1.
La
recuperación de la metafísica y la idea de ley natural
Ante
todo, recordemos cómo habíamos planteado el problema: “…Descartes, luego de su duda metódica sobre la existencia del
“mundo externo”, quiere probar su existencia, para los escépticos. Para ello,
una vez que demuestra la existencia de Dios, afirma que ese Dios, infinitamente
bondadoso, no puede permitir que nos engañemos respecto a la existencia de las
ideas “claras y distintas”. Pero estas últimas son las geométricas. Luego en el
mundo externo, las esencias de las “cosas
en sí mismas” son matemáticas y por ello pueden ser enteramente conocidas
por la nueva Física-matemática.
Pero
luego Hume tira abajo la demostración cartesiana de la existencia de Dios y,
por ende, el mundo externo queda sin demostración.
Kant
le reconoce a Hume haberlo despertado del “sueño dogmático” en el cual estaría
encerrada la escolástica racionalista Descartes-Leibniz-Wolff, pero no se
conforma con el escepticismo teórico (no práctico) de Hume. Admite que existe
un mundo externo pero no podemos conocer sus
esencias como Descartes lo pretendía. La Física-matemática es el fruto de
categorías a priori del entendimiento aplicadas a la intuición de lo sensible.
Por ello la “cosa en sí” no se conoce, y desde entonces el mundo de las
“esencias” es incognoscible. Todos los anti-kantianos en este punto (Brentano,
Hussserl, neotomistas) tendrían que
reconocer que el planteo de Kant es una perfecta conclusión a partir del
problema cartesiano sujeto-objeto. Es ESE planteo el que hay que cambiar si
quisiéramos resolver el problema”.
Si
somos coherentes con eso, es la misma noción de esencia la que quedó
desdibujada en el debate Descartes-Hume-Kant. El problema de Descartes no fue
su planteo agustinista en el tema de las esencias, sino la posterior
identificación del “mundo externo en sí mismo” con la Física-matemática recién
naciente. A su vez, tenía que pasar mucho tiempo para que se re-elaborara la
noción de “mundo”, pero eso ya ha sucedido a partir de Husserl, precisamente un
neo-cartesiano.
Por
un lado hay que re-planear el tema de las cosas físicas. Como ya hemos dicho en
otras oportunidades[1],
lo que se conoce es “algo” de la esencia, desde el mundo de vida (humano). Lo
que se supera con ello es la dialéctica entre la “cosa en mí” (como si no
pudiera conocer más que mis ideas-copia
de las cosas) y la “cosa en sí” (como si se pudiera conocer una cosa sin horizontes humanos).
Volviendo a nuestro
ejemplo del agua lo que se conoce es “algo”
del agua, lo humanamente cognoscible,
pero que no niega que lo humanamente
cognoscible del agua provenga de aquello que es “en sí”. La esencia humanamente
cognoscible del agua es, por ende, aquello que sirve para beber, lavarnos,
aquello que sin lo cual hay sequía, con lo cual hay vida, o si hay mucho hay
inundaciones, etc., siempre dentro de sus peculiaridades históricas. Pero ello
no es una “cosa en mí” que niega la cosa en sí, sino que afirma que el “algo”
humanamente cognoscible del agua deriva de lo que el agua en sí misma es,
aunque lo que el agua sea sin horizontes humanos sea sólo conocido por Dios (lo
que la ciencia diga del agua es otro horizonte humano). Por ello decía Santo
Tomás que la esencia de las cosas naturales es la “quidditas rei materialis” (el qué de la cosa material) en estado de unión con el cuerpo,
esto es, cuerpo humano, leib, como
diría Husserl, o sea, cuerpo viviente ya en la intersubjetividad (mundo).
