domingo, 18 de agosto de 2019

HACIA UNA RECUPARACIÒN DE LA METAFÌSICA EN UN MUNDO POST-KANTIANO (versión preliminar).

(De mi libro Judeo-Cristianismo, Civilización Occidental y Libertad, cap. 5).


1.         La recuperación de la metafísica y la idea de ley natural

Ante todo, recordemos cómo habíamos planteado el problema: “…Descartes, luego de su duda metódica sobre la existencia del “mundo externo”, quiere probar su existencia, para los escépticos. Para ello, una vez que demuestra la existencia de Dios, afirma que ese Dios, infinitamente bondadoso, no puede permitir que nos engañemos respecto a la existencia de las ideas “claras y distintas”. Pero estas últimas son las geométricas. Luego en el mundo externo, las esencias de las “cosas en sí mismas” son matemáticas y por ello pueden ser enteramente conocidas por la nueva Física-matemática.
Pero luego Hume tira abajo la demostración cartesiana de la existencia de Dios y, por ende, el mundo externo queda sin demostración.
Kant le reconoce a Hume haberlo despertado del “sueño dogmático” en el cual estaría encerrada la escolástica racionalista Descartes-Leibniz-Wolff, pero no se conforma con el escepticismo teórico (no práctico) de Hume. Admite que existe un mundo externo pero no podemos conocer sus esencias como Descartes lo pretendía. La Física-matemática es el fruto de categorías a priori del entendimiento aplicadas a la intuición de lo sensible. Por ello la “cosa en sí” no se conoce, y desde entonces el mundo de las “esencias” es incognoscible. Todos los anti-kantianos en este punto (Brentano, Hussserl, neotomistas) tendrían que reconocer que el planteo de Kant es una perfecta conclusión a partir del problema cartesiano sujeto-objeto. Es ESE planteo el que hay que cambiar si quisiéramos resolver el problema”.
Si somos coherentes con eso, es la misma noción de esencia la que quedó desdibujada en el debate Descartes-Hume-Kant. El problema de Descartes no fue su planteo agustinista en el tema de las esencias, sino la posterior identificación del “mundo externo en sí mismo” con la Física-matemática recién naciente. A su vez, tenía que pasar mucho tiempo para que se re-elaborara la noción de “mundo”, pero eso ya ha sucedido a partir de Husserl, precisamente un neo-cartesiano.
Por un lado hay que re-planear el tema de las cosas físicas. Como ya hemos dicho en otras oportunidades[1], lo que se conoce es “algo” de la esencia, desde el mundo de vida (humano). Lo que se supera con ello es la dialéctica entre la “cosa en mí” (como si no pudiera conocer más que mis ideas-copia de las cosas) y la “cosa en sí” (como si se pudiera conocer una cosa sin horizontes humanos).




Volviendo a nuestro ejemplo del agua lo que se conoce es “algo” del agua, lo humanamente cognoscible, pero que no niega que lo humanamente cognoscible del agua provenga de aquello que es “en sí”. La esencia humanamente cognoscible del agua es, por ende, aquello que sirve para beber, lavarnos, aquello que sin lo cual hay sequía, con lo cual hay vida, o si hay mucho hay inundaciones, etc., siempre dentro de sus peculiaridades históricas. Pero ello no es una “cosa en mí” que niega la cosa en sí, sino que afirma que el “algo” humanamente cognoscible del agua deriva de lo que el agua en sí misma es, aunque lo que el agua sea sin horizontes humanos sea sólo conocido por Dios (lo que la ciencia diga del agua es otro horizonte humano). Por ello decía Santo Tomás que la esencia de las cosas naturales es la “quidditas rei materialis” (el qué de la cosa material) en estado de unión con el cuerpo, esto es, cuerpo humano, leib, como diría Husserl, o sea, cuerpo viviente ya en la intersubjetividad (mundo).
Pero para el tema de la ley natural en sentido moral, lo más importante es el conocimiento del otro en tanto otro, que también surge del mundo de la vida. Habitar en un mundo de la vida es habitar en la intersubjetividad: es también haber superado la dicotomía sujeto-objeto; el otro no es un objeto del cual pueda dudar, sino el constituyente esencial de mi mundo humano del cual no puedo dudar. Y ello porque lo conocemos “en tanto otro”: “en tanto otro” agrega una dimensión moral, el otro como un tú, como lo que supera lo que es un mero instrumento a nuestro servicio. El eje central de la ley natural surge en nuestra conciencia intelectual y moral precisamente cuando vemos al otro en tanto otro en cualquier acto de virtud. Luego la filosofía podrá sobre ello hacer la teoría correspondiente, pero la vivencia de la ley natural es indubitable en cualquier acto de virtud donde el otro sea respetado en tanto otro. Que “la naturaleza humana no se pueda conocer” es un remanente mal planteado del mal planteado problema entre sujeto y objeto. Claro que se conoce la naturaleza humana, apenas conocemos en el otro un rostro que merece respeto por el sólo hecho de ser otro y por ende no reducible a un mero instrumento “para mí”.
Por lo demás, tenemos aquí un buen ejemplo de lo que decíamos antes, sobre cómo un creyente habla con un no creyente. La ley natural se entiende desde el contexto judeocristiano donde “el otro” es el herido en la parábola del buen samaritano. Y todo no creyente que haya sido o sea el buen samaritano, sabrá por ende qué es la ley natural.

