(Del
punto 3 del cap. 7 de mi libro “Judeo-cristianismo,
civilización occidental y libertad”).
Ha
sido evidente que a lo largo de todo este libro hemos tratado de aclarar qué
cosas son opinables en relación a la Fe y por eso, cuando algunas
intervenciones especiales del Magisterio se inclinaban por un tema opinable que
nos favorecía, hemos aplicado la categoría de “acompañamiento” para respetar la
libertad de opinión del católico. Ya nos hemos referido a ello y en ese sentido
no habría más nada que agregar.
Sin
embargo, si estamos hablando de la recuperación del laicado, este es uno de los
temas más graves desde fines del s. XIX hasta este mismo año (2018) y lo
seguirá siendo, temo, muchos años más, y constituye uno de los problemas más
graves de la Iglesia.
3.1. El tema en sí mismo
La
cuestión en sí misma no debería presentar ningún problema. Es obvio que “…Lo
sobrenatural no debe ser concebido como una entidad o un espacio que comienza
donde termina lo natural “, pero ello implica justamente que el ámbito de las realidades temporales debe ser
fermentado directamente por los
laicos e indirectamente por la
jerarquía a través del magisterio que le es propio (me refiero a obispos y al
Pontífice). Es obvio también que aunque lo natural sea elevado por la Gracia,
ello no borra la distinción entre lo sacro, en tanto el ámbito propio de los
sacramentos, y lo no sacro, donde puede haber sacramentales pero según las
disposiciones internas de los que los reciban.
En
ese sentido, puede haber, a lo largo de los siglos, una enseñanza social de la
Iglesia en tanto a:
a)
Los preceptos primarios
de la ley natural que tengan que ver con temas sociales (como por ejemplo el
aborto)
b)
Los preceptos
secundarios de la ley natural en sí mismos, donde se encuentran los grades
principios de ética social (dignidad humana, respeto a sus derechos, bien
común, función social de la propiedad, subsidiariedad, etc.) con máxima
universalidad, sin tener en cuenta las circunstancias históricas concretas.
El magisterio actual ha
aclarado bastante sus propios niveles de autoridad sobre todo en la Veritatis splendor[1] y Sobre la vocación eclesial del teólogo[2].
Tanto a como b pueden ser señalados por el magisterio ya sea positivamente
(afirmando esos grandes principios) o negativamente, cuando advierte o condena
sistemas sociales contradictorios con ellos (como fueron las advertencias
contra los estados y legislaciones laicistas del s. XIX, o las condenas contra
los totalitarismos en el s. XX).
Ahora bien, hay otras
cuestiones sociales que no se desprenden directamente
de a y b. ESE es el ámbito “opinable en relación a la Fe”: opinable no porque no pueda haber ciencias o filosofía social sobre ellos, sino porque
esas ciencias y-o filosofías sociales corresponden a los laicos y no se desprenden directamente de las Sagradas Escrituras, la Tradición o el
Magisterio de la Iglesia.
A partir de lo anterior
se desprende deductivamente que esos ámbitos opinables son:
a) El
estado de determinadas ciencias o conocimientos sociales en una determinada
etapa de la evolución histórica;
b) la
evaluación de una determinada circunstancia histórica a partir de a,
c) la
aplicación prudencial de los principios universales a una situación histórica
específica, a la luz de a y b.
Ejemplo: nuestros
conocimientos actuales sobre democracia constitucional (a); el diagnóstico de
la falta de instituciones republicanas en América Latina (b); las propuestas de
reforma institucional para América Latina (c).
Todo lo cual muestra
toda la hermenéutica implícita cada
vez que hablamos de estos tres niveles en los temas sociales, y por ende la
ingenuidad positivista de recurrir a “facts”
para estas cuestiones.
3.2. ¿Señaló
el Magisterio este ámbito de opinabilidad?
