Parte 4 del cap. 4 de “ANTROPOLOGÍA
FILOSÓFICA CRISTIANA Y ECONOMÍA DE MERCADO (Sobre la base de Santo Tomás de
Aquino y la Escuela Austríaca de Economía)”, 2010 (http://www.unioneditorial.org/biblioteca-austriaca?page=shop.product_details&flypage=flypage.tpl&product_id=220&category_id=6&keyword=zanotti
)
4.
La vocación
empresarial
4.1.
La vocación
empresarial como parte del llamado universal a la santidad
Todo lo anterior es importante como aclaración, como pasos previos, relativamente
obvios, aunque olvidados a veces, que nos permiten llegar al punto fundamental:
la vocación empresarial[1].
La vocación empresarial debe enmarcarse ante todo en el tema de la vocación
desde un punto de vista de una antropología cristiana. Usos y costumbres
linguísticos y de la praxis cotidiana mostraban a la vocación, no mucho tiempo
atrás, como un llamado que Dios hacía a los sacerdotes y religiosos/as, dejando
a los demás como “los no llamados”. Eso nunca formó parte de la Fe Católica
pero en la praxis cotidiana de la Iglesia se lo veía así.
El Vaticano II fue un llamado de atención en ese sentido. Puso las cosas en
su lugar y definió al laico como “…todos los fieles cristianos, a excepción de
los miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la
Iglesia. Es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el
bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la
función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el
mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos
corresponde…[2]”.
Esto es, una caracterización positiva: el laico es llamado a estar en el mundo,
no “dejado a su suerte porque no fue llamado”. Y, coherentemente con ello, el
Vaticano II destacó el llamado universal
a la santidad, esto es que todos, en cualquier estado, laical, religioso o
sacerdotal, son llamados, en virtud
del bautismo, a realizar plenamente su unión con Dios por medio de la
perfección de la caridad que viene de Dios[3].
Coherentemente con todo lo anterior, uno de los ámbitos donde más se
recordó este tema y donde cambió incluso la praxis pastoral de la Iglesia, fue
el matrimonio. Nuevamente, mientras una praxis y un pensamiento no escrito
veían al matrimonio como “lo que quedaba a los no llamados”, e incluso se lo
veía como una canalización de una siempre peligrosa sexualidad, a fin de evitar
la condenación, el Vaticano II puso énfasis en aspectos que el magisterio
anterior nunca había olvidado[4]. El
matrimonio es una vocación, un llamado a la santidad en el mundo laical, un
llamado a la perfección cristiana, una Iglesia doméstica[5], y su
inherente sexualidad, antes cubierta de sospecha hasta que se demuestre lo contrario,
es ahora destacada como algo bueno en sí mismo. No se le da un “si, pero…”, y a continuación una serie de advertencias
y admoniciones (algo de esto ya
habíamos comentado en el cap. 1), sino un sí definitorio, no ignorando, desde
luego, que después del pecado original, esto tan bello y noble, la sexualidad,
puede salirse de su vocación originaria y su orden originario, y que la
corrupción de lo mejor es lo peor.
Pues bien: diagnostico (faliblemente, claro), que en cuanto en cuanto a lo
económico, la escasez, el comercio, el mercado y la acción empresarial, estamos
igual que con respecto al matrimonio antes de los recordatorios del Vaticano
II; no como doctrina escrita, claro, pero sí como pensamiento y praxis
cotidiana. No es de extrañar, pues, que hablar de una “vocación empresarial”,
desde una antropología cristiano-católica, siga siendo algo nuevo.
¿En qué consiste la vocación empresarial? ¿Qué es ese “llamado”? Es, como
sabemos, un “emprendimiento”, pero, ¿hacia qué?
Allí está la clave. El empresario tiene un pro-yecto. Como todo ser en
el mundo, él forja su futuro, se “yecta” hacia delante en el ámbito del
mercado. El empresario tiene un sueño, un anhelo, una idea, esto es, una causa
formal extrínseca, que se identifica con la causa final, que es lo primero en
la intención. El empresario no tiene inicialmente capital, o una inversión
realizada: tiene una idea, a partir
de la cual puede pedir crédito, ir hacia el futuro, combinar factores de
producción presentes pensando en un bien futuro. Y para eso necesita
rentabilidad, por supuesto, pero como medio, no como fin. El fin es el
proyecto. Lo que pone en marcha su energía y su capacidad es esa idea final.
Desde un punto de vista antropológico, es lo que le da pasión. Sin pasión, sin
ideales, sin vocación, precisamente, los seres humanos caen en la existencia
inauténtica, se convierten en robots, son invadidos por la sola razón
instrumental y su vida carece de sentido. Y con ello, paradójicamente, su
eficiencia cae. El que va al mercado preguntando “qué se vende”, ha
perdido el sentido de su vida y, paradójicamente, será un mal empresario, al
poner el fin exclusivo de su vida en cualquier tipo de rentabilidad, como aquel
barco que, sin rumbo fijo, cualquier viento le viene bien.