2.                     La “existencia” de Dios
Vayamos ahora al famoso tema de la “existencia” de Dios. Igual que en el caso anterior, recordemos el planteo del problema: “… Como hemos recordado, el argumento ontológico, re-elaborado, es esencial en Descartes (y también en Leibniz) para demostrar la “existencia” de Dios”.
No es este el momento para analizar la validez del argumento ontológico en San Anselmo. Creemos que se lo puede ubicar perfectamente en una línea agustinista, en la vía de la participación. Por lo demás, como está escrito por San Anselmo en el s. XI, está en la línea de una inobjetable teología apologética, dentro del juego de lenguaje de su época.
Como Descartes lo interpreta, se trata de la “idea de Dios en mí”, que como idea es finita, que conduce –vía contingencia– a la idea de que sólo Dios infinito pudo haber puesto en mí la idea de un Dios infinito, o sea, un Dios cuya esencia implique necesariamente la existencia. Luego Dios existe.
Como Kant lo lee, ello implica que a la idea de Dios se le agrega la existencia, cosa que para Kant es imposible porque la existencia de algo sólo puede ser añadida por la experiencia sensible, cosa que en el caso de Dios es imposible.
Y, si se pretende demostrar que Dios existe a partir de la contingencia del mundo, esa demostración tiene implícito el argumento ontológico y por ende hay allí una petición de principio. Así plantadas las cosas, Kant tiene razón.
Lo esencial aquí es cuando decimos “como Kant lo lee”. Kant lo lee con la noción lógica de existencia como ausencia de clase vacía. Seguro lo hizo así por una degeneración de siglos de la distinción esencia y existencia, donde la esencia es como un ente imaginario o como una clase vacía que necesita al menos un caso para pasar a la existencia. Como cuando decimos “existe al menos un x tal que x es perro”. Y, efectivamente, para ello necesitamos una “experiencia de al menos un perro”, incluso aunque sea la experiencia intelectual-sensible del tomismo. O sea, no se puede partir a priori de ninguna existencia en ese sentido, excepto la nuestra, que a su vez es un “a posteriori” de haber puesto en acto segundo nuestra potencia intelectual.
Pero Dios, en la tradición judeocristiana, no tiene que ver con ese tipo de existencia.
En primer lugar, ser, en Santo Tomás, es ser creado. La creación es lo que da sentido al “estar siendo”. Que Juan sea implica que “está siendo sostenido en el ser” o sea creado, por Dios. Cualquiera puede captar que Juan existe en un sentido habitual del término, pero desde el horizonte judeocristiano ello quiere decir que es creado (no que “fue” creado), y ello implica que su ser es finito, que no es el ser de Dios, y ello implica que su esencia como tal no se identifica con su ser. Por ende la diferencia esencia-acto de ser, en Santo Tomás, es un punto de llegada, más que un punto de partida que se pueda utilizar sin suponer el horizonte judeocristiano.
Pero con esto, tenemos otro ejemplo de cómo replantear el tema desde un diálogo del creyente con el no creyente. El creyente no puede pretender partir de una cosa cualquiera existente para demostrar desde allí la existencia de Dios (y nadie crea que Santo Tomás hacía eso en sus vías, porque sus vías eran un debate con San Anselmo[2]). Porque, como hemos visto, cuando el creyente ve a Juan, ya sabe que Juan no es Dios, y lo saben por su horizonte judeocristiano, no por otra cosa.
Tampoco el creyente puede pretender que el no creyente esté interesado en Dios. Primero hay que dialogar sobre el sentido de la vida para, a partir de allí, ir al “tema” Dios.
Pero entonces, el creyente puede decir que sí, que cree en Dios, y que se sabe creado por Dios. Cuando el no creyente pregunte qué significa ello, el creyente puede intersectar horizontes, fusionar horizontes, encontrar una analogía de un propia experiencia de estar creado con la vivencia del no creyente de saberse “no necesariamente existente”, esto es, que podría haber existido o no. Cuando el no creyente toma conciencia de ello, el creyente puede decirle que esa radical contingencia existencial lo puede ayudar a entender su experiencia (la del creyente) de saberse sostenido en el ser (creado). A partir de allí, Santo Tomás cobra sentido. Antes, no.
O sea,




