Entre las múltiples
cuestiones políticas y sociológicas que se discuten en estos momentos en
Argentina, hay un detalle, aparentemente menor, pero, me arriesgo a decirlo,
creo que es el esencial.
He visto en las redes
muchas manifestaciones de desprecio hacia los que se bañaron en fuentes
públicas durante la ceremonia de cambio de gobierno. Los bañistas en cuestión no
estaban protestando ni destruyendo nada. Estaban muy contentos y paliando el calor.
Es su cultura. Son sus valores.
Y no son manifestaciones violentas, no atacaron propiedades privadas ni
molestaron a nadie. Son, sencillamente, otras creencias.
Otras creencias que están
a tono de otras que no son precisamente anglosajonas o japonesas, tal vez más
proclives al desarrollo económico y político de corte liberal clásico.
Pero son. Manifiestan una
argentina profunda que nunca fue realmente entendida -entender no es estar de
acuerdo- por otra argentina, ilustrada, europea, aristocrática -que no es
oligarquía-.
Ambas argentinas pueden
ser muy violentas cuando es necesario. Lo que llamamos Argentina es en realidad
un matrimonio fallido y de conveniencia, a regañadientes, entre esas dos
argentinas, que se desprecian con un odio inconmensurable.
Los habitantes de una
argentina creen que basta con sacar una legislación que diga “no te bañarás en
una plaza pública”, y ya está. La misma ingenuidad de la Revolución Libertadora
que pensaba que la solución era prohibir pronunciar el nombre “Perón”. El
resultado, como ven, fue fascinante.
La única transformación
viable es la cultural. Lo cultural no nace de la fuerza. Son las creencias de
las que hablaba Ortega, las tradiciones de Hayek, los horizontes de Gadamer.
Son las necesarias internalizaciones de conductas que suplen lo que la razón no
puede todo el tiempo reflexionar. Hayek dixit, liberales. Lo leyeron, lo
repitieron pero parece que nunca lo entendieron.
Estos valores no se
pueden imponer por la fuerza. O, como mucho, algún cambio institucional puede
producir algún “efecto aprendizaje”, pero cuidado: puede. No necesariamente.
Las ideas impuestas por la fuerza, contra creencias que habitan en lo
más profundo del inconsciente colectivo, están destinadas al fracaso.
Los valores sólo pueden
evolucionar lentamente.
¿Y entonces? Entonces
saberlo. La buena aristocracia consiste en saberlo.
Ignorarlo y, por ende,
escandalizarse, sorprenderse y violentarse, sólo es fruto de un racionalismo ingenuo.
Mi padre, cuando llegaba
a casa, no se sacaba la corbata, se ponía un saco fumar y se ponía a leer a
Chejov mientras escuchaba a Mozart. Nunca se bañó en una plaza. Pero al final
de su vida se dio cuenta de que la civilización y la barbarie tenían que tener
una instancia superadora de su historia.[1]
1 comentario:
Si ,creo que es asi .Viene de lejos de la epoca de la independencia cuando aparece el problema del federalismo que a su vez acarrea un pma cultural .Las masas del interior eran federales por decreto de los caudillos que jamas se ocuparn de su educacion .A esto se le debe sumar el pma de la cultura indigena no andina y creo tenemos el grave pma de hay dia .Dificil de arreglar ,el desprecio por las buenas formas es myu claro .Pero aclaro que en el interior la gnete sencilla del campo ,los verdaderos descendientes de gauchos ,son muuuy educados ,señores en mas de un sentido .El pma mas grave es en el cono
urbano donde pierden sus tradiciones y quedan vulnerables faciles para lavarles la cabeza .
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