Pero para el tema de la ley natural en
sentido moral, lo más importante es el conocimiento del otro en tanto otro, que también surge del
mundo de la vida. Habitar en un mundo de la vida es habitar en la
intersubjetividad: es también haber superado la dicotomía sujeto-objeto; el
otro no es un objeto del cual pueda dudar, sino el constituyente esencial de mi
mundo humano del cual no puedo dudar. Y ello porque lo conocemos “en tanto
otro”: “en tanto otro” agrega una dimensión moral, el otro como un tú, como lo que supera lo que es un mero instrumento a
nuestro servicio. El eje central de la ley natural surge en nuestra
conciencia intelectual y moral precisamente cuando vemos al otro en tanto otro
en cualquier acto de virtud. Luego la filosofía podrá sobre ello hacer la
teoría correspondiente, pero la vivencia
de la ley natural es indubitable en cualquier acto de virtud donde el otro sea
respetado en tanto otro. Que “la naturaleza humana no se pueda conocer” es
un remanente mal planteado del mal planteado problema entre sujeto y objeto.
Claro que se conoce la naturaleza humana, apenas
conocemos en el otro un rostro que merece respeto por el sólo hecho de ser otro
y por ende no reducible a un mero instrumento “para mí”.
Por lo demás, tenemos aquí un buen
ejemplo de lo que decíamos antes, sobre cómo un creyente habla con un no
creyente. La ley natural se entiende desde el contexto judeocristiano donde “el
otro” es el herido en la parábola del buen samaritano. Y todo no creyente que
haya sido o sea el buen samaritano, sabrá por ende qué es la ley natural.
2.
La
“existencia” de Dios
Vayamos ahora al famoso
tema de la “existencia” de Dios. Igual
que en el caso anterior, recordemos el planteo del problema: “… Como hemos recordado, el argumento
ontológico, re-elaborado, es esencial en Descartes (y también en Leibniz) para
demostrar la “existencia” de Dios”.
No
es este el momento para analizar la validez del argumento ontológico en San
Anselmo. Creemos que se lo puede ubicar perfectamente en una línea agustinista,
en la vía de la participación. Por lo demás, como está escrito por San Anselmo
en el s. XI, está en la línea de una inobjetable teología apologética, dentro
del juego de lenguaje de su época.
Como Descartes lo interpreta, se trata de la “idea de Dios en mí”,
que como idea es finita, que conduce –vía contingencia– a la idea de que sólo
Dios infinito pudo haber puesto en mí la
idea de un Dios infinito, o sea, un Dios cuya esencia implique
necesariamente la existencia. Luego Dios existe.
Como Kant lo lee, ello implica que a la idea de Dios se le agrega
la existencia, cosa que para Kant es imposible porque la existencia de algo
sólo puede ser añadida por la experiencia sensible, cosa que en el caso de Dios
es imposible.
Y, si se pretende
demostrar que Dios existe a partir de la contingencia del mundo, esa
demostración tiene implícito el argumento ontológico y por ende hay allí una
petición de principio. Así plantadas
las cosas, Kant tiene razón.
Lo esencial aquí es
cuando decimos “como Kant lo lee”. Kant lo lee con la noción lógica de
existencia como ausencia de clase vacía. Seguro lo hizo así por una
degeneración de siglos de la distinción esencia y existencia, donde la esencia
es como un ente imaginario o como una clase vacía que necesita al menos un caso
para pasar a la existencia. Como cuando decimos “existe al menos un x tal que x
es perro”. Y, efectivamente, para ello necesitamos una “experiencia de al menos
un perro”, incluso aunque sea la experiencia intelectual-sensible del tomismo.
O sea, no se puede partir a priori de ninguna existencia en ese sentido,
excepto la nuestra, que a su vez es un “a posteriori” de haber puesto en acto segundo
nuestra potencia intelectual.
Pero Dios, en la
tradición judeocristiana, no tiene que ver con ese tipo de existencia.
En primer lugar, ser, en Santo Tomás, es ser creado. La creación es lo que da
sentido al “estar siendo”. Que Juan sea implica que “está siendo sostenido en
el ser” o sea creado, por Dios. Cualquiera puede captar que Juan existe en un
sentido habitual del término, pero desde el horizonte judeocristiano ello
quiere decir que es creado (no que “fue” creado), y ello implica que su ser es
finito, que no es el ser de Dios, y ello implica que su esencia como tal no se
identifica con su ser. Por ende la diferencia esencia-acto de ser, en Santo
Tomás, es un punto de llegada, más que un punto de partida que se pueda
utilizar sin suponer el horizonte judeocristiano.
