domingo, 30 de marzo de 2014

LA COMUNICACIÓN DEL CRISTIANISMO CATÓLICO CON EL MUNDO ACTUAL EN RELACIÓN A LOS SOCIAL ISSUES

(Continuación de la entrada anterior).


  1. Claves para el diálogo con el mundo actual.

Pero, ¿cómo “enfrentar” al mundo desde el punto 3? La pregunta, así, está mal planteada. El católico laico no “en-frenta” al mundo porque no está en frente del mundo sino que está en él. Si no lo percibe así es que todo el Vaticano II y especialmente la Lumen gentium[1] y la Gaudium et spes[2] no ha terminado de hacer carne en él.
El laico católico es ciudadano en el mundo por derecho propio y en ese sentido debe acostumbrarse a dialogar con el mundo como uno más, sin negar su condición de creyente y dando buenos argumentos[3] para sus propias posiciones. Para ello sugiero las siguientes “claves” o “ítems”.

4.1. El diálogo.
El católico en el mundo debe ser un maestro consumado en el diálogo, pero no como estrategia, sino como testimonio de su Fe. En ese sentido sería muy bueno que estudiaran e internalizaran al respecto las enseñanzas de Habermas, Gadamer, Buber, Levinas, Popper, pero tienen algo más sencillo desde donde comenzar y que parece que tampoco ha hecho carne en la Fe: la encíclica Ecclesiam suam de Pablo VI[4].
Un punto fundamental en este tema es distinguir entre fundamentalismo y relativismo[5]. Es un error tildar de fundamentalista a cualquiera que tenga una relativa certeza sobre sus convicciones morales. Porque de esa certeza no se sigue la intolerancia ni el autoritarismo. Al contrario, forma parte de la ley natural que la verdad no debe imponerse por la fuerza, sino por la sola fuerza de la verdad, porque la naturaleza de la inteligencia y la voluntad humanas con contrarias a todo tipo de coacción en cuanto al convencimiento de la verdad. Por ende, el religioso o  partidario de la ley natural que incurra en autoritarismos incurre en una contradicción con sus propios principios y en un non sequitur total. Por eso el Vaticano II pudo deducir con toda coherencia el derecho a la libertad religiosa de la ley natural[6].
Relativismo en sentido negativo es otra cosa. Es no estar seguro de nada, es ser indiferente respecto a la verdad. Pero en ese caso, ¿para qué debatir? Excepto para lograr un pacto de no agresión, lo cual puede ser mucho, pero eso no es diálogo, ni comprensión mutua. Incluso, esa posición puede alimentar prejuicios negativos respecto al otro que lleven de vuelta a la guerra. La verdadera paz comienza con la comprensión del otro, y con el diálogo concomitante. El que dialoga no es indiferente ante la verdad, quiere llegar a un acuerdo sobre la verdad, pero es consciente de sus límites y de los límites del diálogo. Los paradigmas mutuamente incomunicados, las posiciones irreconciliables que sólo conviven en un mismo territorio sólo porque no se cruza una línea, son antecedentes de nuevas guerras. La agresividad de los juegos de lenguaje consiguiente son su antesala, y la Argentina es un buen ejemplo de ello (y por ende, un mal ejemplo). Por eso la gran distinción de razones incomunicadas en frágil convivencia, y razones en común dialogando. Esa es una enorme preocupación de Benedicto XVI que retomaremos al final.

1.2.  Comprender al otro horizonte y compartir sus valores.
Comprender, en Gadamer, no es justificar ni estar de acuerdo, sino defender[7] al otro del absurdo, y por ende comprender la historicidad de sus afirmaciones. En ese sentido, no sé hasta qué punto ha sido bueno llamar cultura de la muerte a quienes defienden el aborto, la eutanasia, el matrimonio homosexual, etc. Si el caso es que quienes defienden algo, lo que fuere, lo hacen desde la no sinceridad y la mentira, entonces obviamente las condiciones de diálogo no se cumplen por la otra parte y con ello queda cortado el diálogo. Pero el católico que a priori llama al otro “cultura de la muerte” corta ipso facto todo diálogo potencial con el otro que, aunque equivocado, defienda posiciones desde la buena voluntad y además con argumentos importantes. Y esta convicción no surge de ninguna estadística, sino de la convivencia asidua con los no católicos.
Todas las explicaciones efectuadas en el punto 1.2. deberían bastar para comprender desde dónde habla un no católico cuando niega la racionalidad de la ley natural: desde un neokantismo, un neopositivismo y una reacción post-modernista (un kundo “post-metafísico”) que es la cultura misma donde ha nacido, incluido el católico, lo cual genera a la Iglesia actual problemas pastorales inéditos.
Ello, en cuanto a lo que comprender al otro horizonte se refiera.
Pero, además, el otro horizonte tiene valores positivos, que son en sí mismos cristianos. Valores como la igualdad, la no discriminación, la intimidad personal, la vida misma, son los valores frecuentes que encontramos en quienes defienden posiciones que no coinciden con una ley natural expuesta desde una cosmovisión católica. En la eutanasia se discute desde la dignidad de la muerte; en el aborto, desde la vida y libertad de la madre; en el divorcio y matrimonio homosexual, desde la igualdad y la no discriminación. Como valores, son buenos en sí mismos y cristianos. Son como premisas mayores de las cuales luego se desprenden non sequitur (s) (por ejemplo: del derecho a la muerte digna no se sigue una acción positiva directamente encaminada a causar la muerte) pero el católico puede y debe utilizar esas premisas en sus argumentos porque son premisas en sí mismas verdaderas y compartidas en general por todos.