En la película Meet Joe Black[6],
el personaje central es precisamente un empresario, William Parrish, dueño de
una prestigiosa empresa de comunicaciones. Uno de los sub-tramas de la película
es que nuestro empresario tiene presiones, por parte del directorio, para
realizar una fusión con otra empresa con usos y costumbres éticamente muy
cuestionables. La fusión le daría mayor rentabilidad y es
jurídicamente irreprochable, pero Parrish percibe que, precisamente, la fusión lo saca de su proyecto: una empresa
donde la verdad y la honestidad de la comunicación es lo principal. Permanece
inflexible en su postura y, debido a una hábil maniobra de uno de los
principales accionistas, pierde su puesto como presidente del directorio. Vale
la pena escuchar las palabras que los guionistas ponen en su personaje: “…I don't want anybody buying up my life's
work and turning it into something it wasn't meant to be. A man wants to leave something behind. And he
wants it left behind the way he made it.
And he wants it to be run the way he run it -- with a sense of honor, of
dedication, of truth. Okay?”[7] El
ejemplo no podría ser más claro: el trabajo de su vida no va a ser comprador para algo que no estaba destinado a ser:
un modo en el cual hay sentido de honor y verdad.
Por supuesto, cualquier persona de buena voluntad, honorable, puede tener
un proyecto empresarial. Pero el
cristianismo le agrega, precisamente, un valor agregado especial. Las personas
descubren, en una vida cristiana, no sólo su vocación humana universal, Dios,
sino también su vocación particular, como personas individuales, aquella esencia individual en cuyo despliegue está
contenida su vocación[8].
La vida cristiana es una vida destinada a descubrir su sentido.
Si no es así, es porque el tema del llamado universal a la santidad no está
aún maduro en la praxis y el pensamiento de los católicos, y una de sus
implicaciones esenciales, a saber, la vocación laical, queda “suelta”. El
trabajo es precisamente, junto con su familia, “el” medio de santificación del
laico[9]. En
la praxis y pensamiento cotidiano, algunas profesiones son vistas como “las
tradicionalmente buenas”, pero algunas oteas quedan en una sombra. El católico
promedio siente que su vida “es lo que le quedó”, es “lo que no tuvo más
remedio que hacer para ganarse la vida”; pocas veces, o nunca, escucha de la
pastoral eclesial que ese trabajo es precisamente su medio de santificación,
nada más ni nada menos. Y menos aún si “lo que le quedó” es ser comerciante o
empresario. Conjeturo –no lo puedo probar, obviamente- que a veces ciertas
pastorales para la vida empresarial son realizadas desde una mentalidad que
casi sin conciencia de ello lo que hace es tirar agua bendita a algo
intrínsecamente sospechoso. Igual que con la comunicación social: no se pude
hacer una pastoral con el paradigma de que los cristianos vayan a un lugar
lindante siempre con el pecado. Ningún trabajo es lindante con el pecado, todo
trabajo es medio de santificación, excepto que, precisamente, sea una actividad
intrínsecamente mala. Pero si pensamos como Platón o Marx, pensando que así
somos cristianos (cosa frecuente), entonces las cosas cambian. En Platón los
comerciantes eran la parte más baja de la sociedad –y por ello podían tener
propiedad- mientras los militares y los filósofos eran los virtuosos. Ese
desprecio ontológico y ético hacia lo comercial ha subsistido hasta nuestros
días, donde se siguen exaltando las virtudes épicas de culturas guerreras y
despreciando a la sencilla paz de las culturas más comerciales. Y para Marx, el
capitalismo es intrínsecamente explotador, cosa que, como sabemos, muchos
cristianos y muchos teólogos importantes han pensado y aún piensan. Claro, con
ello no llegaremos muy lejos: imposible es “santificar” aquello que
consideremos intrínsecamente perverso. Y es en parte por ello que en la praxis
cotidiana de la Iglesia el tema de la santificación laical a través del
comercio y la empresarialidad no termina de hacer carne. El laico escucha los
sermones de los domingos, dados por un sacerdote en cuya formación hay un mix
desordenado de espiritualidad platónica y teología marxista de la liberación, y
no puede sentirse sino fuera de todo lo que predica el sacerdote, cuando no
retado y menospreciado.
En nuestro enfoque hemos dado suficientes pautas para que todo ello no
suceda. En el primer capítulo hemos aclarado que la escasez y todo lo que de
ella deriva no es causado por el pecado. Y en el tercer capítulo hemos
insistido con algo que también tardará mucho tiempo en llegar. El pensamiento
cristiano es intrínsecamente proclive a ver el orden en el mundo físico, porque está creado por Dios, y cuando ello fue olvidado, el
aristotelismo cristiano medieval hizo una excelente misión al recordarlo. Pero
en cambio, el pensamiento cristiano no termina de ver al orden social, sino como mucho a un cristiano leviatán, clerical,
que tiene que poner orden a la fuerza en una masa irredimible de pecadores. Por
ello es tan proclive a los organismos estatales de “control” del mercado. Si a
ello agrega la dialéctica marxista de la historia, escondida en “tomar lo
bueno” de Marx refiriéndose a la plus-valía[10], no
terminará de ver nunca al tema del orden espontáneo en el mercado, ni la lógica
intrínseca de los precios, la escasez, la demanda subjetiva: pero la
consecuencia antropológica y pastoral es que todo el laicado quedará afectado de
“estar-en-ese-mundo-explotador-y-perverso”, y obviamente todo tema referido
a la vocación empresarial será un absurdo. Como mucho, la recomendación que
recibirá es que “sólo si es bueno”, “sólo si comparte sus bienes”, podrá
redimirse de una actividad que en sí misma no es nada recomendable y que lo
pone siempre en los bordes del infierno.