Por
un lado, si. Los textos son
relativamente claros:
a) León
XIII, Cum multa, 1882: “... también
hay que huir de la equivocada opinión de los que mezclan y como identifican la religión
con un determinado partido político, hasta el punto de tener poco menos que por
disidentes del catolicismo a los que pertenecen a otro partido. Porque esto
equivale a introducir erróneamente las divisiones políticas en el sagrado campo
de la religión, querer romper la concordia fraterna y abrir la puerta a una
peligrosa multitud de inconvenientes”.
b) León
XIII, Immortale Dei, 1885: “Pero si
se trata de cuestiones meramente políticas, del mejor régimen político, de tal
o cual forma de constitución política, está permitida en estos casos una
honesta diversidad de opiniones”.
c) León
XIII, Sapientiae christianae, 1890: “La
Iglesia, defensora de sus derechos y respetuosa de los derechos ajenos, juzga
que no es competencia suya la declaración de la mejor forma de gobierno ni el
establecimiento de las instituciones rectoras de la vida política de los
pueblos cristianos”…. “...querer complicar a la Iglesia en querellas de
política partidista o pretender tenerla como auxiliar para vencer a los
adversarios políticos, es una conducta que constituye un abuso muy grave de la
religión”.
d) León
XIII, Au milieu des sollicitudes, 1891:
“En este orden especulativo de ideas, los católicos, como cualquier otro
ciudadano, disfrutan de plena libertad para preferir una u otra forma de
gobierno, precisamente porque ninguna de ellas se opone por sí misma a las
exigencias de la sana razón o a los dogmas de la doctrina católica”.
e) Pío
XII, Grazie, 1940: “Entre los
opuestos sistemas, vinculados a los tiempos y dependientes de éstos, la Iglesia
no puede ser llamada a declararse partidaria de una tendencia más que de otra.
En el ámbito del valor universal de la ley divina, cuya autoridad tiene fuerza
no sólo para los individuos, sino también para los pueblos, hay amplio campo y
libertad de movimiento para las más variadas formas de concepción políticas;
mientras que la práctica afirmación de un sistema político o de otro depende en
amplia medida, y a veces decisiva, de circunstancias y de causas que, en sí
mismas consideradas, son extrañas al fin y a la actividad de la Iglesia”.
f) Vaticano
II, Gaudium et spes, 1965: “Muchas veces sucederá que la propia concepción
cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada
solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho,
que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto
de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de
la intención de ambas partes, muchos tienen fácilmente a vincular su solución
con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está
permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la
Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero,
guardando la mutua caridad y la solicitud primordial pro el bien común”.
g) Juan
Pablo II, Centesimus annus, 1991: “Es superfluo subrayar que la consideración atenta del
curso de los acontecimientos, para discernir las nuevas exigencias de la
evangelización, forma parte del deber de los pastores. Tal examen sin embargo
no pretende dar juicios definitivos, ya que de por sí no atañe al ámbito
específico del Magisterio”.
Podríamos citar algunos textos más, pero, como vemos, la
noción en sí misma de lo opinable es clara.
3.3. Pero
por el otro lado...
Pero, sin embargo, habitualmente las cosas no han sido tan
claras. Los textos pontificios sobre temas sociales están inexorablemente
adheridos a las circunstancias históricas, a su interpretación según criterios
de la época y a recomendaciones y aplicaciones en sí mismas prudenciales. Nadie pide que no sea así, el problema
es que los pontífices no se han caracterizado por aclararlo bien. Y no
porque “se descuenten los principios hermenéuticos de interpretación
teológica”. Hemos visto que, comenzando por el tema político, Gregorio XVI y
Pío IX unieron indiscerniblemente a
la recta condena de los estados
laicistas con el intrínsecamente contingente
régimen de ciudadanía = bautismo, que tantos problemas trajo para la posterior
declaración de libertad religiosa. Hemos visto cómo ello fue aprovechado por
los católicos que apoyaron a Mussolini (comenzando por Pío XI) y Franco, que
tuvieron el atrevimiento de presentar eso
como “doctrina social de la Iglesia”. Hemos visto cómo ese error comenzó a
remontarse desde Pío XII en adelante, cómo este último tuvo que “acompañar” al
surgimiento de las democracias cristianas de la post-guerra europea precisamente
porque desde ese error se pretendía condenar por hereje al que pensara lo
contrario. Hemos visto que el mismo, clerical e integrista error siguió en Lefebvre
y pasa luego, de peor modo, a la horrorosa mezcolanza que hacen los teólogos de
la liberación entre el comunismo de los medios modernos de producción y el
“pueblo de Dios”. Hemos visto cómo Benedicto XVI tiene que salir a aclarar qué
es lo contingente y qué es lo esencial, y cómo tuvo que “acompañar” nuevamente
a los elementos más contingentes de la modernidad católica, para ver si la
institucionalidad republicana penetraba en la mente de los integristas católicos de derecha o izquierda, y hemos visto que
casi nadie lo escuchó ni lo entendió. Y
todo eso por no haber distinguido en su momento lo opinable
de lo que no lo era.