1.3.  La distinción entre ley humana y ley natural.
En los debates públicos esto es algo que casi no aparece, tanto de uno u otro lado. Católicos y no católicos están acostumbrados en un peculiar non sequitur: afirmar como ley positiva todo aquello que sea bueno en su escala de valores, y en el caso del católico, afirmar como ley humana todo aquello que sea parte de la ley natural. Pero no fue ello lo afirmado por Santo Tomás: “. . . la ley humana se establece para una multitud de hombres, en la cual la mayor parte no son hombres perfectos en la virtud. Y  así, la ley humana no prohíbe todos los vicios, de los que se abstiene un hombre virtuoso; sino sólo se prohíben los más graves, de los cuales es más posible abstenerse a la mayor parte de los hombres, especialmente aquellas cosas que son  para el  perjuicio de los demás, sin cuya prohibición la sociedad no se podría conservar como son los homicidios, hurtos, y otros vicios semejantes” (I-II, Q. 96, a. 2). Y antes había dicho, citando incluso a San Agustín: “…la ley humana no puede castigar o prohibir todas las cosas malas que se hacen, porque si quisiera quitar todos los males, con ellos quitaría también muchos bienes, y se impediría la utilidad del bien común, que es necesaria para la convivencia humana” (I-II, q. 91, a. 4). (Las itálicas son nuestras). ¿Por qué no tener en cuenta esta distinción en el s. XXI, que fue realizada ya en los s. IV y XIII? Hay muchas cuestiones que pertenecen a la intimidad personal y no deberían ser legisladas, como explícitamente lo recoge el art. 19 de la Constitución Argentina de 1853: “…Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe”. Por supuesto, muchos dirán que en la definición misma de bien común que aparece en muchas encíclicas (conjunto de condiciones de vida social que facilitan el desarrollo y perfeccionamiento de la persona humana) está implícita una visión perfeccionista de la ley humana, tampoco ignorada por Santo Tomás cuando afirma el valor educativo de la ley (I-II, Q. 92 a. 1c). Sí, claro que es así, pero ello implica una falsa contraposición: el bien común y el perfeccionamiento de la persona requiere que la ley humana tolere cuestiones que la ley natural no. Veremos más adelante qué casos específicos pueden ser iluminados por esta cuestión.
Demos un ejemplo. Las relaciones pre-matrimoniales no son hoy un public-issue. Sin embargo para los católicos la unión sexual puede realizarse sólo en el matrimonio. Y por más dificultades que esto tenga desde un punto de vista psicológico, cultural o pastoral, también hay buenos argumentos de ley natural para que así sea: el compromiso matrimonial garantiza la no-instrumentalización de la otra persona en la unión sexual, lo cual es un argumento cristiano pero a la vez entendible por cualquier filósofo que maneje la distinción contemporánea entre persona y cosa. Sin embargo no es una cuestión legal, y está bien que así sea.

1.4.  Argumentar desde el mundo de la vida, no desde “lo científico”.
Ya dijimos más arriba que “…El inductivismo y los cánones de Mill al respecto, y el método de hipótesis, deducción de las consecuencias, verificación probable de las consecuencias, de Hempel, Carnap, Nagel, parecen acercar a la inteligencia humana a un paradójico mundo feliz donde se ha librado de sí misma: los “facts” de las ciencias naturales, que luego inundan a las ciencias sociales con una pretendida imitación de dicho método. Volvemos a decir que Popper es el primero que desde la ciencia misma tira abajo esta ilusión pero sus consecuencias culturales quedan: la verdad se deposita en “los hechos”, “lo objetivo”, “lo científico”, fuera de ello, no existe la verdad sino “lo subjetivo” donde obviamente también están las ideas filosóficas y teológicas de la ley natural. Algunos católicos tratan entonces de argumentar a favor de la ley natural desde esa noción de “lo científico” sin darse cuenta que están arrojando a las problemas morales así propuestos a la falibilidad intrínseca del método hipotético-deductivo”.
Esto es sumamente preocupante y puede tener consecuencias gravísimas para una argumentación desde la razón. Uno, que si el católico cree que argumentar desde la razón es argumentar desde la razón científica borra la idea de ley natural (la cual NO se basa en ese tipo de razón) y se pone a tiro de todos los argumentos científicos que sean contrarios a lo que él quiere decir. La razón científica es esencialmente conjetural: el método hipotético-deductivo no permite dar certeza a la hipótesis por más que esta se encuentre corroborada, esto es, no falsada hasta el momento[8]. Por ende, la ciencia nunca sale del nivel de hipótesis, aunque esté por el momento “no negada”. Pero la ley natural no es una hipótesis, sino un nivel más alto de certeza. Debatible por supuesto en el ámbito público, pero presentada por quien la sostiene NO como una hipótesis que depende de un testeo empírico que puede apoyar hoy y negar mañana. Es presentada como una exigencia moral que tiene otro tipo de razones, paradójicamente más firmes que la ciencia. Y ese otro tipo de razones surgen de profundizar con actitud teorética, como ya dijimos, las experiencias humanas del mundo de la vida. Este es precisamente el diálogo posible y necesario entre todas las personas “de buena voluntad”. Veremos después todo esto en el caso del aborto pero demos sólo un pequeño ejemplo. A veces veo en newletters católicos títulos como estos: “revela un estudio problemas psíquicos en hijos de matrimonios homosexuales”. ¿Pero qué nivel de certeza moral tiene un estudio estadístico? ¿Y si mañana aparece otro, metodológicamente inobjetable, que afirmara  exactamente lo contrario?
Argumentar desde el mundo de la vida es argumentar desde lo más permanente de lo humano, por más diferencias culturales que haya. Por eso muchas de las cuestiones dichas por Aristóteles en su ética a Nicómaco, o los planteos morales de Sócrates en los Diálogos platónicos, siguen siendo razonables hoy, mientras que no ha pasado lo mismo con la física aristotélica. Por ello, argumentar desde la ley natural de Santo Tomás es argumentar de modo razonable desde una ética de virtudes, que tienen que ser vividas para poder ser entendidas. Y la vivencia de esas virtudes está abierta a creyentes y no creyentes, aunque ello seas difícil. No se trata de una confianza en una razón in abstracto sino de la confianza en una razón humana inserta en una vida buena (distinto a una buena vida).