En nuestro “mundo al revés”, en cambio, la empresarialidad es una vocación,
un llamado de Dios a santificarse de un modo especial: un pro-yecto, una idea,
que necesita la rentabilidad como medio, no como fin. Si el empresario no lo ve
es que no se lo hacemos ver, de igual
modo que antes los esposos difícilmente podían verse a sí mismos como llamados
a una misión, en la diversidad de dones, tan importante, para cada uno y por
ende para el cuerpo de Cristo, como la religiosa o la sacerdotal.
Ahora bien: dijimos que ese empresario como pro-yecto es un llamado de Dios
a todos los hombres, creyentes o no. ¿Pero qué valor agregado le da el
cristianismo? Primero, la capacidad de verse a sí mismo como llamado. Ese
pensamiento y esa praxis habitual condenatoria de su actividad es un error,
incoherente como antes lo era el desprecio a la sexualidad. No surge de la coherencia de la concepción
cristiano-católica del hombre y de la creación. Al contrario, lo que surge
de esa concepción es verse como llamado y, por ende, no “cubrir”, sino dar a su
vida un sentido y con ello una pasión que lo hace ser mejor empresario.
Ese ser mejor empresario incluye, desde luego, ser tan eficiente y
competitivo como los demás. Un empresario cristiano no es un timorato, un capitis diminutio que no pueda competir
de igual a igual con los demás: ser bueno en la especificad del propio trabajo
forma parte de la vocación cristiana
de la vida. Pero a ello le agrega una serie de virtudes que para el catolicismo
siempre han sido claves: la austeridad, la frugalidad, el respeto a la palabra,
la honorabilidad. No diremos sobre ellas lo ya conocido porque además su
concreción prudencial depende de factores culturales.
Pero hablando de cuestiones culturales, una de esas virtudes, la
laboriosidad, ha sido asociada habitualmente, por la famosa tesis de M. Weber,
a un espíritu protestante en el surgimiento del capitalismo. No corresponde a
los fines de este trabajo analizar ahora ese conocido tema. Pero sí nos
corresponde señalar que si ciertas culturas católicas presentan costumbres
menos afectas al trabajo productivo como hábito, ello es por motivos culturales precisamente ajenos al mensaje en sí
mismo del Catolicismo. Mariano Grondona, en su libro Las condiciones culturales del desarrollo económico[11],
señala que ciertas culturas anglosajonas serían matutinas, mientras que otras,
más afectas a lo “latino-católico”, serían vespertinas[12].
Para las matutinas, el “ser virtuoso”, se concentra (son estereotipos, desde
luego) de 9 a 17. Tanto privada como públicamente, lo importante para ser una
persona virtuosa se concentra en esas virtudes laborales con las que la persona
comienza su mañana. Si luego de las 17 no es tan buen amigo, o no tan buen
esposo o etc., ello ya forma parte de
una intimidad que incluso queda mal conversar en público. Para las culturas
vespertinas, en cambio, la persona puede asistir a su trabajo desganada, puede
ser ineficiente, puede no importarle lo que hace, pero la cuestión es que
“después” sea leal a sus amigos, que se encuentre con ellos, que sea buen
esposo y padre. Su trabajo queda en 2do plano desde el punto de vista de sus
“virtudes sociales”.
Obviamente sería muy interesante comenzar con un análisis sociológico de en
qué medida es así y sobre todo por qué es así, pero ello, nuevamente, está
fuera de los objetivos de este trabajo. Lo importante es señalar que si el
“tipo ideal” (en el sentido de Max Weber) de las culturas vespertinas se
manifiesta con mayor frecuencia en culturas católicas, ello es, volvemos a
decir, un accidente cultural, por más enraizado que pueda estar en un
determinado horizonte cultural. Lo coherente a partir del Catolicismo como fe
religiosa es creer firmemente que fuimos llamados al mundo “para trabajar”[13]
incluso antes del pecado original cuando, ya dijimos, el trabajo no estaba
relacionado con la escasez y menos aún con “el sudor” que experimenta el hombre
tras la expulsión del paraíso. El católico cree por fe que su vida, en
cualquier estado, es un llamado a la santificación, y que por ende su trabajo
debe ser visto como medio de santificación en
el mundo y como medio de santificar al
mundo: tal como afirmábamos que el Vaticano II lo decía. La contraposición
entre trabajo y contemplación, que ha sido tan divulgada por el famoso libro de
J. Pieper, El Ocio y la vida intelectual[14], es
comprensible como una reacción hacia la racionalidad
instrumental y el “pensar calculante[15]” que
ha invadido a la cultura occidental en desmedro de la capacidad de
contemplación, capacidad que viene precisamente de esa noción de intellectus que analizábamos en el cap.
II. Ello se ve también en esa contraposición entre trabajo intelectual y manual
que existió en el medioevo y afectó también a Santo Tomás de Aquino[16].
