domingo, 13 de octubre de 2019

SOBRE EL CONCILIO VATICANO II


(Del cap. V de mi libro "Judeo-Cristianismo, Civilización Occidental y libertad").

12.     El Concilio Vaticano II
          Finalmente llega el Concilio Vaticano II y todas estas ideas son expresadas con toda claridad. Desde luego, el Concilio Vaticano II tiene implicaciones en ámbitos importantísimos como Liturgia, Sagradas Escrituras, Eclesiología, etc. A fines de este libro nos enfocaremos en los siguientes puntos.

12.1.  La distinción entre Iglesia y estado
          Lo más novedoso del Vaticano II no es el reconocimiento de la sana laicidad y la autonomía (relativa) de lo temporal, pues ya hemos visto cómo esos principios estaban muy claros en el Magisterio de León XIII, Pío XII y Juan XXIII. Lo más novedoso es la sustitución de la distinción tesis/hipótesis en una sola fórmula. Veamos: “… La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo. El hombre, en efecto, no se limita al solo horizonte temporal, sino que, sujeto de la historia humana, mantiene íntegramente su vocación eterna. La Iglesia, por su parte, fundada en el amor del Redentor, contribuye a difundir cada vez más el reino de la justicia y de la caridad en el seno de cada nación y entre las naciones. Predicando la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad políticas del ciudadano” (Gaudium et spes, nº 76).
O sea, más que afirmar dos situaciones, una ideal y otra tolerable, se afirma un solo principio: independencia y cooperación. Independencia, por la laicidad del estado; cooperación, porque el bien común temporal y los derechos del hombre no pueden entrar en contradicción con su fin sobrenatural. Si esto es “muy general”, sabiamente afirma el Concilio que “habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo”. O sea, ese único principio tiene diversas aplicaciones históricas, que obviamente tiene que ver con el nivel prudencial y son por ende opinables. Todo esto es muy cercano a lo afirmado por Maritain sobre que el “ideal” cristiano debe aplicarse analógicamente a las diversas circunstancias históricas. Ya veremos más adelante que el Vaticano II no rechaza que una de esas circunstancias pueda admitir algún tipo de confesionalidad formal, pero más que colocarlo como tesis, lo coloca como una de las aplicaciones de ese otro principio único y universal.

12.2.  Los derechos personales
Por supuesto, ninguna novedad tampoco en que se afirmen nuevamente los derechos de la persona frente al poder. Si bien no hay ni hubo aclaraciones sobre el alcance de ciertas libertades –como la de expresión o de enseñanza– sin embargo el principio en sí está bien afirmado: “…Crece al mismo tiempo la conciencia de la excelsa dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus derechos y deberes universales e inviolables. Es, pues, necesario que se facilite al hombre todo lo que éste necesita para vivir una vida verdaderamente humana, como son el alimento, el vestido, la vivienda[1], el derecho a la libre elección de estado ya fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama, al respeto, a una adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad también en materia religiosa”. Al liberal clásico le parecerá muy poco, sobre todo por el problema de los derechos sociales; al que critique aún las “libertades de perdición”, le parecerá mucho. Al primero hay que decirle que lo importante es el principio en sí mismo, más allá de que la enumeración sea más o menos feliz, luego de que el principio en sí mismo haya sido lo peligroso, sospechoso o condenado en el Magisterio del s. XIX. Al segundo hay que decirle lo que ya dijimos: que los derechos del hombre no son la liberación de sus deberes ante Dios, sino un principio limitante del poder del estado para que cada ser humano no invada al otro en su intimidad personal y a la esfera de libertad propia que le corresponde como persona ante las autoridades legítimas. En todo caso, el “hasta dónde” las libertades de conciencia, de expresión y de enseñanza, es un tema legítimamente abierto a la diversidad de opiniones entre los católicos, siempre que el principio filosófico sea correcto: la ley natural como fundamento al derecho a la intimidad personal, fundado en la dignidad humana como creado a imagen y semejanza de Dios, frente a la voluntad arbitraria de cualquier ser humano.

12.3.  La libertad religiosa
Y hablando de derechos personales, llegamos a un punto fundamental. Había sido el punto de discordia principal entre dos mundos enfrentados: los Estados Pontificios y el Imperio Napoleónico, donde la libertad de cultos era más bien un enfrentamiento con la Iglesia más que cualquier otra cosa. Hemos visto ya suficientemente la evolución de la situación. Enfrentamiento total por parte de Gregorio XVI; enfrentamiento casi total por parte de Pío IX, “casi” porque aceptó la aclaración de Dupanloup; moderación por parte de León XIII, por la distinción tesis/hipótesis y por su elogio a la situación de la Iglesia en los EE.UU.; adicionales distinciones por parte de Pío XII, sobre todo en el contexto europeo de 1954; adelantos y sugerencias por parte de Juan XXIII. Pero nunca se había dado el paso a la afirmación del derecho a la libertad religiosa fundado en la dignidad humana, más allá, claro, de sus posibles aplicaciones a situaciones históricas diversas.
La definición de libertad religiosa que da el concilio es la siguiente: “Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural. Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil”.