1.5.  No recurrir a las contraposiciones natural/cultural, corpóreo/espiritual.
Con respecto a la primer contraposición, ya hemos hablado de ella, pero insistimos porque es uno de los puntos de quiebre del diálogo más habituales. La ley natural no contrapone lo natural con lo cultural, y menos aún asimila natural a “corpóreo”.Suponer lo contrario, sobre todo en temas de ética sexual, es ponerse a tiro de obvias objeciones. Gran parte de la cultura contemporánea parte de una amalgama de una autonomía formal y absoluta de la voluntad con un dualismo mente-cuerpo total y completo. Decimos “formal y absoluta” porque en Kant no era así. La autonomía de la voluntad en Kant rechaza las morales heterónomas pero el imperativo categórico resultante no es relativista ni permite al sujeto hacer su absoluta voluntad. En cambio actualmente es muy común suponer una autonomía sobre la propia persona total y completa, y ello no es ridículo: es comprensible una vez que cae el paradigma metafísico que sostiene a la ley natural y cae también ese kantismo rigorista del imperativo categórico. Además, aunque no se sostenga en general una inteligencia y libre albedrío no reducibles a lo corpóreo, es común decir y suponer que “la razón domina al cuerpo”, como la razón instrumental que domina al cuerpo como a cualquier otra cosa. Las conclusiones son obvias.
El que sostiene la ley natural desde su horizonte judeocristiano debe decir que por supuesto que en lo humano todo es cultural, precisamente porque lo humano se diversifica en cultura porque es cultura. Pero ello no implica que no haya valores morales razonables para todas las culturas como, por ejemplo, la igualdad, los derechos humanos, la no discriminación. Y desde allí, el valor de la vida humana en el vientre materno puede ser un valor tan universal y razonable como hoy lo son la protección de las especies en extinción y la no contaminación del ambiente.
De igual modo, el lenguaje debe adoptar un juego de lenguaje no dualista en el tema alma-cuerpo. Debemos hablar de lo humano, de la persona; nunca hablar de “el cuerpo” y menos aún analogar esto último a “lo natural” y menos aún pretender allí manejarnos con el método científico. La ley natural en Santo Tomás tiene una base antropológica tal que no permite el dualismo alma-cuerpo. Cuando Santo Tomás habla de “lo racional” o “la razón”, en su antropología, no se refiere a la mente que controla un cuerpo, sino al principio organizante último de lo humano: por ende en ese sentido esa racionalidad baña intrínsecamente al cuerpo humano. Desde un esquema dualista y una moral de autonomía absoluta, no cuidarse en las comidas es tan racional como sí hacerlo, porque depende de opciones libérrimas de una razón que decide sus fines últimos. En cambio, desde la ley natural no es racional no cuidarse en las comidas –aunque ello no sea objeto de la ley humana- porque el respeto que debemos al otro lo debemos también a nosotros mismos (los argumentos deben ser siempre desde la intersubjetividad). No deben olvidarse al respecto los puntos 47, 48 y 49 de la Veritatis splendor[9].

  1. Hacia un reordenamiento de los debates.
Dado todo lo anterior, es necesario re-encausar, re-dirigir, re-encaminar ciertos debates que se encuentran estancados hoy en la razón pública. Huelga la aclaración que lo que sigue no es un tratamiento sistemático de ciertos temas y menos aún un intento de solución de todos sus problemas. Pero sí humildes sugerencias teóricas y prácticas sobre ciertos temas a la luz de todo lo anterior.