Por lo demás, Dios no es un elemento de una clase no vacía. Las nociones humanas de existencia como elemento de una clase no vacía no tienen sentido en Dios. Si decimos “existe el menos un x tal que x es elefante”, entonces suponemos “la clase de los elefantes”. Pero si decimos “existe el menos un x tal que x es Dios”, ello supone entonces “la clase de los dioses”, lo cual es totalmente incompatible con el monoteísmo no panteísta del creacionismo judeocristiano.
Y cuando Santo Tomás dice “Dios es” No dice “existe”, dice “utrum Deus sit”, lo cual, en el contexto de sus vías, no lleva a una definición de Dios en tanto Dios sino a Dios como causa no-creada de lo creado. Por ende Santo Tomás no parte de la esencia de Dios, sino que Dios queda demostrado como la causa no-finita de lo finito. Pero “no-finito” no es una definición, no es el conocimiento de una esencia, sino que es remitirse a toda la tradición de la teología negativa (especialmente Dionisio) que con razón afirma que de Dios se sabe lo que NO es (NO es creado, finito) pero NO lo que es, aunque luego Santo Tomás, con un juego de lenguaje que supera nuestro modo habitual de hablar, por sujeto, verbo y predicado, se refiera a Dios como “el mismo ser subsistente” dado que precisamente por ser no-creado es aquello “cuyo esencia es ser”, aunque en realidad no podemos intelectualmente concebir qué decimos con ello cuando lo decimos.
Por ende Santo Tomás sí pre-supone al San Anselmo teólogo, apologético, donde Dios no puede no ser, pero no presupone un supuesto argumento ontológico “caído” en la tosca afirmación de que la esencia de Dios implica su existencia, manejando “esencia” como “conocimiento positivo” y “existencia” como ausencia de clase vacía.