En el
plano económico, temas que son intrínsecamente opinables en relación a la Fe,
han pasado a ser parte de una especie de pensamiento único que todo católico
debería aceptar so pena de ser un mal católico entre aquellos que recitan de
memoria las encíclicas. La
leyenda negra de la Revolución Industrial, desde León XIII en adelante; el
capitalismo liberal como el imperialismo internacional del dinero, desde Pío XI
en adelante; un programa casi completo de política económica, en la última
parte de la Mater et magistra de Juan
XXIII; la redistribución de ingresos y la llamada justicia social, desde Pío XI
en adelante; la teoría del deterioro de los términos de intercambio, desde
Pablo VI en adelante, y así… hasta hoy. Para
colmo gran parte de esas encíclicas son redactadas por asesores que así
convierten sus personales opiniones
(que deberían haber sido debatidas académicamente) en “Doctrina social de la
Iglesia”. La situación no se
solucionó porque San Juan Pablo II haya hablado de economía de mercado en la Centesimus annus: era obvio que fue un
párrafo incrustado por un asesor desde fuera del pensamiento real de Karol
Wojtyla, que, por ende, ni él se lo creyó. Y además tampoco la solución pasaba
porque entonces la economía de mercado pasara a ser, sin distinciones, otro
tema opinable convertido en no
opinable…
El
problema NO consiste en que un católico considere que todas esas cosas son
verdaderas. El problema es que desde los pontífices para abajo, sin casi
distinciones y aclaraciones, se consideran parte de la cosmovisión católica de
la vida. O sea, el problema NO consiste en que un católico, sea el pontífice o
Juan católico de los Palotes, opine así, el problema es que lo piense como
cuasi-dogma social. Ese es el problema.
3.4. ¿Por qué? Diagnóstico
¿Pero por qué ha sucedido esto? Fundamentalmente por dos razones.
Primera: en el plano político y económico, los pontífices no han dejado de gobernar. Fueron casi
17 siglos de clericalismo. La desaparición forzada de los estados pontificios
los dejó sin territorios pero sí con el arma moral de la conciencia de los católicos.
Y abusando de su autoridad pontificia –un problema previsto por Lord Acton– no
sólo condenaron rectamente lo que tenían que condenar, sino que además cada uno
de ellos propuso su “plan de gobierno” en encíclicas que comenzaron a llamarse
“Doctrina social de la Iglesia”. Cuidado, no digo que ello no haya sido
históricamente comprensible o que en esos “gobiernos” no haya habido cosas
buenas aunque opinables. Lo que digo es que, al excederse de los tres temas
señalados como no opinables, “gobernaban” en lo contingente, según visiones
también contingentes, y lo peor es que su territorio era el mundo entero.
