Sí, es una invitación al diálogo.
Y funciona.
No puedo reiterar aquí todas las
teorías del diálogo (http://www.austral.edu.ar/ojs/index.php/australcomunicacion/article/view/100)
y por favor no me discutan J.
Sólo quiero decir que los alumnos se sienten habitualmente asombrados cuando
descubren que yo respeto un derecho fundamental: el derecho a la interpelación, su derecho "a pasar al habla" su conciencia crítica sobre lo que estoy diciendo.
Algunos me van a decir que no
siempre he actuado así, que muchas veces he sido un testarudo con el cual no se
puede debatir. Puede ser, en el cielo nos enteraremos. Pero en el aula soy así,
porque es lo único que me puede sacar del aula y llevar a la educación.
¿Por qué un derecho a la
interpelación? Porque la verdad no debe imponerse por la fuerza, ni física pero
sobre todo NO lingüística. El lenguaje humano puede ser monologante, alienante,
manipulador, y colocar al otro como una X al servicio de mi yo. Eso es olvidar
al otro como un tú.
Muchos se desesperan que el
alumno no quiera escuchar o sea indiferente a lo que uno considera la verdad.
Entonces recurren a la fuerza. No lo dejan hablar, lo ridiculizan en público,
se burlan de su ignorancia, lo obligan a memorizar, lo amenazan con la nota, y
si finalmente el esclavo se saca un 10, ah qué bien, qué buen esclavo…
Los seres humanos –por más que
los neurocientíficos lo sueñen- no son robots. No tienen un botón que apretar
para aprender. Aprenden solos, cuando se sienten vitalmente involucrados con
algo. Si no, no. No y punto.
Lo que el profesor puede hacer
es, en paz interior, mostrarles el ropero que introduce a Narnia. Mostrarles su
propio entusiasmo con esa tierra infinita. Explicarles algo de alguna planicie,
de alguna montaña, pero entender que no quieran subirla aún o nunca. Y si
alguno no quiere escuchar, no escuchará. Aunque lo tengas mirándote porque lo
amenazaste con el “final”. No, no te mira ni te escucha, y serás, en el futuro,
sólo otro imbécil más de sus malos recuerdos.
Sólo cuando él se sienta libre
ante ti, sabrás verdaderamente lo que ocurre en su interior, y podrás
conversar. Y ya está, porque eso es lo humano. La verdad os hará libres, sí,
pero esa libertad los hará verdaderos. De lo contrario es todo un engaño. Tú
hablando, ellos en otro mundo, luego repitiendo sin aprender, luego el 10, el 9
o el 2. Nada. Cero educación. Sencillamente nada.
¿No los quieres libres porque
existe la maldad? ¿Porque entonces puede revelarse el odio, el resentimiento o
el insulto? Claro, es un riesgo. Si son ya grandes, córrete, el diálogo se
acabó, claro. Pero si son apenas unos niños salidos del secundario, ¿estás
seguro que tú eres el bueno y que ellos son muy malos? ¿Porque no prestan
atención a quiénes fueron los filósofos de la Escuela de Mileto o porque les
importa un rábano la lista de emperadores romanos? Vamos. ¿Malos por eso? ¿No
será que están esperando más tu mirada de afecto que las guerras médicas, no
será que están más interesados en la guerra de las galaxias que en las guerras
del Poloponeso? ¿Malos por eso? ¿No será que están pensando en los novios, las
novias, la salida del Sábado o la amiga con la se pelearon? ¿Malos por eso? ¿No
será que necesitan un padre más que un robot parado delante de ellos que repite
datos de memoria?
¿No será que, en el fondo, se
protegen de ti?
Hace unos años me entusiasmé y me
olvidé del diálogo. Estaba explicando a Feyerabend, y me volví tan loco que
comencé a hablar casi como Hitler. Me volví el comandante Marcos de la
revolución de Feyerabend. Avanzaba, avanzaba, no les dejaba salida. Predicaba el
evangelio de Feyerabend como si fuera Savonarola. Hasta que uno de ellos, gracias a Dios, se
acordó:
“¿Pero se podía estar en
desacuerdo, no, Gabriel?”
Volví en mí. Retrocedí sobre mis
pasos, les pedí perdón, les devolví su derecho a no pensar como Feyerabend.
Claro, qué me importa que no
piensen como tu ignoto filósofo, dirás.
Pero la cuestión es que aprendan
la verdad, ¿no?
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