3.               La forma substancial subsistente
Como en los casos anteriores, recordemos el problema: “….Y finalmente lo mismo sucede con respecto a la inmortalidad del alma. Descartes tiene razón en encontrar en la interioridad humana algo no reducible a lo material, pero su modo de plantearlo, dualista –cosa comprensible como reacción contra un aristotelismo no cristiano- produce otro malentendido. La inmortalidad del alma, así planteada, como una sustancia espiritual no dependiente del cuerpo, pre-supone que la misma “categoría” de sustancia –que no corres­pon­dería en Kant a un modo de ser real- está unida al atributo de unidad espiritual. O sea que –de vuelta– a la idea de la razón pura llamada “alma espiritual” se le atribuye una existencia que, sin embargo, sólo puede ser predicada luego de una experiencia sensible que, en este caso, es imposible. Nuevamente, así planteadas las cosas, Kant tiene razón.
En efecto, no se puede predicar “a priori” la espiritualidad del “yo” humano pues no toda sustancia es espiritual. Lo que ocurre es que en Descartes sobreviven argumentos emanados de la escolástica según los cuales la inteligencia es inmaterial. Entonces, sobre todo hoy, con el avance de las neurociencias, ello se ve como un dualismo “sin ninguna razón” más que una fe religiosa indiferente ante el avance de las ciencias.
De vuelta, el creyente no negará que cree en una dimensión espiritual del yo más allá de lo material. Pero también le dirá al no creyente que no es “dualista”: el yo no es algo separado del cuerpo, sino que la persona humana es el mismo cuerpo humano, viviente (el leib de Husserl) esencialmente destinado el encuentro intersubjetivo y dialógico con el otro, con el tú.
Pero en el encuentro con el tú hay comunicación y mensajes. Y en el mensaje, en “lo que” el otro dice, se puede encontrar una esencial distinción: el mensaje en sí mismo y el canal físico en el cual el mensaje se graba. O sea, el mundo 3 de Popper en comparación con el mundo 1, que es material. “La” teoría de la relatividad –como dice Popper– NO se identifica con ninguno de los potencialmente infinitos papeles donde hay tinta grabada ni con el silicio de una computadora. Papel y tinta no son “la” teoría de la relatividad: ésta, como tal, es una, tiene un significado en sí que no se reduce a lo material. Santo Tomás ya había hablado de esto cuando dijo que la inteligencia es capaz de captar lo universal.
Ahora bien, para Santo Tomás la inteligencia no es el yo, la sustancia, sino que es una potencialidad de la sustancia humana, del cuerpo humano. Y el cuerpo humano está a su vez ordenado por una forma que le da unidad estructural frente a los millones de elementos atómicos que lo componen y que se renuevan día a día por el proceso metabólico[3].
Quiere decir que de esa forma emergen las potencialidades sensitivas y también la inteligencia humana (en estado de unión con el cuerpo) capaz de captar esos “significados en sí mismos”.
Ahora bien, en Santo Tomás, entre la potencia de conocimiento y su objeto de conocimiento hay una analogía de proporción intrínseca. Ello quiere decir que el modo de ser de la potencia está medido, determinado, por el modo de ser del objeto. Por ende, si el objeto no es reducible a lo material (el mundo 3 no es reducible al mundo 1) entonces la potencialidad en sí misma (la inteligencia) tampoco. Pero la potencia emerge de la forma sustancial que ordena al cuerpo. Y, de vuelta, hay una analogía de proporción entre la potencia y la forma sustancial. Luego, la forma sustancial humana no se reduce a lo material, pero ello no quiere decir que no sea ordenadora de lo material. Por eso concluye Santo Tomás que la forma sustancial humana es subsistente, esto, subsiste más allá de la desaparición del cuerpo, pero no como un espíritu suelto, sino como una sustancia “INcompleta”, porque le falta el cuerpo al cual está ontológicamente destinada. Y por ello no puede ejercer sus funciones intelectuales. Lo que ocurre es que en Santo Tomás todo esto está dicho en el contexto de su teología donde la forma sustancial subsistente entra inmediatamente al juicio particular y por ende a su destino eterno, donde en el juicio final se reencontrará con el cuerpo que esencialmente le pertenece.
Pero todo ofrece, al debate mente-cerebro actual, conclusiones importantes. Santo Tomás nunca negaría las experiencias actuales de la neurociencia donde las potencialidades intelectuales quedan afectadas por un daño neuronal. Porque la inteligencia ejerce su función con con-curso con las potencialidades sensibles, lo cual, en nuestros paradigmas actuales, implica decir: en con-curso con todo el sistema nervioso central y por ende con todo el cuerpo (la “inteligencia sentiente” de Zubiri[4]). Por ende una falla en el sistema nervioso implica que la inteligencia humana no puede “ejercer”, “pasar de la potencia al acto”, pero queda como potencia en acto primero, o sea, existente, como una capacidad que como tal está allí pero no puede ejercer su función.
Por ende no es cuestión de afirmar un “alma inmortal” que nada tendría que ver con el cuerpo, sino una forma sustancial que organiza al cuerpo –en pleno diálogo con la biología actual– pero que es subsistente a la desaparición del cuerpo. Este es el gran logro de un teólogo cristiano como Santo Tomás que es plenamente compatible con los avances actuales de las neurociencias, por un lado, y con la razonabilidad de las aspiraciones espirituales más profundas del ser humano, por el otro, que se traducen en su mirada, en sus manos, en su rostro, en su arte, en su capacidad de interpretación, en su empatía, en su capacidad de vínculo con “el yo del otro”, en mirar a los ojos y ver al otro y no sólo una pupila, iris y córnea. Por eso las computadoras –por más temor que nos inspire el legendario ojo rojo del “2001”, Hall– no pueden “mirar”. Sólo el ser humano mira. Con odio (Caín) o con amor (Abel), en la lucha permanente entre el bien y el mal (no en la “función y DIS-función”) que queda abierta precisamente por nuestra forma subsistente, hasta el final de la Historia que sólo será con la segunda venida de Cristo.

