Sí. De 1864 a 2020, casi lo mismo. El mundo moderno sigue siendo el enemigo
para gran parte de los pontífices, y lo terrible es que hacen de ello su
magisterio.
De la Quanta cura casi todos se
han olvidado, pero es esencial para entender el paso que tuvo que dar el
Vaticano II. Allí Pío IX rechazó en
bloque al “mundo moderno”, que él identificaba con los imperios
napoleónicos. EEUU, como si no existiera. El que sí existió fue Mons.
Dupanloup, que no sólo produjo el milagro de una aclaración “liberal” por parte
de Pío IX (el elogio de la carta de Dupanloup) sino que inspiró algunas
aclaraciones posteriores de León XIII con las cuales los pontífices (fíjense
que no digo “La Iglesia”) pudieron manejarse con prudencia en ese mundo “moderno culpable excepto se demuestre lo
contrario”. La clave era la incomprensión, la no aceptación, de la
institucionalidad republicana, la incomprensión de la evolución de las
instituciones inglesas, y sobre todo la NO distinción entre Iluminismo y
modernidad. Claro, con Pío XII las cosas comenzaron a cambiar, y con Juan XXIII
y el Vaticano II se dio un cambio importante en la aceptación de ciertas
cuestiones esenciales de la Modernidad asumidas desde el Catolicismo: la
laicidad del estado, la ciencia moderna, la libertad religiosa.
Pero cuáles eran las bases filosóficas de esa aceptación, no era fácil. Los
teólogos y filósofos católicos más
importantes no se lucían al respecto. Gilsón y Fabro, a pesar de su genialidad
metafísica, siguen convenciendo a generaciones enteras de que el mundo moderno
es filosóficamente perverso en sí mismo, porque Descartes sería el inicio del
idealismo absoluto que concluye en el ateísmo de Hegel. He allí la tesis de
Fabro que pasó a ser casi un dogma de fe para los tradicionalistas. Cómo ir de
allí al Vaticano II (esas tesis fueron redactadas en los 50), ah, he allí el
misterio. Incluso Maritain, que tuvo que re-inventar la democracia a partir de Bellarmino,
Suárez y las pequeñas ventanitas que había dejado abiertas León XIII, jamás
dejó de condenar al mundo moderno en bloque identificado con las peores
interpretaciones de Descartes, Lutero y Rousseau. Las instituciones
anglosajonas brillaban por su ausencia hasta 1958, donde el gran pensador
francés logró darse cuenta de que EEUU era otra cosa, sin insertar ello, sin
embargo, en una articulación filosófica coherente.
Los católicos más bien tradicionalistas en cuestiones de Fe se formaban en
esa perspectiva. No Maritain, que les parecía muy de avanzada (Maritain “de
avanzada”: Dios mío….) sino una mezcla interesante entre la tesis de Fabro y
manuales de filosofía de la naturaleza que ponían el inicio de la ciencia
moderna en el nominalismo del s. XIV, aunque le rescataban la parte “técnica”.
En medio de ello algunos como Honen,
Selvaggi o Jolivet trataban de fundar la ciencia moderna en las perlas
dejadas por Santo Tomás pero “por afuera”, como “arreglando” algo mal planteado
desde el principio.
O sea que el mundo moderno, filosófica y científicamente, era irredimible.
¿Derechos individuales? Ni hablar. O, mejor dicho, de eso sí habían hablado
católicos como Montalembert, Lacordaire, Rosmini, Lord Acton, pero todos ellos
habían quedado sumergidos por las condenas cuasi dogmáticas de Gregorio XVI y
Pío IX. De ellos no se hablaba. Las vacunas democráticas de los católicos eran
casi nulas, y así cayeron, desde Pío XI para abajo, en las garras de los
fascismos europeos, excepto Maritain, como vimos, aunque, como vimos también,
de milagro.
Cómo fue posible que de esa armadura antimoderna saliera el Vaticano II es
increíble. Ratzinger/Benedicto XVI, uno de los pocos que tenía una visión positiva de la modernidad y
de los EEUU, lo explicó el 22 de Diciembre del 2005, pero hoy nadie se acuerda,
por supuesto. Los padres conciliares, guiados por su sentido común más que por
sus manuales de filosofía, se daban cuenta de que EEUU no era igual a Napoleón,
de que la Libertad religiosa no era igual a indiferentismo, de que la ciencia
moderna no era igual a nominalismo. Tal vez lo mejor de Santo Tomás pesó en
ellos e hizo el milagro: la autonomía relativa del orden natural implicaba
tanto el desarrollo de la ciencia como la laicidad del estado, y los horrores
de la guerra, la ley natural de Santo Tomás, más Pío XII y Juan XXIII, los
inclinaron a hablar de los derechos personales.
La clave era que por primera vez en su historia un pontífice, Pablo VI,
firmó documentos donde la institucionalidad democrática y lo mejor de la
modernidad eran aceptados, y a pesar de que no entendía la economía de mercado,
alabó el desarrollo de los pueblos en clave católica.
Pero tampoco significó gran cosa.
