de hablar (juego de lenguaje) específico que ya implica un determinado
contenido cultural.
Hoy desayuné con un café.
El lector dirá: ¿y eso qué tiene
que ver?
Esa es la clave. “Hoy desayuné con
un café”, es verdadero. Pero es irrelevante para lo que estamos tratando. En
este con-texto, su relevancia consiste en ser un ejemplo.
¿Quién determina la relevancia de
un mensaje verdadero? ¿Quién determina cuándo y de qué modo debe decirse?
En una sociedad libre, cada uno de
nosotros. Eso es el free speech.
“Eres obeso”, le digo a un amigo,
de repente, que efectivamente lo es.
¿Es “misinformation”?
No, es más, en cierto sentido, la fake
news es que NO sea obeso.
Malvinas 1982. ¿Invasión o
recuperación? ¿Cuál es la fake news allí?
¿Interrupción del embarazo o
asesinato del no nacido? ¿Cuál es la fake news?
Entonces “depende de…”. Sí, pero
eso no es relativismo o escepticismo. Sí, depende de nuestras convicciones, cuya
verdad hay que saber defender y cuya defensa y debate es posible sólo en una
sociedad libre, NO en una sociedad donde un gobierno garantice un supuesto “derecho
a la información” cuando precisamente hemos visto que la “información” sin
con-texto es imposible. Y la información con con-texto ya no es
información: es conocimiento.
A partir del 2020, esto llegó al
éxtasis del autoritarismo. La OMS decide qué es falso y verdadero, y los que no
están de acuerdo con la OMS son negacionistas y conspiranoicos, y son
literalmente perseguidos por la justicia, silenciados, apartados de sus cargos,
etc.
La vacuna es segura, la vacuna no
es segura; sí lo es, pero no “suficientemente”, etc……… ¿Por qué no dejamos que
se debata libremente? ¿Cuál es el pánico ante la libre discusión?
Y ahora, el perverso pero coherente
gobierno de Biden ha nombrado a una funcionaria para que “vigile” la “misinformation”,
“ese gran peligro para la democracia”; sí, claro, ese gran peligro para el
Partido Demócrata. Así, ahora, pensar y decir que hay sólo dos sexos, que los
padres deben decidir sobre los contenidos educativos de sus hijos o que la
elección del 2021 es dudosa (y etc.) es “misinformation” y más aún, “domestic
terrorist”. Claro, si Goebbles lo hace está mal pero si lo hace Nina
Jankowicz está bien.
Pero lo terrible no es Biden y su
banda de totalitarios. Lo terrible es que este tema de la mis-information,
las fake news y etc se ha hecho carne en las más nobles carreras de
comunicación y en los más altos niveles científicos y filosóficos, donde mucha
gente de buenas intenciones creen que están haciendo un favor al mundo “vigilando”
la “misinformation”, o sea, vigilando el pensamiento de los que no
piensan como ellos.
Así estamos. Y en esto, como en
tantas cosas, muere Occidente.
3 comentarios:
Muchas gracias ! Es fundamental tomar conciencia de las batallas que esperan a la libertad en lo porvenir. No deje de hacernos pensar..
Es difícil defender el free speech cuando el público quieren fast food. Impecable Gabriel.
Gustavo no podrías haberlo resumido mejor....................
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