En un mundo paralelo imaginario, los pontífices deben tener
la “denuncia profética” de la injusticia a nivel social, rechazando lo que sea
contradictorio con la Fe y la moral católicas, pero las cuestiones afirmativas
–qué sistema social seguir, qué hacer in concreto- deben ser dejadas a los
laicos, que, por ende, tendrían opiniones diferentes entre ellos, ninguna
“oficialmente católica”. Pero no: los pontífices, hasta hoy, hablaron y hablan
sencillamente de todo y prácticamente presentan todo ello como obligatorio para
el laico. Y no como la filosofía, que habla “de todo” pero desde las causas
últimas y los primeros principios. Hablan de todo en cuanto concreto: opciones
concretas, interpretaciones concretas, de política y economía, desde los
sistemas concretos de redistribución de ingresos, pasando por la política
exterior, monetaria, fiscal, agrícola, industrial, cambio climático, medio
ambiente, seguridad, etc. Hasta hoy. El famoso “Compendio de Doctrina Social de
la Iglesia” (op.cit.) es un buen
ejemplo: prácticamente no hay tema que no esté allí contemplado, y entregado al
laico como “tome, esto es lo que tiene que pensar y decir”.
La segunda razón es
el radical desconocimiento del ámbito propio de la ciencia económica, esto es,
las consecuencias no intentadas de las acciones humanas. Casi todos los
documentos pontificios están escritos desde el paradigma de que si hubiera
gobiernos cristianos, y por ende “buenos”, ellos redistribuirían la riqueza, que se da por supuesta; ellos
implantarían la justicia con diversas medidas intervencionistas cuyas consecuencias no intentadas no se
advierten. El mal social proviene de personas malas, no católicas, que
defienden la maldad de un sistema liberal que sólo puede ser defendido desde el
horizonte de la defensa de los intereses del capital.
Con ello, ¿qué lugar queda para la economía como ciencia?
Ninguna, excepto la del contador que hace las cuentas para el obispo. Como
mucho, un laico sabrá de diversos “tecnicismos”, pero las grandes líneas de
gobierno ya están planteadas porque, frente al paradigma anterior, no hay
economía como ciencia sino más bien gobiernos buenos, que harán caso a las
encíclicas, o gobiernos malos, que no. Y punto.
Pero la realidad de la escasez no es así. Como hemos visto
cuando analizamos a los escolásticos, las medidas supuestamente “buenas” de los
gobiernos tienen consecuencias no
intentadas por el “buen” gobernante. Los precios máximos producen escasez; los
mínimos, sobrantes; los salarios mínimos producen desocupación; el control de
la tasa de interés, crisis cíclica; el control de alquileres, faltante de
vivienda; las tarifas arancelarias, monopolios legales e ineficiencia, la
emisión de moneda, inflación, y la socialización de los medios de producción,
imposibilidad de cálculo económico. Siempre
es así pero siempre se vuelven a hacer las mismas cosas suponiendo que alguna
vez un gobernante “más bueno”, “más lector del magisterio”, lo va a hacer “bien”.
Y el que piense lo contrario desconoce o desobedece a “la doctrina social de la
Iglesia”; por ende es un mal católico y un manto de silencio lo cubre en
ambientes eclesiales, como un cadáver al cual se le cubre caritativamente el
cuerpo.
Mientras no se
tenga conciencia de esto, los pontífices
seguirán hablando como si la economía dependiera de las solas y
bienintencionadas órdenes de los gobernantes cristianos, escritas por ellas en
sus encíclicas sociales.
3.5. ¿Cuáles son las consecuencias de todo esto?
Son desastrosas, por supuesto. Comencemos por la primera: la
des-autorización del magisterio pontificio.
De igual modo que, a mayor emisión de oferta monetaria, menor
valor de la moneda, a mayor cantidad de temas tratados, menor valor. O sea, se
ha producido una inflación de magisterio pontificio en temas sociales[3],
en cosas totalmente contingentes, que deberían ser tratadas por los laicos. Con
lo cual se ha violado el principio de subsidiariedad en la Iglesia: el
pontífice no debe hacer lo que los obispos pueden hacer, y los obispos no deben
hacer lo que corresponde a los laicos. La invasión directa de la autoridad del pontífice en temas laicales implica que
el pontífice se introduce cada vez más en lo más concreto, donde ha más
posibilidad de error[4].