5.1. Sobre el aborto.
5.1.1. No negar el horizonte judeocristiano. Como hemos dicho, no es posible ni sincero negar que es un tema para el cual cristianos y católicos tenemos una especial sensibilidad. Pero ello no quiere decir que no tengamos argumentos razonables para plantear en una sociedad pluralista, argumentos que sean entendibles por todos.
5.1.2. Argumentar desde el mundo de la vida. No matar a una creatura inocente debe asimilarse con no matar en general, con el respeto por la vida. No importa si se duda o no de la naturaleza ontológica del embrión: el asunto es que aquello que en principio nacerá como humano debe ser respetado como tal. Lo que se esta desarrollando como humano, es humano, de igual modo que lo que se está desarrollando como pez, es un pez. No debería haber mayores complicaciones argumentativas. A partir de aquí, la “no excepción”, esto es, que “en ningún caso” se debe matar a esa vida inocente se desprende con toda lógica aunque obviamente sea psicológicamente difícil su aceptación.
5.1.3. No argumentar desde el la conjetura científica del código genético. El documento del Vaticano de 1974[10] no lo hacía: “Por lo demás, no es incumbencia de las ciencias biológicas dar un juicio decisivo acerca de cuestiones propiamente filosóficas y morales, como lo son la del momento en que se constituye la persona humana y la legitimidad del aborto. Ahora bien, desde el punto de vista moral, esto es cierto: aunque hubiese duda sobre si el fruto de la concepción humana es ya una persona, es objetivamente un pecado grave el atreverse a afrontar el riesgo de un homicidio. ‘Es ya un hombre aquel que está en camino de serlo’”. Como vemos, había aquí un sumo cuidado de no hacer extrapolaciones epistemológicas: de una premisa científica no se puede extraer una conclusión moral y, para esta última, se recurría a la argumentación de Santo Tomás sobre que no se debe matar aquello que en potencia será humano (Santo Tomás sostenía la teoría de la animación retardada de Aristóteles, tema totalmente opinable, pero no por ello apoyó al aborto, porque su argumentación moral era, como vimos, diferente[11]). El Magisterio posterior hizo un giro y puso mucho peso en el argumento del código genético, pero cada vez que tenía que bajar el peso de su autoridad magisterial, ponía las cosas en su lugar: “Ciertamente ningún dato experimental es por sí suficiente para reconocer un alma espiritual; sin embargo, los conocimientos científicos sobre el embrión humano ofrecen una indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: cómo un individuo humano no podría ser una persona humana? El Magisterio no se ha comprometido expresamente con una afirmación de naturaleza filosófica, pero repite de modo constante la condena moral de cualquier tipo de aborto procurado. Esta enseñanza permanece inmutada y es inmutable” (“Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación”[12]); “Por lo demás, está en juego algo tan importante que, desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano. Precisamente por esto, más allá de los debates científicos y de las mismas afirmaciones filosóficas en las que el Magisterio no se ha comprometido expresamente, la Iglesia siempre ha enseñado, y sigue enseñando, que al fruto de la generación humana, desde el primer momento de su existencia, se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se el debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual...” (Evangelium vitae[13]). Esto es muy delicado: aún hoy es una incertidumbre científica (y si es ciencia, siempre lo será) el tiempo que transcurre entre que el espermatozoide toca la membrana del óvulo y la completa unión cromosómica, y el famoso documento Donum vitae, de 1987, tuvo que aclarar, inmediatamente después del preámbulo y antes de la introducción, que “…Los términos "cigoto'', "pre-embrión", "embrión" y "feto'' en el vocabulario biológico pueden indicar estadios sucesivos en el desarrollo del ser humano. La presente instrucción utiliza libremente estos términos, atribuyéndoles un idéntico significado ético. Con ellos designa el fruto, visible o no, de la generación humana, desde el primer momento de su existencia hasta el nacimiento. La razón de este uso quedará aclarada en el texto (Cf. I, 1)”[14], y más abajo, para despejar dudas, “…[El cigoto es la célula resultante de la fusión de los núcleos de los dos gametos)”[15]. Y el punto era importante porque se debatían temas relacionados con los diversos tipos de fecundación artificial.
5.1.4. Se puede hoy argumentar desde Santo Tomás de Aquino a favor de la vida desde el primer momento de la concepción, aunque Santo Tomás de Aquino no lo haya hecho así en su momento. Dado que el desarrollo del embrión es accidente, y el accidente supone la sustancia y la esencia, un embrión humano en desarrollo presupone una sustancia humana y por ende una esencia humana cuya forma sustancial es humana. Ahora bien, esta argumentación se puede re-elaborar exactamente como lo dijimos en el punto 1, desde el mundo de la vida (lo que se esta desarrollando como humano es humano), y lo más importante es que, aún en el caso de que haya duda, la duda no autoriza, sino todo lo contrario, matar al embrión. Y aquél que diga que tiene una “certeza científica” de que el embrión no es persona comete el mismo error metodológico que quien se base en la conjeturalidad de la ciencia para decir lo contrario.

2.2.  Sobre el matrimonio homosexual.
2.2.1.      ¿Argumentos?
Aquí el riesgo de petición de principio es obvia. El matrimonio debe ser entre varón y mujer, pero ¿por qué? ¿Cuál es la premisa para esa conclusión? No se la puede afirmar como premisa porque, precisamente, es esa “premisa” la que está en debate en la razón pública.
Por supuesto, aquí nos enfrentamos ante un caso típico de tradiciones en crisis, y es en la crisis donde surge nuevamente el tema de la “argumentación para”. Tiene razón Hayek[16] en que las tradiciones suplen lo que la razón no sabe, y en ese sentido el matrimonio es una institución social espontánea cuyas razones no estuvieron en debate por mucho tiempo. Sin embargo las diversas manifestaciones culturales de usos y costumbres poligámicos y poliándricos afectaron a esta tradición desde el principio. En el horizonte judeo-cristiano, después de Cristo ciertas características no se debatieron, como la monogamia e indisolubilidad, pero antes sí. Y la indisolubilidad comenzó a debatirse ya hace mucho tiempo, ahora le toca el turno a la heterosexualidad y dentro de poco le tocará el tema a la monogamia, que también se está debatiendo hace tiempo por el caso de los mormones.
Nuevamente, desde el horizonte judeocristiano tenemos un argumento que puede ser razonable para otros horizontes: la plenitud del amor, la entrega total al otro, que demanda cuanto menos la monogamia y la indisolubilidad como conclusiones de lo que significa “entrega total”. Para la heterosexualidad del matrimonio hay un argumento que viene de Freud y que es perfectamente compatible con la antropología de Santo Tomás, por un lado, y con una “experiencia de lo humano” del mundo de la vida. La evolución del psiquismo humano es la evolución de una pulsión indiferenciada, la libido, que en el recién nacido se manifiesta de manera total, de un modo totalmente narcisista[17]. Precisamente la dificultad de la evolución de esa pulsión es que salga de su indiferenciada fuerza y logre dirigirse al objeto sexual de sexo diferente[18]. Para Freud, que el objeto sexual sea de sexo diferente es porque, como médico y neurólogo, fundaba la fuerza del “plasma germinativo” en la función que este tiene para la continuidad de la especie[19].
Por supuesto que esto es “políticamente incorrecto”, pero aún así, ahora, la “carga de la prueba” la tiene el partidario de la homosexualidad como psíquicamente normal y-o moralmente indiferente. O sea, puede estar muy en desacuerdo con Freud, pero tiene que presentar argumentos en contra. Las teorías de Freud sobre la evolución de la psiquis no son, además, sólo hipótesis de modelos hipotético-deductivos en ciencias naturales: detrás de sus dos tópicas hay toda una filosofía de lo humano (que no de casualidad él encontró, como ya dijimos, en poetas y literatos) compatible con la sensibilidad cristiana sobre una naturaleza humana herida por el pecado original.
2.2.2.      Distinción entre la ley humana y ley natural.
Pero en este caso, los argumentos de ley natural a favor del matrimonio heterosexual no implican necesariamente que la ley humana daba encargarse de ello. Así como hay muchas cosas “malas” que no por ello deben prohibirse legalmente (ya lo vimos), de igual modo hay infinidad de cosas “buenas” que no por ello deben mandarse legalmente. Sé que habitualmente se argumenta que la familia, al ser tan importante, debe ser custodiada por el estado, pero ello es un non sequitur. Cada quien podría casarse según su propia conciencia, hacer los arreglos legales que prefiera, bajo la libertad de asociación y el ya nombrado artículo 19 de la Constitución. Los homosexuales harían por ende lo mismo pero aunque ellos lo llamaran matrimonio la ley humana no lo llamaría tal, con lo cual la ley humana no sería contraria a la ley natural. Y esto es así porque lo que estoy proponiendo es que no haya matrimonio civil, esto es, estatal. No es que heterosexuales y homosexuales  quieran simplemente unirse según su conciencia (que puede estar errónea pero eso es lo que contempla el art. 19): quieren que el estado los declare marido y mujer, y ese es el error. En ese sentido el art. 19 ya contempla las razones de igualdad ante la ley y no discriminación alegados por los partidarios del matrimonio homosexual, pero de un modo no estatal. Esa es la clave del debate público que debemos dar.
En ese sentido debemos someter a crítica, los católicos, todo un proceso de estatización del matrimonio y la familia que ha sido mal planteado desde el principio. León XIII se opuso claramente al matrimonio civil[20], precisamente porque sabía que las legislaciones en ese momento “laicistas” pretendían sacar a la familia del ámbito de la Iglesia y colocarla en el ámbito del estado. Por supuesto, en ese momento no hubo solución al tema, porque a León XIII no se le pasaba por su horizonte plantear el tema de la libertad de conciencia y la libertad religiosa como derecho civil. Por eso el matrimonio estatal, en general disoluble, quedaba como la opción para los no creyentes en las naciones influenciadas por los códigos napoleónicos. En la Argentina, país de empates, la legislación estatal prescribió un matrimonio civil indisoluble, y como exigencia previa para el religioso, atentado a la libertad religiosa que la Iglesia local toleró, y luego se transformó en uso y costumbre. Por supuesto, cuando en 1985 se plantea la ley de divorcio civil, los católicos argentinos cerraron filas alrededor de la ley civil anterior (¡que León XIII había rechazado!), y ahora, casi lo mismo. En ningún momento se nos pasa por el horizonte una des-estatización de la familia y una solución legal ipso facto para el tema del matrimonio homosexual. ¿No es momento de que pensemos diferente?