Por supuesto, el revuelo que se armó, antes y después, fue terrible, como síntoma de que aún seguían en la Iglesia –y siguen– los estertores de la Mirari vos y la Quanta cura. Por supuesto, los que se opusieron a la declaración no negaban la libertad del acto de fe, invocada en la misma declaración. Lo que negaron fueron estas densas palabras: “…y en público”, porque ellas implicaban poner en igualdad de condiciones jurídicas a todas las religiones y a los no creyentes, afirmando no una justa tolerancia histórica, sino un derecho humano fundamental más allá de las circunstancias “en hipótesis”. La declaración agregaba este párrafo (punto 6): “…Si, consideradas las circunstancias peculiares de los pueblos, se da a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica de la sociedad, es necesario que a la vez se reconozca y respete el derecho a la libertad en materia religiosa a todos los ciudadanos y comunidades religiosas. Finalmente, la autoridad civil debe proveer a que la igualdad jurídica de los ciudadanos, que pertenece también al bien común de la sociedad, jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos, y a que no se haga discriminación entre ellos”. O sea, conforme a lo declarado en la Gaudium et spes, que afirmaba la autonomía y cooperación entre Iglesia y estado como sujeta a sus diversas aplicaciones históricas, el Concilio reconoce, en una proposición condicional, que se puede dar a una comunidad religiosa (no dice “La Iglesia”) “…un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica de la sociedad”. Ello implica que la libertad religiosa es plenamente coherente con una confesionalidad formal y sustancial entre Iglesia y estado. Sin embargo no se coloca a esa situación “en tesis” y se advierte que ello no debe atentar contra la igualdad jurídica de los ciudadanos: “…jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos, y a que no se haga discriminación entre ellos”. Y no lo dice una, sino dos veces en el mismo párrafo: “Finalmente, la autoridad civil debe proveer a que la igualdad jurídica de los ciudadanos, que pertenece también al bien común de la sociedad, jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos, y a que no se haga discriminación entre ellos”.
Cabe aclarar de nuestro lado tres cosas que juzgamos importantes:
1) El documento deja bien claro que no se trata del indiferentismo religioso, sino del respecto a la libertad del acto de Fe.
2) El documento no deja de lado el tema de la tolerancia, enfatizado por León XIII y Pío XII, sino que lo reconvierte de este modo: el error tolerado es un mal menor al lado de un mal mayor, como la violación del la libertad del acto de Fe.
3) El documento distingue claramente entre el error y el que yerra, adoptando al respecto la aclaración de Juan XXIII, superando viejos debates sobre que “el error no tiene derechos”.
Ante esta declaración, las posiciones han sido las siguientes:
1) Afirmar su completa incompatibilidad con el Magisterio anterior, desde Gregorio XVI hasta Pío XII; afirmar que el Magisterio anterior es el verdadero en estas materias, e irreformable, y por ende sostener una separación con la Iglesia romana a partir de la firma de esta declaración. Es la posición de quienes adhirieron a Mons. Lefebvre y es la posición de los sedevacantistas. O sea, un cisma, nada más ni nada menos.
2) Afirmar la continuidad total entre el magisterio anterior y esta declaración. Continuidad no como “lo mismo” pero sí como un agregado que en nada contradice al magisterio anterior.
3) Afirmar la reforma “y” continuidad del Vaticano II en esta como en otras cuestiones. Fue la posición de Benedicto XVI, que consideramos clave para resolver esta cuestión, y a la que nos referiremos después.

12.4.  La recta autonomía de lo temporal
El Concilio enfrenta con claridad un problema que ha atravesado todo este libro: una modernidad católica implica reconocer el ámbito legítimo, propio, tanto de las autoridades seculares como el de la ciencia, justamente porque esa es la semilla plantada por el Judeocristianismo en sí mismo, al distinguir entre Dios y lo creado. Lo creado abarca tanto a los gobiernos humanos como a la naturaleza física. Y, por lo demás, la Revelación distingue entre el orden sacral y el no sacral, esto es, el orden que depende directamente de la acción directa de la gracia de Dios (sacramentos) y lo que recibe sus influencias indirectas, y aquello que Dios quiere directamente revelar a los seres humanos y lo que ha dejado a su libre búsqueda e investigación.
El párrafo esencial es el nº 36 de la Gaudium et spes. Comienza de este modo:
“Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia”.
Y responde:
“Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe”.
Como vemos el párrafo es una clara exposición del espíritu de lo afirmado por Santo Tomás de Aquino: lo creado no es causa eficiente instrumental, sino principal, en su propia esfera, lo cual se agrega luego al ámbito propio de la autoridad política, que ya hemos visto que se trata de la sana laicidad.
Pero agrega el Concilio:
“Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida”.
Esa autonomía “absoluta” de lo temporal es precisamente la querida por el Iluminismo, como ya vimos, pero también la “temida” por aquellos que del Catolicismo tienen la imagen de un sistema autoritario que absorbe las justas esferas de autonomía y libertad del hombre. Ya vimos que no es así, y que por eso lucharon y sufrieron Acton, Lacordaire, Montalembert, Ozanam, Dupanloup, Rosmini y Sturzo.
Por lo demás, otra vez sólo con Santo Tomás se entiende algo tan denso como que “la criatura sin el creador desaparece”. No es que desaparezca porque no sea causa eficiente principal en su propio ámbito, sino porque “estar siendo creada” implica depender de un acto permanente de sostenimiento en el ser que Dios hace en lo finito. Lo finito tiene su propio acto de ser, por ende su naturaleza, y ejecuta su propia actividad (el tigre corre) no como un títere de Dios, como vimos, pero es el acto creador de Dios el que está sosteniendo al tigre en su acto de ser, en su naturaleza y en su actividad propia.

