Entre los libros más importantes de Mariano Grondona, se encuentra Las condiciones culturales del desarrollo económico[1]. En ese libro, el autor centra su atención en una pregunta a veces desatendida por planteos demasiado institucionalistas o casi constructivistas[2]: ¿cuáles son los valores morales que favorecen el desarrollo? De ninguna manera se ignora en esa pregunta el valor de instituciones como la Democracia Constitucional y la economía de mercado. La cuestión es hasta qué punto puede sostenerse una reforma liberal a largo plazo sin una profunda transformación cultural. El lamentable caso de Chile parece ser una dura lección en ese sentido.
Sin embargo, el libro parece sugerir, muy
indirectamente, la famosa dicotomía de Weber sobre las sociedades protestantes,
cuyo sentido del trabajo es favorable al desarrollo, versus las culturas católicas,
que serían el caso contrario[3].
Para la relación entre Catolicismo y economía de
mercado, el tema es fundamental. Mucho se puede hacer para sostener la no
contradicción entre filosofía cristiana y Escuela Austríaca de Economía, o la
no contradicción entre la Economía de Mercado y la Doctrina Social de la Iglesia.
Pero esa “no contradicción” se queda corta en tanto al tema de los valores
culturales. Sí, se puede demostrar, por ejemplo, que el mercado, in abstracto,
favorece al bien común, o que la propiedad privada es compatible con la
propiedad como precepto secundario se la ley natural, etc. Pero si el
Catolicismo como tal favoreciera horizontes culturales hostiles al comercio (“comercio,
mercado, si, PERO….”) entonces el problema sería grave.
En estas entregas (esta es la primera) intentaremos
conciliar los valores compatibles con el desarrollo con la visión del mundo
católica.
Ante todo, ¿cuáles son esos valores que enumera
Mariano Grondona?
El primero es la confianza en el individuo. No la
ilusión de que la persona ilustrada, como quería Kant[4],
es la base del desarrollo, pero sí la confianza en que los hábitos de trabajo
de cada persona en particular con básicos para el mercado. Esa confianza es la
que implica confiar en sociedades intermedias, fruto de la libre asociación, que
puedan dar realidad al principio de subsidiariedad.
El segundo es la moral media. El mercado libre
responde a incentivos, entre ellos, la seguridad contractual y la
previsibilidad a largo plazo. Para ello, la moral promedio de las personas no
tiene por qué ser heroica. Es la moral media de quienes no son ángeles ni
demonios, ese individuo empático del cual hablaba Adam Smith[5]
pero, a la vez, era también el supuesto de Santo Tomás cuando afirmaba que “la
ley humana se promulga para una multitud de hombres, la mayor parte de los
cuales no son perfectos en la virtud”[6].
Ello no implica, claro está, negar el llamado universal a la santidad, sino
simplemente recordar que la santidad no es condición necesaria para el
funcionamiento del libre mercado.
El tercer valor es la conciencia de que la riqueza
debe crearse. Sí, el destino universal de los bienes supone que Dios ha creado
a la naturaleza física para todos, pero ello no implica que los bienes están
dados directamente por la mano de Dios. No, son escasos, y por ende deben ser
producidos. El mercado es precisamente el mejor sistema para cumplir con el
destino universal de los bienes, porque brinda incentivos suficientes para su producción.
El cuarto es que la competencia es un proceso de
cooperación. Mercado y cooperación social son casi lo mismo[7].
Lo contrario de la cooperación entre los seres humanos no es el mercado, sino
la guerra. “Guerra comercial”, por ende, es una contradicción en términos.
Competir los unos con los otros en cuando a nuestras habilidades es un deber
moral. Para cada tarea debe seleccionarse al más idóneo. Ello es necesario para
el bien común.
El quinto es el valor de la justicia para la
producción. La justicia no es sólo distributiva. Hay también una ética de la
producción y una justicia básica en el acto de producir. Por eso la propiedad,
el contrato, la libre competencia, son justas. Y muy justas. La distribución implica
repartir un presupuesto fijo. Para ello tiene que haber justicia distributiva,
sea el presupuesto de una familia, de un club, de una universidad o el que fije
el congreso para el gasto público. Pero nada de ello existiría sin la justicia
de la producción.
El sexto es el valor moral de la utilidad. La
dicotomía entre el deontologismo y el consecuencialismo no favorece al
desarrollo, porque se pierde el valor moral de lo que es útil al proceso
productivo. En Santo Tomás la propiedad era un precepto secundario precisamente
porque era útil. Temas como la libertad de precios o salarios tienen que ver
con su utilidad. Si negamos de ello el valor moral, la moral sería monopolio de
todo lo que NO es el mercado.
Séptimo, hay usos y costumbres que son esenciales para
el desarrollo. La, prolijidad, el amor al trabajo bien hecho,
la puntualidad, la cortesía, el respeto a los contratos y a las promesas, el
orden, la limpieza, son todos valores que favorecen las relaciones rectas y de
confianza mutua entre oferentes y demandantes, donde entre mercado y valores
hay por ende un círculo virtuoso.
Octavo,
el valor del tiempo futuro. El ahorro, la previsibilidad, como contrarios al
derroche y a la ostentación del gasto, son, contrariamente a lo que se piensa
habitualmente, valores de mercado. El consumismo no favorece al libre mercado.
La frugalidad, el ahorro, en cambio, son valores capitalistas.
Noveno,
la felicidad es compatible con la racionalidad. Esta es una herencia de
Aristóteles. La felicidad no consiste en el placer irracional ni en el cumplimiento
sacrificado y triste del deber. Es cumplir con lo debido porque lo debido surge
de nuestro proyecto personal, de la empresa de ser nosotros mismos. Las
empresas salen adelante cuando llevan adelante la marca personal, la vocación.
Racionalidad y virtud van en ese sentido de la mano.
Décimo,
la autoridad no radica en una persona. La autoridad no es le gran líder, ni Pedro,
ni Pablo, ni Juan. La autoridad es la ley, en tanto Estado de Derecho. El que
está habituado al mercado no obedece a una persona, obedece a la ley, que es lo
que garantiza el funcionamiento del mercado.
Once,
el mundo es el propio mundo. La virtud no es salvar al mundo mientras no sé ni
cómo limpiar mi habitación. La virtud es no creerse Dios y ocuparse, cada uno,
de su empresa, de su trabajo, de su profesión, de cada parte del bien común. El
mundo sería mejor si cada uno se dedicara a cuidar su jardín, decía Adam Smith,
con profunda sabiduría. Los salvadores del mundo son los que lo arruinan.
Pero
todo eso, ¿es compatible con las culturas católicas? ¿Es compatible con el
valor del trabajo existente en culturas anglosajonas? ¿Cómo entra en todo esto
el problema de Max Weber?
Seguiremos
con todo ello en la segunda entrega.
[1]
Ariel-Planeta, Buenos Aires, 1999.
[2]
El constructivismo criticado por Hayek es la suposición de que se pueden
construir las sociedades como si fueran máquinas, más allá de las tradiciones
existentes.
[3]
Nos referimos a la famosa tesis de Weber en El espíritu protestante y el
origen del capitalismo (1904), FCE, 2003.
[4]
Nos referimos a su famoso opúsculo Qué es la Ilustración.
[5]
En su famosa obra La teoría de los sentimientos morales.
[6]
I-II, Q. 96, a. 2.
[7]
Es la tesis central de la filosofía social de Mises, desarrollada especialmente
en Liberalismo y en el cap. VII de La Acción Humana.
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