Siempre me he hecho
esta pregunta. Siempre juego con que yo soy un marciano, pero claro, hay que
ver los orígenes.
No sé por qué, a
medida que pasan los años –murió en 1991- la imagen que más recuerdo es la de
los días en los cuales volvía temprano de La Nación –eso era más o menos 9 de
la noche-, se dejaba la corbata puesta, se ponía su “saco fumar” y se sentaba a
leer a Pirandello, a Chejov, a Collete, a Unamuno, mientras mamá –una pianista eximia, una
coreuta con oído absoluto- terminaba de preparar la cena. Entretanto él seguía
con su libro y con sus discos 33 de música clásica, la única que escuchaba,
preferentemente pianistas como Rubinstein, Gulda o Horowitz. Luego así,
imperturbable, con la misma corbata y el mismo saco, se sentaba a cenar en la
cabecera. Era muy afectuoso, sí, tenía una sonrisa pícara que compensaba su
solemnidad, pero era como sentarse a cenar con Churchill.
¿De dónde salió ese
caballero inglés en la Argentina? ¿De dónde salió esta combinación de Unamuno,
Marías, Scciaca y C.S. Lewis? Mi padre superaba al chiste. No es que era un
argentino que era italiano, hablaba Español y se creía inglés. Era inglés.
Cómo, no lo sé. ¿Alguna nave extraterrestre abdujo a mi abuela en 1927?
Conocía
perfectamente a la literatura española y argentina, había leído de primera
fuente a constructores de países como Mitre o Sarmiento, pero cómo llegó él
solo, a enamorarse de los EEUU, no lo sé.
El asunto es que
nuestra familia era un mundo cultural propio que giraba entre Roma,
Philadelphia y Buenos Aires. En la primera estaban tres hermanas de mamá, en la
segunda dos hermanas de mi abuelo materno, que fundaron toda la rama
norteamericana, y en ese otro extraño lugar del mundo, exiliados, estábamos
nosotros.
El marco de
referencia eran EEUU e Italia. Cuando mataron a Robert Kennedy yo tenía ocho
años y mis padres lloraban amargamente. Yo subí al micro escolar, en un lejanísimo
lugar llamado Ituzaingó, diciendo “mataron a Kennedy, mataron a Kennedy”, y
comencé a descubrir entonces qué significaba vivir en otro planeta.
No levantaba nunca
la voz. No pronunciaba regionalismos. No tenía los juegos del lenguaje del
porteño. No usaba el che. Hablaba el
Español de Ortega y Gasset y de Unamuno.
Escribía un Español impecable sin
corregir una sola vez, de primera mano, en tiempos donde no había Word ni nada
por el estilo. Caminaba con un paso parecido al de Patton o de Gaulle. Era un aristócrata. Una vez el hijo medio loco,
yo, le dije que Chejov era el piloto de Viaje a las Estrellas. Ni siquiera
respondió. Mi miró con afecto, pero como quien mira a un irredimible.
La casa, para él,
era su castillo, y él su señor. En la casa no entraba el exterior. No entraba
lo mundano. “Afuera vas a escuchar muchas cosas”, me dijo una vez. “Pero en
esta casa, no”. El no lo sabía, pero al entrar nos teníamos que sacar el mundo,
como los japoneses los zapatos. La casa era su templo, y la intimidad de su
hogar, su sagrario.
Era inmune a otras
influencias. Guiraldes, Hernández, Estrada, sí entraban a casa. Nos llevó dos
veces, a Pablo y a mí, a San Antonio de Areco a ver la estancia de Guiraldes.
Fue mi máximo contacto con Argentina. Pero la televisión de los 70, no, y menos
el cine argentino de entonces. Olmedo y Porcel eran para él el ejemplo máximo
de la decadencia cultural. La chabacanería era para él una perversión
inconcebible. Y los pobres Les Luthiers le parecían algo tan terrible como reírse de
la liturgia un Viernes Santo.
Era un liberal
orteguiano, un severo crítico al nacionalismo, un admirador de las formas
republicanas: en el fondo, era un iluminista. Fue maestro normal nacional 10
años y verdaderamente fue para él un sacerdocio. Sólo desde allí pudo criticar
luego al positivismo pedagógico. El
peronismo y el sindicalismo argentino eran para él peor que cualquier pecado
mortal. Propuso seriamente eliminar la obligatoriedad de los planes estatales
de enseñanza, en la Argentina de los 80. Malvinas le pareció un horror.
Alfonsín era para él la izquierda absoluta. No sé si hubiera resistido ser
testigo de la Argentina posterior.
Era católico, pero
la izquierda de los “sacerdotes para el tercer mundo” sencillamente lo
destrozó.
De dónde, de dónde
salió. ¿Será la Argentina sólo un caos informe del cual puede salir tanto mi
padre como un Moyano? ¿Será eso o nada más que la infinita combinatoria casual
del humano devenir?
Se quedó muy solo.
Los católicos, aferrados al sistema de incorporación por gestión propia, no lo
entendieron nunca. La izquierda le agradeció poniéndole una bomba en su (nuestra)
casa de Ituzaingó. Los militares pensaron que por eso era uno de ellos, hasta
que se dieron cuenta que tampoco. Los liberales de la Escuela Austríaca lo
conocieron muy tarde. Tuvo muchos amigos y discípulos, pero su Instituto de Investigaciones Educativas fue discontinuado después de su muerte.
De dónde, de dónde
salió. Y yo, recién ahora estoy sólo a la altura de sus zapatos. Y recién ahora
podría hablar realmente con él.
3 comentarios:
Qué buena historia. Estuve al lado de tu padre. Muy parecido al mío.
De qué planeta habrán salido? Un abrazo
Gabriel, tus pensamientos son el modo misterioso de diálogo añorado en la última frase. Quevedo lo creía una fértil "conversación con difuntos" a través de "pocos pero doctos libros". Una forma de plegaria. Tu mención a Güiraldes me recordó un poema que le dedicó Borges, y que recordé al leer la descripción de tu padre: "Nadie podrá olvidar su cortesía;
era la no buscada, la primera
forma de su bondad, la verdadera
cifra de un alma clara como el día." Hermoso leer estos recuerdos.
Primo:
Después de leer y releer detenidamente lo que escribiste sobre tu viejo, llegué a la conclusión que realmente no lo conociste realmente, por supuesto es mi punto de vista, y podría darte montones de de ejemplos para demostrartelo.
Afortunadamente mamá no lo puede leer pues hubiese sido un dolor grande para ella y se hubiese disgustado seriamente con vos a pesar de lo mucho que te quería.
Te mando un abrazo
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