12.5.  La ciencia
La ciencia, por ende, es vista desde este último punto de vista. “… por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte”. Es precisamente la idea de creación la que sostiene la idea de un orden propio en la naturaleza física. Sin necesidad de definir si ese orden es determinístico o no, el Concilio afirma sencillamente que lo hay, no de manera voluntarista, no porque el Concilio quiera que sea asó o innove al decirlo, sino porque sencillamente es así en el Judeocristianismo. Los acontecimientos que parecieron indicar lo contrario son precisamente lamentados: “… Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe”.


12.6.  El laicado
Finalmente, el último punto que queremos destacar del Vaticano II es uno de sus menos practicados: la importancia del laicado.
En primer lugar, el laico ya no es “el que no tuvo vocación”, “el que no fue llamado”, “el que no es presbítero o religioso”. Del laico se da una definición positiva: “…Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la Iglesia. Es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde”[2]. El laico tiene al mundo (trabajo, familia, política, etc.) su lugar propio. No es un “infiltrado” allí, es su casa. No lo mundano, sino el mundo como lugar propio de la sana laicidad de la esfera temporal. Y han sido llamados a ser laicos como un tipo especial de llamado a la santidad: “Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios (cf. 2 P 1,1)”. O sea, el llamado universal a la santidad incluye a los laicos. Están llamados a ser santos en el mundo, a santificarse EN el mundo y a santificar AL mundo.
Esto implicó una de las directivas menos cumplidas del Vaticano II: una más precisa relación, sin invasión mutua, entre jerarquía y laicos. O sea, un mayor respeto a la autonomía del laicado y su libertad de expresión en temas opinables, donde la jerarquía no tiene derecho a imponer su parecer y, al mismo tiempo, los laicos deben expresar su parecer SIN proclamar en esos casos la autoridad de la Jerarquía. Ya veremos que es mucho lo que aún debemos recorrer en este sentido. Pero citemos uno de los mejores párrafos de la Gaudium et spes: “Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienen fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial pro el bien común” (punto 43). Las negritas son nuestras.
El laicado como vocación, como misión, como lugar de predicación, implicó que el Vaticano II reconociera que la revolución de la vida laical indicada por Lutero, como parte esencial de la modernidad católica, no era tanto una revolución sino un tardío recordatorio de la esencial catolicidad de la idea de santificarse en el mundo y al mundo por medio del trabajo, el estudio, la familia y el ejemplo de vida. Esta es la sal fundamental de esa “inspiración cristiana” de la vida secular, que es lo único que puede permitir ese “estado laico vitalmente cristiano” de Maritain, o esa “religiosidad pública no estatal” de los EE.UU. Pero la praxis de los católicos, ya sea el pontífice o los laicos, sigue siendo clerical. La des-clericalización, explicada por Francisco de Vitoria, lamentablemente no ha llegado aún a la praxis de la Iglesia. Fueron muchos los siglos donde la palabra “trabajo” era asociada a tareas manuales o menores, donde la santidad era casi exclusiva de religiosos y presbíteros, y donde el pontífice implicaba siempre un gobierno temporal. Aún hoy los católicos oscilan, con respecto al pontífice (sean laicos o no) entre dos actitudes erradas que se retro-alimentan mutuamente: o le preguntan al Papa qué deben decir en los temas más opinables de la vida social (con el grave problema de que los pontífices de hecho lo han hecho y lo siguen haciendo) o viven una falsa libertad donde les importa absolutamente nada de lo que el Papa diga en sus ámbitos de justa autoridad. Hacia el final de este libro seguiremos con este tema. Pero al menos la letra del Vaticano II puso las cosas en su lugar.

12.7.  Un balance del Vaticano II
El Vaticano II es uno de los momentos claves de apoyo magisterial a una modernidad católica. Son infundadas las críticas de aquellos que lo ven como una novedad contraria a la tradición de la Iglesia. Como hemos visto, los temas que hemos destacado corresponden precisamente a las semillas del Judeocristianismo que han ido evolucionando durante siglos. El gran choque vino por el enfrentamiento con el Iluminismo, pero ya hemos visto los ingentes esfuerzos de León XIII, Benedicto XV, Pío XII y Juan XXIII de poner las cosas en su lugar. Por lo demás los liberales católicos del s. XIX ganaron con el Concilio Vaticano II la guerra que habían perdido exactamente un siglo antes, razón por la cual los que aún los detestan, y que identifican la tradición solamente con la Quanta cura, detestan también al Concilio Vaticano II. El cual tiene, si se fijan, la mayoría de sus citas en los Padres de la Iglesia –que, me parece, son un tanto previos a Pío IX– y en los párrafos sociales más importantes a León XIII y a Pío XII, de los cuales Juan XXIII no fue más que su gran sistematizador en la Pacem in terris.
Por lo demás es falso que no haya novedades y reformas en el Vaticano II. Claro que las hay, pero NO en elementos que contradigan al magisterio anterior, como si no pudiera haber vida y evolución en el magisterio, sin contradicción “en lo esencial”. El caso de la libertad religiosa lo veremos después, según Benedicto XVI.
Falsa es también la lectura de una Iglesia solamente post-conciliar, por la cual debamos olvidar y negar a todo el magisterio anterior, y falsa es también las lecturas que encontraron en sus textos a la teología marxista de la liberación –de la cual, lamentablemente, no nos hemos liberado mentalmente aún–.