Pero, precisamente, cuando el Catolicismo
se vive de modo coherente, vuelve a poner en su lugar a la vida del ser humano
como un llamado hacia Dios mediante el despliegue de la propia individualidad,
por el carácter de persona. La vocación no es una elección, sino un
descubrimiento progresivo de nuestra esencia
individual, cuyo despliegue es el llamado particular que Dios hace a cada
uno, por su nombre. El ser humano, en el Catolicismo, no está arrojado al
mundo, sin saber de dónde ni para qué, sino llamado al mundo, desde Dios y para
Dios. Desde ese punto de vista, toda la vida del católico debe ser ese
despliegue coherente de esa vocación, precisamente, su pro-yecto. Cuando ese
pro-yecto tiene resultados rentables, es ahí cuando ese “trabajo” entra en la
empresarialidad que actúa en el mercado, debiendo ser santificado y visto como
importantísimo como cumplimiento del llamado de Dios. Las vocaciones
específicamente religiosas, donde el creyente se repliega del mundo –más aún,
las solamente contemplativas- nunca han sido, en el Catolicismo, un “odio al
mundo”, si por mundo se entiende lo creado[17];
tampoco son un “odio al laicado” en sus manifestaciones específicas –trabajo y
familia- y menos aún una “huída de las dificultades del mundo”. Quienes así
viven en el fondo su auto-llamada “vocación religiosa” tienen un conflicto
psicológico y no una vocación. La vocación religiosa –no nos referimos al orden
sacerdotal, aunque puedan darse juntos- es el llamado a vivir los consejos
evangélicos con sus votos específicos y en una determinada comunidad, estado de
vida “en sí mismo”, más perfecto, pero no necesariamente para cada uno (el pequeño olvido de este detalle es lo que retrasó
mucho tiempo la conciencia intelectual de la santidad del laico). Y en todos los casos –religioso, sacerdote, laico- cada
vida es llamada a desplegar su propia vocación: ese despliegue es precisamente el trabajo más apasionante, el trabajo
de ser uno mismo, de seguir el fin de nuestra vocación y de no desviarnos del
camino. Todo católico, en ese sentido, trabaja
en su vocación. Ese trabajo puede ser intelectual, totalmente
contemplativo, no rentado, puede ser menos intelectual (dependiendo de lo que
las culturas llamen “trabajo intelectual”); puede ser intelectual rentado
aunque no empresarial, y puede ser, finalmente, empresarial en el sentido de
que se proyecta una idea en el mercado, en situación de riesgo, que necesita
una rentabilidad pero una vez más, no es esa misma rentabilidad el fin último,
sino el proyecto, porque está enraizado en esa vocación. Con lo cual volvemos
al principio: el católico tiene el valor agregado, desde su fe, de ver claro a
su trabajo y a su trabajo empresarial como medio de santificación, de
despliegue de su vocación, como una manera de llegar a Dios.
Pero lejos está de haber concluído con esto el análisis de la vocación
empresarial. Quedan dos cuestiones esenciales.
4.2.
La dualidad
emprendimiento/desprendimiento
Tal vez resulte extraño que hasta ahora no hayamos tocado el tema, el menos
de manera explícita, de las riquezas y el aferramiento a las riquezas, tema tan
sensible en la tradición católica, y que en principio tendría mucho que ver con
el tema del empresario. Y sí, efectivamente, es así, pero no lo habíamos
analizado hasta ahora porque necesitábamos despejar el tema de la vocación y el
pro-yecto.
De esos dos temas, y con esas palabras, explícitamente, habla Juan Pablo II
en su Carta a los Jóvenes de 1985[18]. Y
se refiere precisamente a la parábola del joven rico, donde este es invitado a
despojarse de todas sus riquezas para seguir a Jesús. La respuesta que se da
habitualmente, a fin de evitar interpretaciones literales de este pasaje, es
que hay que estar espiritualmente
desprendido de las riquezas aunque uno las posea materialmente.
Pero Juan Pablo II va más al fondo. Se refiere a la vocación del hombre
como su proyecto, y ejemplifica con la juventud como un período de la vida
donde la gran riqueza es precisamente el “ir hacia adelante”, la potencialidad
enorme de “pro-yecto” que caracteriza al joven. Y aclara que, cuando el joven
rico es invitado a despojarse “de su hacienda” (de sus pro-yectos como propios sin referencia a Dios), no
se le propone que “mate” esos proyectos, sino que los entregue a Dios: que
ponga su vida en Dios, que entregue su vida a Dios. Y los dos modos
fundamentales de vocación en la vida cristiana –consagración religiosa y-o
sacerdotal, más el matrimonio- son colocadas por Juan Pablo II como dos formas
de entrega.
O sea, el “vende y da todo a los pobres” implica: entrega tu vida a Dios.
Esto es, haz fructificar máximamente tus dones y las riquezas[19] que
Dios te ha dado, porque sólo en esa entrega fructifican.
Pero, ¿qué
tiene que ver esto con la vocación empresarial?
Que, precisamente, los seres humanos tendemos a enamorarnos de nuestros
proyectos, sean proyectos empresariales o de otro tipo. Tendemos a apropiarnos
de ellos, a tenerlos como propios. No es cuestión, entonces, de ser un
empresario cristiano porque se viva un proyecto para el cual la rentabilidad es
un medio y no un fin. Hace falta algo más, como el joven rico. Hace falta des-prenderse del proyecto.
Pero, ¿no es ello contradictorio con la acción empresarial? ¿Cómo alguien
va a emprender y al mismo tiempo des-prenderse?