4.         Libre albedrío y conciencia crítica
Nuevamente, el libre albedrío ha sido uno de los regalos más preciosos de la revelación judeocristiana a la humanidad. Libre albedrío que convive con la gracia de Dios y la providencia, un misterio que, al tratar de ser explicado por los grandes teólogos[5], no ha hecho más que aclarar la noción misma de libre albedrío, para creyentes y para con no-creyentes.
De vuelta, después del iluminismo, las interpretaciones de diversas cuestiones científicas han puesto la carga de la prueba del lado de los que defienden el libre albedrío. Por un lado, un universo determinista no dejaba lugar para el libre albedrío, excepto que se asumiera una posición dualista donde el yo estaba exento de lo material. Ese fue el gran mérito de Descartes en su momento, y de la ley moral en Kant, que jugaba igual rol. Pero ya hemos visto que esa posición dualista retroalimentaba una posición cientificista donde los avances de las neurociencias mostraban un innegable rol del sistema nervioso central en la inteligencia de la persona. Eso lo hemos respondido en el punto anterior.
O sea: si la forma sustancial subsistente no se reduce a lo material, y por ende la inteligencia tampoco, ésta no puede estar afectada por las causalidades físicas como potencia en acto primero, aunque puede condicionarla a su paso al acto segundo. En ese sentido el libre albedrío se mantendría.
Por lo demás, se puede decir que hoy casi ningún físico sostiene el determinismo newtoniano, dado el indeterminismo de la física cuántica. Sin embargo, la indeterminación onda-partícula es un tema del mundo físico. Si, posiblemente nuestro cerebro sea el lugar donde más fenómenos de la física cuántica tienen lugar, pero no es el indeterminismo cuántico la causa del libre albedrío, precisamente porque, como veremos, el libre albedrío es algo irreductible a lo material.
Yendo al tema, alguien podría objetar que la inteligencia no es libre ante la conclusión que “ve”, si las premisas son verdaderas y la lógica entre ellas es correcta. Volviendo al famoso ejemplo, la conclusión “Sócrates es mortal” no es libre ante sus premisas “Todos los hombres son mortales” y “Sócrates es hombre”. Pero, precisamente, Santo Tomás afirma que el libre albedrío es el libre juicio de la razón, allí donde las premisas no son suficientes para dar una conclusión necesaria.
En cambio, el hombre obra con juicio, puesto que, por su facultad cognoscitiva, juzga sobre lo que debe evitar o buscar. Como quiera que este juicio no proviene del instinto natural ante un caso concreto, sino de un análisis racional, se concluye que obra por un juicio libre, pudiendo decidirse por distintas cosas. Cuando se trata de algo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias. Esto es comprobable en los silogismos dialécticos y en las argumentaciones retóricas. Ahora bien, las acciones particulares son contingentes, y, por lo tanto, el juicio de la razón sobre ellas puede seguir diversas direcciones, sin estar determinado a una sola. Por lo tanto, es necesario que el hombre tenga libre albedrío, por lo mismo que es racional[6]”.
La clave aquí es “cuando se trata de algo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias”. Por ejemplo, comprar un lápiz o una lapicera. Tengo razones tanto para una cosa como para la otra. Ninguna de esas razones me lleva necesariamente a la conclusión. Entonces la voluntad, que es el apetito el bien mediado por la inteligencia, es libre. Por ello decidir no es efectuar un razonamiento necesario, porque si hubiera necesidad, no habría decisión. Por eso dice nuevamente Santo Tomás: “… si se le propone (a la voluntad) un objeto que no sea bueno bajo todas las consideraciones, la voluntad no se verá arrastrada por necesidad. Y, porque el defecto de cual­quier bien tiene razón de no bien, sólo el bien que es perfecto y no le falta nada, es el bien que la voluntad no puede no querer, y éste es la bienaventuranza. Todos los demás bienes particulares, por cuanto les falta algo de bien, pueden ser considerados como no bienes y, desde esta perspectiva, pueden ser rechazados o aceptados por la voluntad, que puede dirigirse a una misma cosa según diversas considera­cio­nes.”[7]
Y, precisamente, en el mundo de la vida (humano) ninguna de nuestras opciones es perfecta, esto es, ninguna de ellas colma absolutamente las aspiraciones de nuestra naturaleza. Por ello los razonamientos que nos llevan a tomar decisiones no son necesarios, y, por ende, la decisión es libre.
Popper tiene un argumento por el absurdo para demostrar el libre albedrío que se relaciona mucho con lo anterior[8]. Si estuviéramos determinados a decir lo que decimos, no seríamos libres de no decirlo. Pero en un debate, en un diálogo, donde alguien puede convencerme de algo y yo cambiar de parecer, o donde yo puedo darme cuenta de algo que antes no veía, no hay necesidad en las afirmaciones (a las que llego mediante el diálogo). De lo contrario, si el otro estuviera determinado a decirme que yo estoy equivocado, ¿para qué intentar convencerlo de lo contrario? Lo más absurdo sería que mi contra-opinante sostuviera que yo estoy equivocado al decir que el hombre no es libre. ¿No sería contradictorio con mi propio determinismo tratar de convencerlo de lo contrario, para que llegue libremente a la conclusión de que el hombre no es libre?
Lo que Popper sostiene no necesariamente remite a un mundo determinístico que afectara a nuestras neuronas. Es compatible con su propia interpretación de la física cuántica[9], donde la indeter­minación onda-partícula depende de propensiones, de tendencias –donde hace entrar la noción de potencialidad de Aristóteles– intrín­secas a una determinada situación física, donde la partícula se com­porta a veces como partícula y a veces como onda. Pero ello no depen­de del control del ser humano. Por ello, aunque en nuestro cerebro hubiera indeterminación cuántica, la demostración de Popper se aplica igual.