Y falsa es también la lectura de algunos liberales clásicos y libertarios que desprecian al Vaticano II precisamente por lo mismo, no advirtiendo, por ignorancia, el inmenso avance filosófico-político del Concilio Vaticano II, y despreciando, con obsesión economicista, a todos aquellos pasajes donde von Mises y F.A. Hayek no le hubieran puesto un 10. En ese sentido, un John Rawls fue mucho más perspicaz[3].
Hay que agradecer a Pablo VI, a Juan Pablo I y a San Juan Pablo II que mantuvieran la antorcha prendida del espíritu y letra del Concilio Vaticano II. Pero, en medio de todos los debates y las diversas interpretaciones, el que puso las cosas definitivamente en su lugar fue Benedicto XVI.

13.       Benedicto XVI
          13.1.  El discurso del 22-5-2005
          13.1.1. El discurso en sí mismo
Benedicto XVI fue el pontífice de mayor importancia en toda la historia que estamos interpretando y reseñando. Habiendo sido perito del Vaticano II habiendo influido él mismo en varios documentos, entre ellos Gauduim et spes, era el candidato ideal para poner orden en estos temas, y lo hizo. Porque sobre las denuncias al Vaticano II como contrario a la Iglesia pre-conciliar, había un peculiar silencio, que sólo fue cortado por Benedicto XVI. Y no fue casualidad. Era un eximio teólogo, uno de los mejores del s. XX, de orientación agustinista, y con un claro convencimiento de la recta relación entre razón y fe como clave de la re-orientación del Catolicismo a principios del s. XXI. Y lo hizo.
Su discurso del 22 de Diciembre del 2005, a la Curia, encara directamente el problema del Vaticano II y su supuesta dicotomía entre reforma “o” continuidad. Ese discurso conforma el trípode programático de su pontificado. Lo segundo es su discurso en Ratisbona y lo tercero es su conjunto de tres encíclicas, cada una dedicada a las tres virtudes teologales: la Caridad (Deus est caritas) la esperanza (Spe salvi) y la Fe (Lumen fidei, esta última firmada por Francisco).
El discurso no tiene un título oficial, pero se lo puede calificar como el discurso de la “reforma y continuidad” del Vaticano II. Es la posición superadora de la dicotomía de un Vaticano II como enfrentado totalmente al Magisterio anterior. O sea, el Vaticano II ha reformado en lo contingente y ha sido una continuidad en lo esencial.
Benedicto XVI va directamente al punto: “el Concilio debía determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna”[4].
Y, resumiendo de manera magnífica todo lo que hemos visto sobre Modernidad, Iluminismo y el magisterio del s. XIX, sigue: “Esta relación tuvo un inicio muy problemático con el proceso a Galileo. Luego se rompió totalmente cuando Kant definió la "religión dentro de la razón pura" y cuando, en la fase radical de la revolución francesa, se difundió una imagen del Estado y del hombre que prácticamente no quería conceder espacio alguno a la Iglesia y a la fe. El enfrentamiento de la fe de la Iglesia con un liberalismo radical y también con unas ciencias naturales que pretendían abarcar con sus conocimientos toda la realidad hasta sus confines, proponiéndose tercamente hacer superflua la “hipótesis Dios”, había provocado en el siglo XIX, bajo Pío IX, por parte de la Iglesia, ásperas y radicales condenas de ese espíritu de la edad moderna. Así pues, aparentemente no había ningún ámbito abierto a un entendimiento positivo y fructuoso, y también eran drásticos los rechazos por parte de los que se sentían representantes de la edad moderna” (las itálicas son nuestras).
Pero entonces comienza a distinguir entre Iluminismo y Modernidad: “Sin embargo, mientras tanto, incluso la edad moderna había evolucionado”. Y reseña dos cuestiones que tienen todo que ver con la sana laicidad de los EE.UU.–, con una ciencia que no se ve como enemiga de la Fe, y con la reconstrucción europea de la post-guerra, animada por esa laicidad cristiana:
“La gente se daba cuenta[5] de que la revolución americana había ofrecido un modelo de Estado moderno diverso del que fomentaban las tendencias radicales surgidas en la segunda fase de la revolución francesa. Las ciencias naturales comenzaban a reflexionar, cada vez más claramente, sobre su propio límite[6], impuesto por su mismo método que, aunque realizaba cosas grandiosas, no era capaz de comprender la totalidad de la realidad. Así, ambas partes comenzaron a abrirse progresivamente la una a la otra. En el período entre las dos guerras mundiales, y más aún después de la segunda guerra mundial, hombres de Estado católicos habían demostrado que puede existir un Estado moderno laico, que no es neutro con respecto a los valores, sino que vive tomando de las grandes fuentes éticas abiertas por el cristianismo”. (Las negritas son nuestras).
Más claro y más coherente con todo lo que hemos expresado, imposible.
Por ende, sigue Benedicto XVI, esto implicaba que en la década del 60 la Iglesia debía afrontar tres grandes preguntas[7]:
1) “Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias modernas”.
2) “En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno”.
3) “En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la tolerancia religiosa”[8].
El Vaticano II fue, por ende, una respuesta a estas preguntas; una respuesta que no contradecía al magisterio anterior en lo esencial de la Fe pero que reformaba dentro de lo que no la contradijera.