Pero con esto, tenemos otro ejemplo de cómo replantear el tema desde un
diálogo del creyente con el no creyente. El creyente no puede pretender
partir de una cosa cualquiera existente para demostrar desde allí la existencia
de Dios (y nadie crea que Santo Tomás hacía eso en sus vías, porque sus vías
eran un debate con San Anselmo[2]).
Porque, como hemos visto, cuando el creyente ve a Juan, ya sabe que Juan no es
Dios, y lo saben por su horizonte judeocristiano, no por otra cosa.
Tampoco el creyente
puede pretender que el no creyente esté interesado en Dios. Primero hay que
dialogar sobre el sentido de la vida para, a partir de allí, ir al “tema” Dios.
Pero entonces, el
creyente puede decir que sí, que cree en Dios, y que se sabe creado por Dios.
Cuando el no creyente pregunte qué significa ello, el creyente puede
intersectar horizontes, fusionar horizontes, encontrar una analogía de un
propia experiencia de estar creado con la vivencia del no creyente de saberse
“no necesariamente existente”, esto es, que podría haber existido o no. Cuando
el no creyente toma conciencia de ello, el creyente puede decirle que esa
radical contingencia existencial lo puede ayudar a entender su experiencia (la
del creyente) de saberse sostenido en el ser (creado). A partir de allí, Santo
Tomás cobra sentido. Antes, no.
O sea,
Por lo demás, Dios no es un elemento de
una clase no vacía. Las nociones humanas de existencia como elemento de una
clase no vacía no tienen sentido en Dios. Si decimos “existe el menos un x tal
que x es elefante”, entonces suponemos “la clase de los elefantes”. Pero si
decimos “existe el menos un x tal que x es Dios”, ello supone entonces “la
clase de los dioses”, lo cual es totalmente incompatible con el monoteísmo no panteísta
del creacionismo judeocristiano.
Y cuando Santo Tomás dice “Dios es” No
dice “existe”, dice “utrum Deus sit”,
lo cual, en el contexto de sus vías, no
lleva a una definición de Dios en tanto Dios sino a Dios como causa no-creada
de lo creado. Por ende Santo Tomás no parte de la esencia de Dios, sino que
Dios queda demostrado como la causa no-finita de lo finito. Pero “no-finito” no
es una definición, no es el conocimiento de una esencia, sino que es remitirse
a toda la tradición de la teología negativa (especialmente Dionisio) que con
razón afirma que de Dios se sabe lo que NO es (NO es creado, finito) pero NO lo
que es, aunque luego Santo Tomás, con un juego
de lenguaje que supera nuestro modo habitual de hablar, por sujeto, verbo y
predicado, se refiera a Dios como “el mismo ser subsistente” dado que
precisamente por ser no-creado es aquello “cuyo esencia es ser”, aunque en realidad no podemos
intelectualmente concebir qué decimos con ello cuando lo decimos.
Por
ende Santo Tomás sí pre-supone al San Anselmo teólogo, apologético, donde Dios
no puede no ser, pero no presupone un supuesto argumento ontológico “caído” en
la tosca afirmación de que la esencia de Dios implica su existencia, manejando
“esencia” como “conocimiento positivo” y “existencia” como ausencia de clase
vacía.
3.
La
forma substancial subsistente
Como en los casos anteriores, recordemos
el problema: “….Y finalmente lo mismo sucede con respecto a la inmortalidad del
alma. Descartes tiene razón en encontrar en la interioridad humana algo no
reducible a lo material, pero su modo de plantearlo, dualista –cosa
comprensible como reacción contra un aristotelismo no cristiano- produce otro
malentendido. La inmortalidad del alma, así planteada, como una sustancia
espiritual no dependiente del cuerpo, pre-supone que la misma “categoría” de
sustancia –que no correspondería en Kant a un modo de ser real- está unida al
atributo de unidad espiritual. O sea que –de vuelta– a la idea de la razón pura
llamada “alma espiritual” se le atribuye una existencia que, sin embargo, sólo
puede ser predicada luego de una experiencia sensible que, en este caso, es
imposible. Nuevamente, así planteadas las cosas, Kant tiene razón.
En efecto, no se puede predicar “a
priori” la espiritualidad del “yo” humano pues no toda sustancia es espiritual.