2.3.  El derecho a la intimidad.
2.3.1.      La intimidad personal como un derecho humano fundamental.
En vez de estar corriendo atrás de los acontecimientos, diciendo todo el tiempo “esto no” los católicos tienen en este derecho algo que viene de su propia sensibilidad cristiana pero a la vez los posiciona totalmente en el mundo moderno, y que puede plantearse como una posición permanente, que se adelante a los acontecimientos, y no circunstancial. El derecho a la intimidad está en la base del derecho a la libertad religiosa[21], porque es nada más ni nada menos que el derecho a la ausencia de coacción sobre la conciencia en materia intelectual y moral. Por eso es un derecho que, uno, fue adelantado por la distinción de Santo Tomás, ya citada, entre ley humana y ley natural, y, dos, se expresa luego en el derecho a la libertad religiosa –que fundamenta los derechos a la libertad de enseñanza y de expresión-, derecho que implica una laicidad positiva del estado[22]. Por eso se sitúa entre el art. 19 de la Constitución de 1853 (ya citado) y el derecho a la libertad religiosa, y por eso no es sólo un derecho con consecuencias sólo privadas sino también públicas.
El derecho a la intimidad es como un principio cristiano y a la vez civil y secular de no agresión, de no invasión al otro. En la visión judeocristiana la persona no es dueña de sí misma, sino que Dios es nuestro dueño, “el Señor”. Por lo tanto la visión cristiana es incompatible con una visión de la libertad personal donde ésta se base en que la persona es dueña de sí misma. Pero dado que Dios es nuestro dueño, y sólo Dios, entonces cada ser humano no es dueño del otro, del tú, en la relación interpersonal yo-tú. Por ende desde un punto de vista horizontal nadie tiene derecho a invadir la casa existencial del otro, sólo el otro puede abrir la puerta de su existencia. Tenemos nuevamente en este caso un argumento que deriva de la sensibilidad cristiana sobre la persona humana y funda a la vez una sociedad secular donde ningún funcionario estatal puede invadir la conciencia de otro generando ello a su vez el sagrado derecho a la libertad religiosa con todas sus implicaciones políticas en cuanto a las justas relaciones entre Iglesia y estado[23].
2.3.2.      La intimidad personal como fuente de solución de delicados public issues.
Este derecho a la intimidad personal no sólo permite encarar, como vimos, delicados temas como las uniones homosexuales sino también otros:
-          La libertad educativa de instituciones católicas (y privadas en general), dado el derecho a la libertad religiosa y de enseñanza basados en esa inmunidad de conciencia. Así, temas tales como educación sexual, condiciones morales de los docentes, etc., son temas en los cuales le legislación estatal no debe intervenir so pena de violar esos derechos humanos claves en temas de conciencia.
-          El derecho al rechazo informado en temas médicos, esto es, el derecho a la objeción de conciencia en cuanto a recibir un tratamiento médico, cuestión que podría salvar numerosos malentendidos respecto a la eutanasia.
-          El derecho a la objeción de conciencia en general, reconocido por el Vaticano II para temas militares, y que debería ser extendido a todas las áreas[24]. No es algo que deba ser recordado ahora que lo necesitamos, para defender a los médicos que se nieguen a practicar abortos o a jueces que no quieran casar a parejas homosexuales. Eso está muy bien, pero el recuerdo de la objeción de conciencia cuando nos conviene parece ser algo meramente oportunista. Debe ser defendida siempre, en toda circunstancia y obviamente para todos los ciudadanos, católicos o no. Los testigos de Jehová no fueron defendidos en general por los católicos en Argentina, y menos excusa hay para ello porque el documento del Vaticano II era de 1965.