El Evangelio es precisamente un texto rico en el manejo de estas paradojas,
y un famoso pasaje nos da la clave: “Señor, si puedes, líbrame de este Caliz,
pero no se haga mi voluntad sino la tuya”[20]. En
ese desgarrador pasaje tenemos la clave de la vida cristiana. Podemos pedir,
sí, y ello incluye desear que nuestros pro-yectos vayan –coherentemente- hacia
adelante, pero si al mismo tiempo añadimos siempre “pero que no se haga mi
voluntad, sino la tuya”, entonces al mismo tiempo nos des-prendemos de él, lo
ponemos en manos de Dios. Lo llevamos adelante, sí, pero más tranquilos, más
livianos, más –precisamente- desprendidos.
Y esto es clave para toda antropología cristiano-católica: el hombre
siempre busca en su actuar su propia perfección[21] (que
sólo encuentra en Dios) dado que toda acción, por más altruista y
des-interesada que fuere, redunda por
ello mismo en su mayor perfección moral. Pero cuanto más ponga el ser
humano su mirada sobre sí mismo, olvidándose de Dios y del prójimo, menor
perfección de sí mismo logrará. He allí la paradoja cristiana. Lo cual se
cumple en todos los ámbitos de la vida: quien quera ganar su vida la perderá,
quien quiera perderla la ganará[22]. Y
en el ámbito empresarial, esto significa que el desprendimiento en tanto
abandono a la voluntad de Dios facilitará virtudes de otro modo muy difíciles
en ese ámbito: la calma, la paz, la capacidad contemplativa y reflexiva, que
permiten, precisamente, una mayor eficiencia en la propia tarea específica
desde un punto de vista del aspecto sano de la razón instrumental. Una de las
grandes paradojas negativas de la razón instrumental y positivista dejada a sí
misma es que ese racionalismo, al no ver los límites de la razón, atenta contra
la misma razón. Si esto sucede así en la ciencia, cuestión denunciada por la
evolución del debate desde Popper hasta Feyerabend[23],
cuánto más en otros aspectos más cercanos del mundo de la vida humanos. La
racionalización de los mundos de la vida atenta contra la misma razón. ¿Por
qué? Porque le quita algo fundamental que vimos en el cap. II: la creatividad.
La razón instrumental, abandonada a sí misma, ha cubierto, a todos los ámbitos
de la vida humana, de pasos, de controles, de evaluaciones, de controles de
calidad, de estadísticas, de asesores de imagen, de estrategias comunicativas,
de discursos preparados, de declaraciones consensuadas en largas reuniones, de
paradigmas cerrados y de métodos… Y especialmente lo ha hecho con aquellos
ámbitos particularmente sensibles al daño,
como los educativos y religiosos, Todo ello en desmedro de la creatividad (en
los ámbitos educativos quien escribe podría dar amplio testimonio vital de
semejante desastre; y en el ámbito religioso y eclesial, algo así puede llegar
a matar la esencia misma de la Fe). En la vida empresarial, ello quita la
creatividad que, según la Escuela Austríaca, como explicamos en este mismo
capítulo, es la clave de la alertness
empresarial. Relacionando ello con la sana paradoja cristiana de la cual
estábamos hablando, el empresario cristiano que se abandona a la voluntad de
Dios tendrá una vacuna personal contra esa racionalidad instrumental que
paradójicamente le quita lo más propio: su creatividad. Excepto, claro, que esa
falta de creatividad, que esa vida muerta, ese aburrimiento existencial, sea
sostenido por la unión con todo el aparato de control y protección estatal,
amalgama más que intoxicante de racionalidad instrumental que algunos llaman
“capitalismo”.
Todo lo anterior es totalmente compatible con la gran tradición mística del
catolicismo, tradición de una enorme riqueza de la cual nombraremos sólo a
tres: San Juan de la Cruz[24],
Santa Teresa[25]
y Edith Stein[26].
En los tres, con analogías profundas como la noche, el castillo anterior, etc.,
el mensaje es análogo: el yo debe desprenderse de sí mismo, amar a Dios de un
modo tal que sólo Dios sea el todo la
vida cristiana. El yo debe desprenderse de sí, y tan apegado a sí mismo está
después del pecado, que ese desprendimiento implica la noche (San Juan de la
Cruz), ir penetrando en la habitación más íntima del castillo interior (Santa
Teresa), ir vaciando al yo de sí mismo como a una caverna se la vacía de su
propio aire para que penetre sólo Dios[27].
Pero esto no es la mística oriental, donde, en principio, el yo desaparece
realmente y se funde con un todo impersonal[28]. No,
la vida cristiana es un encuentro de tú a tú, personal, donde Dios es persona y
el ser humano es persona y ninguna de las dos personas deja de ser persona.
¿Cómo se pueden unir entonces tan íntimamente? Por la diferencia entre el
“hombre viejo” y el “hombre nuevo” y la acción de la Gracia de Dios. El
despojarse de sí mismo es despojarse del hombre viejo, “penetrado” por el
pecado original, para que sea “redimido” por la Gracia que implica un análogo
nuevo nacimiento, el “hombre nuevo”. Pero ese “yo” del hombre nuevo es el que
se abandona y encamina totalmente a Dios y se sumerge en él, no
des-personalizándose, sino encontrando en la Gracia de Dios la fuente necesaria
y única de su fin último y perfección como persona[29]. De
allí la unión íntima, que San Juan de la Cruz compara permanentemente con el
matrimonio[30]
y ha llegado a llamarse matrimonio espiritual[31].
