(Hoy presentamos su libro LIBERTAD ECONÓMICA, CAPITALISMO Y ÉTICA CRISTIANA
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Mis maestros, en cambio,
inicialmente eran los grandes economistas del Ordoliberalismo (o
«Neoliberalismo» en el sentido clásico y no difamador de la palabra) como
Walter Eucken, Wilhelm Röpke o Ludwig Erhard. Pero más tarde iba descubriendo
cada vez más tanto sus límites como la mayor sabiduría humana, social y
económica de la llamada «Escuela Austriaca de Economía» (o «Escuela de Viena»),
con sus más conocidos representantes Ludwig von Mises y Friedrich A. von Hayek
(premio Nobel de Economía en 1974), sin olvidar sus discípulos y representantes
posteriores y actuales como Murray N. Rothbard, Israel Kirzner, Jesús Huerta de
Soto, y tantos otros. Desde su fundador Carl Menger y su primer gran discípulo
Eugen von BöhmBawerk, esta escuela se caracterizó por su profunda unión
–verdadero humanismo– de economía, antropología, ética y filosofía social. Con
su enfoque en el hombre que actúa y sus variadas y múltiples preferencias
subjetivas (lo que no quiere decir «subjetivismo») y en el papel innovador y
creativo del empresario en un mundo imperfecto, inevitablemente caracterizado
por desequilibrios, asimetrías e imperfecciones de información y conocimiento,
ellos y sus discípulos son los que –esta es mi convicción– han mejor captado la
esencia de la economía de mercado como sistema de coordinación social,
mutuamente beneficioso –en la medida que no está distorsionado por
intervenciones del Estado–, y como «proceso de descubrimiento» y de innovación
que remunera el empresario y el capitalista exactamente en la medida en que
crea riqueza y aumento de bienestar para todos. Los «Austriacos» han
comprendido también mejor que otros –así me parece– la causa del posible
malfuncionamiento del mercado, sobre todo de los temidos
ciclos coyunturales de booms y recesiones: la causa es el sistema monetario
monopolista e inflacionista, otro ejemplo de intervencionismo distorsionador
del Estado en los procesos de mercado con su continua tendencia a la expansión
crediticia desordenada, orientada solamente hacia la ganancia rápida de los
bancos, una invitación al «capitalismo del casino» que causa booms basados en
inversiones malas, que después tendrán que ser corregidas con las consiguientes
dolorosas recesiones. Finalmente, son ellos, los economistas «austriacos», que
saben explicar –con lógica impecable me parece– la imposibilidad, y lo
pernicioso, del intento de planificar, dirigir o construir la economía a través
de los instituciones estatales, un intento que necesariamente fracasa por
implicar el «conceit of knowledge», la «arrogancia del saber». En realidad,
solamente el mercado «sabe», es decir, contiene la información necesaria, pero
dispersa entre una casi infinita multitud de actores económicos e incapaz de
ser centralizada, para que la acción económica, en definitiva: la acción
empresarial, pueda ser innovadora y beneficiosa para todos y así cooperar al
bien común. No es una casualidad que, mientras la crisis financiera del 2008
cogió por sorpresa prácticamente a todos los economistas del «mainstream», fueron
casi únicamente los representantes de la «Escuela Austriaca» quienes la
predijeron ya años antes como un acontecimiento que iba necesariamente a venir
como consecuencia de las políticas monetarias y fiscales intervencionistas de
aquellos años. (Es más, siendo un economista muy joven, F. A. Hayek, después de
un viaje por los Estados Unidos, y en base a lo que aprendió de su maestro
Ludwig von Mises y desafiando las teorías monetarias del entonces prominente
economista Irving Fisher,
pronosticó con pocos meses de antelación el crash bursátil de octubre de 1929 y
esto en contra de todo lo que decían los expertos de aquel tiempo; Irving
Fisher perdió en 1929 toda su fortuna después de haber declarado poco antes del
crash que el índice Down Jones nunca más en la historia caería por debajo del
nivel de entonces. Para mí, filósofo que intenta hacer juicios morales
«económicamente ilustrados», todo eso es señal significativa de que quizás son
ellos, los economistas «austriacos», quienes han entendido mejor que otros cómo
el mundo de la economía funciona para el beneficio de todos, incluso de los más
pobres: dejando riendas libres a la dinámica creadora y enriquecedora del
capitalismo y de las fuerzas del libre mercado –de la creatividad empresarial–,
sin continuas manipulaciones monetarias inflacionistas y limitando a un mínimo
estrictamente necesario el poder indispensable pero siempre peligroso del
Estado (y de los políticos y de las burocracias creadas por ellos). Como
filósofo católico y como sacerdote, siempre tuve la convicción de la necesidad
de una seria formación económica tanto del filósofo moral como de los que se
ocupan de Teología moral y, en concreto, de la Doctrina social. Sin esta
formación, el discurso ético, teológico y de doctrina social –incluyendo
principios como el de la propiedad privada, de la subsidiariedad, de la
solidaridad como virtud moral del ciudadano– se queda fácilmente en un nivel de
puros sueños, con la ilusión engañadora de poder formar –«construir»– el mundo
social según unos bellos principios morales sin respetar la lógica y las leyes
propias presentes en los hechos fundamentales de la economía. Esta lógica y
estas leyes económicas no son de índole «material» o incluso «materialista»;
son profundamente humanas, son leyes del espíritu humano.
Es la lógica y son las leyes del hombre, ser finito y falible, pero racional y
que actúa en un mundo imperfecto cuyos recursos son escasos, pero que pueden
ser usados para enriquecer a todos de manera progresiva a condición de que se
utilicen según aquella sabiduría práctica que se llama «economía». Su estudio
es una ciencia profundamente humana, práctica y social que en una sana ética
social no puede faltar y cuyo desconocimiento puede causar daños graves al bien
común a la hora de la actuación política, social e incluso pastoral. Pero esta
ciencia hace ya casi un siglo que no se enseña más en nuestras Universidades.
Por esto me parece tan importante recordarla aunque en un primer momento puede
ser que los que lo hacen parezcan personas que no son de este mundo y que viven
en otro siglo. Sin embargo, podría también ser el caso que ellas sean las
personas del futuro.
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