  1. Conclusión. Hacia una recuperación de la razón en el debate público. El programa de Benedicto XVI.
Gran parte del programa y objetivos del pontificado de Benedicto XVI pueden sintetizarse en estas dos fases: a) recuperación de una razón en común para todos los seres humanos; b) una nueva noción de razón pública donde el catolicismo –y las religiones en general- tenga en ella carta de ciudadanía.
La primera fase de este programa comenzó con el malogrado discurso en Ratisbona[25], de 2006, donde todo el mundo se concentró en la famosa cita de Manuel II Peleólogo, y caso nadie leyó el resto del discurso. Benedicto XVI dice algo, al principio, que es esencial, especialmente para la comprensión de la escolástica como diálogo razón/fe, y que debería ser aclarado sobre todo a los filósofos que critican a la escolástica cristiana como reducida a la “razón griega”. Justamente, un punto que ya hemos tocado: la razón humana es histórica, sí, pero no se reduce a cada una de sus manifestaciones históricas. Afirmar que cada razón es históricamente incomunicable con otra es incurrir en la inconmensurabilidad de paradigmas; afirmar que la razón es histórica y a la vez comunicable es afirmar la comunicación de horizontes (Gadamer) y a la vez una razón en común para todos los seres humanos (que no se da in abstracto de lo histórico). En esa razón en común entra la noción de analogía (Santo Tomás). El contexto había sido, precisamente, el tema de la tolerancia, donde Benedicto XVI. Cita de nuevo a su ahora famoso emperador bizantino, quien dijo: «Dios no se complace con la sangre —dice—; no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas... Para convencer a un alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a instrumentos contundentes ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar de muerte a una persona”. (¿Vaticano II? No, año 1391…). Y entonces pregunta Benedicto: “…La convicción de que actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios, ¿es solamente un pensamiento griego o vale siempre y por sí mismo?”. Es una pregunta filosóficamente clave y de su respuesta depende todo. Y, desde luego, la respuesta no es la típica contraposición entre historia y razón. Claro que es un pensamiento al que la escolástica llega en su diálogo con los clásicos griegos, pero al mismo tiempo vale para todos los horizontes. Por eso Benedicto XVI explica lo negativo de tres oleadas de pretensión de “des-helenizar” al pensamiento escolástico: la primera, con la Reforma, donde la metafísica de Platón y Aristóteles son consideradas incompatibles con la Fe. La segunda, la teología de Harnack que exagera la distinción pascaliana entre Dios de los filósofos y Dios de la Fe. Y la tercera, un relativismo cultural según el cual el primer encuentro del cristianismo con la cultura greco-latina fue una primera inculturación pero que no sigue siendo válida para otras culturas actuales. Las tres son claros ejemplos de todo lo que reseñamos en el punto dos: mientras una hermenéutica fenomenológica no haga carne cultural, nos seguiremos debatiendo entre una razón escolástica enfrentada con la historia y un relativismo post-moderno enfrentado con la razón. El cristianismo sí, ha dialogado con la cultura greco-latina, pero no se ha reducido a ella. Ha partido desde el propio horizonte judeocristiano, insospechado para los griegos, y ha tomado de ellos elementos de su metafísica que son razonables para toda razón: la razón del hombre actual también, cuando ese ser humano puede ver en su mundo de la vida elementos razonables que sus propios preconceptos ideológicos, filosóficos y cientificistas negaban.
La segunda fase fue escrita precisamente en el discurso en La Sapienza, ya analizado, tampoco entendido por nadie y malogrado, como ya dijimos, por una vergonzosa intolerancia.  Allí Benedicto elabora algo nuevo y básico para el diálogo con el mundo actual: como ya explicamos, la noción de razón pública de Rawls no tiene por qué excluir al cristianismo de esa razón pública, sino hacerlo presente como punto de partida desde donde elaboramos argumentaciones razonables para todo el mundo secular. Este discurso decía, hacia el final: “…la filosofía no vuelve a comenzar cada vez desde el punto cero del sujeto pensante de modo aislado, sino que se inserta en el gran diálogo de la sabiduría histórica, que acoge y desarrolla una y otra vez de forma crítica y a la vez dócil; pero tampoco debe cerrarse ante lo que las religiones, y en particular la fe cristiana, han recibido y dado a la humanidad como indicación del camino. La historia ha demostrado que varias cosas dichas por teólogos en el decurso de la historia, o también llevadas a la práctica por las autoridades eclesiales, eran falsas y hoy nos confunden. Pero, al mismo tiempo, es verdad que la historia de los santos, la historia del humanismo desarrollado sobre la base de la fe cristiana, demuestra la verdad de esta fe en su núcleo esencial, convirtiéndola así también en una instancia para la razón pública. Ciertamente, mucho de lo que dicen la teología y la fe sólo se puede hacer propio dentro de la fe y, por tanto, no puede presentarse como exigencia para aquellos a quienes esta fe sigue siendo inaccesible. Al mismo tiempo, sin embargo, es verdad que el mensaje de la fe cristiana nunca es solamente una "comprehensive religious doctrine" en el sentido de Rawls, sino una fuerza purificadora para la razón misma, que la ayuda a ser más ella misma. El mensaje cristiano, en virtud de su origen, debería ser siempre un estímulo hacia la verdad y, así, una fuerza contra la presión del poder y de los intereses”.
La tercera fase es reciente: se trata del discurso al Parlamento Británico, del 2010[26]. Allí Benedicto XVI vuelve a preguntar: “… ¿Dónde se encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas?” Y contesta: “…La tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes”. Esto es, el horizonte desde donde habla el judeocristiano no es el único desde donde pueden advertirse los contenidos de la ley natural. Agrega después algo que siempre cuesta entender a los clericalismos de derecha y de izquierda: “… Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión”. (Las itálicas son nuestras). ¿Entonces? Pues el papel cristiano de la razón pública: “… Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos”. Luego critica, como corresponde, a las intolerancias religiosas, que vienen precisamente de los clericalismos aludidos:  “…Este papel “corrector” de la religión respecto a la razón no siempre ha sido bienvenido, en parte debido a expresiones deformadas de la religión, tales como el sectarismo y el fundamentalismo, que pueden ser percibidas como generadoras de serios problemas sociales”. Pero no de casualidad, esos fundamentalismos son fideístas y desconfían de la razón: “…Y a su vez, dichas distorsiones de la religión surgen cuando se presta una atención insuficiente al papel purificador y vertebrador de la razón respecto a la religión”.  O sea que fe sin razón y razón si fe retroalimentan sus respectivas deformaciones: “…Se trata de un proceso en doble sentido. Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana. Después de todo, dicho abuso de la razón fue lo que provocó la trata de esclavos en primer lugar y otros muchos males sociales, en particular la difusión de las ideologías totalitarias del siglo XX[27]. Por eso deseo indicar que el mundo de la razón y el mundo de la fe —el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas— necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización”.
Luego, la misma conclusión que en el discurso a La Sapienza: “…En otras palabras, la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional”. Y el problema del laicismo (no laicidad): “…Desde este punto de vista, no puedo menos que manifestar mi preocupación por la creciente marginación de la religión, especialmente del cristianismo, en algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la tolerancia. Hay algunos que desean que la voz de la religión se silencie, o al menos que se relegue a la esfera meramente privada. Hay quienes esgrimen que la celebración pública de fiestas como la Navidad deberían suprimirse según la discutible convicción de que ésta ofende a los miembros de otras religiones o de ninguna”. Y el llamado a la objeción de conciencia: “…Y hay otros que sostienen —paradójicamente con la intención de suprimir la discriminación— que a los cristianos que desempeñan un papel público se les debería pedir a veces que actuaran contra su conciencia”. Y un llamado final al respeto a la libertad de conciencia y libertad religiosa: “…Éstos son signos preocupantes de un fracaso en el aprecio no sólo de los derechos de los creyentes a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, sino también del legítimo papel de la religión en la vida pública”.
Estos tres discursos –los dos primeros, muy poco conocidos y sumergidos en la confusión y el malentendido- tienen un mensaje central para el tema de la ley natural. La ley natural parte de un horizonte judeocristiano que no se puede ni debe negar. Ese horizonte permite encontrar razones en común para dialogar con todos en una sociedad secular, y esa es la contribución de la Fe a la razón pública. El católico del s. XXI, por lo tanto, debe ser más que nunca un legítimo ciudadano de dos mundos. Como laico debe asumir que el mundo secular es su lugar y por ende no le habla como extranjero. Como cristiano debe tener conciencia de que su horizonte le hace trascender a ese mundo a la vez que le proporciona razones para dialogar con todos los habitantes de ese mundo. La formación teológica y profesional del laico debe ser, por ende, más imperativa que nunca. Las pastorales activistas, emocionales y denigratorias de la razón y del estudio vacían a la Iglesia de su diálogo razón/fe y la vuelven a catacumbas de incomunicación donde se termina perdiendo también la Fe. Urge la vivencia renovada del ideal dominico: contemplar y predicar lo contemplado. La contemplación se llama ahora estudio y el predicar es el estar en el mundo. Pero cuidado, nada de esto es estrategia ni nada de esto tiene que tener “éxito”. El católico tiene doble carta de ciudadanía pero es la primera –el Reino de Dios- la única que permite transitar la segunda sin perder la primera. Dice Benedicto XVI: “…Es cierto que Job puede quejarse ante Dios por el sufrimiento incomprensible y aparentemente injustificable que hay en el mundo. Por eso, en su dolor, dice: « ¡Quién me diera saber encontrarle, poder llegar a su morada!... Sabría las palabras de su réplica, comprendería lo que me dijera. ¿Precisaría gran fuerza para disputar conmigo?... Por eso estoy, ante él, horrorizado, y cuanto más lo pienso, más me espanta. Dios me ha enervado el corazón, el Omnipotente me ha aterrorizado » (23, 3.5-6.15-16). A menudo no se nos da a conocer el motivo por el que Dios frena su brazo en vez de intervenir. Por otra parte, Él tampoco nos impide gritar como Jesús en la cruz: « Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? » (Mt 27, 46). Deberíamos permanecer con esta pregunta ante su rostro, en diálogo orante: « ¿Hasta cuándo, Señor, vas a estar sin hacer justicia, tú que eres santo y veraz? » (cf. Ap 6, 10). San Agustín da a este sufrimiento nuestro la respuesta de la fe: « Si comprehendis, non est Deus », si lo comprendes, entonces no es Dios.[35] Nuestra protesta no quiere desafiar a Dios, ni insinuar en Él algún error, debilidad o indiferencia. Para el creyente no es posible pensar que Él sea impotente, o bien que « tal vez esté dormido » (1 R 18, 27). Es cierto, más bien, que incluso nuestro grito es, como en la boca de Jesús en la cruz, el modo extremo y más profundo de afirmar nuestra fe en su poder soberano. En efecto, los cristianos siguen creyendo, a pesar de todas las incomprensiones y confusiones del mundo que les rodea, en la « bondad de Dios y su amor al hombre » (Tt 3, 4). Aunque estén inmersos como los demás hombres en las dramáticas y complejas vicisitudes de la historia, permanecen firmes en la certeza de que Dios es Padre y nos ama, aunque su silencio siga siendo incomprensible para nosotros”[28]