Lo que ocurre es que en Descartes sobreviven argumentos emanados de la escolástica
según los cuales la inteligencia es inmaterial. Entonces, sobre todo hoy, con
el avance de las neurociencias, ello se ve como un dualismo “sin ninguna razón”
más que una fe religiosa indiferente ante el avance de las ciencias.
De vuelta, el creyente no negará que
cree en una dimensión espiritual del yo más allá de lo material. Pero también
le dirá al no creyente que no es
“dualista”: el yo no es algo separado del cuerpo, sino que la persona humana es
el mismo cuerpo humano, viviente (el leib
de Husserl) esencialmente destinado el encuentro intersubjetivo y dialógico con
el otro, con el tú.
Pero en el encuentro con el tú hay
comunicación y mensajes. Y en el mensaje, en “lo que” el otro dice, se puede
encontrar una esencial distinción: el
mensaje en sí mismo y el canal físico en el cual el mensaje se graba. O
sea, el mundo 3 de Popper en comparación con el mundo 1, que es material. “La”
teoría de la relatividad –como dice Popper– NO se identifica con ninguno de los
potencialmente infinitos papeles donde hay tinta grabada ni con el silicio de
una computadora. Papel y tinta no son
“la” teoría de la relatividad: ésta, como tal, es una, tiene un significado
en sí que no se reduce a lo material. Santo Tomás ya había hablado de esto
cuando dijo que la inteligencia es capaz de captar lo universal.
Ahora bien, para Santo Tomás la
inteligencia no es el yo, la sustancia, sino que es una potencialidad de la
sustancia humana, del cuerpo humano. Y el cuerpo humano está a su vez ordenado
por una forma que le da unidad estructural frente a los millones de elementos
atómicos que lo componen y que se renuevan día a día por el proceso metabólico[3].
Quiere decir que de esa forma emergen
las potencialidades sensitivas y también la inteligencia humana (en estado de
unión con el cuerpo) capaz de captar esos “significados en sí mismos”.
Ahora bien, en Santo Tomás, entre la
potencia de conocimiento y su objeto de conocimiento hay una analogía de
proporción intrínseca. Ello quiere decir que el modo de ser de la potencia está
medido, determinado, por el modo de ser del objeto. Por ende, si el objeto no
es reducible a lo material (el mundo 3 no es reducible al mundo 1) entonces la
potencialidad en sí misma (la inteligencia) tampoco. Pero la potencia emerge de
la forma sustancial que ordena al cuerpo. Y, de vuelta, hay una analogía de
proporción entre la potencia y la forma sustancial. Luego, la forma sustancial
humana no se reduce a lo material, pero ello no quiere decir que no sea
ordenadora de lo material. Por eso concluye Santo Tomás que la forma sustancial
humana es subsistente, esto, subsiste más allá de la desaparición del cuerpo, pero no como un espíritu suelto, sino como
una sustancia “INcompleta”, porque le falta el cuerpo al cual está
ontológicamente destinada. Y por ello no puede ejercer sus funciones
intelectuales. Lo que ocurre es que en Santo Tomás todo esto está dicho en
el contexto de su teología donde la forma sustancial subsistente entra
inmediatamente al juicio particular y por ende a su destino eterno, donde en el
juicio final se reencontrará con el cuerpo que esencialmente le pertenece.
Pero todo ofrece, al debate
mente-cerebro actual, conclusiones importantes. Santo Tomás nunca negaría las
experiencias actuales de la neurociencia donde las potencialidades intelectuales
quedan afectadas por un daño neuronal. Porque la inteligencia ejerce su función
con con-curso con las potencialidades sensibles, lo cual, en nuestros
paradigmas actuales, implica decir: en con-curso con todo el sistema nervioso
central y por ende con todo el cuerpo (la “inteligencia sentiente” de Zubiri[4]).
Por ende una falla en el sistema nervioso implica que la inteligencia humana no
puede “ejercer”, “pasar de la potencia al acto”, pero queda como potencia en acto primero, o sea,
existente, como una capacidad que como tal está allí pero no puede ejercer su
función.