Desde los 50 comenzó una nueva teología donde la distinción entre lo
natural y lo sobrenatural era criticada. Toda la razón, si por distinción se
entendía separación o semipelagianismo. Pero no quedó claro, y avanza una
teología política donde la salvación comienza de algún modo con el progreso de
los pueblos, donde lo natural y lo sobrenatural se funden. Y algunos
pensadores, siempre dispuestos a “dialogar” con Marx y Hegel, excepto, por
supuesto, con el liberalismo político y económico, le agregan a ello el
análisis marxista de la lucha de clases y…. Y Gustavo Gutiérrez dijo, hágase la
teología de la liberación, y se hizo. Pero fue también un proyecto
anti-moderno, si por modernidad se entiende un proyecto político de libertad.
Lo que antes era Franco, ahora lo era Fidel Castro. Ambos eran el cielo en la
Tierra, uno de derecha, el otro de izquierda, pero en ambos el enemigo es la
modernidad. El cielo en la Tierra de izquierda fue el camino que comenzaron a
recorrer los obispos latinoamericanos (si alguno se opuso, no se escuchó) desde
Medellín a Aparecida. Juan Pablo II y Ratzinger intentaron frenarlo pero lo
único que cosecharon fueron odios que duran hasta hoy. Hoy Gustavo Gutiérrez
vive en el Vaticano como si fuera San Juan de la Cruz resucitado.
Mientras tanto, los católicos tradicionalistas y-o conservadores no se
quedaban atrás en sus diatribas antimodernas. Algunos, de manera a-sistemática,
comenzaron a hacer una mezcla interesante. Primero, como dijimos, para ellos
Maritain ya era muy de avanzada, así que saquen sus propias conclusiones. Pero
además unían el diagnóstico de Fabro sobre la modernidad con el diagnóstico de
Heidegger. No era difícil, porque los mismos coqueteos lo hacían en filosofía.
El odio visceral de Hiedegger hacia lo moderno, a Descartes, a la “razón”
moderna (excepto que toque a Santo Tomás, por supuesto), sus críticas contra la
técnica y la ciencia, ellos lo compraban in totum y no tenían problema en
mezclarlo coherentemente con su odio a la modernidad, perfectamente inoculado
por Fabro y Gilsón. El rescate de autores como Rosmini o la fenomenología de
Husserl era para ellos inconcebible (por eso quedaron en silencio total ante la
canonización de Edith Stein, que “para colmo” era judía….). Pero además
agregaban algo más a ese plato para ellos tan apetitoso: una versión católica
de la Escuela de Frankfurt. O sea, la modernidad es una razón que lleva la
dominación, a la tecno-ciencia
anti-humana. Modernidad es igual a positivismo, a razón instrumental, a
alienación. Agreguen a ello la teoría de la explotación marxista, que muchos
conservadores también compraron (a pesar de creerse “profundamente”
anti-marxistas) y ya está, el combo ya está completo.
Un ejemplo muy importante, ya veremos por qué, es Romano Guardini y su
libro “El fin de los tiempos modernos”. El libro es de 1958, fecha muy
interesante a fines de cómo fue posible el Vaticano II. La visión de la
modernidad es apocalíptica, casi copiada de Adorno y Horkheimer. La modernidad
es inmanentismo, es el fin de la trascendencia, es el dominio in-humano de la
técnica. Ninguna otra visión tiene Guardini de la ciencia, la técnica y la
política de la modernidad. Y es el fin, porque ese mundo moderno terminará en
la total autodestrucción.
¿Y en quién influye enormemente Guardini? En Jorge Bergoglio (1). El actual
poderoso pontífice, en el año que pasó en Alemania, intenta hacer una tesis
sobre este aspecto de Guardini. No la pudo terminar, pero sus trazos fundamentales
se ven en Laudato si. El capítulo III
de esta última tiene seis importantes citas del libro de Guardini: la 83, 84,
85, la 87, la 88 y la 92. Ahora se entiende bien la contraposición bergogliana
entre ecología y modernidad. No es simplemente que no entienda nada de economía
de mercado. Es que el desarrollo, la técnica, es para él la razón instrumental, dominante,
alienante, que es exactamente la visión que Marx tiene sobre el capitalismo.
Por eso Querida Amazonia, sobre todo
en sus primeros capítulos, no sale de los guionistas de la película Avatar. El
capitalismo, dominante, alienante, con sus “excusas” de libertad, avanza sobre
la pureza de los pueblos originarios, que para los teólogos de la liberación y
del pueblo (Bergoglio y sus profesores argentinos) parecen estar excluidos del
pecado original. Por haber nacido en supuesta armonía de la naturaleza, no
contaminada por la técnica occidental, son más buenos. Son el buen salvaje
roussoniano a los cuales hay que salvar de la sociedad capitalista. Cómo
salvarlos y al mismo tiempo solucionar sus carencias económicas, ah bueno, todo
consiste en que un buen gobernante católico (¿Lula tal vez?) les de lo que
necesite, porque la escasez se supera simplemente con el estado proveedor. ¿Aún
no lo entienden?
Mientras tanto, los “tradis” se quedaron contentos, porque para ellos el
problema principal, la NO ordenación de los viri
probati y el sacerdocio femenino, quedó resuelto a su gusto. Ya está. Con
tal de que “eso no”, todo lo demás sí. Y allí están comentando felices este “gran
documento”, porque, total, tiene todo lo que ellos bebieron siempre: el odio a
la modernidad.
Mientras tanto, los católicos que pensamos que el mercado es compatible con
la ecología y con la Fe, al ostracismo.
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(1) Agradecemos a Mark Stahlman esta referencia, que no lo compromete en nuestra interpretación.
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