[1] Nros. 31 a 35.
[2] Nro. 40.
[3] Sobre esta cuestión, ver Nubiola, J.: Pensar en libertad, Eunsa, Pamplona, 2007; Invitación a pensar, Rialp, Madrid, 2009; “Fe y cultura: transmitir la fe hoy”, ponencia en las Jornadas de Cuestiones Pastorales “Secularismo y cultura de la Fe”, del 26-1-2011; “La articulación de pensamiento y vida: actualidad de Santo Tomás de Aquino”, texto presentado al Seminario Arquidiocesano de Chihuahua, México, 16 de Enero de 2010; “La aventura de ser razonables hoy”, texto presentado al XIII Curso de Antropología filosófica, Fundaciñon Universitaria Española, Madrid, 16 de Febrero de 2011.
[4] Ed. Paulinas, Buenos Aires, 1969. En la parte III, las condiciones de diálogo expuestas son las siguientes: “… El coloquio es, por lo tanto, un modo de ejercitar la misión apostólica; es un arte de comunicación espiritual. Sus caracteres son los siguientes: 1) La claridad ante todo: el diálogo supone y exige la inteligibilidad: es un intercambio de pensamiento, es una invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre; bastaría este solo título para clasificarlo entre los mejores fenómenos de la actividad y cultura humana, y basta esta su exigencia inicial para estimular nuestra diligencia apostólica a que se revisen todas las formas de nuestro lenguaje, viendo si es comprensible, si es popular, si es selecto. 2) Otro carácter es, además, la afabilidad, la que Cristo nos exhortó a aprender de El mismo: Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón; el diálogo no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo. Su autoridad es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; no es un mandato ni una imposición. Es pacífico, evita los modos violentos, es paciente, es generoso. 3) La confianza, tanto en el valor de la propia palabra como en la disposición para acogerla por parte del interlocutor; promueve la familiaridad y la amistad; entrelaza los espíritus por una mutua adhesión a un Bien, que excluye todo fin egoísta. 4) Finalmente, la prudencia pedagógica, que tiene muy en cuenta las condiciones psicológicas y morales del que oye: si es un niño, si es una persona ruda, si no está preparada, si es desconfiada, hostil; y si se esfuerza por conocer su sensibilidad y por adaptarse razonablemente y modificar las formas de la propia presentación para no serle molesto e incomprensible. Con el diálogo así realizado se cumple la unión de la verdad con la caridad y de la inteligencia con el amor.”, en http://www.vatican.va/holy_father/paul_vi/encyclicals/documents/hf_p-vi_enc_06081964_ecclesiam_sp.html