Toda esta unión con Dios, fruto de la Gracia, implica una vida
contemplativa (por estar contemplando al
misterio de Dios) que es, a su vez, fuente de una vida “activa”. El
episodio de Marta y María[32] no
implica un desprecio para con el “estar haciendo” sino una sutil advertencia:
quien se focalice en las muchas cosas que está haciendo, olvidado de lo más
importante (la contemplación amorosa del misterio de Dios), sufrirá una nueva
paradoja: no podrá hacer bien las muchas cosas que está haciendo. Quien se
focalice en Dios, en cambio, podrá “ocuparse de muchas cosas” con la milagrosa
(por la Gracia) eficiencia de una vida de obras que emanan de una Gracia
contemplativa (como fueron muchas vidas de muchos santos que hicieron grandes empresas). Para decirlo en términos
antiguos, la vida contemplativa lleva a la acción, como del centro del tronco
emergen las ramas; si el centro se seca, así las ramas. La razón instrumental
ha invertido el orden: ve los efectos pero no la causa[33]. La
causa del hacer está en el contemplar; acción sin contemplación es moverse sin
rumbo, sin proyecto y sin pasión y, finalmente, morir en la repetición de un
paradigma mecánico y robótico.
Ese amor contemplativo total a
Dios no implica el desprecio a las creaturas[34],
sino al contrario, un amor a todos los seres humanos como Dios los ve y los
ama, y un amor hacia todas las creaturas al ver en ellas la magnificencia de su
creador. El amor al prójimo emerge precisamente del amor a Dios. La unión con
Dios no conduce al solipsismo ni al autismo, al contrario, enfatiza la mirada a
la realidad como lo creado, y dentro de lo creado, la mirada al toda creatura
como hermana en la creación.
Si pensamos que todo esto es un mundo a parte de la acción empresarial,
entonces verdaderamente no terminamos de hacer carme la santificación del laicado ni las explicaciones efectuadas sobre
la vocación, el pro-yecto, el des-prendimiento como fuente de emprendimiento y la contemplación como fuente de acción, o que, en última
instancia, seguimos viendo al mercado como un mal irredimible. Sólo por ello
nos puede resultar todo esto como conceptualmente
extraño, que no es lo mismo que humanamente…. ¿Difìcil? Más allá de
difícil, pero volveremos a ello más adelante.
4.3.
La mirada al otro
en tanto otro
Pero falta un tema implícito en todo lo anterior pero indispensable para
darle una adecuada conclusión.
En la filosofía contemporánea se ha enfatizado el tema del “otro” en la
relación de diálogo[35],
como ya habíamos explicado en el punto 4.1. Desde el punto de vista de una
antropología católica, esto es fundamental. La santificación del mundo de la
vida implica precisamente un acostumbramiento a mirar al otro en tanto otro,
esto es, como una persona, creada a imagen y semejanza de Dios, fin en sí mismo
en ese sentido y nunca, por ende, como un mero engranaje al servicio de otros
planes (aunque esos planes tengan buena intención). La mirada al otro en tanto
otro implica, precisamente, desgajar nuestra mirada desde una razón
instrumental, donde el otro es “calculado”, no “mirado como otro”: calculado en
tanto sólo importe su eficiencia para
los propios planes, evaluado sólo en
tanto “eso”: una relación yo-eso[36], no
yo-tú.
Obviamente, sin las aclaraciones efectuadas en el referido punto 4.1, todo
esto es lo que se aduce precisamente como contrario a la vida comercial y
empresarial, pero ya hemos aclarado que la cuestión radica en mirar al otro sólo como instrumento, olvidando su
“otreidad”. Ya hemos aclarado también que esta sutil diferencia de enfoques en
tanto a la mirada no pasa por la ley humana positiva. Pero agreguemos ahora lo
siguiente:
-
esta mirada al otro
en tanto otro constituye lo central de la vida cristiana en tanto cristiana, y
debe darse no sólo en la vida empresarial sino en todos los aspectos de la vida
humana, que también pueden verse afectados por
el reduccionismo de la sola razón instrumental. El obispo puede ver al
sacerdote como mero instrumento, el decano puede ver al profesor como mero
instrumento, el profesor puede ver al alumno como mero instrumento. En todos
los casos, lo que reconvierte esa mirada en cristiana es ver el otro como
alguien cuya dignidad va más allá del cumplimiento eficiente de su rol.
Justamente, si hay algo cristiano que
caracteriza al poder es el mandamiento de Cristo de ponerse al servicio de
aquellos que son “gobernados”[37].
Jesucristo no propone cambiar revolucionariamente las estructuras tradicionales
humanas donde debe haber relaciones de jerarquía, sino reconvertirlas en servicio a; incluso todo el cristianismo
reconvierte el Dominus de Dios al
hombre en “os he llamado amigos”[38]. Un
“servicio” donde el gobierno legítimo no se coloca a su vez como un mero
instrumento, sino un servicio que es tal justamente porque la mirada es al otro
en tanto otro. Este es así, volvemos a aclarar, en todos los ámbitos donde el
mundo de la vida sea re-convertido por el cristianismo y por ende el solo
reduccionismo de la razón instrumental sea superado por el amor al otro que
constituye la esencia de toda aquella santificación de la que hablábamos en el
punto anterior. Ya no hay amo ni esclavo sino todos hermanos del mismo Dios.