Esto surge del siguiente párrafo: “Todos estos temas tienen un gran alcance –eran los grandes temas de la segunda parte del Concilio– y no nos es posible reflexionar más ampliamente sobre ellos en este contexto. Es claro que en todos estos sectores, que en su conjunto forman un único problema, podría emerger una cierta forma de discontinuidad y que, en cierto sentido, de hecho se había manifestado una discontinuidad, en la cual, sin embargo, hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias, resultaba que no se había abandonado la continuidad en los principios; este hecho fácilmente escapa a la primera percepción” (las itálicas son nuestras). O sea, se reconoce que hay cierta discontinuidad, pero “hechas las debidas distinciones entre las situaciones históricas concretas y sus exigencias”, el resultado es que no se abandona la continuidad con los principios esenciales e irrenunciables de la Fe incluso a nivel social.
Y entonces Benedicto XVI pasa a explicar cómo.
Ante todo aclara el principio hermenéutico fundamental: “en este conjunto de continuidad y discontinuidad en diferentes niveles consiste la naturaleza de la verdadera reforma”.
¿Qué son las “cosas contingentes”? Justamente las aplicaciones históricas de principios que “en sí mismos” son universales.
Veamos: “En este proceso de novedad en la continuidad debíamos aprender a captar más concretamente que antes que las decisiones de la Iglesia relativas a cosas contingentes –por ejemplo, ciertas formas concretas de liberalismo o de interpretación liberal de la Biblia– necesariamente debían ser contingentes también ellas, precisamente porque se referían a una realidad determinada en sí misma mudable. Era necesario aprender a reconocer que, en esas decisiones, sólo los principios expresan el aspecto duradero, permaneciendo en el fondo y motivando la decisión desde dentro. 
En cambio, no son igualmente permanentes las formas concretas, que dependen de la situación histórica y, por tanto, pueden sufrir cambios. Así, las decisiones de fondo pueden seguir siendo válidas, mientras que las formas de su aplicación a contextos nuevos pueden cambiar”. Muy interesante es que Benedicto XVI no se refiere sólo a los principios más universales sino a las decisiones, que están motivadas desde un fondo no contingente, pero a la vez, en su aplicación a la circunstancia tienen su margen de contingencia.
Ya hemos visto que da un ejemplo que a efectos de este libro es esencial: el juicio del magisterio sobre “ciertas formas concretas de liberalismo”. Pero luego Benedicto XVI dedica un largo párrafo al ejemplo más significativo e importante de todo esto: la libertad religiosa. Veámoslo in totum. No tiene desperdicio.
Por ejemplo, si la libertad de religión se considera como expresión de la incapacidad del hombre de encontrar la verdad y, por consiguiente, se transforma en canonización del relativismo, entonces pasa impropiamente de necesidad social e histórica al nivel metafísico, y así se la priva de su verdadero sentido, con la consecuencia de que no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y está vinculado a ese conocimiento basándose en la dignidad interior de la verdad. 
Por el contrario, algo totalmente diferente es considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, como una consecuencia intrínseca de la verdad que no se puede imponer desde fuera, sino que el hombre la debe hacer suya sólo mediante un proceso de convicción.
El Concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos.” (las itálicas y las negritas son nuestras).
Esto es, si la libertad religiosa es indiferentismo, entonces es inaceptable siempre; si es consecuencia, en cambio, de la libertad del acto de fe, entonces el Vaticano II (aquí está lo audaz de Benedicto XVI) “recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia”. Y es interesante que diga “haciendo suyo un principio esencial del estado moderno”, porque esa modernidad se dio, por un lado, históricamente desde fuera de la Iglesia; pero por el otro, era un principio intrínseco del Judeocristianismo por el cual lucharon desde dentro los liberales católicos del s. XIX.
Pero entonces Benedicto XVI está diciendo que hay una tradición fundante, verdadera, más allá de la así llamada tradición por quienes sólo quieren condenar a todo el Vaticano II en nombre del Syllabus. Esa tradición es la de la Iglesia antigua: “La Iglesia antigua, con naturalidad, oraba por los emperadores y por los responsables políticos, considerando esto como un deber suyo (cf. 1 Tm 2, 2); pero, en cambio, a la vez que oraba por los emperadores, se negaba a adorarlos, y así rechazaba claramente la religión del Estado. Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia” (las itálicas son nuestras).

13.1.2. La enseñanza de todo esto en relación a lo opinable
Pero alguien podría decir que no, que esto no aclara las cosas. ¿Cuál es, finalmente, el elemento “contingente” que el Magisterio pre-conciliar había afirmado y que por ende se puede reformar sin contradicción con la Fe?
Varias veces hemos dicho[9] –y volveremos a ello después– que hay elementos esencialmente opinables en relación a la Fe en los temas sociales. Esos elementos son, a) la aplicación prudencial de principios universales a la circunstancia histórica concreta, b) el estado de las ciencias sociales en determinado momento histórico; c) la evaluación de determinado momento histórico a la luz de las teorías anteriores.
Pues bien: estas distinciones están lejos de estar claras en los textos del Magisterio, y ello ha producido no sólo la devaluación de la autoridad del Magisterio pontificio[10], sino innumerables problemas de conciencia y divisiones dentro de los católicos que se podrían haber evitado.
Es por esto que en su momento puse cuidado en incorporar la categoría de “acompañamiento” magisterial a ciertas cuestiones temporales, para que ciertos tradicionalistas fueran justamente tratados en su libertad de opinión intra-eclesial con respecto a sistemas no democráticos de gobierno y/o no constitucionales o republicanos.
Ojalá alguno de ellos, alguna vez, hubiera hecho o hiciera lo mismo con nosotros[11].
Muchos han diferido con este diagnóstico, no porque no lo compartan, sino porque aún reconociendo el problema lo guardan en el cajoncito de “de esto no se habla”.