De igual modo que los preceptos secundarios de la ley natural demandan una
premisa adicional que no está contenida en los preceptos primarios, mucho más
cuando de los primarios y secundarios se pasa a cuestiones políticas y
económicas irremisiblemente históricas y prudenciales.
Ante esta inflación de magisterio pontificio, se produce un
efecto boomerang. Es imposible una estadística, pero algunos –ya jerarquía o
laicos– no tienen idea de lo que ocurre ni les interesa. Otros, guiados por un
sano respeto al magisterio, repiten todo, desde la Inmaculada Concepción hasta
la última coma de la entrevista del Papa en el avión sobre las marcas
dentífricas. Eso produce un caos total, porque los laicos, inconscientemente,
van adaptando una multitud cuasi-infinita de párrafos pontificios a su
ideología opinable concreta, y van armando una Doctrina Social de la Iglesia a
la carta que luego además se echan los unos a los otros con acusaciones mutuas
de infidelidad al magisterio. Ante este caos, muchos finalmente optan por decir
lo que quieren ante un magisterio que en el fondo se ha metido en lo que no le
corresponde. Otros, finalmente, en
silencio, obedecen al magisterio en sus ámbitos específicos y mantienen en
reserva mental (y en silencio) su posición en temas opinables.
Lo que ha sucedido también es el avance de teologías de
avanzada en temas sociales y dogmáticos. Esto ya fue visto por Pío XII, en su
famosa Humani generis, con el intento
de frenarlo[5]. Pero no pudo. Esas teologías
habitualmente desobedecen al Magisterio en todo lo que sea fe y costumbres pero
lo siguen cada vez que el Magisterio avanza en temas sociales más para la
izquierda. Así, en los 60’ y los 70’, los teólogos de la liberación proclamaban
exultantes a la Populorum progressio mientras
ocultaban y silenciaban a la Humanae
vitae y al Credo del Pueblo de Dios. Y
así sucesivamente. Y con ello se ha producido una especie de consenso, un casi
pensamiento único en la Iglesia, ante el cual, si eres un teólogo o pensador
católico “de avanzada”, dices absolutamente lo que quieres en temas de Fe y
costumbres, pero en cambio sigues a pie de juntillas el plan más estatista establecido
en la Populorum progressio, en las
Conferencias episcopales latinoamericanas y en las primeras dos encíclicas
sociales de Juan Pablo II[6].
Eso sí: sobre esto, entonces, ya no hay
libertad de opinión. Si no sigues al los nuevos dogmas estatistas, entonces sí que
estás excomulgado. O sea, en lo opinable, pensamiento único; en Fe y costumbres,
lo que quieras.
Todo esto es un caos, del cual no se ha salido en absoluto. El laicado, ante esto, ha quedado, o
totalmente indiferente, con lo cual lo que digan los pontífices en temas de Fe
y costumbres ya no importa, o totalmente clerical, integrista y dividido. Cada
grupo se ha armado su propia versión de la Doctrina Social de la Iglesia, sin
conciencia de lo opinable, cortando y pegando los párrafos que les convienen
–porque la cantidad de párrafos en los asuntos contingentes es tan amplia que
da para ello– y acusando al otro grupo de infidelidad a la Iglesia.
La corrección de todo esto va a tardar mucho. Pero los laicos no deberían pedir a los
pontífices expedirse en temas contingentes, ni estos últimos deberían hablar
sobre esos temas. La cuestión ya no pasa por interpretar lo que dijo Pablo
VI sobre comercio internacional: la cuestión pasa por reconocer que
sencillamente no debería haber dicho
nada. La cuestión ya no pasa por interpretar los párrafos de Juan XXIII
sobre industria, comercio e impuestos: la
cuestión es que no debería haber dicho sencillamente de eso, igual que San
Josemaría Escrivá de Balaguer, que nunca invadía los ámbitos propios de los
laicos.