[1] En Hacia una hermenéutica realista, op. cit.
[2] He analizado esta cuestión en Zanotti, G. J., “La llamada existencia de Dios en Santo Tomás: un replanteo del problema”, Civilizar, nº 10 (18), enero-junio de 2010, pp. 55-64.
[3] Al respecto véase Artigas, M., La inteligibilidad de la naturaleza, Pamplona, Eunsa, 1992, y La mente del universo, Pamplona, Eunsa, 1999.
[4] Zubiri, X., Inteligencia sentiente, 5a ed., Madrid, Alianza, 2006.
[5] Véase al respecto el elogio de Popper a San Agustín en Popper, K., El universo abierto, Madrid, Tecnos, 1986, nota nº 30.
[6] Suma Teológica, I, q. 83.
[7] Suma Teológica, I, q. 2 art 10.
[8] Popper, K., op. cit.
[9] Popper, K., Teoría cuántica y el cisma en física, Madrid, Tecnos, 1985.

1 comentario:

Mauricio Comesaña dijo...

Excelente articulo Gabriel, muchas gracias por tu trabajo. Soy Mauricio, uno de los 3 jóvenes del curso ELEFE, me gustaría si podrías explicar un poco mas de la ley natural de Santo tomas este miércoles, ya que lo vimos la clase pasada y antes de que arranquemos con Descartes.
Saludos
Mauricio