Pero hay que hablar, porque en este tema de la libertad religiosa, y en todo el problema del magisterio pre y post-conciliar sobre relaciones entre Iglesia y estado, tenemos un trágico ejemplo –que ya ha implicado un cisma- de lo que ha significado en el Magisterio la mezcla, sin distinguir, de lo esencial con lo prudencial.
El magisterio del s. XIX tenía todo el derecho, en materia no opinable, a rechazar al Iluminismo y a los regímenes napoleónicos y parecidos. De igual modo que el Magisterio del s. XX tenía y tuvo todo el derecho, en materia no opinable, de rechazar a los totalitarismos del s. XX.
Pero ello es máximamente tema no opinable: porque forma parte de la función negativa de la Fe: advertir de lo que va en contra de la Fe.
Las afirmaciones positivas, en cambio –igual que en filosofía– entran en un grado mayor de opinabilidad.
Si el Magisterio del s. XIX rechazó al iluminismo napoleónico, y bien hecho, las opciones “afirmativas” sobre las formas de gobierno y el régimen político eran, en cambio, más opinables.
¿Y no era lo que había establecido claramente León XIII?
Si, al afirmar la libertad de opción del católico sobre las tres formas clásicas de gobierno. Pero los reinos pontificios se hallaban, sin embargo, en un régimen político que fue heredado de Constantino, luego del Sacro Imperio, y luego de las monarquías absolutas europeas. Ese régimen consistía en la unión jurídica entre ciudadanía, como pertenencia al régimen, y religión profesada[12].
Los estados pontificios podían “tolerar” perfectamente, en nombre de la libertad del acto de Fe, que un visitante extranjero profesara privadamente su culto. Pero no podía ser ciudadano si no se bautizaba y obviamente no podía predicar libremente su Fe.
O sea, ser ciudadano y ser bautizado era lo mismo.
La pregunta clave es: ¿es ello un dogma de Fe, o, si no, un principio esencial de la ética social católica, de derecho natural primario, que deba ser afirmado con la certeza que la Veritatis splendor atribuye a los principios morales negativos, que no admiten excepción, en contra de una moral de situación[13]?
Obviamente, no. ¿De dónde podríamos inferir que esa herencia del Imperio Romano es esencial a la Fe Católica?
Pero tampoco es un dogma de fe, ni tampoco un principio esencial de derecho natural secundario, la democracia constitucional, en cuyo contexto, el derecho de libertad religiosa, como el Vaticano II lo define, encaja perfectamente.
En realidad, el principio fundamental, esencial, atemporal, es la libertad del acto de Fe. Esa libertad se convierte en el derecho a la libertad del acto de Fe y, en ese sentido, en un derecho a la libertad religiosa definido de manera atemporal.
Pero apenas entran las circunstancias históricas, la aplicación de ese principio es analógica y entra en el ámbito de lo opinable[14].
En realidad, podríamos decir que la libertad del acto de Fe es la tesis, mientras que sus diversas aplicaciones históricas son en hipótesis y opinables.
En ese sentido, tan opinable era la fórmula de los estados pontificios como los sistemas democrático-constitucionales actuales donde se corta con la igualdad entre bautismo y ciudadanía. Lo que Gregorio XVI y Pío IX hicieron, sin darse cuenta, es imponer el régimen político de los estados pontificios como cuasi-dogma. Lo que deberían haber hecho era dejar a los laicos de los estados pontificios que propusieran las reformas que consideraran necesarias y no condenar sin nombrarlos a los liberales católicos del s. XIX. Eso es pedirles mucho a su circunstancia personal e histórica, pero es una enseñanza para los debates sociales actuales donde laicos y jerarquía se hallan inmersos, y que retrospectivamente, quedarán igual.
Lo que siempre es inmoral es imponer la Fe por la fuerza. La praxis de la Iglesia nunca fue fiel a la libertad del acto de Fe, cuestión por la cual ha habido un pedido de perdón por parte de Juan Pablo II[15].
La Dignitatis humanae, al afirmar el derecho a la libertad religiosa que toda persona tiene por su dignidad –y no por la dignidad de ser bautizado, sino por estar creado a imagen y semejanza de Dios– corta con la necesidad dogmática de formas de régimen político donde bautismo sea igual a ciudadanía, pero al mismo tiempo se podría inferir que tampoco excluye una confesionalidad formal fuerte, dado que habla de “los límites debidos dentro de las circunstancias de lugares y tiempos”. Una mejor aclaración de esta cuestión, y no sólo la voluntarista afirmación de la no contradicción con el magisterio anterior, hubiera ayudado enormemente[16].
Si no fuera por todo esto, la aclaración de Benedicto XVI, sobre lo contingente y lo esencial en temas de Iglesia y estado y en temas de libertad religiosa no tendría sentido. Porque no está en debate ni la libertad del acto de Fe ni la necesaria confesionalidad, ya formal, ya sustancial, del gobierno temporal, sino la relación necesaria entre bautismo y ciudadanía como cuasi-dogma, y el derecho a practicar libremente las exigencias de la conciencia en materia religiosa sin la coacción del gobierno. Ello es “en sí” compatible (aunque muy difícil) con un régimen de cristiandad medieval que tolerara la libertad del acto de fe de los “extranjeros”, cosa que hubiera evolucionado hacia formas de gobierno más adaptables a repúblicas de inspiración cristiana donde los no cristianos hubieran comenzado a ser reconocidos como ciudadanos. Ese hubiera sido tal vez el universo paralelo que pedían Lacordaire y Montalembert y de lo cual parecía estar convencido el primer Pío IX. La libertad religiosa ya había fermentado en la Segunda Escolástica y, con una visión más amplia, hubiera salido del seno mismo de transformaciones intrínsecas de los estados pontificios. Por lo demás, es interesante que la transformación evolutiva del antiguo régimen al mundo moderno coincida con la mayor conciencia del derecho a la libertad religiosa, que no de casualidad los escolásticos españoles comenzaron a reclamar a su propia corona, y es muy interesante que la evolución del mercado coincidiera con esta mayor toma de conciencia de la libertad religiosa[17].