[5] Ver Nubiola, J.: Pensar en libertad, op.cit., caps 1 y 2.
[6] En Dignitatis humanae, 7 de Diciembre de 1965.
[7] Ver Gadamer, El giro hermenéutico, op.cit., p. 61.
[8] Esta no es una cuestión “sólo de Popper” que pueda ser rebatida o denigrada diciendo que es “una posición popperiana”. Es un resultado de la lógica del método hipotético-deductivo. En dicho método, ya aplicado a ciencias naturales o sociales, la afirmación del consecuente (el testeo empírico afirmativo de las consecuencias de la hipótesis) no permite afirmar necesariamente al antecedente (la hipótesis). O sea, es una falacia lógica decir que si p entonces q, y se da q, entonces necesariamente p. Ello es lo que pone a la ciencia en un grado esencialmente hipotético/conjetural, independientemente del apoyo inductivo o no falsado que pueda tener la hipótesis. No digo que la lógica formal no pueda ser discutida, pero no es una cuestión de Popper o no, sino de lógica.
[9] En L´Osservatore Romano (3), 8 de Octubre de 1993.
[10] La “Declaración sobre el aborto” de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe del 18/11/74, Paulinas, Buenos Aires, 1983.
[11] Sobre este delicado tema ver Basso, D., O.P.: Nacer y morir con dignidad, Consorcio de médicos católicos, Buenos Aires, 1989.
[12] En L’Osservatore Romano, del 15/3/87..

[13] Ver L’Osservatore Romano, del 31/3/95.
[15] Idem.
[16] Hayek, F. A. von: Los fundamentos de la libertad; Unión Editorial, Madrid, 1975, parte I, cap. IV.
[17] Freud, S.: Tres ensayos de teoría sexual, op.cit., tomo II.
[18] Op.cit., pags. 1225-1229.
[19] Freud, S.: Más allá del principio del placer, op.cit., tomo III.
[20] Enc. Arcanum Divinae de 1879. En Doctrina Pontifica, BAC, Madrid, 1958.
[21] Dignitatis humanae, op.cit, punto 3: “…Porque el ejercicio de la religión, por su propia índole, consiste, sobre todo, en los actos internos voluntarios y libres, por los que el hombre se relaciona directamente a Dios: actos de este género no pueden ser mandados ni prohibidos por una potestad meramente humana”.
[22] El primero que habló de una “sana laicidad del estado” es Pío XII: “…en relación con esta independencia del Estado habla Pío XII, incluso, de un “justificado laicismo de Estado”, que ha sido siempre un principio de la Iglesia”, en  Utz, A.F.: La encíclica de Juan XXIII Pacem in terris; Herder, Barcelona, 1965, p. 94.
[23] Vaticano II, Gaudium et spes, nro. 76.
[24] Ver   Padilla, N.: "Objeción de conciencia, ¿retroceso o revolución?" en http://www.institutoacton.com.ar/articulos/npadilla/artpadilla1.pdf  , y Zanotti, G.: “Los fundamentos filosóficos de la objeción de conciencia y la acción de los católicos en la vida pública”, en http://www.institutoacton.com.ar/articulos/gzanotti/artzanotti71.pdf
[25] En L´Osservatore Romano, (11), 22 de Septiembre de 2006.
[26] En L´Osservatore Romano, (39), del 26 de Septiembre de 2010.
[27] Las negritas son nuestras: es una preocupación muy similar a la de F. A. von Hayek. Las itálicas en este caso no son nuestras, y la expresión “abuso de la razón” fue uno de los lemas centrales de toda la obra de Hayek, sobre todo en The Counter-Revolution of Science, Studies of the Abuse of Reason,  Liberty Press, 1979.
[28] Deus caritas est, en L´Osservatore Romano, (41), 27 de Enero de 2006. Punto 38.

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