La solución del famoso tema de la economía de mercado no
pasa, por ende, por tener un Papa que bendiga y eche agua bendita a las teorías
del mercado. La cuestión pasa por callar y dejar actuar y pensar a los laicos.
Establecidos principios muy generales como propiedad y subsidiariedad, hasta dónde llega la acción del estado es
materia de libre discusión entre los laicos. Si un laico basado en Keynes
está de acuerdo con una política monetaria activa y yo, basado en Mises, estoy
de acuerdo con el Patrón Oro, la solución del problema no pasa porque venga un
Papa “aurífero”. Yo no necesito que el
Papa se pronuncie en ese tema. En ese tema, y en la mayor parte de los termas,
que se calle y que deje actuar a los laicos. Así de simple. Y cuando los
laicos opinen, que no tengan párrafos diversos del magisterio para sacralizar, clericalizar
su posición y echársela por la cabeza al laico que piensa diferente.
Así, cuando Roma hable, será
importante. Así, cuando Roma hable, será porque verdaderamente hay que
confirmar en la Fe. Así, cuando haya un concilio ecuménico o una encíclica,
será sobre temas de Fe y no sobre cuántos impuestos haya que cobrar o cuántas
empresas haya que estatizar o privatizar. Pueden los pontífices “acompañar” a
una cuestión temporal legítima, si –como sucedió y sucede– un pontífice anterior
y/o los laicos la hubieran convertido en una herejía, para dejar lugar a la
libertad de los laicos en ese tema. Exactamente como tuvo que hacer Pío XII con
la democracia constitucional. Pero ese “acompañamiento” debería ser la
excepción y no la regla.
Para que todo esto pase de la potencia al acto, se necesitan
nuevas generaciones, formadas en todo esto, capaces de hacer y vivir estas
distinciones. No sabemos cuándo y cómo puedo ello ocurrir. Los tiempos de la
Iglesia son de Dios. Humanamente, un cambio así de hábitos intelectuales puede
tardar cientos de años.
[1]
http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_06081993_veritatis-splendor.html.
[2]http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_19900524_theologian-vocation_sp.html.
[4]
Santo Tomás explica perfectamente el
grado de falibilidad mayor a medida
que vamos descendiendo en las circunstancias concretas de una conclusión
moral-prudencial: “…Por tanto, es manifiesto
que, en lo tocante a los principios comunes de la razón, tanto especulativa
como práctica, la verdad o rectitud es la misma en todos, e igualmente conocida
por todos. Mas si hablamos de las conclusiones particulares de la razón
especulativa, la verdad es la misma para todos los hombres, pero no todos la
conocen igualmente. Así, por ejemplo, que los ángulos del triángulo son iguales
a dos rectos es verdadero para todos por igual; pero es una verdad que no todos
conocen. Si se trata, en cambio, de las conclusiones particulares de la razón
práctica, la verdad o rectitud ni es la misma en todos ni en aquellos en que es
la misma es igualmente conocida. Así, todos consideran como recto y verdadero
el obrar de acuerdo con la razón. Mas de este principio se sigue como
conclusión particular que un depósito debe ser devuelto a su dueño. Lo cual es,
ciertamente, verdadero en la mayoría de los casos; pero en alguna ocasión puede
suceder que sea perjudicial y, por consiguiente, contrario a la razón devolver
el depósito; por ejemplo, a quien lo reclama para atacar a la patria. Y esto ocurre
tanto más fácilmente cuanto más se desciende a situaciones particulares, como
cuando se establece que los depósitos han de ser devueltos con tales cauciones
o siguiendo tales formalidades; pues cuantas más condiciones se añaden tanto
mayor es el riesgo de que sea inconveniente o el devolver o el retener el
depósito” (Suma Teológica, I-II, q.
94 a. 4 c).
[5]Véase:
http://w2.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf_p-xii_enc_12081950_humani-generis.html.
[6]
Nos referimos a Laborem exercens y Sollicitudo rei sociales. Cuando salió Centesimus annus, oh casualidad, los
ultra pro-Juan Pablo II callaron repentinamente…
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