Por ende no es cuestión de afirmar un
“alma inmortal” que nada tendría que ver con el cuerpo, sino una forma
sustancial que organiza al cuerpo –en pleno diálogo con la biología actual–
pero que es subsistente a la desaparición del cuerpo. Este es el gran logro de un teólogo cristiano como Santo Tomás que es
plenamente compatible con los avances actuales de las neurociencias, por un lado,
y con la razonabilidad de las aspiraciones espirituales más profundas del ser
humano, por el otro, que se traducen en su mirada, en sus manos, en su
rostro, en su arte, en su capacidad de interpretación, en su empatía, en su
capacidad de vínculo con “el yo del otro”, en mirar a los ojos y ver al otro y
no sólo una pupila, iris y córnea. Por eso las computadoras –por más temor que
nos inspire el legendario ojo rojo del “2001”, Hall– no pueden “mirar”. Sólo el
ser humano mira. Con odio (Caín) o
con amor (Abel), en la lucha permanente entre el bien y el mal (no en la “función y DIS-función”) que
queda abierta precisamente por nuestra forma subsistente, hasta el final de la
Historia que sólo será con la segunda venida de Cristo.
4.
Libre albedrío y conciencia crítica
Nuevamente, el libre
albedrío ha sido uno de los regalos más preciosos de la revelación judeocristiana
a la humanidad. Libre albedrío que convive con
la gracia de Dios y la providencia, un misterio que, al tratar de ser explicado
por los grandes teólogos[5],
no ha hecho más que aclarar la noción misma de libre albedrío, para creyentes y
para con no-creyentes.
De vuelta, después del
iluminismo, las interpretaciones de diversas cuestiones científicas han puesto
la carga de la prueba del lado de los que defienden el libre albedrío. Por un
lado, un universo determinista no dejaba lugar para el libre albedrío, excepto
que se asumiera una posición dualista donde el yo estaba exento de lo material.
Ese fue el gran mérito de Descartes en su momento, y de la ley moral en Kant,
que jugaba igual rol. Pero ya hemos visto que esa posición dualista
retroalimentaba una posición cientificista donde los avances de las
neurociencias mostraban un innegable rol del sistema nervioso central en la
inteligencia de la persona. Eso lo hemos respondido en el punto anterior.
O sea: si la forma
sustancial subsistente no se reduce a lo material, y por ende la inteligencia
tampoco, ésta no puede estar afectada por las causalidades físicas como
potencia en acto primero, aunque puede condicionarla a su paso al acto segundo.
En ese sentido el libre albedrío se mantendría.
Por lo demás, se puede
decir que hoy casi ningún físico sostiene el determinismo newtoniano, dado el
indeterminismo de la física cuántica. Sin embargo, la indeterminación
onda-partícula es un tema del mundo físico. Si, posiblemente nuestro cerebro
sea el lugar donde más fenómenos de la física cuántica tienen lugar, pero no es
el indeterminismo cuántico la causa del libre albedrío, precisamente porque,
como veremos, el libre albedrío es algo irreductible a lo material.
Yendo al tema, alguien
podría objetar que la inteligencia no es libre ante la conclusión que “ve”, si
las premisas son verdaderas y la lógica entre ellas es correcta. Volviendo al
famoso ejemplo, la conclusión “Sócrates es mortal” no es libre ante sus premisas
“Todos los hombres son mortales” y “Sócrates es hombre”. Pero, precisamente,
Santo Tomás afirma que el libre albedrío es el libre juicio de la razón, allí
donde las premisas no son suficientes para dar una conclusión necesaria.
“En cambio, el hombre obra con juicio, puesto que, por
su facultad cognoscitiva, juzga sobre lo que debe evitar o buscar. Como quiera
que este juicio no proviene del instinto natural ante un caso concreto, sino de
un análisis racional, se concluye que obra por un juicio libre, pudiendo
decidirse por distintas cosas. Cuando se trata de algo contingente, la razón
puede tomar direcciones contrarias. Esto es comprobable en los silogismos
dialécticos y en las argumentaciones retóricas. Ahora bien, las acciones
particulares son contingentes, y, por lo tanto, el juicio de la razón sobre
ellas puede seguir diversas direcciones, sin estar determinado a una sola. Por
lo tanto, es necesario que el hombre tenga libre albedrío, por lo mismo que es
racional[6]”.