-
Tal vez fue esta la
intuición que tuvo Juan Pablo II cuando en la Laborem excercens[39]
distinguió entre trabajo en sentido subjetivo y objetivo[40]. En
aquel momento, en algunos debates se preguntaba por la relación de todo esto
con la fijación de salarios, y yo mismo intervine en su momento[41].
Pero ahora mi preocupación es otra: en qué medida Juan Pablo II, fiel a su
tradición personalista, no estaba pensando en algo aún más importante: cómo
insertar esa dignidad humana, no reducible a su sola productividad, en lo
económico, donde la productividad del trabajo tiene una relación necesaria con
el nivel de salarios. Un intento de respuesta, en cuanto a debates sobre
salario justo, salario libre, salario mínimo, etc., ya la dí en su momento y
mantengo sus lineamientos generales[42],
pero lo que ahora nos interesa es otra cosa. La preocupación de Juan Pablo II
iba más allá de este debate, va por el tema de la dignidad de la persona más
allá de la utilidad que el trabajo de una persona pueda tener respecto de otra,
y esa preocupación no sólo es totalmente legítima sino que constituye parte del
centro de toda ética cristiana. Y, en el tema que nos ocupa, tiene que ver con
esa mirada que todo cristiano debe dar a otra persona en tanto otra, más allá
del rol que esté cumpliendo y las exigencias que por justicia deba cumplir.
-
Esta última
cuestión –las exigencias que una persona deba cumplir en justicia- no es ajena
al cristianismo ni contrapuesta con la mirada al otro en tanto otro. Todo lo escrito en este libro manifiesta
que el cristianismo nada tiene que ver con la holgazanería ni con vivir sin
trabajar[43].
Que en una relación de trabajo ambas personas deban “mirarse como tales” no
quita en absoluto que no se deban cumplir las pautas del contrato laboral, no
sólo no lo quita sino que todo cristiano debe también, precisamente por la
santificación de su trabajo, ver a su trabajo, si es empleado, como pro-yecto
más allá de la justa rentabilidad (salario) de su trabajo. Por ende, que un
cristiano deba ser eficiente en su trabajo es totalmente compatible con que su
dignidad no se reduzca sólo a su eficiencia. Pero esto tiene una razón
adicional una vez que lo miramos desde la ética de la escasez. El trabajo rentado
tiene que ver siempre con una demanda de trabajo como factor de producción,
producción de bienes y servicios demandados por los consumidores. Si no hubiera
escasez, no habría problema económico y podríamos gastar los factores de
producción con total despreocupación. Pero dado que “hay” escasez, entonces es justo que los factores de producción
sean economizados –esto es, combinados del modo menos costoso posible- en
función de la demanda de los consumidores, que señalan lo prioritario en el
mercado. Entonces es justo, a su vez,
que, para minimizar la escasez –que es parte del bien común- una persona sea
pagada en función de su producción para esos bienes y servicios escasos. Si
alguien pretendiera ser pagado por algo que los consumidores no demandan, entonces estaría
privilegiando su bien particular sobre el bien común. Yo, por ejemplo, vivo de
ser profesor de filosofía. Pero si (Dios no lo quiera) todas las personas
dejaran de demandar todos los servicios académicos relacionados con mi
profesión, ¿hasta qué punto sería justo que las personas tuvieran que derivar
coactivamente sus recursos hacia mí? ¿Hasta qué punto sería justo que las demás
personas tuvieran que seguir pagando un servicio que no demandan? Porque lo que
está en juego es la escasez. Si las personas deciden emplear sus recursos en
otros bienes y servicios y no en clases de filosofía, pero se las obliga a
hacerlo, tendrán menos para demandar aquello que para ellas es prioritario. ¿Es
eso justo? Supongamos que alguien dice que sí porque la filosofía “es muy
importante en sí misma”. Entonces hay dos alternativas. Una, sin coaccionar a
nadie, es financiarla con una fundación sin fines de lucro. Justamente, cuanto
mejor funcione el mercado, los recursos disponibles para este tipo de
actividades serán mayores. Segundo, financiarla desde el gobierno pero ahora
vemos la dificultad ética de esta solución: ello no es una inversión, sino un
gasto, cuyos recursos se obtienen coactivamente de impuestos y por ende menores
serán los recursos que las personas tienen y que libremente habrían utilizado
en otras actividades. Desde una ética cristiana el tema queda abierto pero al
menos “advertido”: no podemos seguir pensando en este tipo de soluciones como
si la escasez no existiera y como si los gobiernos fueran el mismo Jesucristo
multiplicando los peces sin costo para nadie.
Pero entonces, volviendo a nuestro tema, es justo que un cristiano vea la
perspectiva “objetiva” (en términos de Juan Pablo II) de su trabajo, su
“utilidad”, aunque no deba ser reducido a ella. Qué hacer con personas que
tienen capacidades especiales que no puedan insertarse en un mercado laboral
tradicional es otra cosa, y con justicia se pueden emplear para ello soluciones
ya estatales ya privadas, pero en la medida que podamos trabajar normalmente debemos hacerlo. En última instancia, todos debemos tener, como Spinoza, nuestro cristal
que pulir. Ojalá ello pudiera ser el pro-yecto de nuestra existencia, pero
si no, no es justo pedir ser subsidiados en la medida que los recursos sean
escasos. Por ende una ética cristiana de la producción implica ambas cosas: una
mirada al otro en tanto otro, más allá de “para qué sirva”, y a su vez, una
justa ponderación de la utilidad de su labor, como un principio básico del bien
común dada la escasez de recursos.