Sobre la base de lo anterior, se podría invitar a los actuales partidarios de Lefebvre a considerar al derecho a la libertad religiosa como el derecho a la libertad del acto de fe, en tesis, y que tanto la necesaria relación entre bautismo y ciudadanía como la necesaria relación entre democracia constitucional y la libertad del acto de Fe son ambas circunstancias históricas opinables que no pueden ser presentadas como cuasi-dogmáticas. Y que corresponde a los laicos, y no a los pontífices, debatir libremente la conveniencia de una u otra cosa según las circunstancias históricas, como así también la extensión y límites de lo “público” en la libertad del acto de Fe. En este universo paralelo, ni la Mirari vos ni la Quanta cura hubieran sido necesarias en sus propuestas positivas ni tampoco una Dignitatis humanae que dejara sin aclarar –más allá de una proposición voluntarista[18]– su no contradicción con el magisterio anterior.
Coherentemente con lo anterior, yo, en mi estado laical, opino que la relación entre Fe y autoridad temporal que ha atravesado durante casi 17 siglos a los católicos ha sido y será siempre una peligrosa tentación. El que mejor lo ha expresado, de modo conmovedor, es el Cardenal Ratzinger: “…“Celso [el gran enemigo de los cristianos en el siglo III] se burlaba de la pretendida salvación de los cristianos preguntándoles qué es lo que había logrado Cristo. El mismo contestaba que no había logrado nada, porque todo en el mundo seguía igual que antes. Si Cristo hubiera pretendido una verdadera liberación, habría tenido que fundar un Estado, habría tenido que realizar políticamente esa libertad. Esta objeción tenía suma incidencia en un tiempo en que el Imperio romano –gobernado por emperadores cada vez más despóticos– iba aumentando continuamente su poder opresivo. Fue Orígenes el que mejor expresó la respuesta de los cristianos a esta objeción. El se preguntaba qué habría sucedido realmente si Cristo hubiera fundado un Estado. Pues bien: este Estado habría tenido que aceptar sus límites, y entonces sus ventajas habrían alcanzado solamente a unos pocos; o habría tenido que intentar extenderse y habría tenido que recurrir a la violencia, y de este modo se habría hecho semejante a los otros Estados. Por otra parte, sus límites podían ser amenazados por enemigos envidiosos, y de nuevo habría tenido que recurrir a la violencia. Un Estado sería una solución para pocos, y una solución problemática. No, un Salvador tenía que hacer algo totalmente distinto. Tenía que fundar una sociedad que pudiese perdurar para siempre; tenía que establecer una forma de convivencia, un espacio de verdad y de libertad que no estuviese vinculado a ningún ordenamiento estatal determinado, pero que pudiera realizarse en cualquiera de ellos. En una palabra: tenía que fundar una Iglesia, y eso es precisamente lo que hizo…”[19].
Todo esto es una enseñanza, y una enseñanza grave y dolorosa, sobre el costo de no respetar el ámbito de lo opinable. Esto sigue sucediendo en otros temas. Volveremos más tarde a esta cuestión.



[1] Sobre los derechos sociales, ya hemos dado nuestro parecer en Economía de mercado y Doctrina Social de la Iglesia, op. cit., y en El Humanismo del Futuro (1989), Buenos Aires, Instituto Acton, 2012.
[2] Lumen Gentium, Cap. IV.
[3] Op. cit.
[4]El discurso completo puede verse en: https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2005/december/documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_roman-curia.html.
[5] La verdad, no sabemos qué gente. Él, Benedicto XVI, sí se dio cuenta.
[6] Evidentemente Benedicto XVI está al tanto de los debates epistemológicos del s. XX posteriores al neopositivismo.
[7] Qué homenaje para un pontífice cuando un simple comentador, como es nuestro caso, no tiene que hacer magia hermenéutica para explicar “lo que quiso decir….”.
[8] Este es el contexto completo de las tres preguntas: “Se podría decir que ahora, en la hora del Vaticano II, se habían formado tres círculos de preguntas, que esperaban una respuesta. Ante todo, era necesario definir de modo nuevo la relación entre la fe y las ciencias modernas; por lo demás, eso no sólo afectaba a las ciencias naturales, sino también a la ciencia histórica, porque, en cierta escuela, el método histórico-crítico reclamaba para sí la última palabra en la interpretación de la Biblia y, pretendiendo la plena exclusividad para su comprensión de las sagradas Escrituras, se oponía en puntos importantes a la interpretación que la fe de la Iglesia había elaborado. En segundo lugar, había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de varias religiones e ideologías, comportándose con estas religiones de modo imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de practicar su religión. En tercer lugar, con eso estaba relacionado de modo más general el problema de la tolerancia religiosa, una cuestión que exigía una nueva definición de la relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. En particular, ante los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en general, con una mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil, resultaba necesario valorar y definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la fe de Israel”.
