Estuve recién en la Misa de Pascua de Resurrección y hubo algo que me llamó la atención: cierta contraposición entre una de las lecturas del Antiguo Testamento y la lectura del Evangelio. No porque se contradigan, de ningún modo, pero sí porque señalan dos épocas espirituales diferentes.
Una de las lecturas del Antiguo Testamento era la famosa escena de las aguas del Mar Rojo y la salida triunfante de Egipto, donde Dios interviene moviendo las aguas y permitiendo al pueblo pasar hacia la victoria. No me deja de llamar la atención la violencia del relato, el festejo de la muerte de los soldados egipcios, el triunfo típicamene bélico de un pueblo con Dios de su lado. Era la época de las grandes y visibles intervenciones de Dios. El reino era aún de este mundo. Dios lo sabía y lo toleraba. La naturaleza humana herida por el pecado no soporta los cambios repentinos.
En el Nuevo Testamento también hay un milagro, pero, oh, qué distinto. Las mujeres van al sepulcro y lo encuentran vacío. Sí, la resurección es el gran milagro de Dios, triunfante como el anterior, pero es otro tipo de triunfo.
Allí, definitivamente, se inaugura la época espiritual del Reino de Dios. Allí, definitivamente, se cumple lo dicho por Cristo a Pilato: mi reino no es de este mundo. Cristo asciende en cuerpo y alma a la derecha del Padre, les promete el Espíritu Santo, y viene Pentecostés. Si, es el triunfo de Cristo, pero ya es invisible. Los soldados egipcios vieron al Dios guerrero; los soldados romanos sólo veían unos locos, pobres, harapientos, delirantes, predicando un reino sin ejércitos. A los discípulos ya no les espera una batalla triunfal. No: desde el punto de vista humano, una y otra vez son vencidos. Son arrestados, torturados, asesinados, y los romanos no ven que el Dios de Israel venga en su ayuda. Mueren cantanto y perdonando, pero mueren. Los romanos no entienden nada. El mundo actual tampoco. Creo que los cristianos tampoco.
Dios se queda con nosotros, sí, en lo más íntimo de nuestro corazón. Nuestra vida ya está. Seguimos trabajando en el mundo, seguimos tratando de obrar la Justicia, pero la esperanza no está en los ejércitos, ni en la diplomacia, ni en las propiedades ni en los muros de un Estado. La esperanza está ya en el presente de Dios con nosotros, en la Iglesia peregrinante a la espera de la Segunda Venida y la definiva plenitud del Reino de Dios.
Mientras tanto, sólo nos queda el martirio, la locura, la conversión, la vida del Espíritu, con las espadas definitivamente guardadas, sin planes, sin estrategias, sin nada más que el Dios resucitado que los romanos no vieron y el mundo actual, tampoco.
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