- Con todo esto llegamos al punto central de la ética
empresarial que queríamos destacar en esta “mirada al otro en tanto otro”. La
tan estudiada “responsabilidad social” del empresario tiene en este punto algo
fundamental, que no pasa por habituales gastos a actividades de bien público no
rentables. Que, incluso, pueden ser calculadas aburridamente igual que otro
gasto del presupuesto, y quedar así absorbidas por el reduccionismo de la
racionalidad instrumental. La especial
responsabilidad que un empresario cristiano tiene ante su prójimo es tratarlo y
mirarlo como otro, lo cual implica la educación de virtudes muy especiales
que sólo un contexto cristiano puede otorgar.
Para esto, empresarios y gerentes[44]
cristianos, si lo son, deben “abajarse” a su empleado y tratarlo como prójimo:
ir hacia donde está, hablar con él, mirarlo a los ojos con una mirada
cristiana. Nos hemos acostumbrado –y no
sólo en las empresas- a estructuras donde los que toman las decisiones
están escondidos, ocultos, no aparecen como personas ante su “personal”. Los
cristianos nos hemos acostumbrado a trabajar así, mientras hablamos de
responsabilidad social, que queda encerrada nuevamente en los cánones de la
racionalidad instrumental. Los cristianos no nos hemos tomado en serio lo que
el Génesis relata: “…Yahvéh Dios se paseaba por el jardín a la hora de la
brisa…[45]”, ni
nos hemos tomado en serio al Nuevo Testamento donde Cristo es el primero en
hablar y dialogar[46]
Somos capaces de donar millones a personas lejanas y desconocidas pero
incapaces de bajar dos pisos y hablar con quien justamente no nos reporta con
ese diálogo ningún beneficio monetario. No nos hemos acostumbrado al lenguaje
dialógico ni al diálogo crítico, tememos perder autoridad porque en el fondo
carecemos de la autoridad moral del ser cristiano y seguimos encerrados en la
dialéctica anticristiana del amo y el esclavo. Lo que muestra verdaderamente a
la santidad del empresario no es sólo, por ende, su pro-yecto y su
desprendimiento, sino este trato, esta mirada, que, si falta, falta porque en
el fondo no hay cristianismo vivido, sino meramente declamado y muerto en el
desierto de la burocracia instrumental. Por supuesto, podríamos terminar esto
con el Evangelio, si de antropología cristiana se trata: “Para los hombres, es
imposible, mas no para Dios, porque todo es posible para Dios”[47].
[3]“…Si
bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están
llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios (cf.
2 P 1,1).” Op.cit., Nº 32.
[7][Online]
disponible en www.imsdb.com/scripts/Meet-Joe-Black.htm,
acceso 2 de junio de 2010; Internet.
[8]Hemos
tratado este tema en Zanotti, Gabriel, Existencia
humana y misterio de Dios, Tucumán: UNSTA, 2008.
[10]Veamos
un ejemplo típico: Sans, Georg, “Que queda de
Marx después de 1989”, Criterio Nº 2355, 2009.
[11]Grondona,
Mariano, Las condiciones culturales del
desarrollo económico, Buenos Aires: Ariel-Planeta, 1999.
[15]Heidegger,
Martin, ¿Qué quiere decir pensar?,
1952. [Online] disponible en www.heideggeriana.com.ar/textos/decir_pensar.htm,
acceso 2 de junio de 2010; Internet.
[16]Ver
al respecto Weisheipl, James A., Tomás de Aquino, Vida, Obras y Doctrina,
Pamplona: EUNSA, 1994.
[17]Ver
al respecto Escrivá de Balaguer, Amar al
mundo apasionadamente, en Conversaciones
con Escrivá de Balaguer, Madrid: Rialp, 1986. Aclaremos algo: hemos
observado que en general citan a Escrivá de Balaguer sólo los que pertenecen al
Opus Dei y los que no, no lo citan por temor a esa identificación. Pero para
nosotros es injusto no citar a un autor por esos motivos. Nosotros citamos a
todos.
[18]Juan
Pablo II, “Carta Apostólica de Juan Pablo II a los jóvenes y a las jóvenes del
mundo con ocasión del Año Internacional de la Juventud”, en L´Osservatore Romano, 31 de Marzo de
1985.
[21]Derisi, Octavio Nicolás, Los
fundamentos metafísicos del orden moral, op.cit., y Santo
Tomás de Aquino, Suma Contra Gentiles,
op.cit, Libro I, cap 91.
[29]Ver
Maritain, Jacques, Los grados del saber, Buenos Aires: Club de Lectores, 1983: cap. 3.
Segunda parte.
[34]Ver
Escrivá de Balaguer, J., “Hacia la santidad”, en Amigos de Dios, Buenos Aires: Buenos Aires Edita, 1991.
[44]Sobre la
distinción entre gerentes y empresarios, ver Mises, Ludwig von, La Acción Humana, op.cit, cap. 15: 10.
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