[9] “La temporalización de la Fe”, en el libro Cristianismo, Sociedad Libre y Opción por los pobres, Santiago de Chile, Centro de Estudios Públicos, 1988; “Reflexiones sobre cuestiones obvias”, en El Derecho, del 29/1/93; “Jacques Maritain: su pensamiento político y su relevancia actual”, op. cit.; “Sobre lo opinable en la Iglesia, una vez más”, en http://gzanotti.blogspot.com.ar/2010/06/sobre-lo-opinable-en-la-iglesia-una-vez.html.
[10] Lo hemos dicho en Zanotti, G. J., La devaluación del magisterio pontificio, en http://institutoacton.org/2016/04/12/la-devaluacion-del-magisterio-pontificio-gabriel-zanotti/.
[11] Conozco sólo uno: Fernando Romero Moreno.
[12] Dice Rhonheimer: “La Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, disuelve el nexo entre derecho a la libertad religiosa –libertad de conciencia, libertad de culto– y verdad. Se trata de una separación a nivel jurídico y político que no implica la no existencia de ninguna verdad religiosa o que todas las religiones sean equivalentes. Se trata de una postura de indiferencia política –del Estado– y no de una indiferencia total, ni de un “indiferentismo” teológico. Con su doctrina sobre el derecho a la libertad religiosa, la Iglesia reconoce, pues, la laicidad del Estado como separación institucional entre religión y política.” Rhonheimer, M., Cristianismo y laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja, Madrid, Rialp, 2009, p. 109. Agradecemos a Mario Silar esta referencia.
[13] Es interesante que, actualmente, muchos de los católicos que niegan implícitamente estas enseñanzas de la Veritaris splendor, mostrándose por ende MUY amplios en todos los temas, sin embargo descargan todo el peso de su dogmatismo en temas económico-sociales…
[14] Finalmente, esto es lo que ya decíamos en 1988 en nuestro art. Reflexiones sobre la encíclica “Libertas” de León XIII (op.cit.): “Pero alguien podría objetar: el problema no es la libertad del acto de Fe, sino que el Concilio dice que el derecho a la libertad religiosa implica actuar conforme con la conciencia en privado y en público, y es este ultimo “...y en público” lo negado por la Libertas y todo el Magistrado preconciliar. Pero esto es para nosotros una falsa dialéctica. En la manifestación de una fe religiosa, lo privado y lo público no es fácilmente escindible. La naturaleza humana tiene una dimensión social y publica del fenómeno religioso, inherente al mismo. Esa manifestación pública no puede ser violada so pena de coaccionar también sus manifestaciones privadas y atentar de ese modo, directa o indirectamente, contra la libertad del acto de fe. Ahora bien: reconocida una dimensión pública inherente a la libertad del acto de fe, la clave de la cuestión es que no se puede determinar de una vez y para siempre el grado, en la ley humana positiva, de esa dimensión pública. Par eso el Vaticano II dice “...dentro de los limites debidos”. Pero esos límites son cambiantes según diversas circunstancias, donde entra la prudencia política, y la tolerancia de la qua hablaba León XIII –que también se aplica a la libertad del acto de fe– en la ley humana positiva, que por definición no prohíbe todo lo prohibido por la ley natural (12). Este es un terreno donde entran las diversas circunstancias históricas y lo que nosotros llamamos “los cuatro ámbitos de lo opinable” (13), donde el Magisterio no puede definir de una vez y para siempre. Dice Santo Tomás: “... no todos los principios comunes de la ley natural pueden aplicarse de igual manera a todos los hombres, por la gran variedad de circunstancias. Y de ahí provienen las diversas leyes positivas según los distintos pueblos” (14). Luego, es evidente que si el grado de “manifestación pública” otorgado por León XIII a la libertad del acto de fe es distinto –o sea, más restrictivo– que el grado que se observa en el documento del Vaticano II, esa diferencia de grado se explica por las diversas circunstancias que influyen en ambos documentos, y la evolución del derecho natural a la luz de dichas circunstancias. Pero esos son elementos contingentes, que no afectan al depositum fidei ni a los principios morales fundamentales”.
[15]http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_con_cfaith_doc_20000307_memory-reconc-itc_sp.html.
[16] A su vez, se podría decir que hubiera implicado todo otro universo paralelo que Pío XII, al terminar su documento sobre Comunidad internacional y tolerancia, de 1954 –al cual, como se ha visto, le hemos dedicado mucha atención– hubiera concluido diciendo “… Por lo tanto, el derecho a la libertad religiosa, tanto como está reconocido en las constituciones europeas de la post-guerra, y en la Primera Enmienda de la Constitución de los EE.UU., en las presentes circunstancias históricas, no es contradictorio con la Fe”. Habría que ver si en ese caso la Dignitatis humanae hubiera tenido la necesidad de ser redactada…
[17] Un tema que se le ha escapado por completo a K. Polanyi en su clásico libro El sustento del hombre, Madrid, Autor-Editor, 2009.
[18]Ahora bien, puesto que la libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios, se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo”. Esto elude el problema, porque el deber del que hablaban Gregorio XVI y Pío IX no era solamente moral, sino civil.
[19] Ratzinger, J., Iglesia, ecumenismo y política, citado por Jorge Velarde Rosso en Límites de la democracia pluralista. Aproximación al pensamiento de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Buenos Aires, Instituto Acton, 2013, p. 161. Las itálicas son nuestras.

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