La clave aquí es “cuando se
trata de algo contingente, la razón puede tomar direcciones contrarias”. Por
ejemplo, comprar un lápiz o una lapicera. Tengo razones tanto para una cosa
como para la otra. Ninguna de esas razones me lleva necesariamente a la conclusión. Entonces la voluntad, que es el
apetito el bien mediado por la inteligencia, es libre. Por ello decidir no es efectuar un razonamiento
necesario, porque si hubiera necesidad, no habría decisión. Por eso dice
nuevamente Santo Tomás: “… si se le propone (a la voluntad) un
objeto que no sea bueno bajo todas las consideraciones, la voluntad no se verá
arrastrada por necesidad. Y, porque el defecto de cualquier bien tiene razón
de no bien, sólo el bien que es perfecto y no le falta nada, es el bien que la
voluntad no puede no querer, y éste es la bienaventuranza. Todos los demás
bienes particulares, por cuanto les falta algo de bien, pueden ser considerados
como no bienes y, desde esta perspectiva, pueden ser rechazados o aceptados por
la voluntad, que puede dirigirse a una misma cosa según diversas consideraciones.”[7]
Y, precisamente, en el mundo de la vida (humano)
ninguna de nuestras opciones es perfecta, esto es, ninguna de ellas colma
absolutamente las aspiraciones de nuestra naturaleza. Por ello los
razonamientos que nos llevan a tomar decisiones no son necesarios, y, por ende,
la decisión es libre.
Popper tiene un argumento por el absurdo para
demostrar el libre albedrío que se relaciona mucho con lo anterior[8].
Si estuviéramos determinados a decir lo que decimos, no seríamos libres de no
decirlo. Pero en un debate, en un diálogo, donde alguien puede convencerme de
algo y yo cambiar de parecer, o donde yo puedo darme cuenta de algo que antes
no veía, no hay necesidad en las afirmaciones (a las que llego mediante el
diálogo). De lo contrario, si el otro estuviera determinado a decirme que yo
estoy equivocado, ¿para qué intentar convencerlo de lo contrario? Lo más
absurdo sería que mi contra-opinante sostuviera que yo estoy equivocado al
decir que el hombre no es libre. ¿No sería contradictorio con mi propio
determinismo tratar de convencerlo de lo contrario, para que llegue libremente
a la conclusión de que el hombre no es libre?
Lo que Popper sostiene no necesariamente remite a un
mundo determinístico que afectara a nuestras neuronas. Es compatible con su
propia interpretación de la física cuántica[9],
donde la indeterminación onda-partícula depende de propensiones, de tendencias
–donde hace entrar la noción de potencialidad de Aristóteles– intrínsecas a
una determinada situación física, donde la partícula se comporta a veces como
partícula y a veces como onda. Pero ello no depende del control del ser
humano. Por ello, aunque en nuestro cerebro hubiera indeterminación cuántica,
la demostración de Popper se aplica igual.
[2] He analizado esta cuestión en Zanotti, G. J.,
“La llamada existencia de Dios en Santo Tomás: un replanteo del problema”, Civilizar, nº 10 (18), enero-junio de 2010, pp. 55-64.
[3] Al respecto véase Artigas, M., La
inteligibilidad de la naturaleza, Pamplona, Eunsa, 1992, y La mente del universo, Pamplona, Eunsa,
1999.
[4] Zubiri, X., Inteligencia sentiente, 5a
ed., Madrid, Alianza, 2006.
[5] Véase al respecto el elogio de Popper
a San Agustín en Popper, K., El universo abierto, Madrid, Tecnos, 1986, nota nº 30.
[6] Suma
Teológica, I, q. 83.
[7] Suma
Teológica, I, q. 2 art 10.
1 comentario:
Excelente articulo Gabriel, muchas gracias por tu trabajo. Soy Mauricio, uno de los 3 jóvenes del curso ELEFE, me gustaría si podrías explicar un poco mas de la ley natural de Santo tomas este miércoles, ya que lo vimos la clase pasada y antes de que arranquemos con Descartes.
Saludos
Mauricio
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